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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (166 page)

BOOK: Musashi
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No tenía tiempo de preguntarse cómo Jōtarō había podido adelantarle, pero ahora se encontraba en terreno familiar. Dio un salto hacia atrás y desenvainó su espada.

—¡Bastardo! —gritó.

Jōtarō avanzó prestamente con las manos vacías y cogió a Iori por el cuello, pero el muchacho se zafó y dio un salto lateral de diez pies.

—Hijo de perra —musitó Jōtarō, notando que la sangre le corría por el brazo derecho, donde tenía un corte de dos pulgadas.

Iori adoptó una postura de combate y recordó la lección que Musashi le había inculcado. Los ojos..., los ojos..., los ojos... Concentró su fuerza en las pupilas brillantes y todo su ser pareció canalizado en un par de ojos de mirada ardiente.

Al ver la determinación del muchacho, que le miraba sin pestañear, Jōtarō desenvainó su espada.

—Voy a tener que matarte —gruñó.

Iori, envalentonado por el corte que le había hecho a su contrario, atacó como lo hacía siempre que practicaba con Musashi.

Jōtarō estaba cambiando de idea. No había creído que Iori fuese capaz de usar una espada, y ahora se entregó de lleno a la pelea. Por el bien de sus camaradas, tenía que quitar de en medio al chiquillo entrometido. Como si hiciera caso omiso del ataque de Iori, se abalanzó dando tajos tremendos pero inútiles.

Al cabo de dos o tres paradas, Iori dio media vuelta, corrió, se detuvo y atacó de nuevo. Cuando Jōtarō contraatacó, volvió a retirarse, alentado al ver que su estrategia surtía efecto, pues estaba atrayendo al adversario hacia su propio territorio.

Jōtarō se detuvo para cobrar aliento, miró a su alrededor en el oscuro bosque y gritó:

—¿Dónde estás, estúpido bastardo?

La respuesta fue una lluvia de fragmentos de corteza y hojas. Jōtarō alzó la cabeza y gritó: «¡Ya te veo!», aunque todo lo que veía a través del follaje era un par de estrellas.

Jōtarō empezó a trepar hacia el sonido susurrante que producía Iori al moverse sobre una rama. Por desgracia, desde allí no podía ir a ningún sitio.

—Ya te tengo. A menos que te salgan alas, será mejor que te rindas. De lo contrario date por muerto.

Iori retrocedió silenciosamente hasta la horquilla de dos ramas. Jōtarō trepó lenta y cuidadosamente. Cuando Jōtarō extendió una mano para agarrarle, Iori volvió a moverse sobre una de las ramas. Soltando un gruñido, Jōtarō se cogió con ambas manos de una rama y empezó a izarse, dando así a Iori la oportunidad que estaba esperando. Con un golpe rápido y resonante, su espada rompió la rama sobre la que estaba Jōtarō, y éste cayó al suelo.

—¿Qué te ha parecido eso, ladrón? —le dijo Iori, exultante.

Las ramas más bajas frenaron la caída de Jōtarō y no resultó gravemente dañado, salvo en su orgullo. Lanzó una maldición y trepó de nuevo por el tronco, esta vez con la rapidez de un leopardo. Cuando volvió a estar bajo los pies de Iori, el chiquillo la emprendió a tajos con su espada, para impedir que se le acercara más.

Mientras estaban trabados en un punto muerto, llegaron a sus oídos las notas quejumbrosas de un shakuhachi. Ambos se detuvieron un instante y escucharon. Entonces Jōtarō decidió que trataría de razonar con su adversario.

—De acuerdo —le dijo—. Has luchado mejor de lo que había esperado y te admiro por eso. Si me dices quién eres y quién te ha pedido que me sigas, te dejaré marchar.

—¡Admite que te he vencido!

—¿Estás loco?

—Puede que no sea muy grande, pero soy Misawa Iori, el único discípulo de Miyamoto Musashi. Rogar misericordia sería un insulto a la reputación de mi maestro. ¡Ríndete!

—¿Qq... qué has dicho? —replicó Jōtarō, sin poder dar crédito a sus oídos—. Repítelo. —Su voz era aguda e insegura.

—Escucha atentamente —le dijo Iori con orgullo—. Soy Misawa Iori, el único discípulo de Miyamoto Musashi. ¿Te sorprende eso?

Jōtarō estaba dispuesto a admitir su derrota. Con una mezcla de duda y curiosidad, le preguntó:

—¿Qué tal está mi maestro? ¿Dónde se encuentra?

Asombrado, pero manteniéndose a distancia segura de Jōtarō, que se le estaba acercando, Iori respondió:

—¡Ja! Mi sensei nunca tendría a un ladrón por discípulo.

—No me llames así. ¿Nunca te ha mencionado Musashi a Jōtarō?

—¿Jōtarō?

—Si eres realmente el discípulo de Musashi, debes haberle oído mencionar mi nombre en una u otra ocasión. Yo tenía entonces más o menos tu edad.

—Eso es mentira.

—No, es la verdad.

Embargado de nostalgia, Jōtarō tendió la mano a Iori e intentó explicarle que debían ser amigos porque eran discípulos del mismo maestro. Todavía receloso, Iori le asestó un golpe en las costillas.

Jōtarō, metido precariamente entre dos ramas, estuvo a punto de coger la muñeca de Iori. Por alguna razón, el chiquillo se soltó de la rama de la que se sujetaba. Cuando cayeron, lo hicieron juntos, aterrizando uno sobre el otro, y ambos quedaron en el suelo sin sentido.

La luz en la nueva casa de Musashi era visible desde todas las direcciones, pues, aunque el tejado estaba ya en su sitio, las paredes aún no habían sido construidas.

Takuan, que había llegado el día anterior para visitarle después de la tormenta, había decidido esperar el regreso de Musashi. Aquel día, poco después de que oscureciera, su goce del solitario entorno había sido interrumpido por un sacerdote mendicante que le pidió agua caliente para su cena.

Después de la parca comida a base de bolas de arroz, el sacerdote entrado en años se dedicó a tocar el shakuhachi para Takuan, manejando el instrumento de una manera vacilante, de aficionado. Sin embargo, mientras escuchaba la música le pareció a Takuan que tenía verdadero sentimiento, aunque de la tosca clase expresada a menudo en los poemas escritos por quienes no son poetas. Creyó también reconocer la emoción que el músico trataba de extraer de su instrumento. Era remordimiento, de la primera nota desafinada a la última..., una quejumbrosa expresión de arrepentimiento.

La melodía parecía ser la historia de la vida de aquel hombre, pero en ese caso, reflexionó Takuan, no podía haber sido muy distinta de la suya propia. Tanto si uno era grande como si no, no había mucha variedad en la experiencia interior de la vida de cada cual. Las diferencias radicaban meramente en la manera de enfrentarse cada uno a las debilidades comunes del ser humano. Para Takuan, tanto él como el otro eran básicamente un manojo de ilusiones envueltas en piel humana.

—Tengo la impresión de que te he visto antes en alguna parte —musitó el pensativo Takuan.

El sacerdote parpadeó. Sus ojos apenas veían.

—Ahora que lo mencionas, creo que he reconocido tu voz. ¿No eres Takuan Sōhō de Tajima?

La memoria de Takuan se avivó. Acercó el candil al rostro del hombre y le dijo:

—¿No eres Aoki Tanzaemon?

—Entonces eres realmente Takuan. ¡Ah, ojalá pudiera arrastrarme a un agujero y ocultar esta mísera carne mía!

—Cuan extraño es que nos encontremos en un lugar como éste. Han pasado casi diez años desde aquella ocasión en el Shippōji, ¿no es cierto?

—Pensar en aquellos tiempos me produce escalofríos —respondió el sacerdote mendicante. Entonces añadió con la voz quebrada—: Ahora que me veo reducido a vagabundear en la oscuridad, lo único que sostiene a este desdichado saco de huesos es pensar en mi hijo.

—¿Tienes un hijo?

—Me han dicho que está con aquel hombre al que ataron en el viejo roble. Takezō era su nombre, ¿no es cierto? He oído decir que ahora se llama Miyamoto Musashi. Parece ser que los dos han venido al este.

—¿Quieres decir que tu hijo es discípulo de Musashi?

—Eso es lo que dicen. Estaba tan avergonzado... No podía mirar a Musashi a la cara, así que resolví apartar al muchacho de mi mente. Pero ahora... Este año cumple diecisiete. Si pudiera encontrarle una sola vez y ver en qué clase de hombre se está convirtiendo, estaría preparado y dispuesto a morir.

—Así que Jōtarō es tu hijo —dijo Takuan—. No lo sabía.

Tanzaemon asintió. No había en su cuerpo arrugado el menor rastro del orgulloso capitán rebosante de lujuria hacia Otsū. Takuan le miró compasivamente, dolorido al ver a Tanzaemon tan atormentado por el sentimiento de culpa.

Al ver que a pesar de su hábito sacerdotal carecía incluso de fe religiosa, Takuan decidió que lo primero que debía hacer era ponerle frente al Buda Amida, cuya infinita misericordia salva incluso a los culpables de los diez males y los cinco pecados mortales. Después de que hubiera superado su desesperación tendría tiempo suficiente para buscar a Jōtarō.

Takuan le dio el nombre de un templo Zen en Edo.

—Si les dices que te envío yo, permitirán que te alojes ahí tanto tiempo como desees. En cuanto me sea posible, iré a verte y tendremos una larga charla. Creo que sé dónde podría estar tu hijo, y haré cuanto esté en mi mano para que le veas en un futuro no demasiado lejano. Entretanto, deja de cavilar amargamente. Incluso después de los cincuenta o los sesenta años, un hombre todavía puede conocer la felicidad, puede hacer un trabajo útil. Podrías vivir muchos años más. Habla de tu situación con los sacerdotes cuando estés en el templo.

Takuan despidió bruscamente a Tanzaemon, sin ceremonias y sin mostrarle la menor simpatía, pero Tanzaemon pareció apreciar una actitud tan poco sentimental. Tras numerosas reverencias de gratitud, recogió su sombrero de juncos y el shakuhachi y se marchó.

Por temor a resbalar, Tanzaemon decidió ir a través del bosque, donde la cuesta del camino era más suave. Al cabo de un rato su bastón tropezó con un obstáculo. Palpando a su alrededor, se sorprendió al descubrir dos cuerpos tendidos e inmóviles en el terreno húmedo. Regresó a toda prisa a la cabaña.

—¡Takuan! ¿Puedes ayudarme? He encontrado a dos muchachos inconscientes en el bosque. —Takuan se levantó y salió. Tanzaemon siguió diciendo—: No tengo ninguna medicina y no veo lo suficiente para darles agua.

Takuan se puso sus sandalias y gritó hacia el pie de la colina. Su voz reverberó en el silencio. Un campesino le respondió, preguntándole qué quería. Takuan le dijo que trajera una antorcha, algunos hombres y agua. Mientras aguardaba, sugirió a Tanzaemon que haría mejor en no desviarse del camino, se lo describió con detalle y le despidió. A mitad de la colina, Tanzaemon pasó junto a los hombres que subían.

Cuando Takuan llegó con los campesinos, Jōtarō había recobrado el sentido y estaba sentado bajo el árbol, al parecer aturdido. Tenía una mano sobre el brazo de Iori, y se debatía entre la posibilidad de hacerle volver en sí y descubrir lo que quería saber o la de marcharse de allí. Reaccionó a la luz de la antorcha como un animal nocturno, tensando los músculos, dispuesto a correr.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Takuan.

Al acercarse más, su interés inquisitivo se transformó en sorpresa, una sorpresa similar a la de Jōtarō. El joven era mucho más alto que el muchacho al que había conocido Takuan, y su rostro había cambiado notablemente.

—Eres Jōtarō, ¿verdad?

El joven aplicó ambas manos al suelo e hizo una reverencia.

—Sí, lo soy —respondió con la voz entrecortada, casi temeroso. Había reconocido a Takuan de inmediato.

—Bueno, desde luego te has hecho un joven agraciado.

Dirigió su atención a Iori, le rodeó con un brazo y comprobó que estaba vivo.

Iori volvió en sí y, tras mirar con curiosidad a su alrededor durante unos segundos, rompió a llorar.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Takuan en tono consolador—. ¿Te has hecho daño?

Iori sacudió la cabeza y balbució:

—No me he hecho daño, pero se han llevado a mi maestro. Está en la prisión de Chichibu.

Como hablaba entre sollozos, Takuan no le entendía con facilidad, pero los datos esenciales de lo ocurrido no tardaron en estar claros. Al darse cuenta de lo grave que era la situación, Takuan se sintió casi tan afligido como Iori.

También Jōtarō estaba muy agitado.

—Tengo algo que decirte, Takuan —dijo bruscamente con voz temblorosa—. ¿Podríamos ir a algún sitio discreto para hablar?

—Es uno de los ladrones —dijo Iori—. No puedes confiar en él. Todo lo que diga será mentira. —Señalaba a Jōtarō con una expresión acusadora, mirándole tan ferozmente como el joven le miraba a él.

—Callaos los dos y dejadme decidir quién tiene razón y quién está equivocado.

Takuan les llevó a la casa y les ordenó que encendieran una fogata en el exterior. Tras sentarse ante el fuego, les ordenó que hicieran lo mismo. Iori titubeó, y por su expresión era evidente que no estaba dispuesto a hacerse amigo de un ladrón. Pero al ver que Takuan y Jōtarō hablaban amistosamente de los viejos tiempos, sintió una punzada de celos y, a regañadientes, se sentó junto a ellos.

Jōtarō bajó la voz, y como una mujer que confiesa sus pecados a Buda, habló con la mayor seriedad.

—Desde hace cuatro años me adiestra un hombre llamado Daizō, natural de Narai, en Kiso. Sé cuáles son sus aspiraciones y lo que quiere hacer por el mundo, y estaría dispuesto a morir por él si fuese necesario. Por eso he intentado ayudarle en su trabajo... Desde luego, es doloroso que le llamen a uno ladrón, pero sigo siendo el discípulo de Musashi. Aun cuando esté separado de él, nunca me he alejado en mi espíritu, ni un solo día.

Como no quería que le hicieran preguntas, siguió hablando apresuradamente.

—Daizō y yo hemos jurado por los dioses del cielo y de la tierra no revelar a nadie nuestro objetivo en la vida. Ni siquiera puedo decíroslo a vosotros. Sin embargo, no puedo soportar la idea de que Musashi esté encerrado en una prisión. Mañana iré a Chichibu y confesaré.

—Entonces habéis sido tú y Daizō los desvalijadores de la casa del tesoro —dijo Takuan.

—Sí —replicó Jōtarō sin la menor señal de arrepentimiento.

—Así pues, eres en efecto un ladrón.

Jōtarō bajó la cabeza para evitar la mirada de Takuan.

—No, no —murmuró sin convicción—. No somos ladrones corrientes.

—No sabía que existieran distintas categorías de ladrones.

—Bueno, lo que intento decir es que no hacemos esas cosas en nuestro propio beneficio, sino por el pueblo. Se trata de trasladar la propiedad pública por el bien de la gente.

—No entiendo ese razonamiento. ¿Me estás diciendo que vuestros robos son delitos justos? ¿Que sois como los héroes bandidos de las novelas chinas? En ese caso, lo vuestro es una mala imitación.

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