Authors: Eiji Yoshikawa
Más allá del puerto de montaña, la nieve sobre el monte Koma brillaba con destellos que parecían lanzas, mientras en el monte Ontake, visible a través de los brotes levemente rojizos en los árboles, estaba diseminada en distintas partes de la ladera. La luz verdosa que anunciaba la estación primaveral parecía rielar a lo largo de la carretera y en los campos.
Otsū soñaba despierta. Jōtarō era como una planta nueva, testarudo y resistente. No le pisotearían fácilmente, no serían pocos los hombres necesarios para mantenerle doblegado. Últimamente estaba creciendo con rapidez. En ocasiones Otsū creía tener un atisbo del hombre que llegaría a ser.
Sin embargo, la línea entre el alboroto infantil y la insolencia era tenue, y aun cuando hiciera concesiones a la educación nada ortodoxa del muchacho, la conducta de éste consternaba cada vez más a Otsū. Sus exigencias, especialmente con respecto a la comida, no tenían fin. Cada vez que llegaban a un establecimiento alimenticio, Jōtarō se plantaba y se negaba a moverse hasta que ella le compraba algo.
Tras haberle comprado crujientes galletas de arroz en Suhara, Otsū aseguró que aquélla sería la última vez. Pero poco después de que reanudaran el camino, Jōtarō ya había terminado las galletas y se quejaba de hambre. La próxima discusión habría sido inevitable de no haberse detenido en una casa de té en Nezame para almorzar temprano. Cuando llegaron al próximo puerto de montaña, el muchacho volvía a estar hambriento.
—¡Mira, Otsū! En esa tienda tienen caquis secos. ¿No deberíamos comprar unos cuantos para el viaje?
Fingiendo que no le había oído, Otsū siguió adelante.
Cuando llegaron a Fukushima, en la provincia de Shinano, lugar famoso por la variedad y abundancia de sus productos alimenticios, era media tarde, más o menos la hora a la que acostumbraban merendar.
—Descansemos un poco —le pidió el chico en tono quejumbroso—. Por favor.
Ella no le hizo caso.
—¡Vamos, Otsū! Tomemos esos pastelillos de arroz envueltos en harina de soja. Los que hacen aquí son famosos. ¿No quieres probarlos?
Ahora Jōtarō sujetaba la cuerda de la vaca, por lo que a Otsū le sería difícil pasar ante la tienda sin detenerse.
—¿No has comido lo suficiente? —le preguntó, irritada.
La vaca, como en secreta alianza con Jōtarō, se detuvo y empezó a pacer la hierba de la cuneta.
—¡Muy bien! —dijo bruscamente Otsū—. Si es así como vas a actuar, me adelantaré y se lo diré a Musashi.
Cuando hizo ademán de desmontar, Jōtarō se echó a reír, sabiendo perfectamente que ella no llevaría a cabo su amenaza.
Al ver que había descubierto su farol, Otsū desmontó con resignación de la vaca y juntos entraron en el cobertizo abierto por un lado que estaba delante del local. Jōtarō pidió a gritos que les sirvieran y fue a atar la vaca.
Cuando regresó al lado de Otsū, ésta le dijo:
—No deberías haber pedido nada para mí. No tengo hambre.
—¿No quieres nada para comer?
—No. Las personas que comen demasiado se vuelven unos cerdos estúpidos.
—Ah, entonces supongo que tendré que comerme lo tuyo.
—¡Eres un desvergonzado!
El chico tenía la boca demasiado llena para poder oír. Sin embargo, al cabo de un momento hizo una pausa para colocarse la espada de madera a la espalda, donde no molestaría a su caja torácica en expansión. Siguió mascando, pero de repente se metió en la boca el último pastelillo de arroz y corrió a la salida.
—¿Ya has terminado? —le preguntó Otsū. Dejó unas monedas sobre la mesa y empezó a seguirle, pero Jōtarō dio media vuelta y la empujó rudamente al interior.
—¡Espera! —le dijo, excitado—. Acabo de ver a Matahachi.
—No es posible —dijo ella, palideciendo—. ¿Qué estaría haciendo aquí?
—No tengo la menor idea. ¿No le has visto? Lleva un sombrero de juncos y nos ha mirado directamente.
—No lo creo.
—¿Quieres que le traiga aquí y te lo demuestre?
—¡No harás semejante cosa!
—No te preocupes. Si algo sucediera, iría en busca de Musashi.
Otsū tenía el corazón desbocado, pero al comprender que cuanto más tiempo permanecieran allí, tanta mayor sería la distancia que les separara de Musashi, montó de nuevo en la vaca.
Cuando se pusieron en marcha, Jōtarō le dijo:
—No entiendo nada. Hasta que llegamos a la cascada de Magome, éramos tan amigos como es posible serlo. Desde entonces, Musashi apenas ha dicho una palabra, y tú tampoco le has hablado. ¿Qué os pasa? —Como la joven no respondía, siguió diciendo—: ¿Por qué camina delante de nosotros? ¿Por qué ahora dormimos en distintas habitaciones? ¿Es que os habéis peleado?
Otsū no podía darle una respuesta sincera, pues no había sido capaz de dársela a sí misma. ¿Trataban todos los hombres a las mujeres de la manera que Musashi la había tratado a ella, tratando abiertamente de forzarla? ¿Y por qué le había rechazado ella con tanta vehemencia? En cierto sentido, la aflicción y la confusión que experimentaba ahora eran más dolorosas que la enfermedad de la que tan recientemente se había recuperado. La fuente del amor que la había consolado durante años se había convertido de repente en una estruendosa catarata.
El recuerdo de aquella otra cascada resonaba en sus oídos, junto con sus propios gritos de aflicción y la airada protesta de Musashi.
Podía preguntarse a sí misma si seguirían así para siempre, sin comprenderse el uno al otro, pero el hecho de que le siguiera, procurando no perderle de vista, incluso a ella le parecía ilógico. Aunque, debido a su azoramiento, se habían separado y apenas se hablaban, Musashi no mostraba signos de romper su promesa de ir con ella a Edo.
A la altura del Kōzenji doblaron por otro camino. En lo alto de la primera colina había una barrera. Otsū había oído decir que desde la batalla de Sekigahara unos agentes del gobierno examinaban a los viajeros, sobre todo mujeres, en aquel camino con gran detenimiento. Pero la carta de presentación del señor Karasumaru actuó como un ensalmo y les dejaron pasar sin dificultad el punto de control.
Cuando llegaron a la última casa de té en el extremo de la barrera, Jōtarō preguntó:
—Dime, Otsū, ¿qué significa Fugen?
—¿Fugen?
—Sí. Antes, al pasar ante una casa de té, un sacerdote te ha señalado y ha dicho que te «parecías a Fugen sobre una vaca». ¿Qué significa eso?
—Supongo que se refería al bodhisattva Fugen.
—Ése es el bodhisattva que monta un elefante, ¿no es cierto? En ese caso, yo debo de ser el bodhisattva Monju, porque siempre van juntos.
—Un Monju muy glotón, diría yo.
—¡Lo bastante bueno para una Fugen llorona!
—¡Ah, tenías que decir eso!
—¿Por qué Fugen y Monju van siempre juntos? No son un hombre y una mujer.
Intencionadamente o no, el chico volvía a rondar la verdad de lo ocurrido entre ella y Musashi. Como había oído hablar mucho de aquellas cosas cuando vivía en el Shippōji, Otsū podría haberle respondido con cierto detalle, pero se limitó a decirle que Monju representa la sabiduría y Fugen la conducta abnegada.
—¡Alto!
La voz era de Matahachi y había surgido detrás de ellos.
Llena de repulsión, Otsū se dijo: «¡Ese cobarde!». Se volvió hacia él y le miró fríamente.
Matahachi le devolvió una mirada furibunda, sus sentimientos más confusos que nunca. En Nakatsugawa habían sido puros celos, pero siguió espiando a Musashi y Otsū. Cuando vio que se separaban, lo interpretó como un intento de engañar a la gente e imaginó toda suerte de actos escandalosos cuando estaban solos.
—¡Desmonta! —le ordenó.
Otsū miró fijamente la cabeza de la vaca, incapaz de hablar. Sus sentimientos hacia él se habían decantado de una vez por todas, y eran de odio y desprecio.
—¡Vamos, mujer, baja de ahí!
Aunque ardía de indignación, ella le habló fríamente.
—¿Por qué? No tengo nada que ver contigo.
—¿Ah, sí? —gruñó él en tono amenazante, cogiéndola de la manga—. Puede que no tengas nada que ver conmigo, pero yo sí tengo que ver contigo. ¡Baja!
Jōtarō soltó la cuerda y gritó:
—¡Déjala en paz! Si no quiere bajar, ¿por qué ha de hacerlo? —Se abalanzó contra Matahachi con los brazos extendidos y le golpeó en el pecho.
—¿Qué crees que estás haciendo, pequeño bastardo? —Matahachi recuperó el equilibro y alzó los hombros en actitud amenazante—. Creo que he visto tu fea cara en alguna parte. Eres el vagabundo de la casa de té de Kitano.
—Sí, y ahora sé por qué te emborrachabas. Vivías con una zorra y no tenías redaños para enfrentarte a ella. ¿No es ésa la verdad?
Jōtarō no podría haber tocado una fibra más sensible.
—¡Enano engreído! —gritó, tratando de agarrarle por el cuello del kimono, pero Jōtarō le esquivó y corrió al otro lado de la vaca.
—Si yo soy un enano engreído, ¿qué eres tú? ¡Un patán engreído! ¡Temeroso de una mujer!
Matahachi corrió alrededor de la vaca en pos del chico, pero éste se deslizó bajo el vientre del animal y salió al otro lado. Esto se repitió tres o cuatro veces antes de que Matahachi lograra por fin agarrarle el cuello del kimono.
—Muy bien, ahora repite eso una vez más.
—¡Patán engreído! ¡Temeroso de una mujer!
Jōtarō sólo había desenvainado a medias su espada de madera cuando Matahachi le hizo volar por encima del camino hasta un bosquecillo de bambúes. El chico cayó de espaldas en un arroyuelo, aturdido, casi inconsciente.
Cuando se recuperó lo suficiente para arrastrarse como una anguila hasta el camino, ya era demasiado tarde. La vaca se alejaba pesadamente a paso largo, Otsū todavía montada en su lomo y Matahachi corriendo delante con la cuerda en la mano.
—¡Bastardo! —gimió Jōtarō, irritado por su propia impotencia. Demasiado aturdido para levantarse, permaneció allí tendido, rabiando y maldiciendo.
Como a una milla de allí, sobre un cerro, Musashi daba un descanso a sus pies fatigados y se preguntaba ociosamente si las nubes se movían o si, como parecía, estaban suspendidas permanentemente entre el monte Koma y las anchas estribaciones por debajo.
Tuvo un sobresalto, como si se hubiera producido alguna comunicación silenciosa, sacudió sus miembros y se puso en pie.
La verdad es que no hacía más que pensar en Otsū, y cuanto más pensaba tanto más intenso era su enojo. En la rebalsa bajo las cascadas se había desprendido de la vergüenza y el resentimiento, pero a medida que pasaban los días las dudas le acosaban con insistencia. ¿Había actuado mal al revelarle su pasión? ¿Por qué le había rechazado ella, apartándose de él como si le despreciara?
—Déjala atrás —dijo en voz alta.
Sin embargo, sabía que se engañaba a sí mismo. Le había dicho que cuando llegaran a Edo, ella podría estudiar lo que más le conviniera mientras que él seguiría su propio camino. Esto llevaba implícita una promesa para el futuro más lejano. Se había marchado de Kyoto con ella y tenía la responsabilidad de permanecer a su lado.
«¿Qué me ocurrirá? ¿Qué será de mi espada si vivimos juntos?» Alzó los ojos a la montaña y se mordió la lengua, avergonzado de su mezquindad. Contemplar el gran pico era humillante.
Le intrigaba por qué tardaban tanto en llegar. Se puso en pie y miró a su alrededor. Podía ver una gran extensión de bosque, pero no había rastro de ninguna persona.
«¿Los habrán retenido en la barrera?»
El sol no tardaría en ponerse. Deberían haber llegado mucho tiempo atrás.
De repente se sintió alarmado. Algo debía de haberles sucedido. En un abrir y cerrar de ojos, bajó por la ladera corriendo con tanta rapidez que los animales en los campos se escabulleron en todas direcciones.
Musashi no había llegado muy lejos en su carrera cuando un viajero le llamó.
—Eh, ¿no eras tú quien estaba antes con una joven y un muchacho?
Musashi se detuvo en seco.
—El mismo —respondió con el corazón en un puño—. ¿Les ha ocurrido algo?
Al parecer, Musashi era la única persona que no se había enterado del suceso que era la comidilla a lo largo de la carretera. Un hombre joven se había acercado a la muchacha...; la había raptado. Le habían visto azotando a la vaca..., conduciéndola por un camino lateral cerca de la barrera. El viajero apenas había terminado de contarle el suceso cuando Musashi reanudó su camino.
Corriendo a toda velocidad, todavía tardó una hora en llegar a la barrera, la cual había sido cerrada a las seis, y con ella las casas de té a cada lado. Presa de un evidente frenesí, Musashi se acercó a un viejo que estaba amontonando taburetes delante de su establecimiento.
—¿Qué sucede, señor? ¿Has olvidado algo?
—No. Estoy buscando a una joven y un chico que pasaron por aquí hace unas horas.
—¿Sería la muchacha que se parecía a Fugen en una vaca?
—¡Ella es! —respondió Musashi sin pensar—. Me han dicho que un rōnin se la llevó a alguna parte. ¿Sabes qué dirección tomaron?
—La verdad es que no he visto personalmente lo ocurrido, pero he oído decir que abandonaron la carretera principal a la altura del túmulo, o sea que iban en dirección al estanque de Nobu.
Musashi no podía imaginar quién habría raptado a Otsū ni por qué motivo. El nombre de Matahachi no cruzó por su mente. Suponía que podía tratarse de un rōnin inútil, como los que había conocido en Nara, o tal vez uno de los saqueadores de los que se decía que merodeaban alrededor de los bosques. Su única esperanza era que se tratase de un delincuente de poca monta en vez de uno de los canallas cuyo negocio consistía en raptar y vender mujeres, de las que sin duda abusaban en ocasiones.
Corrió mucho en busca del estanque de Nobu. Cuando se puso el sol, apenas podía ver a dos palmos de su cara, a pesar de que las estrellas brillaban en lo alto. El camino empezó a ascender, y Musashi supuso que estaba entrando en las estribaciones del monte Koma.
Al no ver nada que se pareciera a un estanque y temiendo que se hubiera equivocado de camino, se detuvo y miró a su alrededor. En el vasto mar de negrura pudo discernir una granja solitaria, una protección de árboles contra el viento y, por encima de ellos, la oscura montaña.
Cuando se acercó más, vio que la casa era grande y de construcción maciza, aunque en el tejado de paja crecía el musgo y la misma paja se estaba pudriendo. En el exterior había una luz, que tanto podía ser de una antorcha como de una fogata, y cerca de la cocina una vaca con manchas. Estaba seguro de que era el animal que montaba Otsū.