Authors: Eiji Yoshikawa
«Si su talento natural se desarrolla de la manera apropiada, el mundo se inclinará a sus pies», pensó Tadaaki. «Pero si se desvía por el mal camino, va a ser otro Zenki.» Estuvo a punto de decirle: «Si fueras discípulo mío...», pero en vez de hacerlo se echó a reír y replicó con modestia al halago de Kojirō.
En el transcurso de su conversación salió a relucir el nombre de Musashi, y Kojirō se enteró de que era uno de los candidatos al grupo selecto de hombres que daban lecciones al shōgun.
—¿Ah, sí? —se limitó a decir Kojirō, pero su expresión revelaba el desagrado que le producía la noticia.
Volvió los ojos rápidamente hacia el sol poniente e insistió en que era hora de irse.
Pocos días después de esa entrevista, Tadaaki desapareció de Edo. Tenía la reputación de ser un guerrero sencillo y franco, encarnación de la honradez y la abnegación, pero un hombre que carecía de las dotes políticas de Munenori. La gente, al no entender por qué un hombre que aparentemente podía lograr cualquier cosa que se propusiera huía del mundo, sentía una viva curiosidad y daba a su desaparición toda clase de interpretaciones.
Se decía que, como resultado de su fracaso, Tadaaki había perdido el juicio.
Musashi dijo que era la peor tormenta que había visto.
Iori miró fijamente las páginas de su texto, húmedas y desgarradas, esparcidas por la estancia, y pensó entristecido: «Se acabó el estudio».
Dos días de otoño, los días doscientos diez y doscientos veinte del año, eran los que más temían los campesinos, pues en esos dos días era más probable que los tifones destruyeran la cosecha de arroz. Iori, más avezado a los peligros de los elementos que su maestro, había tenido la precaución de atar el tejado y ponerle grandes piedras encima. Sin embargo, durante la noche el viento lo había arrancado, y cuando hubo luz suficiente para inspeccionar los daños, resultó evidente que sería imposible reparar la cabaña.
Recordando su experiencia de Hōtengahara, Musashi se puso en camino poco después del amanecer. Al verle alejarse, Iori pensó: «¿De qué le servirá mirar los arrozales de los vecinos? Claro que están inundados. ¿Es que su propia casa no significa nada para él?».
Encendió una fogata, usando trozos de madera de las paredes y el suelo, y asó unas castañas y varios pájaros abatidos por la tormenta para desayunar. Los ojos le escocían a causa del humo.
Musashi regresó poco después del mediodía. Aproximadamente al cabo de una hora, un grupo de granjeros enfundados en gruesas capas de paja contra la lluvia llegaron para darle las gracias... por haber ayudado a una persona enferma, por echar una mano para eliminar el agua de la inundación, por otros servicios diversos. Uno de los vecinos, un anciano, admitió: «En estas ocasiones siempre nos peleamos, pues todo el mundo tiene prisa por ocuparse primero de sus propios problemas. Pero hoy, siguiendo tu consejo, hemos trabajado juntos».
También trajeron alimentos, dulces, encurtidos y, para delicia de Iori, pastelillos de arroz. Iori reflexionó y llegó a la conclusión de que aquel día había recibido una lección: si uno se olvidaba de sí mismo y trabajaba para el grupo, el alimento le llegaría de una manera natural.
—Os construiremos una nueva casa —prometió un campesino—. Una que sea capaz de resistir los embates del viento.
De momento, les invitó a alojarse en su casa, la más antigua de la aldea. Cuando llegaron allí, la esposa del campesino tendió sus ropas para que se secaran, y cuando se dispusieron a acostarse les mostraron habitaciones independientes.
Antes de quedarse dormido, Iori percibió un sonido que despertó su interés. Volvió la cara hacia la habitación de Musashi y susurró a través de la shoji:
—¿Oyes eso, señor?
—¿Humm?
—Escucha. El sonido llega hasta aquí..., son los tambores de las danzas del templo. ¿No es extraño que celebren danzas religiosas la noche después de un tifón?
No tuvo más respuesta que el sonido de una respiración profunda.
A la mañana siguiente, Iori se levantó temprano y preguntó al campesino por los tambores. Luego fue a la habitación de Musashi y, con una expresión radiante, le dijo:
—El santuario de Mitsumine, en Chichibu, no está muy lejos de aquí, ¿verdad?
—Supongo que no.
—Desearía que me llevaras allí, para presentar mis respetos.
Perplejo, Musashi le preguntó a qué obedecía aquel súbito interés, y el muchacho le dijo que los tambores habían sido músicos en un pueblo vecino, donde practicaban para la danza sagrada de Asagaya, en la que su casa se había especializado desde tiempos inmemoriales. Todos los meses iban a actuar en el festival del santuario de Mitsumine.
Iori sólo conocía la belleza de la música y la danza a través de aquellas danzas shintoístas. Era aficionado a ellas en extremo, y al enterarse de que las danzas de Mitsumine eran una de las tres grandes clases de esa tradición, ardía en deseos de verlas.
—¿Me llevarás? —le suplicó—. Pasarán cinco o seis días, como mínimo, antes de que la casa esté lista.
El ardor de Iori hizo que Musashi recordara a Jōtarō, quien tan a menudo le daba la lata, gimiendo, haciendo pucheros, ronroneando para conseguir lo que quería. Iori, tan adulto e independiente para su edad, no solía recurrir a tales tácticas. Musashi no pensaba especialmente en ello, pero un observador podría haber notado los efectos de su influencia. Se había esforzado por enseñarle a Iori a efectuar una distinción estricta entre él y su maestro.
Al principio respondió con evasivas, pero tras pensarlo un poco le dijo:
—De acuerdo, te llevaré.
Iori se puso a brincar.
—¡Y además hace muy buen tiempo! —exclamó.
Al cabo de cinco minutos informó de su buena suerte a su anfitrión, le pidió cajas de comida y se procuró unas nuevas sandalias de paja. Entonces se reunió de nuevo con su maestro.
—¿Nos vamos ya? —le preguntó.
El granjero les despidió con la promesa de que cuando regresaran su casa estaría terminada.
Pasaron por lugares donde el tifón había dejado estanques que eran casi lagunas, pero por lo demás resultaba difícil creer que los cielos hubieran descargado su furia sólo dos días antes. Los alcaudones volaban bajos en el cielo azul claro.
La primera noche eligieron una posada económica en la aldea de Tanashi y se acostaron temprano. Al día siguiente, la carretera les adentró más en la gran llanura de Musashino.
Al llegar al río Iruma su viaje quedó interrumpido durante varias horas. El río estaba muy crecido, con un caudal tres veces superior al normal. Sólo permanecía en pie una pequeña sección del puente de tierra, inútil, en medio de la corriente.
Mientras Musashi observaba a un grupo de campesinos que acarreaban nuevos pilotes por ambos lados, para construir una pasarela temporal, Iori reparó en unas viejas puntas de flecha que estaban en el suelo y llamó la atención de su maestro, añadiendo:
—También hay cimeras de cascos. Aquí debió de librarse una batalla.
El muchacho se entretuvo a lo largo de la orilla, desenterrando puntas de flecha, oxidados fragmentos de espadas rotas y diversas piezas de un metal viejo e inidentificable.
De repente apartó bruscamente la mano de un objeto blanco que había estado a punto de recoger.
—¡Es un hueso humano! —exclamó.
—Tráelo aquí —le pidió Musashi.
Iori no se atrevía a tocarlo de nuevo.
—¿Qué vas a hacer con él?
—Enterrarlo en un sitio donde no sea pisoteado.
—No se trata sólo de un par de huesos. Hay montones de ellos.
—Estupendo, así tendremos algo que hacer. Trae todos los que encuentres. —Volviéndose de espaldas al río, añadió—: Puedes enterrarlos todos ahí, donde florecen esas gencianas.
—No tengo una pala.
—Puedes usar una espada rota.
Cuando el hoyo fue lo bastante profundo, Iori echó los huesos y luego recogió la colección de puntas de flecha y fragmentos de metal y los enterró con los huesos.
—¿Está bien así? —preguntó.
—Pon unas piedras encima, que quede un monumento funerario adecuado.
—¿Cuándo se libró aquí una batalla?
—¿Lo has olvidado? Tienes que haberlo leído. El Taiheiki nos habla de dos feroces batallas, en 1333 y 1352, en un lugar llamado Kotesashigahara, más o menos donde nos encontramos ahora. Uno de los bandos era la familia Nitta, que apoyaba a la corte meridional, y el otro un ejército enorme dirigido por Ashikaga Takauji.
—Ah, las batallas de Kotesashigahara. Ahora me acuerdo.
—A instancias de Musashi, Iori siguió diciendo—: El libro nos cuenta que el príncipe Munenaga vivió durante largo tiempo en la región oriental y estudió el Camino del Samurai, pero se quedó asombrado cuando el emperador le nombró shōgun.
—¿Cómo decía el poema que compuso en esa ocasión? —le preguntó Musashi.
Iori alzó la vista hacia un ave que se elevaba hacia el intenso azul del cielo y recitó:
¿Cómo podría haber sabido
que llegaría a ser el dueño
del arco de catalpa?
¿No habría pasado por la vida
sin tocarlo?
—¿Y el poema del capítulo en que nos cuenta cómo penetró en la provincia de Musashi y luchó en Kotesashigahara?
El muchacho titubeó, se mordió el labio e, inventando en buena parte sobre la marcha, respondió:
¿Por qué, entonces, debería aferrarme
a una vida que se realiza plenamente
cuando se entrega con nobleza
por el bien de nuestro gran señor,
por el bien del pueblo?
—¿Y cuál es su significado?
—Lo comprendo muy bien.
—¿Estás seguro?
—Todo aquel que no pueda comprenderlo sin necesidad de que se lo expliquen no es un auténtico japonés, aunque sea un samurai. ¿No es cierto?
—Sí, pero dime, Iori, si tal es el caso, ¿por qué te comportas como si tocar esos huesos te ensuciara las manos?
—¿Acaso te sentirías a gusto manipulando los huesos de unos muertos?
—Los hombres que murieron aquí eran soldados. Lucharon y perecieron por los sentimientos expresados en el poema del príncipe Munenaga. El número de samurais con ese espíritu es incontable, y sus huesos, enterrados en la tierra, son los cimientos sobre los que se ha construido este país. De no ser por ellos, todavía seguiríamos sin paz y sin perspectivas de prosperidad.
—Las guerras, como el tifón que acabamos de sufrir, pasan. La tierra, en su conjunto, no varía, pero nunca debemos olvidar la deuda que tenemos con los huesos blancos bajo el suelo.
Iori asentía a casi cada una de las palabras de su maestro.
—Ahora lo comprendo. ¿Hago una ofrenda de flores y me inclino ante los huesos enterrados?
Musashi se echó a reír.
—No es necesario que te inclines si mantienes vivo el recuerdo en tu corazón.
—Pero...
No del todo satisfecho, el muchacho recogió algunas flores y las depositó ante el montón de piedras. Estaba a punto de batir palmas y rezar una plegaria cuando cruzó por su mente otro pensamiento turbador.
—Señor, hemos hecho muy bien si estos huesos pertenecieron realmente a samurais que fueron leales al emperador. Pero ¿y si se trata de los restos del ejército de Ashikaga Takauji? No quisiera presentarles mis respetos.
Iori le miraba fijamente, aguardando una respuesta. Musashi fijó sus ojos en la delgada porción de luna diurna, pero no se le ocurrió ninguna respuesta satisfactoria.
Finalmente dijo:
—En el budismo hay salvación incluso para los que son culpables de los diez males y los cinco pecados mortales. Los sentimientos son en sí mismos iluminación. El Buda perdona a los malvados con sólo que ellos abran los ojos a su sabiduría.
—¿Significa eso que los guerreros leales y los rebeldes malignos son lo mismo después de muertos?
—¡No! —exclamó Musashi—. Un samurai considera su nombre sagrado. Si lo ensucia, no hay posibilidad de reparación a lo largo de todas las generaciones.
—Entonces, ¿por qué el Buda trata por igual a los servidores leales y a los malos?
—Porque todas las personas son iguales en lo fundamental. Algunas están tan cegadas por el egoísmo y el deseo que se convierten en rebeldes o bandoleros. El Buda está dispuesto a hacer la vista gorda. Insta a todos por igual a que acepten la iluminación, abran los ojos a la verdadera sabiduría. Ese es el mensaje de un millar de escrituras. Por supuesto, cuando uno muere, no hay más que el vacío.
—Ya veo —dijo Iori, sin ver nada realmente. Reflexionó en el asunto durante varios minutos y entonces preguntó—: Pero eso no le ocurre al verdadero samurai, ¿verdad? No hay un vacío total cuando un samurai muere.
—¿Por qué dices eso?
—Su nombre sigue viviendo, ¿no es cierto?
—Así es.
—Si es un mal nombre, sigue siendo malo. Si es un buen nombre, sigue siendo bueno, aun cuando el samurai haya quedado reducido a unos huesos. ¿No ocurre así?
—Sí, pero en realidad no es tan sencillo —dijo Musashi, preguntándose de qué manera podría orientar la curiosidad de su discípulo—. Mira, el samurai sabe apreciar el aspecto conmovedor de las cosas, la belleza profunda de lo existente unida al patetismo de su naturaleza efímera. Un guerrero que carezca de esa sensibilidad es como un arbusto en el desierto. Ser un luchador fuerte y nada más es como ser un tifón. Lo mismo les sucede a los espadachines que no tienen en la cabeza más que la espada, la espada, la espada. Un verdadero samurai, un espadachín auténtico, tiene sentimientos compasivos, comprende el patetismo de la vida.
Silenciosamente, Iori colocó bien las flores y unió las manos para orar.
En la mitad de la ladera, las figuras humanas que ascendían como una procesión ininterrumpida de hormigas eran engullidas por un anillo de espesas nubes del que emergían cerca de la cima, donde estaba situado el santuario de Mitsumine, y allí les saludaba el cielo impoluto.
Los tres picos de la montaña, Kumotori, Shiraiwa y Myōhōgatake, se alzaban a horcajadas sobre cuatro provincias orientales. El recinto shintoísta contenía templos budistas, pagodas, varios otros edificios y portales. En el exterior había un pueblecito floreciente, con casas de té y tiendas de recuerdos, las oficinas de los altos sacerdotes y las casas de unos setenta agricultores cuyas verduras estaban reservadas para el consumo del santuario.