Authors: Eiji Yoshikawa
—¿De quién demonios me estás hablando?
—¡Cómo! ¡De Otsū, por supuesto!
—¡Otsū! ¿Por qué la llamas nuera? Que yo sepa, no ha ingresado en la familia Hon'iden.
—No, aún no, pero me propongo admitirla muy pronto, como la novia de Matahachi.
—Me cuesta imaginar tal cosa. ¿Cómo puede casarse con alguien que no está presente?
Osugi se indignó aún más.
—¡Oye, vagabundo! ¡Esto no tiene nada que ver contigo! ¡Limítate a decirme dónde está Otsū!
—Supongo que todavía está durmiendo.
—Ah, claro, debería haber pensado en eso —musitó la anciana, como si hablara consigo misma—. Le pedí que vigilara a Takezō de noche, así que debía de estar muy cansada al amanecer. Por cierto —añadió en tono acusador—, ¿no tendrías tú que vigilarle durante el día?
Sin aguardar respuesta, dio media vuelta y se encaminó al árbol. Cuando estuvo debajo de su ramaje, alzó el rostro y estuvo mirando largo rato, como en trance. Por fin salió de aquel estado hipnótico y emprendió el regreso al pueblo, caminando lenta y penosamente, con la rama de moral en la mano.
Takuan volvió a su habitación, donde permaneció hasta la noche. El aposento de Otsū no estaba lejos del suyo, en el mismo edificio. La puerta de la muchacha también estuvo cerrada durante todo el día, excepto cuando la abría el acólito para llevarle su medicina o un recipiente de barro lleno de espesas gachas de arroz. La noche anterior, cuando la encontraron medio muerta bajo la lluvia, tuvieron que llevársela a rastras porque ella se resistía a patadas y gritos, y obligarle a engullir un poco de té. Entonces el sacerdote le dio una severa reprimenda, mientras ella permanecía en silencio, apoyada en la pared. Por la mañana tuvo fiebre alta y apenas pudo alzar la cabeza para tomar las gachas.
Cayó la noche y, en agudo contraste con la noche anterior, la luna brilló como un orificio nítidamente cortado en el cielo. Cuando todos los demás dormían profundamente, Takuan dejó el libro que estaba leyendo, se puso los zuecos y salió al patio.
—¡Takezō! —gritó.
Muy por encima de su cabeza se agitó una rama y cayeron algunas brillantes gotas de rocío.
—Pobre muchacho, supongo que ni siquiera tiene fuerzas para responder —se dijo Takuan—. ¡Takezō! ¡Takezō!
—¿Qué quieres, monje bastardo? —contestó fieramente el prisionero.
A Takuan nadie solía cogerle jamás desprevenido, pero esta vez no pudo ocultar su sorpresa.
—Desde luego, aúllas con brío para ser un hombre a las puertas de la muerte. ¿No serás en realidad un pez o alguna clase de monstruo marino? A este paso deberías durar otros cuatro o cinco días. Por cierto, ¿cómo tienes el estómago? ¿Está lo bastante vacío para ti?
—Déjate de cháchara, Takuan. Córtame la cabeza y acabemos de una vez.
—¡Oh, no! ¡No tengas tanta prisa! Uno ha de andarse con cuidado en asuntos tan arriesgados. Si te cortara la cabeza ahora, probablemente bajaría volando e intentaría morderme. —Takuan se interrumpió y estuvo un rato mirando el cielo—. ¡Qué luna tan hermosa! Eres afortunado al poder contemplarla desde un lugar tan privilegiado.
—¡Muy bien, mírame, sucio perro callejero! ¡Te demostraré lo que soy capaz de hacer si me lo propongo!
Entonces, haciendo acopio de fuerzas, Takezō empezó a moverse violentamente, lanzando su peso arriba y abajo, hasta casi romper la rama a la que estaba atado. Fragmentos de corteza y hojas llovieron sobre el monje, el cual permanecía imperturbable aunque quizá con una impasibilidad un tanto afectada.
Calmosamente, el monje se sacudió los hombros y, una vez limpio de aquella broza, alzó de nuevo la vista.
—¡Así me gusta, Takezō! Es bueno enfadarse tanto como tú lo estás hora. ¡Adelante! ¡Experimenta tu fuerza al máximo, muestra que eres un hombre de verdad, enséñanos de qué madera estás hecho! Hoy en día la gente considera una señal de sabiduría y carácter la capacidad de controlar su ira, pero yo digo que son unos necios. Detesto ver a los jóvenes tan comedidos, tan formales. Tienen más temple que sus mayores y deberían demostrarlo. ¡No te reprimas, Takezō! ¡Cuanto más te enfurezcas, tanto mejor!
—¡Espera, Takuan, espera! ¡Si he de romper esta cuerda con los dientes, lo haré, sólo para ponerte las manos encima y descuartizarte!
—¿Es eso una promesa o una amenaza? Si crees de veras que puedes hacerlo, me quedaré aquí esperando. ¿Estás seguro de que podrás seguir así sin matarte antes de que se rompa la cuerda?
—¡Cállate! —gritó Takezō con la voz enronquecida.
—¡Vaya, Takezō, eres fuerte de veras! El árbol entero se balancea. Pero siento decirte que no noto temblar la tierra. ¿Sabes? Tu problema es que, en realidad, eres débil. Tu cólera no es más que rencor personal. La cólera de un hombre de verdad es una expresión de indignación moral. La ira por insignificantes fruslerías emocionales es propia de mujeres, no de hombres.
—Ya falta poco —le amenazó—. ¡Iré directamente por tu garganta!
Takezō siguió esforzándose, pero la gruesa cuerda no mostraba señal alguna de debilitarse. Takuan le miró durante un rato y luego le ofreció un consejo amistoso.
—¿Por qué no te tranquilizas, Takezō? Así no llegarás a ninguna parte. Sólo lograrás extenuarte, ¿y de qué va a servirte eso? Por mucho que te muevas y contorsiones, no lograrás romper una sola rama de este árbol y mucho menos hacer mella en el universo.
Takezō emitió un fuerte gemido. Su berrinche había terminado. Se daba cuenta de que el monje tenía razón.
—Me atrevería a decir que toda esa fuerza estaría mejor encauzada si trabajara por el bien del país. Deberías tratar de hacer algo por los demás, Takezō, aunque ahora sea un poco tarde para empezar. Si lo hubieras intentado, habrías tenido ocasión de impresionar a los dioses o incluso al universo, por no mencionar a la gente normal y corriente. —La voz de Takuan adoptó un tono levemente pontifical—. ¡Es una lástima, una gran lástima! Aunque naciste humano, eres más bien un animal, no mucho mejor que un jabalí o un lobo. ¡Cuan triste es que un joven apuesto como tú deba hallar su fin aquí, sin haber llegado a ser jamás verdaderamente humano! ¡Qué pérdida!
—¿Y tú te consideras humano? —le espetó Takezō.
—¡Escucha, bárbaro! Desde el principio has confiado demasiado en tu fuerza bruta, creyendo que no tienes rival en el mundo. ¡Pero mira dónde estás ahora!
—No tengo nada de que avergonzarme. No ha sido una pelea limpia.
—A la larga, Takezō, no hay ninguna diferencia. Te vencí con mi ingenio y mi capacidad persuasiva, en vez de hacerlo con los puños. Una vez te han derrotado, derrotado estás. Y tanto si te gusta como si no, estoy sentado en esta roca mientras que tú cuelgas ahí arriba, impotente. ¿Es que no puedes ver la diferencia entre tú y yo?
—Sí, peleas sucio, eres un embustero y un cobarde.
—Habría estado loco si hubiera intentado prenderte a la fuerza. Físicamente eres demasiado fuerte. Un ser humano no tiene muchas posibilidades si pelea con un tigre. Por suerte no suele tener que hacerlo, ya que es el más inteligente de los dos. Pocas personas discutirán el hecho de que los tigres son inferiores a los seres humanos.
Takezō no dio indicación alguna de que todavía estuviera escuchando.
—Lo mismo sucede con eso que consideras tu valor. Tu comportamiento hasta ahora no demuestra que sea algo más que valor animal, de ése que carece de respeto por los valores y la vida humanos. No es la clase de valor propio de un samurai. El verdadero valor conoce el miedo. Las personas honestas valoran la vida apasionadamente, se aferran a ella como si fuese una joya preciosa, y eligen el momento y el lugar apropiados para entregarla, para morir con dignidad.
El prisionero siguió sin responder.
—A eso me refería cuando he dicho que es una lástima lo que ocurre contigo. Naciste con fuerza y valor físicos, pero te falta conocimiento y sabiduría. Si bien lograste dominar algunos de los aspectos más desafortunados del camino del samurai, no hiciste el menor esfuerzo por adquirir sabiduría ni virtud. La gente habla de combinar el camino del aprendizaje con el camino del samurai, pero cuando están adecuadamente combinados no son dos sino uno solo. Hay un único camino, Takezō.
El árbol permanecía tan silencioso como la piedra en la que se sentaba Takuan. También la oscuridad permanecía inmóvil. Al cabo de unos instantes, Takuan se levantó pausadamente.
—Piensa en ello una noche más, Takezō. Una vez lo hayas hecho, te cortaré la cabeza por ti.
Empezó a alejarse, dando largas zancadas, con la cabeza gacha y pensativo. Apenas había recorrido veinte pasos cuando Takezō le llamó, con un timbre de apremio en la voz.
—¡Aguarda!
Takuan se volvió.
—¿Qué quieres ahora?
—Vuelve aquí.
—Humm. No me digas que quieres escuchar más. ¿Es posible que por fin estés empezando a pensar?
—¡Sálvame, Takuan! —El grito de ayuda de Takezō fue sonoro y quejumbroso. La rama empezó a temblar, como si ella, como si todo el árbol estuviera llorando—. Quiero ser un hombre mejor. Ahora me doy cuenta de la importancia que tiene, del privilegio que es haber nacido humano. Estoy casi muerto, pero comprendo lo que significa estar vivo. Y ahora que lo sé, ¡mi vida entera consistirá en estar atado a este árbol! No puedo deshacer lo que he hecho.
—Finalmente entras en razón. Por primera vez en tu vida, estás hablando como un ser humano.
—No quiero morir —gritó Takezō—. Deseo vivir, partir, intentarlo de nuevo, hacer esta vez lo que es correcto. —Los sollozos sacudían su cuerpo—. ¡Takuan..., por favor! ¡Ayúdame..., ayúdame!
El monje sacudió la cabeza.
—Lo siento, Takezō, pero eso no está en mis manos. Es la ley de la naturaleza. No puedes repetir lo que has hecho y corregirlo. Así es la vida, todo lo que hacemos en ella es definitivo, ¡todo! No puedes recuperar la cabeza una vez que el enemigo te la ha cortado. Así son las cosas. Lo siento por ti, desde luego, pero no puedo desatar esa cuerda porque no soy yo quien la ha atado, sino tú mismo. Lo único que puedo hacer es darte algunos consejos. Enfréntate a la muerte con valor y serenidad. Reza una plegaria y confía en que alguien se molestará en escucharla. Y por respeto a tus antepasados, Takezō, ¡ten la decencia de morir con una expresión apacible en el rostro!
El sonido de las sandalias de Takuan se desvaneció. Cuando Takezō dejó de oírlo, sus gemidos cesaron. Siguiendo el espíritu del consejo que le había dado el monje, cerró los ojos que acababan de experimentar un gran despertar y lo olvidó todo. Olvidó la vida y la muerte, y bajo la miríada de estrellas permaneció perfectamente inmóvil mientras la brisa nocturna suspiraba entre las ramas del árbol. Tenía frío, mucho frío.
Al cabo de un rato, percibió que alguien estaba al pie del árbol. Fuera quien fuese, aferraba el ancho tronco e intentaba frenética pero no muy diestramente trepar por él hasta la rama más baja. Takezō oía que el escalador, quienquiera que fuese, se deslizaba hacia abajo después de casi todo avance hacia arriba. Oía también los fragmentos de corteza que se desprendían y caían al suelo, y estaba seguro de que las manos se estaban despellejando mucho más que el tronco. Pero aquella persona no cejaba en su empeño y buscaba asideros una y otra vez, hasta que por fin la primera rama estuvo a su alcance. Entonces se alzó con relativa facilidad hasta donde Takezō, apenas distinguible de la rama en la que estaba tendido, yacía totalmente falto de fuerzas. Una voz jadeante susurró su nombre.
Con gran dificultad abrió los ojos y se encontró ante un verdadero esqueleto. Sólo los ojos estaban vivos y vibrantes.
—¡Soy yo! —dijo aquel rostro con una sencillez infantil.
—¿Otsū?
—Sí, yo. ¡Oh, Takezō, huyamos! Te he oído gritar con todo tu corazón que deseabas vivir.
—¿Huir? ¿Vas a desatarme y dejarme libre?
—Sí. Tampoco puedo soportar más este pueblo. Si me quedo aquí..., ah, ni siquiera deseo pensar en ello. Tengo mis razones. Sólo quiero marcharme de este lugar estúpido y cruel. ¡Te ayudaré, Takezō! Podemos ayudarnos mutuamente.
Otsū vestía ropas de viaje, y todas sus posesiones mundanas le colgaban del hombro dentro de una pequeña bolsa de tela.
—¡Rápido, corta la cuerda! ¿A qué estás esperando? ¡Córtala!
—Lo haré en un momento.
Otsū desenvainó una pequeña daga y en seguida cortó las ligaduras del cautivo. Transcurrieron varios minutos antes de que remitiera el cosquilleo de sus miembros y Takezō pudiera flexionar los músculos. Ella trató de sujetar el peso del joven, con el resultado de que, cuando éste resbaló, cayó con él. Los dos cuerpos se aferraron, rebotaron en una rama, giraron en el aire y se estrellaron contra el suelo.
Takezō se levantó. A pesar de que estaba aturdido por la caída desde treinta y cinco pies de altura y entumecido por la debilidad, asentó con firmeza los pies en el suelo. Otsū, apoyada en manos y rodillas, se retorcía de dolor.
—Aaah —gemía.
Él la rodeó con sus brazos, ayudándola a levantarse.
—¿Crees que te has roto algo?
—No lo sé, pero creo que puedo andar.
—Todas esas ramas han frenado la caída, por lo que es probable que no te hayas hecho demasiado daño.
—¿Y tú? ¿Estás bien?
—Sí..., yo..., estoy bien. Yo... —Hizo una pausa, al cabo de la cual dijo impulsivamente—: ¡Estoy vivo! ¡Estoy realmente vivo!
—¡Naturalmente!
—No es tan natural.
—Vámonos de aquí en seguida. Si alguien nos descubre, estaremos en un buen aprieto.
Otsū echó a andar, renqueante, seguida por Takezō..., lenta y silenciosamente, como dos insectos frágiles y heridos que caminaran por la helada otoñal.
Avanzaron lo mejor que pudieron, cojeando en silencio, un silencio roto tan sólo mucho más tarde, cuando Otsū exclamó:
—¡Mira! Empieza a haber luz allá, hacia Harima.
—¿Dónde estamos?
—En lo alto del puerto de Nakayama.
—¿De veras hemos llegado tan lejos?
—Sí. —Otsū sonrió débilmente—. Es sorprendente lo que puedes hacer cuando estás decidido. Pero, Takezō... —Otsū parecía alarmada—. Debes de estar muerto de hambre. Llevas varios días sin comer nada.
Al oír la mención de la comida, Takezō tuvo súbita conciencia de que su estómago estaba encogido y dolorosamente acalambrado. Ahora que se daba cuenta, el dolor era atroz, y parecieron transcurrir horas antes de que Otsū abriera la bolsa y sacara la comida, pastelillos de arroz generosamente rellenos de pasta de judías dulces. Cuando aquel dulzor se deslizó con suavidad por su gaznate, Takezō experimentó una sensación de vértigo. Le temblaban los dedos que sostenían el pastelillo. «Estoy vivo», se decía una y otra vez, jurando que en lo sucesivo llevaría una clase de vida muy distinta.