Authors: Eiji Yoshikawa
De repente la tierra pareció temblar bajo sus pies. Poco después del atronador estampido, se oyó un grito desconcertante y una cascada de ecos estridentes. Iori se tapó los oídos con las manos y se puso a cubierto lanzándose entre los bambúes.
—¡Quédate agachado, Iori! —le ordenó Musashi desde la sombra de un gran árbol—. ¡No te muevas aunque te pisoteen!
La semipenumbra parecía infestada de lanzas y espadas. Debido al grito, los atacantes creyeron al principio que la bala había encontrado su blanco, pero no había nadie a la vista. Como no estaban seguros de lo que había ocurrido, permanecían inmóviles.
Iori se encontraba en el centro de un círculo de ojos y espadas desenvainadas. En el profundo silencio que siguió, la curiosidad pudo más que su prudencia y alzó lentamente la cabeza por encima de los bambúes. A pocos pies de distancia, una hoja de espada, extendida desde detrás de un árbol, destelló a la luz del sol.
Iori perdió el dominio de sí mismo y gritó a voz en cuello:
—¡Sensei! ¡Hay alguien ahí escondido!
Al tiempo que gritaba, se puso en pie de un salto y corrió para ponerse a salvo.
La espada saltó desde las sombras y se cernió como un demonio por encima de su cabeza. Pero sólo fue un instante, pues la daga de Musashi voló directamente hacia la cabeza del espadachín y se alojó en su sien.
—¡Yaaah!
Uno de los sacerdotes cargó contra Musashi con su lanza. Él cogió el asta con una mano y la sujetó firmemente.
Se oyó otro grito de muerte, como si el hombre tuviera la boca llena de piedras. Preguntándose si sus atacantes estarían luchando entre ellos mismos, Musashi aguzó la mirada. El otro sacerdote apuntó cuidadosamente y le arrojó la lanza. Musashi la aferró también y se la puso bajo el brazo.
—¡Atácale ahora! —gritó uno de los sacerdotes al ver que Musashi tenía ambas manos ocupadas.
Musashi gritó con voz estentórea:
—¿Quiénes sois? Identificaos o supondré que todos sois enemigos. Es vergonzoso derramar sangre en este lugar sagrado, pero puede que no tenga elección.
Hizo remolinear las lanzas y envió a los dos sacerdotes en distintas tangentes. Entonces desenvainó velozmente su espada y acabó con uno de ellos antes de que hubiera terminado de caer. Giró sobre sus talones y se vio frente a otras tres hojas, alineadas en el estrecho sendero. Sin detenerse, se movió hacia ellas en actitud amenazante y paso a paso. Salieron otros dos hombres y ocuparon sus lugares hombro con hombro junto a los tres primeros.
Mientras Musashi avanzaba y sus adversarios retrocedían, tuvo un atisbo del otro sacerdote lancero, que había recuperado su arma y perseguía a Iori. «¡Detente, asesino!», gritó. Pero en el momento en que Musashi se volvía para acudir en ayuda de Iori, los cinco hombres soltaron un aullido y le atacaron. Musashi se lanzó de cabeza contra ellos. Fue como el choque de dos olas furiosas, pero el rocío fue de sangre, no de agua salada. Musashi siguió girando de un adversario a otro con la velocidad de un tifón. Se oyeron dos gritos espeluznantes, luego un tercero. Cayeron como árboles muertos, cada uno con un tajo en el centro del torso. Musashi blandía en la mano derecha su espada larga, y en la izquierda la corta.
Lanzando gritos de terror, los últimos dos hombres dieron la vuelta y echaron a correr, perseguidos por Musashi.
—¿Adonde creéis que vais a ir? —les gritó, golpeando la cabeza de uno de ellos con la espada corta.
El negro chorro de sangre alcanzó a Musashi en un ojo. De un modo reflejo se llevó la mano izquierda a la cara, y en ese instante oyó un extraño sonido metálico a sus espaldas.
Dio un golpe lateral con la espada larga para desviar el objeto, pero el efecto de la acción fue muy diferente de la intención. Al ver la bola y la cadena enrolladas alrededor de la hoja cerca de la guarda, se sintió alarmado. El atacante le había cogido desprevenido.
—¡Musashi! —gritó Baiken, y tiró de la cadena hasta tensarla—. ¿Me habías olvidado?
Musashi le miró fijamente un momento antes de exclamar:
—¡Shishido Baiken, del monte Suzuka!
—El mismo. Mi hermano Temma te está llamando desde el valle del infierno. ¡Yo me encargaré de que llegues allí cuanto antes!
Musashi no podía liberar su espada. Poco a poco, Baiken iba recogiendo la cadena y acercándose, para hacer uso de la hoz afilada como una navaja de afeitar. Mientras Musashi buscaba una apertura para emplear su espada corta, comprendió sobresaltado que si hubiera luchado sólo con la espada larga, ahora estaría completamente indefenso.
El cuello de Baiken estaba tan hinchado que era casi tan grueso como la cabeza. Con un grito ahogado, tiró fuertemente de la cadena.
Musashi había cometido un error y lo sabía. La hoz de cadena y bola era un arma fuera de lo corriente, pero no le resultaba desconocida. Años atrás se admiró al ver por primera vez el diabólico artefacto en manos de la esposa de Baiken. Pero haberlo visto era una cosa y saber la manera de combatirlo otra.
Baiken exultaba malignamente, con una ancha y pérfida sonrisa en el rostro. Musashi sabía que sólo podía hacer una cosa: soltar la espada larga. Buscaba el momento adecuado para hacerlo.
Lanzando un aullido feroz, Baiken dio un salto y dirigió la hoz a la cabeza de Musashi..., no la alcanzó sólo por el espesor de un cabello. Musashi soltó la espada con un fuerte gruñido. Apenas la hoz había sido retirada cuando la bola llegó zumbando por el aire. Luego la hoz, la bola, la hoz...
Esquivar la hoz colocaba a Musashi directamente en el camino de la bola. Incapaz de acercarse lo suficiente para golpear, se preguntó frenéticamente durante cuánto tiempo podría mantener aquella situación. «¿Es éste su estilo?», se planteó, pero a medida que aumentaba la tensión le resultaba más difícil dominar su cuerpo y sus reacciones eran puramente fisiológicas. No sólo sus músculos sino su misma piel se debatían de un modo instintivo. La concentración llegó a ser tan intensa que cesó el flujo de sudor oleoso. Tenía erizado hasta el último pelo de su cuerpo.
Era demasiado tarde para esconderse detrás de un árbol. Si ahora corría a uno de ellos, probablemente tropezaría con otro enemigo.
Oyó un grito claro, quejumbroso, y pensó si sería Iori. Quería mirar, pero en su corazón daba al muchacho por perdido.
—¡Muere, hijo de perra!
El grito sonó a sus espaldas, pero entonces oyó otro:
—Musashi, ¿por qué tardas tanto? Me estoy ocupando de las sabandijas detrás de ti.
Musashi no reconoció la voz pero decidió que podía concentrar su atención sólo en Baiken.
El factor más importante para Baiken era la distancia entre él y su adversario. Su eficacia dependía del acierto en manipular la longitud de la cadena. Si Musashi podía avanzar un pie más allá del alcance de la cadena o acercarse un pie más, Baiken estaría en apuros. Tenía que asegurarse de que Musashi no hiciera ninguna de las dos cosas.
La técnica secreta de aquel hombre maravillaba a Musashi, y de repente comprendió que allí estaba el principio de las dos espadas. La cadena era un solo tramo, la bola funcionaba como la espada derecha y la hoz como la izquierda.
—¡Naturalmente! —gritó exultante—. Es esto..., el estilo Yaegaki.
Ya confiado en su victoria, saltó atrás, dejando una distancia de cinco pies entre los dos. Pasó la espada a la mano derecha y la arrojó recta como una flecha.
Baiken hurtó el cuerpo y la espada pasó rozándole y se clavó en las raíces de un árbol cercano. Pero al efectuar el movimiento de torsión, la cadena se envolvió alrededor de su torso. Antes de que pudiera emitir un grito, Musashi cargó todo su peso contra él. La mano de Baiken llegó hasta la empuñadura de su espada, pero Musashi le hizo soltarla con un fuerte golpe en la muñeca. En una continuación del mismo movimiento, extrajo el arma y descargó un tajo sobre Baiken. Fue como un rayo al partir el tronco de un árbol. Al bajar la hoja, torció el cuerpo muy ligeramente.
«Qué lástima», se dijo Musashi. Más tarde, quienes refirieron los hechos dijeron que incluso exhaló un suspiro de misericordia mientras el creador del estilo Yaegaki abandonaba este mundo.
—El golpe karatake —dijo una voz con admiración—. Directamente desde lo alto del tronco hacia abajo. No es diferente de partir una caña de bambú. Es la primera vez que lo veo.
Musashi se volvió hacia la persona que había hablado.
—¿Quién si no... Gonnosuke de Kiso? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? El dios de Mitsumine debe de haberlo dispuesto, tal vez con la ayuda de mi madre, quien me enseñó tanto antes de morir.
Siguieron charlando, pero Musashi se interrumpió de repente y exclamó:
—¡Iori!
—El muchacho está bien. Le rescaté de las garras de ese asqueroso sacerdote y le hice trepar a un árbol.
Iori, que les observaba desde una rama alta, empezó a hablar, pero se detuvo, se puso una mano sobre los ojos a modo de visera y miró hacia una pequeña zona llana más allá del límite del bosque. Kuro, que estaba atado a un árbol, había atrapado con los dientes el kimono de Okō, y ésta tiraba con desesperación de la manga. La prenda se rasgó en un abrir y cerrar de ojos, y la mujer huyó.
El único superviviente, que era el otro sacerdote, se alejaba cojeando, apoyado en su lanza, la sangre brotándole de la herida en la cabeza. El perro, quizá trastornado por el olor de la sangre, se puso a armar un terrible alboroto. El sonido resonó durante un rato, pero al final la cuerda cedió y el perro echó a correr en pos de Okō. Cuando el sacerdote le vio, alzó su lanza y apuntó a la cabeza del perro. Herido en el cuello, el animal corrió al bosque.
—¡Esa mujer se escapa! —gritó Iori.
—No importa. Ya puedes bajar de ahí.
—Veo un sacerdote herido. ¿No deberías cogerle?
—Olvídalo. Ya no importa.
—Creo que la mujer era la de la casa de té Oinu —dijo Gonnosuke, y a continuación le explicó su presencia allí, la coincidencia dispuesta por el cielo que le había permitido acudir en ayuda de Musashi.
Profundamente agradecido, Musashi le dijo:
—¿Has matado al hombre que disparó un arma de fuego?
—No. —Gonnosuke sonrió—. No he sido yo sino mi bastón. Sabía que normalmente podrías ocuparte de hombres de esa clase, pero pensé que si iban a usar un arma de fuego sería mejor que hiciera algo. Por eso me adelanté y me deslicé por detrás del hombre cuando aún estaba oscuro.
Examinaron los cadáveres. Siete habían sido víctimas del bastón y sólo cinco de la espada.
—No he hecho nada salvo defenderme —dijo Musashi—, pero esta zona pertenece al santuario. Creo que debería explicar las cosas al funcionario del gobierno que esté al frente, de modo que pueda hacer los interrogatorios oportunos para aclarar el incidente.
Cuando bajaban por la ladera de la montaña, tropezaron con un contingente de guardias armados en el puente de Kosaruzawa y Musashi contó lo ocurrido. El capitán le escuchó, al parecer perplejo, pero de todos modos ordenó que detuvieran a Musashi y lo ataran.
Conmocionado, Musashi quiso saber por qué, ya que, en primer lugar, había tenido la intención de informar a las autoridades.
—En marcha —ordenó el capitán.
Musashi estaba encolerizado al verse tratado como un criminal, pero aún le esperaba otra sorpresa. Más abajo de la ladera había más guardias. Cuando llegaron al pueblo, el número de sus guardianes sobrepasaba el centenar.
—Vamos, vamos, no llores más. —Gonnosuke abrazó a Iori contra su pecho—. Eres un hombre, ¿no?
—Por eso precisamente lloro, porque soy un hombre. —Alzó la cabeza al cielo y gritó hasta desgañitarse.
—No han detenido a Musashi, sino que él mismo se ha entregado. —Las suaves palabras de Gonnosuke enmascaraban su honda preocupación—. Anda, vámonos ya.
—¡No! No quiero irme hasta que lo traigan de regreso.
—No tardarán en soltarle, tendrán que hacerlo. ¿Quieres que te deje aquí solo? —Gonnosuke se alejó unos pasos.
Iori no se movió. En aquel momento el perro de Baiken salió corriendo del bosque, con el hocico teñido de sangre color rojo oscuro.
—¡Socorro! —gritó Iori, corriendo al lado de Gonnosuke.
—Estás muy cansado, ¿verdad? ¿Quieres que te lleve a cuestas?
Iori, complacido, le dio las gracias, trepó a la espalda ofrecida y rodeó con sus brazos los anchos hombros de Gonnosuke.
La noche anterior había finalizado el festival y los visitantes se habían ido. Una brisa suave acarreaba fragmentos de envoltorios de bambú y trozos de papel por las calles desiertas.
Al llegar a la casa de té Oinu, Gonnosuke echó un vistazo al interior y siguió adelante, procurando pasar desapercibido. Pero Iori exclamó:
—¡Ahí está la mujer que huyó!
—Imagino que es aquí donde debería estar —replicó su compañero, el cual se detuvo entonces y se preguntó en voz alta—: Si los guardias se han llevado a Musashi, ¿por qué no la han detenido a ella también?
Cuando Okō vio a Gonnosuke, sus ojos ardieron de ira.
Al ver que estaba recogiendo apresuradamente sus pertenencias, Gonnosuke se echó a reír.
—¿Te vas de viaje? —le preguntó.
—No es asunto tuyo. No creas que no te conozco, bribón entrometido. ¡Has matado a mi marido!
—Vosotros mismos os lo habéis buscado.
—Uno de estos días me desquitaré.
—¡Mujer del diablo! —gritó Iori por encima de la cabeza de Gonnosuke.
Okō se retiró a la habitación del fondo, riendo desdeñosamente.
—Ya podéis ir diciendo cosas malas de mí cuando sois los ladrones que han desvalijado la casa del tesoro.
—¿Qué dices? —Gonnosuke e Iori se deslizaron al suelo y entraron en la casa de té—. ¿Por qué nos llamas ladrones?
—No podéis engañarme.
—Repite eso y...
—¡Ladrones!
Gonnosuke la cogió del brazo y en aquel momento ella se volvió e intentó atacarle con una daga. El joven no se molestó en usar su bastón, le arrebató la daga de la mano y dio a la mujer un empujón que la hizo salir por la puerta y quedar espatarrada en el suelo.
Okō se puso en pie y gritó:
—¡Socorro! ¡Ladrones! Me están atacando.
Gonnosuke apuntó y lanzó la daga. El arma alcanzó a la mujer en la espalda y la punta le salió por el pecho. Okō cayó de bruces al suelo.
Como salido de la nada, Kuro saltó sobre el cuerpo, lamió ávidamente la sangre y luego alzó la cabeza y se puso a aullar.