Authors: Eiji Yoshikawa
Matahachi se quedó donde estaba, debatiéndose con su indecisión. Estaba a medias resuelto a realizar una hazaña valerosa. Era un hombre y tenía en sus manos a una mujer en peligro. Le gustaría compensar la mortificación de haberse puesto a cuatro patas tratando de espantar a los perros. Cuanto más le instaba Akemi a que se ocultara, tanto más ansiaba él demostrar su virilidad, no sólo a ella sino también a sí mismo.
—¿Quién está ahí?
Matahachi y Kojirō pronunciaron simultáneamente estas palabras. Kojirō dirigió una mirada furibunda a la espada de Matahachi y la sangre que goteaba de ella.
—¿Quién eres? —le preguntó en un tono de beligerancia.
Matahachi permaneció en silencio. Tras percibir el temor en la voz de Akemi, se puso tenso. Pero le bastó una segunda mirada para relajarse. El desconocido era alto y robusto, pero no mayor que él. Por su peinado y atuendo juveniles, juzgó que era un completo novicio, y le miró con una expresión de desprecio. El monje le había dado un susto de veras, pero estaba seguro de que aquel joven lechuguino no podía vencerle.
«¿Es posible que sea éste el bruto que atormentaba a Akemi? —se preguntó—. Me parece tan verde como una calabaza. Todavía no sé a qué viene todo esto, pero si le está creando dificultades, supongo que tendré que darle una o dos lecciones.»
—¿Quién eres? —volvió a preguntarle Kojirō, en un tono tan imperioso que era capaz de desgarrar la oscuridad a su alrededor.
—¿Yo? Soy un simple ser humano —respondió Matahachi, sonriendo burlonamente.
La sangre afluyó al rostro de Kojirō.
—De modo que no tienes nombre —le dijo—. ¿O no será tal vez que tu nombre te avergüenza?
Provocado pero sin temor, Matahachi replicó:
—No veo la necesidad de decir mi nombre a un desconocido que, de todos modos, probablemente no lo reconocerá.
—¡Mide tus palabras! —le espetó Kojirō—. Pero dejemos para más tarde la riña entre nosotros. Voy a bajar a esa chica del árbol y la llevaré a donde debe estar. Espera aquí.
—¡No hables como un necio! ¿Qué te hace pensar que te permitiré tal cosa?
—¿Qué tiene ella que ver contigo?
—La madre de esta muchacha fue mi esposa, y no voy a permitir que sufra ningún daño. Si le pones un solo dedo encima, te cortaré en pedazos.
—Bueno, esto es interesante. Pareces considerarte un samurai, aunque debo decir que no veía uno tan esmirriado desde hacía mucho tiempo. Pero hay algo que deberías saber. Este Palo de Secar que llevo a la espalda ha estado llorando en su sueño, porque ni una sola vez desde que fue recibido como una reliquia familiar ha obtenido su ración completa de sangre. Se está oxidando un poco, y creo que voy a pulimentarlo con tu escuálido cuerpo. ¡Y no trates de huir!
Matahachi, incapaz de comprender que estas palabras no eran ninguna fanfarronada, dijo desdeñosamente:
—¡Cuidado con lo que dices! Si quieres considerar de nuevo tu postura, ahora es el momento. Márchate, mientras todavía puedas ver adonde vas. Te perdonaré la vida.
—Lo mismo te digo. Pero escucha, mi excelente ser humano. Te has jactado de que tu nombre es demasiado importante para mencionarlo a la gente como yo. Pues bien, te ruego que me digas cuál es ese ilustre nombre. Declarar la propia identidad forma parte de la etiqueta en el combate. ¿O acaso no lo sabías?
—No me importa decirlo, pero no te asustes cuando lo oigas.
—Cobraré ánimo para resistir la sorpresa. Pero, ante todo, dime: ¿cuál es tu estilo de esgrima?
Matahachi pensó que quien parloteaba así no podía ser un gran espadachín, y la estima en que tenía a su contrario bajó todavía más.
—Tengo un certificado del estilo Chūjō, que es una rama del estilo de Toda Seigen.
El sorprendido Kojirō intentó ocultar su asombro.
Matahachi, creyendo que tenía la ventaja, decidió que sería una necedad no aprovecharla. Imitando a su interrogador, le dijo:
—¿Me dirás ahora cuál es tu estilo? Como sabes, eso forma parte de la etiqueta del combate.
—Luego. ¿De quién has aprendido el estilo Chūjō?
—De Kanemaki Jisai, por supuesto —replicó Matahachi con insincera elocuencia—. ¿De quién iba a ser?
—¿Cómo? —exclamó Kojirō, ahora realmente perplejo—. ¿Y conoces a Itō Ittōsai?
—Naturalmente. —Interpretando las preguntas de Kojirō como una prueba de que su historia surtía efecto, Matahachi tuvo la seguridad de que el joven no tardaría en proponerle un compromiso. Exageró un poco más—: Supongo que no hay ningún motivo para ocultar mi relación con Itō Ittōsai. Fue un predecesor mío. Con eso quiero decir que ambos estudiamos bajo la guía de Kanemaki Jisai. ¿Por qué quieres saberlo?
Kojirō pasó por alto esta pregunta.
—Entonces ¿puedo preguntarte de nuevo quién eres?
—Soy Sasaki Kojirō.
—¡Repite eso!
—Soy Sasaki Kojirō —repitió Matahachi muy cortésmente.
Tras un momento de silencio, el estupefacto Kojirō emitió un tenue murmullo y se formaron hoyuelos en sus mejillas. Matahachi le miró furibundo.
—¿Por qué me miras de esa manera? ¿Acaso mi nombre te ha cogido por sorpresa?
—Debo decir que así es.
—Muy bien, entonces... ¡vete! —le ordenó Matahachi en tono amenazante, alzando el mentón.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Oh! ¡Ja, ja, ja! —Kojirō se sujetó el vientre para no caerse al suelo presa de un ataque de risa. Cuando por fin pudo dominarse, dijo—: En el curso de mis viajes he conocido a mucha gente, pero jamás había oído nada comparable a esto. Bien, Sasaki Kojirō, ¿ahora serás tan amable de decirme quién soy?
—¿Cómo podría saberlo?
—¡Pero debes saberlo? Espero no parecer descortés, pero sólo para estar seguro de que te he oído bien, ¿te importaría repetirme tu nombre una vez más?
—¿Es que no tienes oídos? Soy Sasaki Kojirō.
—¿Y yo soy...?
—Otro ser humano, supongo.
—Eso es indudable, pero ¿cómo me llamo?
—Oye, bastardo, ¿te estás burlando de mí?
—No, en absoluto. Hablo completamente en serio. Nunca he estado más serio en toda mi vida. Dime, Kojirō, ¿cómo me llamo?
—¿Por qué te pones tan pesado? Responde tú mismo a esa pregunta.
—De acuerdo. Me preguntaré mi nombre y luego, a riesgo de parecer presuntuoso, te lo diré.
—Muy bien, veamos.
—¡No te asustes!
—¡Idiota!
—Soy Sasaki Kojirō, también conocido como Ganryū.
—¿Qu... qué?
—Desde los tiempos de mis antepasados, mi familia ha vivido en Iwakuni. El nombre Kojirō lo recibí de mis padres. Soy también la persona conocida entre los espadachines como Ganryū. Ahora dime, ¿cuándo y cómo crees qué ha llegado a haber dos Sasaki Kojirō en este mundo?
—Entonces tú..., tú eres...
—Sí, y aunque son muchos los hombres que viajan por el país, tú eres el primero que encuentro que se llama igual que yo. El primero, ya ves. ¿No es una extraña coincidencia la que nos ha reunido aquí?
Matahachi pensaba con rapidez.
—¿Qué te ocurre? Parece que estás temblando.
Matahachi se estremeció.
Kojirō se acercó a él, le dio una palmada en el hombro y le dijo:
—Seamos amigos.
Pálido como un muerto, Matahachi retrocedió bruscamente y dio un grito.
—Si huyes, te mataré. —La voz de Kojirō fue como una lanzada en el rostro de Matahachi.
El Palo de Secar silbó sobre el hombro de Kojirō como una serpiente de plata. Un solo golpe y Matahachi cubrió casi diez pies de distancia. Como un insecto desplazado de una hoja por un soplo, dio tres saltos mortales y quedó tendido en el suelo, inconsciente.
Kojirō ni siquiera le miró. La espada de tres pies de longitud, todavía sin sangre, volvió a deslizarse en su vaina.
—¡Akemi! —gritó Kojirō—. ¡Baja de ahí! No volveré a hacer lo que hice, así que baja y ven a la posada conmigo. Sí, he derribado a tu amigo, pero no le he hecho daño de veras. Baja y cuida de él.
No obtuvo respuesta. Al no ver nada entre las ramas oscuras, Kojirō trepó al árbol y se encontró solo. Akemi había vuelto a huir de él.
La brisa soplaba suavemente entre las agujas de pino. Se sentó en la rama, preguntándose adonde podría haber volado aquel gorrioncillo. No podía comprender por qué le temía tanto. ¿Acaso no le había dado él su amor de la mejor manera que sabía? Habría estado dispuesto a admitir que esa manera de demostrar afecto era un poco brusca, pero no apreciaba lo diferente que era de la forma en que otras personas hacían el amor.
Una explicación de esa postura podría ser su actitud hacia la esgrima. En su infancia, cuando ingresó en la escuela de Kanemaki Jisai, mostró una gran habilidad y le trataron como a un prodigio. Su manejo de la espada era extraordinario, e incluso más lo era su tenacidad. Se negaba en redondo a abandonar. Si se enfrentaba a un adversario más fuerte, lejos de amilanarse luchaba con más ahínco.
En aquel tiempo, la manera en que un luchador ganaba era mucho menos importante que el hecho de ganar. Nadie ponía serias objeciones a los métodos, y la tendencia de Kojirō a resistir haciendo uso de todos los trucos imaginables hasta que finalmente vencía no se consideraba juego sucio. Sus adversarios se quejaban de que les hostigaba cuando otros habrían admitido su derrota, pero nadie consideraba esto reprobable.
Cierta vez, cuando era todavía un muchacho, un grupo de estudiantes mayores, a los que había despreciado abiertamente, le golpearon con espadas de madera hasta dejarle sin sentido. Uno de sus atacantes, apiadándose de él, le dio agua y permaneció a su lado hasta que se recuperó, y entonces Kojirō cogió la espada de madera de su benefactor y le golpeó hasta matarle.
Si perdía un encuentro, jamás lo olvidaba. Permanecía a la espera hasta que su enemigo estaba desprevenido, en un lugar oscuro, acostado en la cama, incluso en el retrete, y entonces le atacaba con todo su ímpetu. Derrotar a Kojirō equivalía a hacerse con un enemigo implacable.
Cuando se hizo mayor empezó a referirse a sí mismo como si fuese un genio. En esto había algo más que jactancia, pues tanto Jisai como Ittōsai habían reconocido sus extraordinarias dotes. Tampoco inventaba nada cuando decía haber aprendido a partir por la mitad gorriones en vuelo y haber creado su propio estilo. Esto hizo que la gente de la vecindad le considerase un «mago», apreciación con la que él estaba totalmente de acuerdo.
Nadie sabía con exactitud qué forma adoptaba la tenaz voluntad de dominio de Kojirō cuando estaba enamorado de una mujer, pero no podía haber ninguna duda de que se saldría con la suya. Sin embargo, personalmente no veía ninguna conexión entre su pericia con la espada y su manera de amar. No podía comprender por qué disgustaba a Akemi cuando él la quería tanto.
Mientras reflexionaba en sus problemas amorosos, reparó en una persona que se movía debajo del árbol, ajeno a su presencia.
—Vaya, ahí hay un hombre tendido —dijo el desconocido. Se inclinó para mirarle mejor y exclamó—: ¡Es ese bribón de la taberna!
Era el monje itinerante, el cual, quitándose el fardo que llevaba a la espalda, observó:
—No parece herido y su cuerpo está caliente.
Le palpó, encontró el cordón debajo del obi de Matahachi, lo desanudó y le ató las manos a la espalda. Entonces se puso de rodillas en la parte inferior de la espalda del caído y tiró de sus hombros hacia atrás, presionando de una manera considerable el plexo solar. Matahachi volvió en sí emitiendo un gemido ahogado. El monje le arrastró hasta un árbol como si fuese un saco de patatas y le apoyó en el tronco.
—¡Levántate! —le ordenó, al tiempo que le daba un puntapié—. ¡En pie!
Matahachi, que había estado a medio camino del infierno, empezó a volver en sí, pero no pudo comprender del todo qué estaba ocurriendo. Sumido todavía en el estupor, se enderezó.
—Muy bien —dijo el monje—. Quédate así.
Entonces ató al árbol las piernas y el pecho de Matahachi. Éste abrió ligeramente los ojos y lanzó un grito de asombro.
—Bueno, tramposo —dijo su captor—. Me has obligado a perseguirte, pero eso ya ha terminado. —Empezó a castigarle lentamente, le golpeó en la frente varias veces y le estrelló la cabeza contra el tronco del árbol—. ¿De dónde has sacado la caja de píldoras? —le preguntó—. Dime la verdad. ¡Ahora mismo!
Matahachi no le respondió.
—Crees que puedes defenderte con tu descaro, ¿eh?
Enfurecido, el monje le cogió la nariz entre los dedos pulgar e índice y le sacudió la cabeza adelante y atrás.
Matahachi ahogó un grito, y, como parecía dispuesto a hablar, el monje le soltó la nariz.
—Hablaré —dijo Matahachi desesperadamente—. Te lo diré todo. —Las lágrimas se deslizaban de sus ojos—. Lo que ocurrió, el verano pasado... —Le contó toda la historia y terminó con una súplica de misericordia—. Ahora no puedo devolver el dinero, pero si me perdonas la vida te prometo que trabajaré y algún día estaré en condiciones de devolverlo. Te daré mi promesa por escrito, firmada y sellada.
Confesar fue como extraer el pus de una herida infectada. Ahora no había nada más que ocultar, nada más que temer. O así se lo parecía.
—¿Es ésa toda la verdad? —inquirió el monje.
—Sí. —Matahachi inclinó la cabeza en actitud contrita.
Tras unos minutos de silenciosa reflexión, el monje desenvainó su espada corta y la dirigió hacia la cara de Matahachi.
Matahachi se apresuró a apartar la cabeza y gritó:
—¿Es que vas a matarme?
—Sí, creo que has de morir.
—Te lo he contado todo sinceramente. He devuelto la caja de píldoras, te daré el certificado, uno de estos días devolveré el dinero. ¡Juro que lo haré! ¿Por qué tienes que matarme?
—Te creo, pero mi posición es difícil. Vivo en Shimonida, en Kōzuke, y fui servidor de Kusanagi Tenki, el samurai que murió en el castillo de Fushimi. Aunque vista como un monje, en realidad soy un samurai. Me llamo Ichinomiya Gempachi.
Matahachi, que trataba de liberarse de sus ataduras y escapar, no oyó realmente nada de esto.
—Te pido perdón —dijo humildemente—. Sé que he cometido una mala acción, pero no pretendía robar nada. Iba a entregárselo todo a su familia, pero entonces..., bueno, me quedé sin dinero y, aunque no debía, usé el suyo. Me disculparé tanto como quieras, pero te ruego que no me mates.
—Preferiría que no te disculparas —dijo Gempachi, el cual parecía sumido en su propio debate emocional. Sacudió la cabeza entristecido y siguió diciendo—: He estado en Fushimi para investigar y todo encaja en tu descripción. No obstante, necesito algo que llevar a su familia para que les sirva de consuelo. Y no me refiero a dinero. Necesito algo demostrativo de que ha habido venganza. Pero no hay ningún responsable, no hay un solo hombre al que culpar de la muerte de Tenki. ¿Cómo puedo llevarles la cabeza de su asesino?