Musashi (119 page)

Read Musashi Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
5.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Levemente iluminada por el sol naciente, la madre de Gonnosuke estaba sentada de espaldas al altar budista. Gonnosuke, arrodillado dócilmente ante ella, tenía la cabeza gacha y los ojos arrasados en lágrimas.

Cogiéndole por la parte trasera del cuello de su kimono, la mujer le dijo con vehemencia:

—¿Qué has dicho? ¿Qué es eso de pasarte la vida como un campesino? —Le atrajo más hacia ella, hasta que la cabeza de Gonnosuke descansó sobre sus rodillas, y siguió diciéndole en tono indignado—: Sólo una cosa me ha permitido seguir adelante en todos estos años, la esperanza de que pudiera hacer de ti un samurai y restaurar el buen nombre de nuestra familia. Por eso te hice leer aquellos libros y aprender las artes marciales. Y por eso me las he arreglado para vivir con tan poco. Y ahora..., ¡ahora dices que vas a abandonarlo todo!

También ella empezó a llorar.

—Ya que has permitido que te venciera, has de pensar en la revancha. Todavía está aquí. Cuando despierte, desafíale a otro encuentro. Es la única manera en que podrás recuperar la confianza en ti mismo.

Gonnosuke alzó la cabeza y dijo entristecido:

—Si pudiera hacer eso, madre, no me sentiría como me siento ahora.

—¿Qué te ocurre? Actúas de una manera extraña. ¿Dónde está tu espíritu?

—Anoche, cuando fui con él al estanque, mantuve los ojos abiertos en busca de una oportunidad de atacarle, pero no pude hacerlo. Me decía una y otra vez que sólo era un rōnin sin nombre. Sin embargo, al mirarle bien, mi brazo se negaba a moverse.

—Eso es porque estás pensando como un cobarde.

—¿Y qué? Mira, sé que llevo la sangre de un samurai de Kiso en mis venas. No he olvidado cómo recé ante el dios de Ontake durante veintiún días.

—¿No juraste ante el dios de Ontake que usarías tu bastón para crear tu propia escuela?

—Sí, pero supongo que he estado demasiado satisfecho de mí mismo. No he tenido en cuenta que otros hombres también saben luchar. Si soy tan inmaduro como lo demostré ayer, ¿cómo podré jamás establecer una escuela propia? Antes que vivir pobre y verte hambrienta, preferiría partir mi bastón por la mitad y olvidarme del asunto.

—Nunca habías perdido hasta ahora, y has tenido bastantes encuentros. Tal vez el dios de Ontake quiso que perdieras ayer para darte una lección. Puede que fuese un castigo por tener demasiada confianza en ti mismo. Abandonar el bastón para cuidar mejor de mí no es la manera de hacerme feliz. Cuando ese rōnin se despierte, desafíale. Si vuelves a perder, entonces será el momento de que rompas tu bastón y olvides tus ambiciones.

Musashi regresó a su habitación para pensar en lo que acababa de oír. Si Gonnosuke le desafiaba, tendría que luchar, y si luchaba, sabía que ganaría. Gonnosuke se quedaría anonadado y a su madre se le partiría el corazón. Llegó a la conclusión de que lo único que podía hacer era evitar el encuentro.

Abrió sigilosamente la puerta que daba a la terraza y salió. El sol matinal derramaba una luz blancuzca entre los árboles. En el ángulo del patio, cerca de un almacén, estaba la vaca, agradecida por la llegada de otro día y la hierba que crecía bajo sus pezuñas. Musashi se despidió en silencio del animal, se internó entre los árboles alineados para proteger a la granja del viento y siguió un camino que serpenteaba a través de los campos.

De día el monte Koma era visible desde la cima al pie. Las nubes eran innumerables, pequeñas y algodonosas, cada una de forma diferente, todas ellas impulsadas por la brisa.

«Jōtarō es joven y Otsū frágil —se dijo Musashi—. Pero hay personas que tienen en su corazón la bondad para cuidar de los jóvenes y los frágiles. Algún poder en el universo decidirá si los encuentro o no.» Su espíritu, confuso desde el día de las cascadas, había parecido en peligro de perder su rumbo. Ahora regresó al camino que debía seguir. En una mañana como aquélla, pensar solamente en Otsū y Jōtarō parecía una falta de perspicacia, por muy importantes que fuesen para él. Debía mantener su mente en el Camino que había jurado seguir a lo largo de esta vida y en la siguiente.

Narai, donde llegó poco después del mediodía, era una comunidad próspera. Una tienda mostraba en el exterior una variedad de pieles animales. Otra se especializaba en peines de Kiso.

Con la intención de orientarse, Musashi se asomó a una tienda que vendía una medicina hecha con hiel de oso. Un letrero decía «El Gran Oso», y, en efecto, en la entrada había un oso de gran tamaño enjaulado.

El propietario, que estaba de espaldas, terminó de servirse una taza de té.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó.

—¿Sabes dónde está la tienda de un hombre llamado Daizō?

—¿Daizō? Está en el siguiente cruce. —El hombre salió con la taza de té en la mano y señaló el camino. Vio que su aprendiz regresaba de hacer un recado y le llamó—: Mira, este caballero quiere ir a casa de Daizō. Puede que no le reconozca, por lo que será mejor que le acompañes.

El aprendiz, cuya cabeza estaba afeitada de manera que tenía un mechón de pelo delante y otro detrás, pero nada en medio, partió seguido de Musashi. Éste, agradecido por la amabilidad, reflexionó en que Daizō debía disfrutar del respeto de sus convecinos.

—Es allá —dijo el muchacho. Señaló el establecimiento a la izquierda y se marchó de inmediato.

Musashi había esperado encontrarse con una tienda como las que atendían a los viajeros, por lo que se llevó una sorpresa. El escaparate enrejado tenía dieciocho pies de longitud, y detrás de la tienda había dos almacenes. La casa, que era grande y parecía extenderse un buen trecho desde el alto muro que rodeaba el resto del recinto, tenía un portal imponente, ahora cerrado.

Con cierta vacilación, Musashi abrió la puerta y gritó:

—¡Buenos días!

El interior, grande y penumbroso, le recordó el de una destilería de sake. Debido al suelo de tierra, el aire era agradablemente fresco.

Había un hombre ante un pupitre de contable en el despacho, una habitación con un suelo elevado cubierto de tatami.

Musashi cerró la puerta tras él y explicó lo que quería. Antes de que hubiera terminado, el empleado asintió y le dijo:

—Bien, bien, así que has venido a por el chico. —Hizo una reverencia y ofreció un cojín a Musashi—. Lamento decirte que ya no está aquí. Se presentó hacia medianoche, cuando estábamos haciendo los preparativos para el viaje del dueño. Parece ser que la mujer con la que viajaba fue raptada, y quería que el dueño le ayudara a buscarla. El dueño le dijo que lo intentaría con mucho gusto, pero que no podía garantizarle nada. Si ha sido raptada por un saqueador o un bandido de este entorno no habrá ningún problema. Pero, al parecer, fue otro viajero, y procuraría mantenerse fuera de las rutas principales.

—Esta mañana el dueño ha enviado a varios hombres para que investigaran, pero no han encontrado rastro alguno. El muchacho rompió a llorar al oírlo, por lo que el dueño le sugirió que le acompañara. Así podrían buscarla por el camino, o incluso podrían tropezarse contigo. El chico parecía muy deseoso de irse, y lo hicieron en seguida. Supongo que han transcurrido unas cuatro horas desde su partida. ¡Qué lástima que les hayas perdido!

Musashi estaba decepcionado, aunque no habría llegado a tiempo aunque hubiera salido antes y viajado con más rapidez. Se consoló pensando que siempre había un mañana.

—¿Adonde se dirige Daizō? —preguntó.

—Es difícil saberlo. Ésta no es una tienda ordinaria. Las hierbas se preparan en las montañas y las traen aquí. Dos veces al año, en primavera y otoño, los vendedores recogen aquí sus existencias y se ponen en camino. Como el dueño no está muy ocupado, hace frecuentes viajes, a veces a templos o santuarios, otras a establecimientos de aguas termales o lugares famosos por sus paisajes. Esta vez creo que irá al Zenkōji, viajará algún tiempo por Echigo y luego seguirá hasta Edo. Pero eso es sólo una corazonada. Nunca nos dice adonde va. ¿Te apetece una taza de té?

Musashi aguardó con impaciencia, incómodo en aquel entorno, mientras iban a buscar té fresco a la cocina. Cuando llegó el té, preguntó qué aspecto tenía Daizō.

—Si le vieras le reconocerías en seguida. Tiene cincuenta y dos años, es muy robusto y parece fuerte, macizo, la cara rojiza con algunas marcas de viruela. Tiene una parte calva en la sien derecha.

—¿Es alto?

—Yo diría que de estatura normal.

—¿Cómo viste?

—Ahora que lo preguntas, supongo que ésa es la mejor mañera de reconocerle. Lleva un kimono chino de algodón a rayas, que encargó especialmente a Sakai para este viaje. Es un tejido muy especial. Dudo de que nadie más lo use todavía.

Musashi se formó una impresión del carácter del hombre así como de su aspecto. Por cortesía, se quedó el tiempo suficiente para terminar el té. No podría darles alcance antes de que se pusiera el sol, pero calculó que si viajaba de noche, estaría en el puerto de Shiojiri al amanecer y podría esperarlos allí.

Cuando llegó al pie del puerto de montaña, el sol se había puesto y una niebla nocturna descendía suavemente sobre el camino. Eran los últimos días primaverales, y las luces en las casas a lo largo del camino subrayaban la soledad de las montañas. Todavía faltaban cinco millas hasta la cima del puerto. Siguió ascendiendo, sin detenerse a descansar hasta que llegó a Inojigahara, un lugar alto y nivelado junto al puerto. Allí se tendió bajo las estrellas y dejó que su mente errara. No tardó mucho en quedarse profundamente dormido.

El diminuto santuario de Sengen señalaba el pináculo de la rocosa eminencia que se alzaba como un carbúnculo en la meseta. Era el punto más elevado en la zona de Shiojiri.

El sueño de Musashi fue interrumpido por el sonido de voces.

—Ven aquí —gritó un hombre—. Se ve el monte Fuji.

Musashi se irguió y miró a su alrededor sin ver a nadie.

La luz matinal era deslumbradora. Y allá, flotando en un mar de nubes, estaba el cono rojo del monte Fuji, llevando todavía su manto invernal de nieve. La visión hizo que aflorase a sus labios un infantil grito de alegría. Había visto pinturas de la famosa montaña y tenía una imagen mental de ella, pero aquélla era la primera vez que la veía en realidad. Estaba casi a doscientas millas de distancia, pero parecía encontrarse en el mismo nivel que el observador.

—Magnífico —suspiró, sin enjugarse las lágrimas que se deslizaban de sus ojos.

Se sintió apabullado por su propia pequeñez, entristecido al pensar en su insignificancia en la vastedad del universo. Desde su victoria en el pino de ancha copa, se había atrevido en secreto a pensar que eran pocos, o ninguno, los hombres tan bien cualificados como lo estaba él para ser considerados grandes espadachines. Su vida en la tierra era corta, limitada, pero la belleza y el esplendor del monte Fuji eran eternos. Irritado y un poco deprimido, se preguntó cómo podía dar alguna importancia a sus logros con la espada.

Había algo inevitable en la manera en que la naturaleza se alzaba majestuosa y severa por encima de él. Que él estuviera condenado a permanecer debajo era algo que pertenecía al orden de las cosas. Se arrodilló ante la montaña, confiando en que le fuese perdonada su presunción, y unió las manos para orar por el eterno descanso de su madre y por la seguridad de Otsū y Jōtarō. Expresó su agradecimiento a su país y rogó que se le permitiera llegar a ser grande, aun cuando no pudiera compartir la grandeza natural.

Pero incluso mientras estaba arrodillado, distintos pensamientos se agolparon en su mente. ¿Qué le había hecho pensar que el hombre era pequeño? ¿Acaso la misma naturaleza no era grande solamente cuando se reflejaba en los ojos humanos? ¿No existían los mismos dioses sólo cuando se comunicaban con los corazones de los mortales? Los hombres, espíritus vivos, no rocas inertes, llevaban a cabo las acciones más grandes de todas.

«Como hombre no estoy tan alejado de los dioses y el universo —se dijo—. Puedo tocarlos con mi espada de tres pies. Pero no es así cuando siento que hay una distinción entre la naturaleza y la humanidad, mientras permanezca alejado del mundo del verdadero experto, del hombre plenamente desarrollado.»

Su contemplación fue interrumpida por la cháchara de unos mercaderes que habían trepado cerca de donde él estaba y contemplaban la montaña.

—Tenían razón. Desde aquí se ve.

—Pero no puedes inclinarte a menudo ante la montaña sagrada desde aquí.

Los viajeros se movían como hormigas en ambas direcciones, cargados con una serie caleidoscópica de equipajes. Más tarde o más temprano, Daizō o Jōtarō subirían por la cuesta. Si por azar no lograba discernirlos entre los demás viajeros, seguramente ellos verían el letrero que había colocado al pie de la cuesta: «A Daizō de Narai. Deseo verte cuando pases por aquí. Estaré esperando en el santuario de arriba. Musashi, maestro de Jōtarō».

Ahora el sol estaba muy por encima del horizonte. Musashi había estado examinando el camino como un halcón, pero no había señal alguna de Daizō. Al otro lado del puerto, el camino se dividía en tres ramales. Uno de ellos pasaba por Kōshū directamente hacia Edo. Otro, la ruta principal, cruzaba el puerto de Usui y entraba en Edo por el norte. El tercero giraba hacia las provincias del norte.

Tanto si Daizō se dirigía al norte, hacia el Zenkōji, o al este, a Edo, tendría que pasar por aquel puerto. No obstante, Musashi sabía que la gente no siempre se mueve como uno espera que lo haga. El mayorista de hierbas podría haberse apartado mucho del camino general, o tal vez estaba pasando una noche al pie de la montaña. Musashi decidió que no sería una mala idea volver allí y preguntar por Daizō.

Cuando bajaba por el sendero abierto en la ladera del risco, oyó una voz ronca y familiar que decía:

—¡Ahí está, ahí arriba!

Aquella voz despertó en seguida en su mente el recuerdo del bastón que había rozado su cuerpo dos noches antes.

—¡Baja de ahí! —gritó Gonnosuke. Bastón en mano, miró furibundo a Musashi—: ¡Huiste! Imaginaste que te desafiaría y te escapaste. ¡Baja y lucha conmigo otra vez!

Musashi se detuvo entre dos rocas, se apoyó en una de ellas y miró en silencio a Gonnosuke.

Gonnosuke entendió por esta actitud de Musashi que no iba a bajar, y dijo a su madre:

—Espera aquí. Voy a subir ahí y tumbarle. Ya verás.

—¡Detente! —le gritó su madre, que estaba a horcajadas sobre la vaca—. Eso es lo malo de ti. Eres impaciente. Has de aprender a leer los pensamientos de tu enemigo antes de lanzarte al combate. Supón que te arrojara desde ahí una gran piedra. ¿Entonces qué?

Other books

Northern Girl by Fadette Marie Marcelle Cripps
Mission to Murder by Lynn Cahoon
The Story of My Teeth by Valeria Luiselli
Natchez Flame by Kat Martin
Killing Spree by Kevin O'Brien
The Honey Thief by Najaf Mazari, Robert Hillman
The Pull of Gravity by Brett Battles