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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (81 page)

BOOK: Musashi
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Musashi, que se sentía incómodamente desplazado, permanecía sentado en actitud cortés, confiando en que imitaba a la perfección a Kōetsu. El pastelillo del té era un bollo sencillo conocido como manjū de Yodo, pero descansaba sobre una bonita hoja verde de una variedad que no se encontraba en el campo circundante. Musashi sabía que existían unas reglas de etiqueta para servir el té, del mismo modo que las había para el manejo de la espada, y mientras observaba a Myōshū admiró su maestría. Juzgándola según las normas de la esgrima, se dijo que era perfecta, que no dejaba ningún cabo suelto. En los movimientos de la mujer al preparar el té percibía la misma pericia que se observa en un diestro espadachín que se apresta a atacar. «Es el Camino —se dijo—, la esencia del arte. Es preciso dominarlo para ser perfecto en cualquier cosa.»

Dirigió su atención al cuenco de té que estaba ante él. Era la primera vez que le servían de esa manera, y no tenía la menor idea de lo que debía hacer a continuación. El cuenco de té le sorprendió, pues parecía un objeto que podría haber sido hecho por un niño jugando con barro. No obstante, visto contra el color del cuenco, el verde intenso de la espuma del té era más sereno y etéreo que el cielo.

Musashi miró impotente a Kōetsu, el cual ya se había comido su pastelillo y sostenía de una manera encantadora el cuenco de té con ambas manos, como quien acaricia un objeto cálido en una noche fría. Se tomó el té de dos o tres sorbos.

—Señor —empezó a decir con vacilación—. Sólo soy un ignorante muchacho campesino y no sé absolutamente nada de la ceremonia del té. Ni siquiera estoy seguro de cómo se bebe.

Myōshū le reconvino cariñosamente.

—No tiene ninguna importancia, querido. En el acto de tomar el té no debe haber nada sofisticado o esotérico. Si eres un chico del campo, entonces bébelo como lo harías en el campo.

—¿No importa de veras?

—Claro que no. Los modales no son una cuestión de reglas, sino que provienen del corazón. Lo mismo sucede con la esgrima, ¿no es cierto?

—Planteado de esa manera, sí.

—Si te sientes inseguro sobre el modo correcto de beber, no disfrutarás del té. Cuando usas una espada, no puedes permitir que tu cuerpo se ponga demasiado tenso, pues eso quebraría la armonía entre la espada y tu espíritu. ¿Me equivoco?

—No, señora. —Musashi inclinó sin darse cuenta la cabeza y aguardó a que la anciana monja prosiguiera la lección.

Ella soltó una risita cantarina.

—¡Hay que ver! Aquí me tienes hablando de esgrima cuando no sé una sola palabra de eso.

—Ahora me tomaré el té —dijo Musashi con renovada confianza.

Tenía las piernas fatigadas por permanecer sentado en el estilo formal, así que las cruzó delante de él en una posición más cómoda. Rápidamente vació el cuenco de té y lo dejó en el suelo. El brebaje era muy amargo. Ni siquiera por cortesía pudo obligarse a decir que era bueno.

—¿Tomarás otra taza?

—No, gracias, es suficiente.

Se preguntó qué bondades encontraban en aquel líquido amargo. ¿Por qué hablaban con tanta seriedad de la «sencilla pureza» de su sabor y esa clase de cosas? A pesar de que no podía entenderlo, le resultaba imposible considerar a su anfitrión sin sentir hacia él una profunda admiración. Reflexionó en que, al fin y al cabo, en el té debía de haber algo más de lo que él había detectado, pues de lo contrario no se habría convertido en el núcleo de toda una filosofía estética y vital, ni tampoco grandes hombres como Hideyoshi e Ieyasu habrían mostrado tanto interés por él.

Recordó que Yagyū Sekishūsai se había dedicado en su ancianidad al Camino del Té, y que Takuan también hablaba de sus virtudes. Contempló el cuenco y el paño debajo de él, y de repente imaginó la peonía blanca del jardín de Sekishūsai y experimentó de nuevo la emoción que le produjo. Ahora, inexplicablemente, el cuenco de té le afectaba de la misma manera poderosa. Por un momento se preguntó si su emoción habría sido visible.

Cogió el cuenco cuidadosamente y se lo puso sobre una rodilla. Los ojos le brillaban mientras lo examinaba, sentía una excitación como jamás había experimentado hasta entonces. Estudió la parte inferior de la vasija y los trazos de la espátula del alfarero, y se dio cuenta de que las líneas tenían la misma precisión que el corte en el tallo de la peonía de Sekishūsai. También aquel cuenco sin pretensiones era obra de un genio, y revelaba la presencia del espíritu, la intuición del misterio.

Apenas podía respirar. No sabía por qué, pero percibía la fuerza del maestro artesano. Esa sensación le llegaba en silencio pero inequívocamente, pues era mucho más sensible a la fuerza latente que residía en aquel objeto de lo que habría sido la mayoría de la gente. Frotó el cuenco, reacio a perder el contacto físico con él.

—No sé, Kōetsu, más sobre los utensilios de lo que sé acerca del té, pero diría que esta vasija ha sido hecha por un alfarero muy hábil.

—¿Por qué lo dices?

Las palabras del artista eran tan amables como la expresión de su rostro, cuyos ojos traslucían simpatía y armonizaban con la boca bien formada. Las comisuras de los ojos se inclinaron levemente hacia abajo, dándole un aire de gravedad, pero las arrugas alrededor de los bordes eran burlonas.

—No sé cómo explicarlo, pero lo he sentido.

—Dime exactamente lo que sientes.

Musashi se quedó un momento pensativo y dijo:

—Bueno, no puedo expresarlo con claridad, pero hay algo sobrehumano en este corte en la arcilla tan bien marcado...

—Humm... —Kōetsu tenía la actitud del verdadero artista. Ni por un momento había supuesto que los demás supieran mucho de su propio arte, y estaba razonablemente seguro de que Musashi no era una excepción. Apretó los labios—. ¿Qué tiene el corte, Musashi?

—Es limpio en extremo.

—¿Es eso todo?

—No, no... Se trata de algo más complicado. Hay algo grande y atrevido en el hombre que hizo esto.

—¿Algo más?

—El alfarero era tan agudo como una espada de Sagami. No obstante, envolvió su creación en belleza. Este cuenco de té parece muy sencillo, pero refleja cierta altivez, algo regio y arrogante, como si no considerase a los demás plenamente humanos.

—Humm.

—Creo que el hombre que hizo esto resulta difícil de sondear como persona. Pero, sea quien fuere, apuesto a que es famoso. ¿Me dirás quién es?

Los gruesos labios del hombre se abrieron y la risa brotó de ellos.

—Se llama Kōetsu, pero esto es algo que hizo sólo por diversión.

Musashi, desconocedor de que había sido sometido a una prueba, se sintió realmente sorprendido e impresionado al saber que Kōetsu era capaz de hacer su propia cerámica. Sin embargo, lo que le afectaba más que la versatilidad artística del hombre era la profundidad humana que encerraba aquel cuenco de té aparentemente sencillo. Le turbaba un poco reconocer la extensión de los recursos espirituales de Kōetsu. Estaba acostumbrado a medir a los hombres según su pericia con la espada, y de pronto comprendió que esa vara de medir era demasiado corta. La idea le resultó humillante. Allí estaba otro hombre ante el que tenía que admitir su derrota. A pesar de su espléndida victoria de la mañana, ahora no era más que un joven avergonzado.

—También te gusta la cerámica, ¿no es cierto? —le dijo Kōetsu—. Pareces tener buena vista para la alfarería.

—Dudo de que eso sea cierto —replicó Musashi con modestia—. Tan sólo he dicho lo que ha pasado por mi cabeza. Te ruego me perdones si he dicho alguna estupidez.

—Por supuesto, no podría esperarse de ti que sepas gran cosa del tema, puesto que para hacer un solo buen cuenco de té hace falta toda una vida de experiencia. Pero tienes percepción estética, una comprensión instintiva bastante firme. Supongo que el estudio de la esgrima ha desarrollado un poco tu vista.

Parecía haber algo rayano en la admiración en estas observaciones de Kōetsu, pero, como era mayor, no podía extenderse en alabanzas al muchacho. No sólo no sería digno de él, sino que los elogios podrían subírsele al joven a la cabeza.

En aquel momento regresó el sirviente con más verduras silvestres, y Myōshū preparó el potaje. Mientras lo servía en pequeños platos, que también parecían obra de Kōetsu, un recipiente de sake se estaba calentando, y el festín campestre dio comienzo.

La comida utilizada en la ceremonia del té era demasiado ligera y delicada para el gusto de Musashi, cuya constitución física anhelaba más sustancia y un sabor más fuerte. No obstante, se esforzó por saborear el leve aroma de la mezcla de vegetales, pues reconocía que era mucho lo que podía aprender de Kōetsu y su encantadora madre.

A medida que pasaba el tiempo, empezó a mirar con nerviosismo su entorno. Finalmente, se volvió a su anfitrión y le dijo:

—Ha sido muy agradable, pero ahora debo irme. Quisiera quedarme, pero temo que los hombres de mi adversario vengan y causen problemas. No deseo implicaros en semejante cosa. Confío en tener la oportunidad de veros nuevamente.

Myōshū se levantó para despedirle.

—Si alguna vez te encuentras en las proximidades del callejón Hon'ami, no dejes de visitarnos.

—Sí, por favor, ven a vernos. Tendremos una larga y grata charla —añadió Kōetsu.

A pesar de los temores de Musashi, no había rastro alguno de los estudiantes de Yoshioka. Tras despedirse, se volvió para mirar a sus dos nuevos amigos sentados en la estera. Ciertamente vivían en mundos distintos. Su propio camino largo y estrecho jamás le conduciría a la esfera de apacibles placeres en la que vivía Kōetsu. Caminó en silencio hacia el extremo del campo, la cabeza gacha, sumido en sus pensamientos.

Demasiados Kojirōs

En una pequeña taberna en las afueras de la ciudad, el olor de leña quemada y comida en ebullición impregnaba el aire. No era más que un chamizo, con un tablón a modo de mesa y unos pocos taburetes diseminados. En el exterior, los últimos rayos del sol poniente producían la impresión de que algún edificio lejano estaba en llamas, y los cuervos que volaban alrededor de la pagoda Tōji parecían negras cenizas que se alzaran de las llamas.

Tres o cuatro tenderos y un monje itinerante estaban sentados ante la mesa improvisada, mientras que en un rincón varios jornaleros se jugaban sus bebidas. La peonza que utilizaban para ello era una moneda de cobre con un palito metido a través del orificio central.

—¡Esta vez Yoshioka Seijūrō se ha metido en un buen aprieto! —dijo uno de los tenderos—. ¡Y a mí, por lo menos, eso no podría hacerme más feliz! ¡Brindemos!

—Beberé por ello —dijo otro hombre.

—¡Más sake! —pidió otro al tabernero.

Los parroquianos bebían continua y rápidamente. Poco a poco oscureció hasta que sólo una tenue luz penetraba a través de la cortina. Entonces uno de ellos gritó:

—¡Está tan oscuro que no sé si me llevo la taza a la boca o a la nariz! ¡Un poco de luz!

—Espera un momento —le dijo el tabernero en tono cansino—. Me estoy ocupando de ello.

Pronto se alzaron las llamas del fogón de tierra. Cuanto más oscurecía en el exterior, más roja era la luz del fuego.

—Me enfurezco cada vez que pienso en ello —dijo el primer hombre—. ¡El dinero que esa gente me debe por el pescado y el carbón! Es una buena suma, creedme. ¡No hay más que ver el tamaño de la escuela! Juré que me resarciría al finalizar el año, ¿y qué ocurrió cuando llegué allí? Esos matones de la escuela Yoshioka impedían el paso a todo el mundo y echaban bravatas. ¡Con qué descaro expulsaban a todos los acreedores, honrados comerciantes que les habían concedido crédito durante años!

—Ahora es inútil lamentarse. Lo hecho, hecho está. Además, después de esa pelea en el Rendaiji, ellos son los que tienen motivo para llorar, no nosotros.

—Por mi parte, ya no estoy enfadado. Han recibido lo que se merecían.

—¡Imaginaos, Seijūrō derribado sin luchar apenas!

—¿Lo viste?

—No, pero me lo ha contado alguien que lo vio. Musashi le derribó de un solo golpe, y además lo hizo con una simple espada de madera. Le ha dejado inválido para toda la vida.

—¿Qué será de la escuela?

—Las perspectivas son sombrías. Los estudiantes están sedientos de la sangre de Musashi. Si no lo matan, perderán totalmente su prestigio, el apellido Yoshioka no podrá superar su mala reputación. Y Musashi es tan fuerte que todo el mundo cree que la única persona capaz de vencerle es Denshichirō, el hermano menor, al que están buscando por todas partes.

—Ignoraba que tuviera un hermano menor.

—Casi nadie lo sabía, pero, por lo que he oído, es el mejor espadachín y también la oveja negra de la familia. Nunca se presenta en la escuela a menos que necesite dinero. Se pasa todo el tiempo comiendo y bebiendo, aprovechándose de su apellido. Sablea a la gente que respetaba a su padre.

—Menudo par... ¿Cómo es posible que un hombre tan notable como Yoshioka Kempō acabara con dos hijos así?

—¡Eso demuestra que la sangre no lo es todo!

Cerca del fogón, un rōnin estaba espatarrado, sumido en el sopor. Llevaba allí largo rato y el tabernero le había dejado en paz, pero ahora le despertó.

—Señor, retroceded un poco, por favor —le dijo mientras echaba más leña al fuego—. Las llamas podrían quemaros el kimono.

Matahachi abrió lentamente los ojos enrojecidos por el sake.

—Humm, humm, ya sé, ya sé. Déjame tranquilo.

Aquella taberna no era el único lugar donde Matahachi había oído hablar del encuentro en el Rendaiji. Ese incidente estaba en boca de todo el mundo, y cuanto mayor era la fama de Musashi tanto más aumentaba la desdicha de su descarriado amigo.

—Eh, dame más —pidió al tabernero—. No hace falta que lo calientes. Échalo en mi taza.

—¿Os encontráis bien, señor? Estáis muy pálido.

—¡Y a ti qué te importa! Es mi cara, ¿no?

Volvió a apoyarse en la pared y se cruzó de brazos.

«Uno de estos días les voy a dar una lección —se dijo—. La esgrima no es el único camino hacia el éxito. Poco importa que lo consigas siendo rico o teniendo un título o convirtiéndote en un bandido. Mientras llegues a la cumbre todo está bien. Ahora Musashi y yo tenemos veintitrés años. No muchos individuos que se hacen un nombre a esa edad acaban consolidando su éxito. Hacia los treinta años ya son unos viejos chochos, unos niños prodigio envejecidos.»

La noticia del duelo en el Rendaiji se había extendido a Osaka, y eso hizo que Matahachi se trasladara de inmediato a Kyoto. Aunque no tenía ningún objetivo determinado, el triunfo de Musashi le abrumaba tanto que temía ver por sí mismo cuál era la situación. «Ahora vuela alto —pensó con hostilidad—, pero ya caerá. Hay muchos hombres expertos en la escuela Yoshioka, los Diez Espadachines, Denshichirō, mucho más...»

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