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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (55 page)

BOOK: Musashi
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Una vez finalizado su relato, se volvió a Tōji y le preguntó:

—¿Eres de Osaka?

—No, soy de Kyoto.

Ambos permanecieron un rato en silencio, distraídos por el ruido del oleaje y la vela.

—¿Piensas entonces tratar de abrirte camino en el mundo por medio de las artes marciales? —le preguntó Tōji.

Aunque la pregunta en sí era bastante inocente, la expresión de Tōji revelaba una condescendencia rayana en el desprecio. Hacía ya mucho tiempo que se había hartado de los jóvenes espadachines engreídos que iban por ahí jactándose de sus certificados y sus libros de secretos. A su modo de ver, no era posible que hubiera tantos espadachines expertos desplazándose por el país. ¿Acaso no había estado él en la escuela Yoshioka durante casi veinte años y no seguía siendo todavía un discípulo, aunque muy privilegiado?

El joven cambió de postura y contempló atentamente el agua grisácea.

—¿Kyoto? —musitó, y entonces se volvió de nuevo a Tōji y dijo—: Me han dicho que hay allí un hombre llamado Yoshioka Seijūrō, hijo mayor de Yoshioka Kempō. ¿Está todavía en activo?

A Tōji le apeteció bromear un poco.

—Sí —se limitó a responder—. La escuela Yoshioka parece floreciente. ¿La has visitado?

—No, pero cuando llegue a Kyoto, me gustaría tener un encuentro con ese Seijūrō y ver hasta qué punto es bueno.

Tōji tosió para contener la risa. Estaba detestando con rapidez la insolente confianza en sí mismo del joven. Naturalmente, no podía conocer la posición de Tōji en la escuela, pero si la descubriera, sin duda lamentaría lo que acababa de decir. Torciendo el gesto y en tono despectivo, le preguntó:

—¿Y crees que saldrías bien librado?

—¿Por qué no? —replicó el joven. Ahora era él quien deseaba reírse, y no se abstuvo de hacerlo—. Yoshioka tiene una gran casa y mucho prestigio, por lo que imagino que Kempō debe de haber sido un gran espadachín. Pero dicen que ninguno de sus hijos vale gran cosa.

—¿Cómo puedes estar tan seguro si no los conoces?

—Bueno, eso es lo que dicen los samurais de otras provincias. No me creo todo lo que llega a mis oídos, pero casi todo el mundo parece pensar que la casa de Yoshioka llegará a su fin con Seijūrō y Denshichirō.

Tōji ansiaba decirle al joven que contuviera la lengua. Incluso pensó por un momento revelarle su identidad, pero hacer que el asunto llegara a su punto decisivo en aquellos momentos haría que él pareciese el perdedor. Con toda la contención de que fue capaz, replicó:

—Últimamente las provincias parecen estar llenas de sabelotodos, por lo que no me extrañaría que la casa de Yoshioka fuese subestimada. Pero cuéntame más de ti. ¿No has dicho hace un momento que habías ideado una manera de matar golondrinas en vuelo?

—Sí, eso he dicho.

—¿Y lo has hecho con esa espada grande y larga?

—En efecto.

—Bien, si eres capaz de hacer tal cosa, sin duda te resultará fácil derribar una de las gaviotas que sobrevuelan el barco a baja altura.

El joven no respondió de inmediato. De repente había comprendido que Tōji no se proponía nada bueno. Mirando la línea tensa de sus labios, respondió:

—Podría hacerse, pero creo que sería una tontería.

—Bien —dijo Tōji con grandilocuencia—, si eres tan bueno que puedes menospreciar a la casa de Yoshioka sin haber estado en ella...

—Ah, ¿te he molestado?

—No, en absoluto, pero a nadie de Kyoto le gusta oír hablar mal de la escuela Yoshioka.

—¡Ja! Lo que he dicho no es lo que pienso, me he limitado a repetir lo que he oído.

—¡Joven! —dijo Tōji severamente.

—¿Qué?

—¿Sabes lo que significa la expresión «un samurai semihorneado»? ¡Te lo advierto por el bien de tu futuro! Nunca llegarás a ninguna parte si subestimas a los demás. Te jactas de que puedes derribar golondrinas y hablas de tu certificado del estilo Chūjō, pero sería mejor que recordaras que no todo el mundo es estúpido. Y deberías empezar a fijarte bien en tu interlocutor antes de fanfarronear.

—¿Crees que sólo me jacto?

—Así es —dijo Tōji, y se acercó más al otro, sacando el pecho—. A nadie le molesta que un joven se ufane de sus logros, pero no debes llevarlo demasiado lejos. —Como el joven no decía nada, Tōji continuó—: Desde el principio te he escuchado hablar jactanciosamente de ti mismo, y eso no me ha gustado. Pero la cuestión es que soy Gion Tōji, el principal discípulo de Yoshioka Seijūrō, ¡y si haces otra observación denigrante sobre la casa de Yoshioka, te arrancaré el pellejo!

Por entonces habían atraído la atención de los demás pasajeros. Tras haber revelado su nombre y su elevada posición, Tōji se dirigió contoneándose a la popa del barco, rezongando en tono amenazador sobre la insolencia de los jóvenes actuales. El otro le siguió en silencio, mientras los pasajeros les miraban boquiabiertos desde prudente distancia.

A Tōji no le satisfacía en absoluto la situación. Cuando el barco atracara, Okō estaría esperándole, y si ahora se enzarzaba en una pelea, sin duda más tarde se vería en dificultades con los funcionarios. Procurando parecer lo más despreocupado posible, apoyó los codos en la borda y contempló fijamente los remolinos de un negro azulado que se formaban bajo el timón.

El joven le dio unos golpecitos en la espalda.

—Señor —le dijo, en voz baja cuyo tono no revelaba ni cólera ni resentimiento.

—Tōji no le respondió.

—Señor —repitió el joven.

Incapaz de mantener su fingida despreocupación, Tōji preguntó:

—¿Qué quieres?

—Me has llamado jactancioso delante de varios desconocidos y tengo que defender mi honor. Me siento obligado a aceptar tu desafío de hace un momento. Quiero que seas testigo.

—¿A qué te he desafiado?

—No es posible que ya lo hayas olvidado. Te reíste cuando te dije que podría derribar golondrinas en vuelo y me desafiaste a que intentara derribar una gaviota.

—Humm. Te he sugerido tal cosa, ¿no?

—Si lo hago, ¿te convencerás de que no hablo por hablar?

—Bueno..., sí, me convenceré.

—De acuerdo, lo haré.

—¡Muy bien, espléndido! —Tōji se rió sarcásticamente—. Pero no olvides que si haces esto sólo por orgullo y fracasas, vas a ser objeto de escarnio.

—Correré ese riesgo.

—No tengo intención de impedírtelo.

—¿Y estarás presente como testigo?

—¡Naturalmente, con mucho gusto!

El joven se colocó en el centro de la cubierta de popa y movió la mano hacia su espada. Mientras lo hacía gritó el nombre de Tōji. Éste, mirándole con curiosidad, le preguntó qué quería, y el joven le dijo con gran seriedad:

—Por favor, haz que algunas gaviotas vuelen bajo delante de mí. Estoy dispuesto a derribar a cualquier número de ellas.

De repente Tōji reconoció la similitud entre lo que estaba ocurriendo y el argumento de cierto cuento humorístico atribuido al sacerdote Ikkyū. El joven había logrado hacerle pasar por un asno. Encolerizado, le gritó:

—¿Qué clase de tontería es ésta? Cualquiera capaz de lograr que las gaviotas vuelen delante de él podría derribarlas.

—El mar tiene una extensión de miles de millas y mi espada sólo mide tres pies. Si las aves no se aproximan, no puedo derribarlas.

Tōji avanzó un par de pasos, manifestando una satisfacción maligna.

—Estás tratando de salir de un apuro. Si no puedes matar a una gaviota en vuelo, di que no puedes y pide disculpas.

—Si me propusiera tal cosa, no estaría aquí esperando. Si las aves no se aproximan, entonces cortaré otra cosa para ti.

—¿Por ejemplo...?

—Acércate otros cinco pasos y te lo mostraré.

Tōji se acercó, rezongando:

—¿Qué te propones ahora?

—Sólo quiero que me permitas usar tu cabeza..., la cabeza con la que me has provocado para que demuestre que no fanfarroneaba. Si consideras el asunto, verás que es más lógico que la corte en vez de matar a unas gaviotas inocentes.

—¿Has perdido el juicio? —gritó Tōji.

Agachó la cabeza, con un movimiento reflejo, pues en aquel mismo instante, el joven desenvainó velozmente su espada y la usó. La acción fue tan rápida que la espada de tres pies no pareció más grande que una aguja.

—¿Qu... qu... qué? —gritó Tōji mientras se tambaleaba hacia atrás llevándose las manos al cuello.

Afortunadamente, la cabeza seguía en su sitio y, por lo que podía ver, estaba ileso.

—¿Comprendes ahora? —le preguntó el joven, dándole la espalda y alejándose entre los montones de equipaje.

Tōji ya estaba carmesí a causa de su turbación cuando, al mirar un trecho de la cubierta iluminado por el sol, vio un objeto de aspecto peculiar, como un pequeño pincel. Un pensamiento atroz cruzó por su mente y se llevó la mano a lo alto de la cabeza. ¡Su coleta había desaparecido! ¡Su preciosa coleta, el orgullo y la alegría de todo samurai! Con expresión horrorizada, se restregó la cabeza y observó que la cinta que le ataba el cabello por detrás estaba cortada, y las guedejas que había mantenido unidas desparramadas sobre el cuero cabelludo.

—¡Ese bastardo!

Una rabia implacable surgió de sus entrañas. Ahora sabía perfectamente bien que el joven ni había mentido ni se había jactado sin motivo. Era ciertamente joven, pero ya un espadachín espectacular. A Tōji le sorprendió que con tan pocos años pudiera ser tan bueno, pero el respeto que sentía era una cosa y la cólera que anidaba en su corazón otra muy distinta.

Cuando alzó la cabeza y miró hacia la proa, vio que el joven había regresado al lugar donde antes estaba sentado y buscaba algo en la cubierta. Era evidente que estaba desprevenido, y Tōji percibió que se le había presentado la oportunidad de vengarse. Escupiendo en la empuñadura de su espada, la aferró con fuerza y se deslizó por detrás de su atormentador. No estaba seguro de que su puntería fuese lo bastante buena para cortarle la coleta al hombre sin rebanarle también la cabeza, pero no le importaba. Con el cuerpo hinchado y enrojecido, respirando pesadamente, se aprestó a golpear.

En aquel preciso momento, se produjo una conmoción entre los mercaderes que jugaban a las cartas.

—¿Qué ocurre aquí? ¡No hay suficientes cartas!

—¿Adonde han ido a parar?

—¡Mirad allí!

—Ya he mirado.

Mientras gritaban y sacudían la alfombra, a uno de ellos se le ocurrió mirar hacia arriba.

—¡Ahí están! ¡Las tiene el mono!

Los restantes pasajeros, entusiasmados por tener una diversión más, alzaron las cabezas para mirar al simio, el cual estaba encaramado en lo alto del mástil de treinta pies.

—¡Ja, ja! —se rió uno—. Menudo mono..., él ha robado las cartas.

—Las está mascando.

—No, hace como si las repartiera.

Una sola carta voló hacia abajo. Uno de los mercaderes la recogió y dijo:

—Todavía debe de tener tres o cuatro más.

—¡Que suba alguien y le quite las cartas! No podemos jugar sin ellas.

—Nadie va a trepar ahí arriba.

—¿Por qué no lo hace el capitán?

—Supongo que podría hacerlo si quisiera.

—Vamos a ofrecerle un poco de dinero. Así lo hará.

El capitán escuchó la propuesta, estuvo de acuerdo y aceptó el dinero, pero creyendo al parecer que, como primera autoridad a bordo primero tenía que determinar la responsabilidad del incidente, se encaramó a un montón de cargamento y se dirigió a los pasajeros.

—¿A quién pertenece el mono? ¿Quiere venir aquí el propietario, por favor?

Nadie respondió, pero varias personas conocedoras de que el mono pertenecía al joven apuesto le miraron expectantes. El capitán también lo sabía, y su cólera aumentó ante la falta de respuesta por parte del joven. Alzando todavía más la voz, siguió diciendo:

—¿No está aquí el propietario?... Si nadie es dueño del mono, me ocuparé de él, pero luego no quiero ninguna queja.

El propietario del mono estaba apoyado contra unos bultos de equipaje, al parecer sumido en sus pensamientos. Algunos pasajeros empezaron a susurrar desaprobando su actitud, y el capitán miró furibundo al joven. Los jugadores de cartas murmuraron con malevolencia, y otros empezaron a preguntar si el joven era sordomudo o tan sólo insolente. Sin embargo, el joven se limitó a cambiar ligeramente de posición y actuó como si no hubiera ocurrido nada.

El capitán habló de nuevo.

—Parece que los monos prosperan en el mar tanto como en tierra. Como podéis ver, uno de ellos se nos ha colado aquí. Puesto que carece de propietario, supongo que podemos hacer con él lo que queramos. ¡Sed mis testigos, pasajeros! Como capitán, he apelado al dueño para que se diera a conocer, pero no lo ha hecho. ¡Si luego se queja de que no me ha oído, os pido que estéis de mi lado!

—¡Somos tus testigos! —exclamaron los mercaderes, por entonces al borde de la apoplejía.

El capitán bajó por la escala a la bodega. Cuando subió de nuevo, sostenía un mosquete con la mecha de combustión lenta ya encendida. Nadie tenía la menor duda de que estaba dispuesto a utilizarlo. Las miradas pasaron del capitán al propietario del mono.

El animal estaba disfrutando inmensamente. Encaramado allí arriba, jugaba con las cartas y hacía cuanto podía para fastidiar a la gente que estaba en la cubierta. De pronto enseñó los dientes, parloteó y corrió al penol de verga, pero una vez allí no pareció saber qué hacer.

El capitán alzó el mosquete y apuntó. Pero al tiempo que uno de los mercaderes le tiraba de la manga, instándole a disparar, el propietario del mono gritó:

—¡Alto, capitán!

Entonces fue el capitán quien fingió no haber oído nada. Apretó el gatillo, los pasajeros se taparon las orejas con las manos y el mosquete disparó con gran estruendo. Pero el tiro salió alto y desviado. En el último instante, el joven había empujado el cañón del arma.

Gritando de ira, el capitán agarró al joven por el pecho, y por un momento casi pareció colgado de allí, pues aunque robusto, era bajo al lado del apuesto joven.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó éste—. Estabas a punto de disparar contra un mono inocente con ese juguete tuyo, ¿no?

—Así es.

—Eso no está nada bien, ¿no te parece?

—¡Di una clara advertencia!

—¿Y cómo lo hiciste?

—¿Es que no tienes ojos y oídos?

—¡Calla! Soy un pasajero de este barco, y lo que es más, soy un samurai. ¿Esperas que responda cuando un simple capitán de barco se pone delante de sus clientes y grita como si fuese su amo y señor?

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