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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (40 page)

BOOK: Musashi
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Durante años, Sekishūsai reflexionó en esa adivinanza, considerándola desde todos los ángulos, y finalmente obtuvo una respuesta que le satisfizo. Cuando el señor Kōizumi le visitó de nuevo, la mirada de Sekishūsai al saludarle era clara y serena, y le sugirió que tuvieran un encuentro. Su señoría le escrutó durante un momento y le dijo:

—No, sería inútil. ¡Has descubierto la verdad!

Entonces entregó a Sekishūsai el certificado y el manual en cuatro volúmenes, y de esta manera nació el estilo de esgrima Yagyū, el cual, a su vez, originó la apacible manera de vivir de Sekishūsai en su vejez.

Que Sekishūsai viviera en una casa de montaña se debía a que ya no le gustaba el imponente castillo con su complicado boato. A pesar de su amor casi taoísta por la vida retirada, le agradaba tener la compañía de la muchacha que le trajo Shōda Kizaemon para que le entretuviera tocando la flauta, pues era solícita, cortés y nunca molestaba. No sólo su música le agradaba mucho, sino que también ponía un toque de juventud y feminidad en la casa. De vez en cuando la muchacha hablaba de marcharse, pero él siempre le pedía que se quedase un poco más.

Mientras daba los toques finales a la única peonía que estaba disponiendo en un florero de Iga, Sekishūsai preguntó a Otsū:

—¿Qué te parece? ¿Está vivo mi arreglo floral?

La muchacha, que estaba detrás de él, replicó:

—Debéis de haber estudiado intensamente las técnicas de arreglo floral.

—En absoluto. No soy un noble de Kyoto y nunca he estudiado con maestros ni el arreglo floral ni la ceremonia del té.

—Pues parece como si lo hubierais hecho.

—Uso con las flores el mismo método que uso con la espada.

Otsū pareció sorprendida.

—¿De veras podéis arreglar las flores de la misma manera que usáis la espada?

—Sí. Verás, todo es cuestión de espíritu. Las reglas no me sirven para nada..., torcer las flores con las yemas de los dedos o ahogarlas por el cuello. Lo que importa es tener el espíritu apropiado, ser capaz de hacer que parezcan vivas, tal como eran cuando fueron cortadas. ¡Mira esto! Mi flor no está muerta.

Otsū tenía la sensación de que aquel anciano austero le había enseñado muchas cosas que necesitaba conocer, y puesto que todo había comenzado con un encuentro casual en la carretera, se consideraba muy afortunada. «Te enseñaré la ceremonia del té», le decía él, o: «¿Compones poemas japoneses? Si lo haces, enséñame algo sobre el estilo elegante. El Man'yōshū
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está mu y bien, pero al vivir aquí, en este lugar retirado, preferiría escuchar poemas sencillos sobre la naturaleza».

A cambio, ella hacía por él pequeñas cosas en las que nadie más pensaba. Por ejemplo, el anciano estuvo encantado cuando Otsū le confeccionó un gorrito de paño como el que usaban los maestros de la ceremonia del té. Ahora se lo ponía muy a menudo, y lo apreciaba como si no hubiera nada más elegante en ninguna parte. También su manera de tocar la flauta le satisfacía inmensamente, y en las noches de luna llena, el sonido de inolvidable belleza de la flauta solía llegar muy lejos, incluso hasta el castillo.

Mientras Sekishūsai y Otsū conversaban sobre el arreglo floral, Kizaemon llegó discretamente a la entrada de la casa de montaña y llamó a Otsū. Ésta salió y le invitó a pasar, pero él titubeó.

—¿Harás saber a su señoría que acabo de regresar de mi misión? —le preguntó.

Otsū se rió.

—Debería ser al revés, ¿no crees?

—¿Por qué?

—Tú eres aquí el servidor principal y yo sólo una forastera invitada para tocar la flauta. Eres mucho más íntimo de él que yo. ¿No deberías verle directamente en vez de transmitirle el mensaje a través de mí?

—Supongo que tienes razón, pero aquí, en la casita de su señoría, eres especial. En cualquier caso, te ruego que le des el mensaje.

También Kizaemon estaba satisfecho por el giro que habían dado las cosas: Otsū era una persona que gustaba muchísimo a su maestro y señor.

La muchacha regresó de inmediato para decir a Kizaemon que Sekishūsai deseaba que entrara. El anciano estaba en la sala del té, tocado con el gorro de paño que Otsū le había hecho.

—¿Ya has vuelto? —le preguntó Sekishūsai.

—Sí. Les visité y entregué la carta y la fruta, siguiendo vuestras instrucciones.

—¿Se han ido?

—No. Apenas había regresado aquí, cuando llegó un mensajero desde la posada con una carta. Decía que, puesto que habían venido a Yagyū, no querían marcharse sin ver el dōjō. Si es posible, les gustaría venir mañana. También han dicho que quisieran verte y presentarte sus respetos.

—¡Patanes insolentes! ¿Por qué han de ser tan molestos? —Sekishūsai parecía irritado en extremo—. ¿Les has explicado que Munenori está en Edo, Hyōgo en Kumamoto y que no hay nadie más disponible?

—Así es.

—Desprecio a esa clase de gente. Incluso después de haberles enviado un mensaje diciéndoles que no puedo verles, intentan presentarse aquí.

—No sé que...

—Parece ser que los hijos de Yoshioka son tan incompetentes como dicen de ellos.

—El que está en la Wataya es Denshichirō. No me ha impresionado.

—Me sorprendería que lo hubiera hecho. Su padre fue un hombre de considerable carácter. Cuando fui a Kyoto con el señor Kōizumi, le vimos dos o tres veces y tomamos sake juntos. Desde entonces la casa ha ido cuesta abajo. El joven parece creer que ser hijo de Kempō le da derecho a entrar aquí, y por eso insiste en su desafío. Pero desde nuestro punto de vista, no tiene sentido aceptar el desafío y luego enviarle a su casa derrotado.

—Ese Denshichirō da la impresión de tener mucha confianza en sí mismo. Si tanto desea venir, tal vez yo mismo podría aceptar el reto.

—No, de ninguna manera. Esos hijos de gente famosa suelen tener una elevada opinión de sí mismos y, además, tienden a tergiversar las cosas en su propio beneficio. Si le derrotaras, puedes estar seguro de que trataría de destruir nuestra reputación en Kyoto. Personalmente no me importa, pero no quiero cargar a Munenori o Hyōgo con una cosa así.

—¿Qué podemos hacer entonces?

—Lo mejor sería apaciguarle de alguna manera, hacerle creer que se le trata como debe ser tratado el hijo de una gran casa. Tal vez ha sido un error enviar a un hombre a verle. —El anciano miró a Otsū y añadió—: Creo que una mujer sería mejor. Probablemente Otsū es la persona adecuada.

—De acuerdo —dijo ella—. ¿Quieres que vaya ahora?

—No, no hay prisa. Puedes ir mañana por la mañana.

Sekishūsai escribió una carta sencilla, con el estilo propio de un maestro de la ceremonia del té, y se la entregó a Otsū junto con una peonía como la que había colocado en el florero.

—Dale esto y dile que vas en mi nombre porque estoy resfriado. Veremos cuál es su respuesta.

A la mañana siguiente, Otsū se puso un largo velo sobre la cabeza. Aunque los velos ya no estaban de moda en Kyoto, ni siquiera entre las clases altas, las mujeres de clase alta y media en las provincias todavía los apreciaban.

En el establo, que se encontraba en el exterior del castillo, pidió que le dejaran un caballo.

El encargado del establo, que lo estaba limpiando, le preguntó si iba a alguna parte.

—Sí, he de ir a la Wataya con un recado de su señoría.

—¿Quieres que te acompañe?

—No es necesario.

—¿Estarás segura?

—Naturalmente. Me gustan los caballos. Los que montaba en Mimasaka eran casi salvajes.

Al cabalgar, el viento hacía flotar tras ella el velo marrón-rojizo. Montaba bien, sujetando la carta y la peonía, que empezaba a perder ligeramente su frescura, en una mano y manejando diestramente al caballo con la otra. Los agricultores y braceros que se encontraban en los campos la saludaban, pues en el breve tiempo que llevaba allí ya estaba familiarizada con las gentes del lugar, cuyas relaciones con Sekishūsai eran mucho más amistosas de lo que era habitual entre señor y campesinos. Todos sabían que una hermosa joven había llegado para distraer a su señor tocando la flauta, y la admiración y respeto que sentían por él se extendió a Otsū.

Llegó a la Wataya, desmontó y ató su caballo a un árbol del jardín.

—¡Bienvenida! —le dijo Kocha, que salió a recibirla—. ¿Te quedas a pasar la noche?

—No, sólo vengo del castillo de Koyagyū con un mensaje para Yoshioka Denshichirō. Aún está aquí, ¿verdad?

—Aguarda un momento, por favor.

Durante el breve tiempo que Kocha estuvo ausente, Otsū creó cierta expectación entre los ruidosos viajeros que se estaban poniendo polainas y sandalias y se ataban el equipaje a la espalda.

—¿Quién es? —preguntó uno.

—¿A quién creéis que ha venido a ver?

La belleza de Otsū, su airosa elegancia difícil de encontrar en el campo, hizo que los huéspedes a punto de marcharse susurraran y la mirasen hasta que ella siguió a Kocha y la perdieron de vista.

Denshichirō y sus compañeros, que habían bebido hasta muy tarde la noche anterior, acababan de levantarse. Cuando les dijeron que había llegado un mensajero del castillo, supusieron que sería el mismo hombre que se había presentado el día anterior. Al ver a Otsū con su peonía blanca se llevaron una sorpresa.

—¡Perdona el estado de la habitación, por favor! ¡Es un desastre!

Tras deshacerse en disculpas, enderezaron sus kimonos y se sentaron sobre sus talones de una manera formal y un poco rígida.

—Entra, entra, por favor.

—Me envía el señor del castillo de Koyagyū —se limitó a decir Otsū, depositando la carta y la peonía ante Denshichirō—. ¿Serías tan amable de leer la carta ahora?

—Ah, sí..., ¿ésta es la carta? Sí, la leeré.

Abrió el rollo, que no tenía más de un pie de longitud. La carta estaba escrita en tinta tenue, sugeridora del aroma ligero del té, y decía: «Perdóname por enviarte mis saludos en una carta en vez de recibirte en persona, pero por desgracia tengo un ligero resfriado. Creo que una peonía blanca y pura te proporcionará más placer que la nariz goteante de un viejo. Te envío la flor por medio de una flor, con la esperanza de que aceptes mis disculpas. Mi viejo cuerpo descansa al margen del mundo cotidiano, y no podría mostrarte mi rostro sin vacilación. Por favor, sonríe piadosamente a un anciano».

Denshichirō hizo una mueca despectiva y enrolló la carta.

—¿Es eso todo? —preguntó.

—No, también ha dicho que, aunque le gustaría tomar una taza de té contigo, vacila en invitarte a su casa, porque allí no hay más que guerreros que ignoran las sutilezas de la ceremonia del té. Como Munenori está lejos, en Edo, cree que el servicio del té sería tan rudo que haría reír a personas procedentes de la capital imperial. Me ha encargado que te pida perdón y te diga que confía en verte en alguna ocasión futura.

—¡Ja, ja! —replicó Denshichirō, con una expresión de suspicacia en el semblante—. Si te entiendo correctamente, Sekishūsai cree que nos ilusiona contemplar las sutilezas de la ceremonia del té. A decir verdad, puesto que somos de familias samuráis, no sabemos nada del té. Teníamos la intención de preguntar personalmente a Sekishūsai por su salud y persuadirle para que nos diera una lección de esgrima.

—Por supuesto, él lo comprende perfectamente, pero está pasando su vejez en retiro y tiene la costumbre de expresar muchos de sus pensamientos por medio de la ceremonia del té.

—Bien, no nos ha dejado más opción que abandonar nuestro propósito —dijo Denshichirō sin disimular su disgusto—. Ten la bondad de decirle que, si volvemos otra vez, nos gustaría verle.

Dicho esto, devolvió la peonía a Otsū.

—¿No te gusta? Mi señor ha creído que podría alegrarte en el camino. Dijo que podrías colgarla en el ángulo de tu palanquín o, si viajas a caballo, colocarla en la silla.

—¿Pretendía que fuese un recuerdo? —Denshichirō bajó los ojos como si se sintiera insultado y añadió en tono desabrido—: ¡Esto es ridículo! ¡Puedes decirle que tenemos nuestras propias peonías en Kyoto!

Otsū se dijo que, si eso era lo que aquél sentía, sería inútil insistir para que se quedase con el regalo. Prometió que transmitiría su mensaje y se despidió con tanta delicadeza como si quitara el vendaje de una lesión abierta. Sus anfitriones, de mal humor, apenas respondieron a su despedida.

Una vez en el pasillo, Otsū se rió para sus adentros, mirando el reluciente suelo negro que conducía a la habitación que ocupaba Musashi, se volvió y se alejó en la otra dirección.

Kocha salió de la habitación de Musashi y corrió hasta darle alcance.

—¿Ya te marchas? —le preguntó.

—Sí, he finalizado mi cometido.

—Vaya, qué rapidez. —Y mirando la mano de Otsū, le preguntó—: ¿Es una peonía? No sabía que son de color blanco.

—Sí. Es del jardín del castillo. Si te gusta, puedes quedártela.

—Sí, por favor —dijo Kocha, tendiendo las manos.

Tras despedirse de Otsū, Kocha fue al aposento de los sirvientes y mostró a todos la flor. Puesto que nadie se sentía inclinado a admirarla, fue a la habitación de Musashi.

Musashi, sentado ante la ventana, con las manos en la barbilla, miraba en dirección al castillo y cavilaba en su objetivo: primero, cómo lograría ver a Sekishūsai, y luego cómo le vencería con su espada.

—¿Te gustan las flores? —le preguntó Kocha al entrar.

—¿Flores?

Le mostró la peonía.

—Humm. Es bonita.

—¿Te gusta?

—Sí.

—Creo que es una peonía, una peonía blanca.

—¿De veras? ¿Por qué no la pones en ese florero de ahí?

—No sé arreglar flores. Hazlo tú.

—No, no, hazlo tú. Es mejor hacerlo sin pensar en el aspecto que va a tener.

—Bueno, iré a buscar agua —dijo ella, llevándose el florero.

Musashi fijó la mirada en el extremo cortado del tallo de la flor. Ladeó la cabeza, sorprendido, aunque no podía determinar qué era lo que atraía su atención.

Cuando Kocha regresó, su interés fortuito se había convertido en un minucioso escrutinio. La muchacha puso el florero en el lugar de honor de la estancia e intentó introducir la peonía, pero el resultado fue escaso.

—El tallo es demasiado largo —le dijo Musashi—. Tráela aquí y lo cortaré. Entonces, cuando la pongas erguida, parecerá natural.

Kocha le tendió la flor. Antes de que supiera lo que había sucedido, la flor había caído de sus manos y ella estaba llorando. No era de extrañar, pues en aquel breve instante Musashi había desenvainado su espada corta y, lanzando un grito vigoroso, cortó el tallo entre las manos de la muchacha, envainando a continuación la espada. A Kocha, el destello del acero y el sonido de la espada al quedar de nuevo envainada le parecieron simultáneos.

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