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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (57 page)

BOOK: Musashi
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—¿Adonde vais?

—Ah, eres tú. ¿Por qué no vienes a buscar conmigo? A cada uno se le ha asignado un territorio.

—¿Qué estáis buscando?

—A un joven samurai con un largo mechón frontal. Tiene un mono.

—¿Qué ha hecho?

—Algo que deshonrará el nombre del Joven Maestro a menos que actuemos con rapidez.

Le contó lo que había sucedido, pero no logró despertar en ella ni un ápice de interés.

—¡Siempre estáis buscando pelea! —exclamó con desaprobación.

—No es que nos guste luchar, pero si permitimos que se salga con la suya, será una vergüenza para la escuela, que es el mayor centro de artes marciales del país.

—¿Y qué más da que ocurra eso?

—¿Estás loca?

—Los hombres os pasáis el tiempo corriendo en pos de las cosas más tontas.

—¿Qué? —El hombre la miró con suspicacia—. ¿Y qué has hecho tú durante todo este tiempo?

—¿Yo? —Bajó la vista a la hermosa arena alrededor de sus pies y dijo—: Estoy buscando conchas marinas.

—¿Para qué las buscas? Hay millones de ellas en todo este lugar. Eso te demuestra que las mujeres perdéis el tiempo en cosas todavía más absurdas que los hombres:

—Estoy buscando una clase muy especial de concha. Se llama la concha del perdón.

—¿Ah, sí? ¿Y existe esa concha?

—Sí, pero dicen que sólo puedes encontrarla aquí, en la orilla de Sumiyoshi.

—¡Apuesto a que no existe tal cosa!

—¡Claro que sí! Si no te lo crees, ven conmigo. Te lo mostraré.

Llevó al reacio joven hasta una hilera de pinos y le señaló una piedra sobre la que estaba tallado un antiguo poema. Decía así:

Si tuviera tiempo

la encontraría en la orilla de Sumiyoshi.

Dicen que llega allí...

la concha que trae

el olvido del amor.

—¿Ves? —le dijo Akemi con orgullo—. ¿Qué otra prueba necesitas?

—Bah, eso sólo es un mito, una de esas mentiras inútiles que inventan los poetas.

—Pero en Sumiyoshi también tienen flores y agua que te hacen olvidar.

—Bueno, supongamos que existe. ¿Qué magia obrará para ti?

—Es sencillo. Si pones una de esas conchas en el obi o la manga, puedes olvidarlo todo.

El samurai se echó a reír.

—¿Significa eso que deseas ser más distraída de lo que ya eres?

—Sí, me gustaría olvidarlo todo. No puedo olvidar ciertas cosas, y por eso soy infeliz de día y permanezco despierta por la noche. Por eso estoy buscando la concha. ¿Por qué no te quedas y me echas una mano?

—¡Éste no es momento para juegos infantiles! —dijo desdeñosamente el samurai, y entonces, recordando de súbito su deber, echó a correr a toda velocidad.

A menudo, cuando estaba triste, Akemi pensaba que sus problemas se resolverían si pudiera olvidar el pasado y disfrutar del presente. En aquellos instantes, se abrazaba a sí misma y vacilaba entre aferrarse a los pocos recuerdos que atesoraba y el deseo de arrojarlos al mar. Pensaba que si realmente existiera una concha del olvido, no la llevaría personalmente, sino que la deslizaría con disimulo dentro de la manga de Seijūrō. Suspiró, imaginando lo deliciosa que sería su vida si él la olvidara para siempre.

Le bastaba pensar en él para que se le encogiera el corazón. Se sentía tentada a creer que aquel hombre existía con el único propósito de echar a perder su juventud. Cuando la importunaba con sus lisonjeras protestas amorosas, ella se consolaba pensando en Musashi, pero si la presencia de éste en su mente era a veces su salvación, también solía ser una fuente de desdicha, pues fomentaba en ella el deseo de huir a un mundo de sueños. Sin embargo, vacilaba en entregarse del todo a la fantasía, pues sabía que probablemente Musashi la habría olvidado por completo.

«¡Ah, si existiera algún modo de borrar su cara de mi mente!», se decía.

Las aguas azules del mar Interior le parecieron de súbito tentadoras. Las contempló fijamente y se asustó pensando en lo fácil que sería arrojarse a ellas y desaparecer.

La madre de Akemi, y no digamos Seijūrō, ignoraban por completo que la muchacha tenía unos pensamientos tan desesperados. Cuantos la conocían la consideraban muy feliz, tal vez un poco petulante, pero de todos modos un capullo aún tan lejos de florecer que no podía aceptar de ninguna manera el amor de un hombre.

Para Akemi, su madre y los hombres que iban a la casa de té eran seres ajenos a su verdadero yo. Cuando estaba en su presencia, reía y bromeaba, hacía sonar su campanilla y fruncía los labios según pareciera exigirlo la ocasión, pero cuando estaba a solas sus suspiros reflejaban preocupaciones y pesar.

Interrumpió sus pensamientos un sirviente de la posada, el cual, al verla junto a la piedra con la inscripción, corrió a ella y le dijo:

—¿Dónde has estado, joven señora? El Joven Maestro te llama y, al no obtener respuesta, está muy preocupado.

Akemi regresó a la posada y encontró a Seijūrō a solas, calentándose las manos bajo el edredón rojo que cubría el kotatsu. Reinaba el silencio en la habitación. En el jardín soplaba una brisa entre los pinos secos.

—¿Has estado fuera con este frío? —le preguntó.

—¿Qué quieres decir? No hace nada de frío. La playa está muy soleada.

—¿Qué has estado haciendo?

—Buscando conchas.

—Te portas como una niña.

—Es que soy una niña.

—¿Qué edad crees que tendrás en tu próximo cumpleaños?

—Eso no importa. Sigo siendo una niña. ¿Qué tiene de malo?

—Estás muy equivocada. Deberías pensar en los planes que tu madre tiene para ti.

—¿Mi madre? Ella no piensa en mí. Está convencida de que sigue siendo joven.

—Siéntate aquí.

—No quiero, me dará demasiado calor. Todavía soy joven, ¿recuerdas?

—¡Akemi! —exclamó él, al tiempo que le cogía la muñeca atrayéndola hacia sí—. Hoy no hay nadie más aquí. Tu madre ha tenido la delicadeza de regresar a Kyoto.

Akemi miró los ojos ardientes de Seijūrō y su cuerpo se puso rígido. Inconscientemente trató de retroceder, pero él le aferró con fuerza la muñeca.

—¿Por qué intentas huir? —le preguntó en tono acusador.

—No intento huir.

—Ahora no hay nadie aquí. Es una oportunidad perfecta, ¿no crees, Akemi?

—¿Para qué?

—¡No seas tan obstinada! Llevamos viéndonos casi un año y sabes lo que siento por ti. Okō dio su permiso hace tiempo. Dice que no te entregas a mí porque no te abordo del modo apropiado. Así que hoy vamos a...

—¡Basta! ¡Suéltame el brazo! ¡Te digo que me dejes! —De repente Akemi se inclinó adelante con la cabeza gacha, azorada.

—¿No me aceptarás pase lo que pase?

—¡Basta ya! ¡Déjame!

Aunque el brazo de la muchacha había enrojecido bajo la presión de su mano, seguía negándose a soltarla, y ella carecía de fuerza para resistir las técnicas militares del estilo Kyōhachi.

Aquel día Seijūrō no era el de siempre. A menudo buscaba consuelo en el sake, pero en esta ocasión no había bebido nada.

—¿Por qué me tratas así, Akemi? ¿Intentas humillarme?

—¡No quiero hablar de ello! ¡Si no me sueltas, gritaré!

—¡Pues grita! Nadie te oirá. La casa principal está demasiado lejos y, en cualquier caso, les he dicho que no nos molesten.

—Quiero marcharme.

—No te dejaré.

—¡Mi cuerpo no te pertenece!

—¿Es eso lo que sientes? ¡Será mejor que preguntes a tu madre al respecto! Desde luego, le he pagado lo bastante por ti.

—¡Puede que mi madre me haya vendido, pero yo no me he vendido! ¡De ninguna manera me entregaría a un hombre al que desprecio más que a la misma muerte!

—¿Qué es esto? —gritó Seijūrō, arrojándole el edredón rojo por encima de la cabeza.

Akemi gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Grita, zorra, grita cuanto quieras! No va a venir nadie.

En la puerta corredera de papel la pálida luz del sol se mezclaba con las inquietas sombras de los pinos como si nada hubiera ocurrido. En el exterior la quietud era absoluta, interrumpida tan sólo por el distante rumor del oleaje y los trinos de los pájaros.

Un profundo silencio siguió a los gemidos ahogados de Akemi. Al cabo de un rato, Seijūrō, con una palidez mortal en el rostro, apareció en el pasillo externo, sujetando con la mano derecha la izquierda arañada y sangrante.

Poco después, la puerta volvió a abrirse ruidosamente y salió Akemi. Lanzando un grito de sorpresa, Seijūrō, ahora con la mano envuelta por una toalla, se movió como si fuese a detenerla, pero no llegó a tiempo. La muchacha, medio enloquecida, echó a correr con la rapidez del rayo.

Una expresión preocupada apareció en la cara de Seijūrō, pero no persiguió a Akemi, la cual cruzó el jardín y entró en otra parte de la posada. Al cabo de un momento, los labios de Seijūrō trazaron una sonrisa leve y sesgada. Era una sonrisa de profunda satisfacción.

El fin de un héroe

—¡Tío Gon!

—¿Qué?

—¿Estás cansado?

—Sí, un poco.

—Ya me lo parecía. Estoy rendida, pero este santuario tiene espléndidos edificios, ¿no es cierto? Oye, ¿no es ése el naranjo al que llaman el árbol secreto de Wakamiya Hachiman?

—Eso parece.

—Se supone que es el primer artículo del tributo que llenó ochenta barcos presentado por el Rey de Silla a la emperatriz Jingū cuando ésta conquistó Corea.

—¡Mira ahí, en el establo de los caballos sagrados! ¿No es un animal espléndido? Sin duda llegaría el primero en la carrera de caballos anual de Kamo.

—¿Te refieres al blanco?

—Sí. Humm, ¿qué dice ese letrero?

—Dice que si hierves las alubias que contiene el forraje del caballo y bebes el jugo, eso te impedirá llorar o rechinar los dientes por la noche. ¿Quieres un poco?

El tío Gon se echó a reír.

—¡No seas tonta! —Volviéndose hacia ella, le preguntó—:

¿Qué le ocurrió a Matahachi?

—Se ha ido vete a saber dónde.

—Ah, ahí está, descansando junto al escenario de las danzas sagradas.

La anciana alzó la mano y llamó a su hijo.

—Si vamos por ahí, podremos ver el Gran Torii
[4]
, pero primero vayamos al Fanal Alto.

Matahachi les siguió perezosamente. Desde que su madre le prendiera por el cuello en Osaka, había estado con ellos... caminando sin cesar, y se le estaba agotando la paciencia. Cinco o seis días de excursiones no estaban mal, pero la idea de acompañarles para tomar venganza le amedrentaba. Había intentado persuadirles de que viajar juntos era inadecuado para su propósito, que sería mejor que él fuese por su cuenta en busca de Musashi, pero su madre no quería oír hablar del asunto.

—Pronto será Año Nuevo —decía—, y quiero que por entonces estés conmigo. Hace mucho tiempo que no celebramos juntos las fiestas de Año Nuevo, y puede que ésta sea la última ocasión.

Aunque Matahachi sabía que no podía rechazar a su madre, había decidido abandonarles un par de días después del primero del año. Osugi y el tío Gon, temerosos tal vez de que tenían poca vida por delante, se habían entregado tanto a la religión que hacían un alto en cada santuario y templo, dejaban ofrendas y dirigían largas súplicas a los dioses y budas. Se habían pasado casi todo aquel día en el santuario de Sumiyoshi.

Matahachi, mortalmente aburrido, arrastraba los pies y fruncía los labios.

—¿Es que no puedes caminar más rápido? —le preguntó Osugi con irritación.

Matahachi no varió lo más mínimo el ritmo de sus pasos. Tan irritado con su madre como lo estaba consigo mismo, farfulló:

—¡Me das prisa y luego me haces esperar! ¡Una y otra vez la misma historia!

—¿Qué voy a hacer con un hijo como tú? Cuando la gente acude a un lugar sagrado, lo correcto es que se detenga para elevar una plegaria a los dioses. Nunca te he visto inclinarte ante un dios o un buda, y, créeme, al final lo lamentarás. Además, si rezaras con nosotros, no tendrías que aguardar tanto.

—¡Qué fastidio! —gruñó Matahachi.

—¿Quién es un fastidio? —gritó Osugi con indignación.

Durante los primeros dos o tres días todo había ido como la seda entre ellos, pero cuando Matahachi volvió a acostumbrarse a su madre, empezó a desaprobar todo lo que ella hacía y decía, y a burlarse de ella en cuanto tenía ocasión. Cuando anochecía y regresaban a la posada, la mujer le obligaba a sentarse delante de ella y le sermoneaba, lo cual ponía al muchacho de peor humor que antes.

«¡Qué pareja!», se lamentaba el tío Gon para sus adentros, tratando de encontrar la manera de suavizar el resentimiento de la anciana y tranquilizar en lo posible a su cejijunto sobrino. En aquellos momentos, intuyendo que se avecinaba otro sermón, dijo alegremente:

—¡Vaya! ¡Creo que he olido algo bueno! En esa casa de té al lado de la playa venden almejas a la parrilla. ¿Qué os parece si vamos a probarlas?

Ni la madre ni el hijo se mostraron muy entusiasmados, pero el tío Gon logró llevarles al establecimiento a orillas del mar, resguardado con delgadas persianas de juncos. Mientras los otros dos se acomodaban en un banco del exterior, el tío entró y regresó con sake.

Ofreció una taza a Osugi y le dijo:

—Esto alegrará un poco a Matahachi. Tal vez eres un poco dura con él.

Osugi desvió la vista y replicó:

—No quiero beber nada.

El tío Gon, capturado por su propia red, ofreció la taza a Matahachi, el cual, aunque seguía malhumorado, procedió a vaciar tres jarras tan rápido como pudo, sabiendo muy bien que esa acción enfurecería a su madre. Cuando pidió una cuarta jarra al tío Gon, Osugi no pudo aguantar más.

—¡Ya has bebido suficiente! ¡Esto no es una excursión campestre y no hemos venido aquí a emborracharnos! Y tú, tío Gon, ándate con cuidado. Eres mayor que Matahachi y deberías ser más prudente.

El tío Gon, tan mortificado como si sólo él hubiera estado bebiendo, trató de ocultar la cara frotándosela con las manos.

—Sí, tienes mucha razón —dijo en tono sumiso. Se puso en pie y dio unos pasos inseguros.

Entonces la cosa empezó en serio, pues Matahachi había tocado las raíces del violento aunque quebradizo sentido del amor maternal y la inquietud de Osugi, la cual no estaba dispuesta a esperar hasta que regresaran a la posada. Atacó furiosamente a su hijo sin que le importara si otras personas la oían. Matahachi se quedó mirándola con una expresión de malhumor y desobediencia hasta que la anciana terminó.

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