Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Escucha! —dijo Iori excitado, mientras engullía el arroz y las judías rojas—. Han empezado a tocar los grandes tambores.
Musashi estaba sentado frente a él, disfrutando lentamente de su comida. Iori soltó los palillos.
—La música ha empezado. Vayamos a verlo.
—Anoche tuve suficiente. Ve tú solo.
—Pero anoche sólo hubo dos danzas. ¿No quieres ver las demás?
—No si para ello tengo que apresurarme.
Al ver que el cuenco de madera de su maestro todavía estaba mediado, Iori le dijo en un tono más sereno:
—Desde ayer han llegado miles de personas. Sería una lástima que se pusiera a llover.
—¿Ah, sí?
Cuando Musashi por fin estuvo dispuesto a partir, Iori corrió a la puerta principal como un perro sin correa, tomó prestadas unas sandalias de paja y las colocó en el umbral para su maestro.
Delante del Kannon'in, el templo secundario donde se alojaban, y a ambos lados del portal principal del santuario ardían grandes hogueras. Cada casa tenía una antorcha encendida en la fachada, y toda la zona, a varios miles de pies por encima del nivel del mar, estaba brillante como si fuese de día. En lo alto, en un firmamento con el color de un lago profundo, el Río del Cielo destellaba como humo mágico, mientras que en la calle una multitud de hombres y mujeres, sin pensar en el gélido aire de la montaña, avanzaba hacia el escenario donde tenían lugar las danzas sagradas. Las flautas y los grandes tambores resonaban con la brisa. El escenario estaba vacío, con excepción de los estandartes agitados suavemente por el viento que pronto servirían como telón de fondo.
Empujado por la multitud, Iori se vio separado de Musashi, pero rápidamente se abrió paso entre el gentío hasta que vio a su maestro cerca de un edificio, leyendo unas placas con una lista de donantes. Iori le llamó, corrió a su lado y le tiró de la manga, pero la atención de Musashi estaba concentrada en una de las placas, más grande que las demás, entre las que destacaba por el volumen de la contribución efectuada por «Daizō de Narai, pueblo de Shibaura, provincia de Musashi».
El sonido de los tambores llegó a un crescendo.
—Ha comenzado la danza —chilló Iori, deseoso de ir volando al pabellón de la danza sagrada—. ¿Qué estás mirando, sensei?
Musashi salió de su ensoñación y dijo:
—Oh, nada especial..., es que he recordado algo que debo hacer. Tú quédate a ver las danzas. Más tarde nos reuniremos.
Musashi buscó la oficina de los sacerdotes shintoístas, donde le recibió un anciano.
—Quisiera informarme acerca de un donante —le dijo Musashi.
—Lo siento, pero aquí no tenemos nada que ver con eso. Tendrás que ir a la residencia del prior budista. Te mostraré el camino.
Aunque el santuario de Mitsumine era shintoísta, la supervisión general de todo el establecimiento estaba en manos de un prelado budista. La placa sobre el portal decía: «Oficina del Alto Sacerdote Responsable» en unos caracteres convenientemente grandes.
En el vestíbulo, el anciano habló durante buen rato con el sacerdote de turno. Cuando terminaron, el sacerdote invitó a Musashi a pasar y le condujo muy cortésmente a una habitación interior. Le sirvió té junto con una bandeja de espléndidos pastelillos. Luego le presentó una segunda bandeja, seguida poco después por un joven y guapo acólito que traía sake. Finalmente apareció un personaje que era nada menos que un obispo provisional.
—Bienvenido a nuestra montaña —le dijo—. Me temo que sólo tenemos para ofrecerte nuestros sencillos productos campesinos. Espero que nos perdones. Por favor, ponte cómodo.
Musashi no lograba comprender la razón de un tratamiento tan solícito. Sin tocar el sake, explicó:
—He venido para informarme sobre uno de vuestros donantes.
—¿Cómo? —El benigno semblante del sacerdote, un hombre regordete de unos cincuenta años, sufrió una sutil alteración—. ¿Informarte? —preguntó con suspicacia.
Musashi le preguntó en rápida sucesión cuándo Daizō había acudido al templo por última vez, si lo hacía con frecuencia, si alguna vez iba acompañado y, en ese caso, por qué clase de persona.
A cada interrogante el desagrado del sacerdote iba en aumento, hasta que finalmente le dijo:
—Entonces ¿no has venido aquí para efectuar una contribución sino simplemente para preguntar por alguien que lo ha hecho? —Su semblante evidenciaba la exasperación que sentía.
—El anciano debe de haberme entendido mal. No he venido para hacer ninguna donación, sino tan sólo para preguntar por Daizō.
—Podrías haberlo aclarado perfectamente en la entrada —dijo con altivez el sacerdote—. Por lo que veo, eres un rōnin. Debes comprender que no puedo dar información sobre nuestros donantes a cualquiera que la solicite.
—Te aseguro que no sucederá nada.
—Bien, para esta clase de asuntos tendrás que ver al sacerdote encargado.
El alto sacerdote, sintiéndose al parecer como si le hubieran robado, despidió a Musashi.
El registro de donantes no resultó más útil, pues en él sólo constaba que Daizō había estado allí en varias ocasiones. Musashi dio las gracias al sacerdote y se marchó.
Cerca del pabellón de danza, miró a su alrededor en busca de Iori, pero no le vio. De haber alzado la vista le habría localizado, pues el muchacho se encontraba casi directamente encima de su cabeza. Había trepado a un árbol para ver mejor.
Mientras contemplaba la danza que se desarrollaba en el escenario, Musashi se sintió transportado a la época de su infancia, a los festivales nocturnos en el santuario de Sanumo, en Miyamoto. Veía imágenes espectrales de las multitudes, del blanco rostro de Otsū entre la gente, de Matahachi, siempre mascando algo, del tío Gon, que iba de un lado a otro dándose aires. Percibió vagamente el rostro de su madre que, preocupada por lo tarde que era, había salido a buscarle.
Los músicos, vestidos con sus curiosos atuendos que pretendían simular la elegancia de los guardias imperiales de antaño, ocuparon sus lugares en el escenario. A la luz de las hogueras, sus galas chillonas, en las que destellaban fragmentos de brocado de oro, sugerían las túnicas míticas de la era de los dioses. El ritmo de los tambores, cuyos parches estaban ligeramente laxos, reverberaron en el bosque de cedros, y entonces las flautas y las tablas de madera bien curada, golpeadas rítmicamente con unos pequeños tacos, tocaron el preludio. El maestro de la danza se adelantó, el rostro cubierto por la máscara de un anciano. Aquel rostro ultraterreno, de cuyas mejillas y barbilla se habían desprendido muchos trozos de laca, se movió lentamente mientras cantaba la letra de la Kamiasobi, la danza de los dioses.
En el sagrado monte Mimuro
con su valla divina,
ante la gran deidad,
las hojas del árbol de sakaki
crecen en profusa abundancia,
crecen en profusa abundancia.
El ritmo de los tambores se hizo más rápido e intervinieron los demás instrumentos. Pronto la canción y la danza se fusionaron en un ritmo vivo y sincopado.
¿De dónde ha salido esta lanza?
es la lanza de la sagrada morada
de la princesa Toyooka que está en el cielo...
la lanza de la sagrada morada.
Musashi conocía algunas de las canciones, pues de niño las había cantado y, provisto de una máscara, había participado en las danzas del santuario de Sanumo.
La espada que protege a la gente,
la gente de todas las tierras.
Colguémosla festivamente ante la deidad,
colguémosla festivamente ante la deidad.
La revelación le alcanzó como un rayo. Musashi había estado mirando las manos de uno de los tambores, que blandían dos palillos cortos, en forma de porra. Aspiró hondo y exclamó en voz alta, casi gritando: «¡Eso es! ¡Dos espadas!».
Sobresaltado por la voz, Iori desvió la vista del escenario el tiempo suficiente para mirar abajo y decir:
—Ah, estás ahí.
Musashi ni siquiera alzó los ojos. Miraba adelante, no sumido en una embelesada ensoñación como los demás, sino con una mirada tan penetrante que habría asustado a cualquiera que la viese.
—Dos espadas —repitió—. Es el mismo principio. Dos palillos de tambor, pero un solo sonido. —Se cruzó de brazos y escrutó cada movimiento del tambor.
Desde cierto punto de vista, aquello era la quintaesencia de la sencillez. El ser humano nace con dos manos; ¿por qué no usarlas ambas? Pero los espadachines luchaban con una sola espada y, a menudo, con una sola mano. Esto tenía sentido siempre que todo el mundo siguiera la misma práctica, pero si uno de los combatientes empleara dos espadas a la vez, ¿qué posibilidades de vencer tendría un adversario que usara una sola?
Cuando se enfrentó a la Escuela Yoshioka en Ichijōji, Musashi descubrió el juego que daban la espada larga en la mano derecha y la corta en la izquierda. Blandió ambas armas instintivamente, de una manera inconsciente, cada brazo aplicado al máximo a la función protectora. En una lucha a vida o muerte, había reaccionado de una manera heterodoxa. Ahora, de súbito, la base lógica le parecía natural, si no inevitable.
Si dos ejércitos se enfrentaran en una batalla bajo las reglas del Arte de la Guerra sería impensable que cualquiera de ellos utilizara un solo flanco mientras permitía al otro permanecer ocioso. ¿No encerraba esto un principio cuya ignorancia no podía permitirse el espadachín individual? Desde el encuentro de Ichijōji, a Musashi le había parecido que el uso de ambas manos y de las dos espadas era el sistema normal y humano. Solamente la costumbre, seguida incondicionalmente durante siglos, era la causante de que pareciera anormal. Tenía la sensación de haber llegado a una verdad innegable: la costumbre había hecho que lo antinatural pareciera natural y viceversa.
Si bien la costumbre estaba alimentada por la experiencia cotidiana, hallarse en el límite entre la vida y la muerte era algo que sólo ocurría en contadas ocasiones a lo largo de la vida. Sin embargo, el objetivo final del Camino de la Espada era el de ser capaz de permanecer al borde de la muerte en cualquier momento: enfrentarse a la muerte de frente, impávidamente, debería ser algo tan familiar como todas las demás experiencias cotidianas. Y el proceso tenía que ser consciente, aunque el movimiento debería ser tan libre como si fuese puramente reflejo.
El estilo de esgrima con dos espadas debía tener esa naturaleza: consciente pero, al mismo tiempo, tan automático como un reflejo, completamente libre de las restricciones inherentes a la acción consciente. Durante cierto tiempo, Musashi había tratado de unir en un principio válido lo que sabía instintivamente con lo que había aprendido por medios intelectuales. Ahora estaba cercano a su formulación verbal, y ello le haría famoso en todo el país y a través de las generaciones venideras.
Dos palillos de tambor, un solo sonido. El tambor era consciente de la izquierda y la derecha, la derecha y la izquierda, pero al mismo tiempo inconsciente de ellas. Allí, ante sus ojos, estaba la esfera budista de la interpretación libre. Musashi se sentía iluminado, realizado.
Las cinco danzas sagradas, que habían comenzado con la canción del maestro de danzas, continuaron con las representaciones de los danzarines, los cuales llevaron a cabo la danza de Iwato, de amplios movimientos, y luego la danza de Ara Mikoto no Hoko. El ritmo de las melodías que tocaban las flautas se hizo más rápido, las campanas sonaban animadamente.
Musashi alzó la vista y le dijo a Iori:
—¿Nos vamos ya?
—Todavía no —respondió distraídamente el muchacho.
El espíritu de Iori había pasado a formar parte de la danza. Él mismo se sentía como uno de los danzarines.
—No tardes demasiado en volver a casa. Mañana subiremos el pico hasta el santuario interior.
Los perros de Mitsumine eran una raza salvaje, resultado, según se decía, del cruce de perros traídos por los inmigrantes coreanos más de mil años atrás con los perros salvajes de las montañas de Chichibu. A sólo un paso del estado salvaje, merodeaban por las montañas y se alimentaban como lobos, siendo sus presas los demás animales silvestres de la región. Pero puesto que se les consideraba como mensajeros de la deidad y la gente se refería a ellos como sus «ayudantes», los fíeles solían llevarse a casa imágenes impresas o esculpidas de los perros, a modo de amuletos de la buena suerte.
El perro negro del hombre que seguía a Musashi tenía el tamaño de una ternera.
Cuando Musashi entró en el Kannon'in, el hombre se volvió, dijo: «Por aquí», e indicó el camino al animal con la mano libre.
El perro gruñó, tiró de su traílla, una cuerda gruesa, y empezó a husmear.
—Chiss, Kuro, estáte quieto.
El hombre tenía unos cincuenta años, era de complexión recia pero flexible y, al igual que su perro, no parecía del todo domado. Sin embargo, iba bien vestido. Sobre el kimono, que parecía la túnica de un sacerdote o el atuendo formal de un samurai, llevaba un obi estrecho y aplanado y un hakama de cáñamo. Sus sandalias de paja, de la clase que los hombres se ponían para asistir a los festivales, estaban provistas de cordones nuevos.
—¿Eres tú, Baiken?
La mujer que había hablado retrocedió, para mantenerse a distancia del perro.
—Al suelo —ordenó Baiken, dando al animal un fuerte coscorrón.
—Me alegro de que le hayas descubierto, Okō.
—Entonces ¿era él?
—Sin duda alguna.
Permanecieron un rato en silencio, mirando las estrellas a través de una brecha en las nubes y oyendo, pero sin escuchar de veras, la música de la danza sagrada.
—¿Qué haremos? —preguntó la mujer.
—Ya se me ocurrirá algo.
—No podemos desperdiciar esta oportunidad.
Okō miraba expectante a Baiken.
—¿Está Tōji en casa? —preguntó él.
—Sí, se emborrachó en el festival y se ha dormido.
—Despiértale.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Tengo trabajo. Después de hacer la ronda, iré a tu casa.
Una vez fuera de la entrada principal del santuario, Okō echó a correr. La mayor parte de las veinte o treinta casas eran tiendas de recuerdos o casas de té. Había también algunos pequeños establecimientos de comidas, de los que surgía el alegre vocerío de los juerguistas. Del alero de la choza en la que entró Okō, colgaba un letrero que decía «Fonda». En la sala delantera, cuyo suelo era de tierra, una joven sirvienta estaba sentada en un taburete, dormitando.