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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (27 page)

BOOK: Musashi
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Se había sentado en el lugar del maestro, una pequeña plataforma elevada, preparándose para recibir el saludo de Musashi. Eligió una de las espadas de madera que le ofrecían sus discípulos y la sostuvo vertical ante él.

Tres o cuatro hombres acataron la orden y empezaron a marcharse, pero Tōji y Ryōhei les dijeron que esperasen.

Siguió una serie de susurros que no llegaban a oídos de Seijūrō. Las consultas musitadas se centraban alrededor de Tōji y los demás discípulos veteranos de la escuela. Poco después se les unieron familiares y algunos criados, y fueron tantos los presentes que la reunión se dividió en varios grupos. Aunque acalorada, la controversia se zanjó en un tiempo relativamente breve.

La mayoría, no sólo preocupada por el sino de la escuela sino también incómodamente consciente de las deficiencias de Seijūrō como luchador, concluyó que sería imprudente permitir que se enfrentara a Musashi cara a cara en aquellos momentos. Con dos muertos y varios heridos, si Seijūrō perdiera, la crisis a la que se enfrentaría la escuela sería extraordinariamente grave. Era un riesgo demasiado grande.

La tácita opinión de la mayoría de los hombres era que si Denshichirō estuviera presente habría poca causa de alarma. En general, se creía que estaba mejor dotado que Seijūrō para continuar la labor de su padre, pero como era el segundo hijo y no tenía responsabilidades, era un hombre demasiado acomodadizo. Aquella mañana había salido de casa con unos amigos para viajar a Ise, y ni siquiera se había molestado en decir cuándo regresaría.

Tōji se acercó a Seijūrō y le dijo:

—Hemos llegado a una conclusión.

Mientras Seijūrō escuchaba el informe susurrado, su expresión fue haciéndose cada vez más indignada, hasta que finalmente, dominando apenas su furia, dijo:

—¿Engañarle?

Tōji intentó silenciarle con la mirada, pero Seijūrō no iba a consentirlo.

—¡No puedo aceptar una cosa así! Es una cobardía. ¿Y si corriera la noticia de que la escuela Yoshioka temía tanto a un guerrero desconocido que se ocultó y le tendió una emboscada?

—Cálmate —le suplicó Tōji, pero Seijūrō siguió protestando. Tōji alzó la voz para imponerse a la del joven maestro y le dijo—: Déjalo de nuestra cuenta. Nosotros nos ocuparemos del asunto.

Seijūrō no estaba dispuesto a ceder.

—¿Crees acaso que yo, Yoshioka Seijūrō, sería derrotado por ese Musashi o comoquiera que se llame?

—Oh, no, no se trata de eso en absoluto —mintió Tōji—. Es que no creemos que derrotarle te aportara ningún honor. Tienes demasiada categoría para enfrentarte a un vagabundo descarado. En cualquier caso, no hay ninguna razón por la que nadie ajeno a esta casa deba enterarse de lo sucedido. Sólo una cosa es importante..., no permitir que salga de aquí vivo.

Mientras los dos estaban discutiendo, el número de hombres en la sala se redujo a más de la mitad. Silenciosos como gatos, salieron al jardín, encaminándose a la puerta trasera y las habitaciones interiores, y se desvanecieron casi imperceptiblemente en la oscuridad.

—No podemos postergarlo más, joven maestro —dijo Tōji con firmeza, y apagó la lámpara de un soplo. Aflojó la espada en su vaina y se arremangó el kimono.

Seijūrō siguió sentado. Aunque hasta cierto punto se sentía aliviado por no tener que luchar con el desconocido, no se estaba satisfecho ni mucho menos. Se daba cuenta de que sus discípulos tenían una baja opinión de su capacidad. Pensó en que había descuidado la práctica desde la muerte de su padre, y ese pensamiento le abatió.

La casa se volvió fría y silenciosa como el fondo de un pozo. Sin poder quedarse quieto, Seijūrō se puso en pie y permaneció junto a la ventana. A través de las puertas cubiertas de papel de la habitación donde estaba Musashi, veía el tenue parpadeo de la luz de la lámpara. Era la única luz visible en el entorno.

Varios pares de ojos más miraban en la misma dirección. Los atacantes, con sus espadas en el suelo delante de ellos, contenían el aliento y escuchaban atentamente para percibir cualquier sonido indicador de lo que Musashi se proponía llevar a cabo.

Al margen de sus deficiencias, Tōji había recibido el adiestramiento de un samurai, e intentaba desesperadamente imaginar qué haría Musashi.

—Nadie le conoce en la capital, pero es un gran luchador. ¿Es posible que esté sentado y silencioso en esa habitación? Nos hemos aproximado a él con mucha cautela, pero somos demasiados y debe de haberlo notado. Cualquiera que intente vivir como un guerrero lo notaría. De lo contrario, a estas alturas estaría muerto.

—Humm..., quizá se ha adormecido. Eso es lo más probable. Al fin y al cabo, lleva largo tiempo esperando.

—Por otro lado, ya ha demostrado que es inteligente. Tal vez esté ahí en pie, preparado para el combate, dejando la lámpara encendida para cogernos desprevenidos y esperando que le ataque el primer hombre.

—¡Sí, eso debe ser! ¡No hay duda!

Los hombres estaban nerviosos y llenos de prevención, pues el blanco de su sanguinario propósito estaría igualmente deseoso de matarles. Intercambiaron miradas, preguntándose en silencio quién sería el primero en adelantarse corriendo y arriesgar su vida.

Finalmente el astuto Tōji, que estaba al lado mismo de la habitación de Musashi, gritó:

—¡Musashi! ¡Siento haberte hecho esperar! ¿Puedo verte un momento?

Al no obtener respuesta, Tōji llegó a la conclusión de que Musashi estaba, en efecto, preparado y esperando el ataque. Jurándose que no le dejaría escapar, Tōji señaló a derecha e izquierda y asestó una patada a la shoji. El golpe desplazó de su ranura el borde inferior de la puerta, que se deslizó unos dos pies hacia el interior de la habitación. Al oír el ruido, los hombres que se disponían a invadir la estancia, retrocedieron un paso sin querer, pero al cabo de unos segundos alguien lanzó el grito de ataque y abrieron con estrépito todas las demás puertas de la habitación.

—¡No está aquí!

—¡La habitación está vacía!

Las voces llenas de valor recobrado murmuraban con incredulidad. Musashi había estado sentado allí hasta hacía muy poco, cuando alguien le llevó la lámpara. Ésta aún ardía, el cojín que había usado el guerrero desconocido seguía allí, en el brasero aún ardía un buen fuego y había una taza de té sin tocar. ¡Pero Musashi no estaba!

Un hombre corrió a la terraza y comunicó a los demás que el samurai había desaparecido. Por debajo de la terraza y desde lugares oscuros en el jardín salieron alumnos y criados, los cuales se congregaron, dieron airadas patadas en el suelo y maldijeron a los hombres que habían montado guardia en la pequeña habitación. Sin embargo, los guardianes insistieron en que Musashi no podía haberse ido. Menos de una hora antes había ido al excusado y vuelto a la habitación de inmediato. Era imposible que hubiera salido sin que le vieran.

—¿Pretendes decir que es invisible como el viento? —le preguntó un hombre desdeñosamente.

Entonces uno de los que habían estado hurgando en un armario gritó:

—¡Así es como se ha fugado! Mirad, estas tablas del suelo han sido arrancadas.

—No ha pasado mucho tiempo desde que despabiló la lámpara. ¡No puede haber ido muy lejos!

—¡A por él!

¡Si Musashi había huido realmente, en el fondo debía ser un cobarde! Esta suposición enardeció a sus perseguidores, dándoles el espíritu de lucha del que tan notablemente habían carecido poco antes. Estaban saliendo por el portal y las puertas laterales cuando alguien exclamó:

—¡Ahí está!

Cerca de la puerta trasera, una silueta salió de las sombras, cruzó la calle y entró en un oscuro callejón al otro lado. Corriendo como una liebre, cuando llegó al muro en el extremo del callejón, giró a un lado. Dos o tres estudiantes le dieron alcance en el camino entre el Kūyadō y las ruinas del Honnōji incendiado.

—¡Cobarde!

—De modo que huyes, ¿eh?

—Después de lo que hoy has hecho.

Se oyó el ruido de una violenta refriega y un aullido desafiante. El hombre capturado había recobrado sus fuerzas y se volvía contra sus captores. En un instante, los tres hombres que le habían arrastrado sujeto por la nuca cayeron al suelo. La espada del hombre estaba a punto de descender sobre ellos cuando un cuarto hombre llegó corriendo y gritó:

—¡Espera! ¡Es un error! No es el hombre que estamos buscando.

Matahachi bajó la espada y los hombres se pusieron en pie.

—¡Eh, tienes razón! No es Musashi.

Mientras estaban allí en pie y perplejos, Tōji llegó a su lado.

—¿Le habéis cogido? —les preguntó.

—No, nos hemos equivocado de hombre... Éste no es el causante de nuestros problemas.

Tōji miró más atentamente al transeúnte que sus camaradas habían intentado capturar y les preguntó con asombro:

—¿Es éste el hombre a quien perseguíais?

—Sí. ¿Le conoces?

—Le vi antes en la casa de té Yomogi.

Mientras examinaban a Matahachi en silencio y con suspicacia, éste se atusó calmosamente el cabello revuelto y se sacudió el kimono.

—¿Es el dueño del Yomogi?

—No, la mujer que sirve ahí me dijo que no lo era. Parece ser alguna clase de parásito.

—Desde luego, parece sospechoso. ¿Qué hacía cerca del portal? ¿Estaba espiando?

Pero Tōji ya había empezado a moverse.

—Si perdemos tiempo con él, Musashi se nos escapará. Dividíos y poneos en marcha. Por lo menos podremos averiguar dónde se aloja.

Hubo un murmullo de asentimiento y los hombres partieron.

Matahachi, de cara al foso del Honnōji, permanecía en silencio con la cabeza inclinada mientras los hombres pasaban corriendo por su lado. Cuando pasó el último, lo llamó.

El hombre se detuvo.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

Matahachi se aproximó a él.

—¿Qué edad tiene ese hombre llamado Musashi?

—¿Cómo podría saberlo?

—¿Dirías que tiene más o menos mi edad?

—Sí, en efecto.

—¿Procede del pueblo de Miyamoto, en la provincia de Mimasaka?

—Sí.

—Supongo que «Musashi» es otra manera de leer los dos caracteres usados para escribir «Takezō», ¿no es cierto?

—¿Por qué me haces estas preguntas? ¿Acaso es amigo tuyo?

—Oh, no. Sólo estaba intrigado.

—Oye, sería mejor que en lo sucesivo no te metas en sitios donde no debes estar. De lo contrario, uno de estos días podrías encontrarte en un serio apuro.

Tras hacer esta advertencia, el hombre se alejó.

Matahachi echó a andar lentamente por el lado del oscuro foso, deteniéndose de vez en cuando para contemplar las estrellas. No parecía tener un rumbo concreto.

—¡Es él, después de todo! —se dijo—. Debe de haber cambiado su nombre por el de Musashi, convirtiéndose en un espadachín. Supongo que su aspecto será muy distinto al de antes. —Deslizó las manos en el obi y se puso a dar puntapiés a un guijarro, trasladándolo a lo largo de su camino. Cada vez que lo hacía, creía ver el rostro de Takezō ante él—. No es el momento oportuno —musitó—. Me avergonzaría que me viera tal como soy ahora. Tengo suficiente orgullo para no querer que me mire... Pero si ese grupo de la escuela Yoshioka le da alcance, probablemente le matarán. Quisiera saber dónde está. Por lo menos me gustaría advertirle.

Encuentro y retirada

A lo largo del sendero pedregoso que conducía al templo Kiyomizu se alzaba una hilera de casas destartaladas, sus tejados de tablas alineados como dientes cariados y tan viejos que el musgo cubría sus aleros. Bajo el caluroso sol del mediodía, la calle hedía a salazón de pescado asada sobre ascuas.

Un plato salió volando por la puerta de una de las casuchas y se hizo añicos en el suelo. Un hombre de unos cincuenta años que parecía alguna clase de artesano salió tambaleándose poco después. Pegada a sus talones estaba su esposa descalza, con el cabello enmarañado y los senos colgándole como las ubres de una vaca.

—¿Qué estás diciendo, zafio? —le gritó con voz aguda—. ¡Te largas, abandonas a tu mujer y tus hijos para que se mueran de hambre y luego vuelves arrastrándote como un gusano!

Se oía llanto de niños procedente de la casa, y un perro aullaba en las cercanías. La mujer agarró al hombre por el moño y empezó a zurrarle.

—¿Adonde crees que vas ahora, viejo idiota?

Los vecinos se acercaron a ellos a toda prisa, tratando de restaurar el orden.

Musashi sonrió irónicamente y se volvió hacia la tienda de cerámica. Durante algún tiempo, antes de que hubiera estallado la disputa doméstica, había permanecido ante la tienda, contemplando las piezas con una fascinación infantil. Los dos hombres que estaban en el interior no se daban cuenta de su presencia. Totalmente absortos en su trabajo, parecían haber penetrado en la arcilla convirtiéndose en parte de ella.

A Musashi le habría gustado tratar de modelar la arcilla. Desde su adolescencia le encantaba hacer cosas con las manos, y pensó que por lo menos sería capaz de producir un simple cuenco de té. Pero en aquel mismo instante uno de los alfareros, un hombre que rondaría los sesenta años, empezó a dar forma a un cuenco de té. Al observar con qué destreza movía los dedos y manejaba la espátula, Musashi comprendió que había sobrestimado su propia capacidad. Le maravilló la complicada técnica que era necesaria tan sólo para fabricar una sencilla pieza como el cuenco.

En aquellos días a menudo sentía una profunda admiración por el trabajo ajeno. Había descubierto que respetaba la técnica, el arte e incluso la habilidad de hacer bien una tarea sencilla, sobre todo si era una habilidad que él mismo no había dominado.

En un ángulo de la tienda, sobre un mostrador improvisado hecho con un viejo panel de puerta, había hileras de platos, tarros, tazas de sake y jarras. Los vendían como recuerdos, por la irrisoria suma de veinte o treinta monedas, a las gentes que iban al templo o regresaban de él. La seriedad con que los alfareros se entregaban a su trabajo contrastaba agudamente con la humildad de su chamizo de tablas. Musashi se preguntó si siempre tendrían lo suficiente para comer. La vida no debía de ser tan fácil como a veces parecía.

Observar la habilidad, la concentración y la entrega empleadas en fabricar unos objetos incluso tan baratos como aquéllos hizo sentir a Musashi que aún tenía un largo camino por recorrer si quería llegar alguna vez al grado de perfección en la esgrima al que aspiraba. Era éste un pensamiento tranquilizante, pues en las tres últimas semanas había visitado otros célebres centros de adiestramiento de Kyoto aparte de la escuela Yoshioka, y había empezado a preguntarse si no habría sido demasiado crítico consigo mismo desde su confinamiento en Himeji. Había esperado encontrar una Kyoto llena de hombres que dominaban las artes marciales, pues, al fin y al cabo, era la capital imperial, así como la antigua sede del shogunado Ashikaga, y había sido desde hacía mucho tiempo lugar de reunión de famosos generales y guerreros legendarios. Sin embargo, durante su estancia no había encontrado un solo centro de adiestramiento que le hubiera enseñado algo por lo que pudiera estar verdaderamente agradecido. Por el contrario, cada una de las escuelas le había decepcionado. Aunque siempre salía vencedor en los combates, no podía estar seguro de si eso se debía a que él era bueno o a que sus adversarios eran malos. Sea como fuere, si los samuráis con los que se había batido eran característicos, el país estaba en una forma lamentable.

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