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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (19 page)

BOOK: Musashi
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Las rojizas nubes matinales teñían sus mejillas de color rosado. Cuando él empezó a ver el rostro de Otsū más claramente y el hambre cedió el paso a la calma de la saciedad, le pareció un sueño estar allí sentado, sano y salvo, en compañía de la muchacha.

—Cuando salga el sol, deberemos tener mucho cuidado —dijo Otsū—. Ya estamos casi en el límite de la provincia.

Takezō la miró con los ojos muy abiertos.

—¡El límite! Está bien, lo había olvidado. Tengo que ir a Hinagura.

—¿Hinagura? ¿Por qué?

—Ahí es donde han encerrado a mi hermana. Tengo que sacarla de ahí. Supongo que tendremos que despedirnos.

Otsū le miró a la cara, pasmada y silenciosa.

—¡Si crees que eso es lo que debes hacer, vete! Pero si hubiera pensado que ibas a abandonarme, no me habría ido de Miyamoto.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Dejarla en esa prisión militar?

Sin dejar de mirarle, ella le cogió la mano. Su rostro y todo su cuerpo estaban inflamados de pasión.

—Takezō —le suplicó—. Te diré lo que siento al respecto más tarde, cuando haya tiempo, pero por favor, ¡no me dejes aquí sola! ¡Llévame contigo dondequiera que vayas!

—¡Pero no puedo!

Otsū le apretó la mano.

—Recuerda que, tanto si te gusta como si no, me quedo contigo. Si crees que seré un estorbo cuando intentes rescatar a Ogin, entonces iré a Himeji y esperaré allí.

—Muy bien, hazlo así —le dijo él de inmediato.

—Pero confiaré plenamente en que vengas a por mí. ¿Lo harás?

—Naturalmente.

—Estaré esperando en el puente Hanada, en las afueras de Himeji. Aguardaré allí, tanto si tardas cien días como un millar.

Takezō respondió con una leve inclinación de cabeza y se alejó sin más, apresurándose a lo largo de la estribación que conducía desde el puerto a las montañas lejanas. Otsū alzó la cabeza para verle hasta que su cuerpo se disolvió en el paisaje.

En el pueblo, el nieto de Osugi llegó precipitadamente a la casa solariega de Hon'iden, gritando:

—¡Abuela! ¡Abuela!

El chiquillo se limpió la nariz con el dorso de la mano, asomó la cabeza a la cocina y dijo, excitado:

—¿Me has oído, abuela? ¡Ha ocurrido algo terrible!

Osugi, que estaba ante el fogón, tratando de avivar el fuego con un soplillo de bambú, apenas le miró.

—¿A qué viene tanto escándalo?

—¿No lo sabes, abuela? ¡Takezō se ha escapado!

—¿Escapado? —dijo la anciana, dejando caer el soplillo en las llamas—. ¿De qué me estás hablando?

—Esta mañana no estaba en el árbol. La cuerda ha aparecido cortada.

—¡Ya sabes lo que te tengo dicho sobre las mentiras, Heita!

—Es la verdad, abuela, créeme. Todo el mundo habla de eso.

—¿Estás completamente seguro?

—Sí, señora. Y arriba, en el templo, están buscando a Otsū. También ella ha desaparecido. Todo el mundo corre de un lado a otro, lanzando gritos.

El efecto visible de la noticia fue pintoresco. El rostro de Osugi fue palideciendo a medida que las llamas del soplillo ardiente pasaban del rojo al azul y luego al violeta. Pronto sus mejillas parecieron haber perdido toda su sangre, hasta tal punto que Heita retrocedió asustado.

—¡Heita!

—¿Qué?

—Corre tan rápido como te lo permitan las piernas. Ve en busca de tu padre ahora mismo. Luego baja a la orilla del río y busca al tío Gon. ¡Date prisa! —A Osugi le temblaba la voz.

Antes de que Heita alcanzara el portal, llegó una multitud de aldeanos que hablaban en voces bajas y refunfuñaban. Entre ellos se encontraba el yerno de Osugi, el tío Gon, otros familiares y varios agricultores.

—Esa chica, Otsū, ha huido también, ¿no es cierto?

—¡Y Takuan tampoco está en ninguna parte!

—La verdad es que el asunto es bastante chistoso.

—¡No hay duda de que los tres han tramado esto!

—Me pregunto qué hará la anciana. ¡Está en juego el honor de su familia!

El yerno y el tío Gon, armados con lanzas heredadas de sus antepasados, miraban hacia la casa sin comprender. Antes de que pudieran hacer nada necesitaban orientación, por lo que permanecían allí sin moverse, inquietos, esperando que saliera Osugi y les diese órdenes.

—Abuela —gritó alguien finalmente—, ¿aún no te has enterado de la noticia?

—En seguida voy —replicó la anciana—. Quedaos ahí quietos y esperad.

Osugi se puso en seguida a la altura de las circunstancias.

Cuando comprendió que la terrible noticia debía ser cierta, le hirvió la sangre, pero logró dominarse lo suficiente para hincarse de rodillas ante el altar familiar. Tras elevar en silencio una plegaria de súplica, alzó la cabeza, abrió los ojos y se volvió. Calmosamente abrió las puertas del arca de las espadas, tiró de un cajón y sacó un arma preciada. Ya se había vestido con un atuendo apropiado para emprender la caza de un hombre, y entonces deslizó la corta espada en su obi y fue a la entrada, donde se ató con cuidado las correas de sus sandalias alrededor de los tobillos.

El temeroso silencio que la saludó cuando se aproximaba al portal evidenciaba que los hombres sabían por qué se había vestido de aquella manera. La testaruda anciana estaba decidida y más que dispuesta a vengar el insulto contra su casa.

—Todo saldrá bien —les aseguró con la voz entrecortada—. Yo misma perseguiré a esa picara desvergonzada y me encargaré de que reciba el castigo que merece. —Tras decir estas palabras, se calló y apretó los dientes.

La mujer avanzaba ya por el camino antes de que hablara uno de los recién llegados.

—Si la anciana va, nosotros también debemos ir.

Todos los familiares y agricultores arrendatarios se levantaron y caminaron detrás de su esforzada matriarca. Armándose sobre la marcha con palos, fueron directamente al puerto de montaña de Nakayama, sin hacer un solo alto para descansar. Llegaron poco antes del mediodía, y una vez allí descubrieron que era demasiado tarde.

—¡Les hemos permitido huir! —gritó un hombre. La muchedumbre hervía de cólera. Para aumentar su frustración, se les acercó un oficial fronterizo para informarles de que un grupo tan numeroso no podía pasar.

El tío Gon se adelantó y suplicó con vehemencia al oficial, diciéndole que Takezō era un criminal, Otsū una malvada y que Takuan estaba loco.

—Si ahora dejamos las cosas como están —le explicó—, mancharemos el nombre de nuestros antepasados. Nunca podremos levantar nuestras cabezas, seremos el hazmerreír del pueblo. Incluso podría ser que la familia Hon'iden tuviera que abandonar la región.

El oficial replicó que comprendía sus apuros pero no podía hacer nada por ayudarles. La ley es la ley. Quizá podría enviar una solicitud a Himeji y conseguirles un permiso especial para cruzar la frontera, pero eso llevaría tiempo.

Tras deliberar con sus familiares y agricultores, Osugi se acercó al oficial y le preguntó:

—En ese caso, ¿hay alguna razón por la que nosotros dos, yo misma y el tío Gon, no podamos seguir adelante?

—Está permitido el paso de hasta cinco personas.

Osugi hizo un gesto de asentimiento. Entonces, aunque parecía como si estuviera a punto de efectuar una conmovedora despedida, pidió muy flemática a sus seguidores que se agruparan en torno a ella. Ellos obedecieron y se quedaron mirando atentamente su boca de labios delgados y los dientes grandes y saltones. Cuando todos guardaban silencio, les habló así:

—No hay motivo para que estéis acongojados. Incluso antes de que partiéramos preví que sucedería algo así. Cuando me ceñí esta espada corta, una de las reliquias más preciadas de la familia Hon'iden, me arrodillé ante las tablillas conmemorativas de nuestros antepasados y me despedí formalmente de ellos. También hice dos promesas. Una es que alcanzaré y castigaré a la hembra descarada que ha manchado de barro nuestro nombre. La otra es que averiguaré, aunque muera en el empeño, si mi hijo Matahachi está vivo, y si lo está le traeré a casa para que siga llevando el nombre de la familia. He jurado que lo haré, aunque tenga que echarle una cuerda alrededor del cuello y traerle a rastras a casa. Mi hijo no sólo tiene obligaciones hacia mí y nuestros muertos, sino también hacia vosotros. Entonces buscará una esposa cien veces mejor que Otsū y borrará para siempre el recuerdo de su ignominia, de modo que los aldeanos vuelvan a reconocer nuestra casa como noble y honorable.

Mientras aplaudían y lanzaban vítores, un hombre emitió un sonido que parecía un gemido. Osugi miró fijamente a su yerno.

—Ahora el tío Gon y yo somos lo bastante viejos para retirarnos —siguió diciendo—. Ambos estamos de acuerdo en todo lo que he prometido hacer, y también él está resuelto a hacerlo, aunque eso signifique pasar dos o tres años sin hacer nada más, incluso si requiere que nos desplacemos a lo largo y ancho del país. Mientras esté ausente, mi yerno ocupará mi lugar como jefe de la casa. Debéis prometerme que durante ese tiempo trabajaréis con tanto ahínco como siempre. No quiero oír que cualquiera de vosotros ha descuidado a los gusanos de seda o dejado que crezcan los hierbajos en los campos. ¿Entendido?

El tío Gon tenía casi cincuenta años y Osugi era diez años mayor que él. Los reunidos parecían dudar de que debieran dejarlos ir solos, puesto que, con toda evidencia, tendrían todas las de perder si llegaban a dar con Takezō y se enfrentaban con él. Todos imaginaban que era un loco que les atacaría y mataría sólo por el olor de la sangre.

—¿No sería mejor que os llevaseis a tres hombres jóvenes con vosotros? —sugirió alguien—. El oficial ha dicho que pueden pasar cinco.

La anciana sacudió la cabeza con vehemencia.

—No necesito ninguna ayuda. Jamás la he necesitado y jamás la necesitaré. ¡Ja! ¡Todo el mundo cree que Takezō es fuerte, pero no me asusta! No es más que un mocoso, sin mucho más pelo encima que cuando era pequeño. Cierto que no estoy a su altura en fuerza física, pero no he perdido mi ingenio y todavía puedo burlar a uno o dos enemigos. Tampoco el tío Gon es todavía senil. Ya os he dicho lo que voy a hacer —añadió, señalándose la nariz con el dedo índice—, y voy a hacerlo. En cuanto a vosotros, no tenéis nada más que hacer que ir a casa, así que volved y cuidad de todo hasta nuestro regreso.

De esta manera los despidió, tras lo cual se encaminó a la barrera. Nadie intentó detenerla una vez más. Les gritaron adiós y contemplaron a la pareja que iniciaba su viaje hacia el este, por la ladera de la montaña.

—Desde luego, la vieja tiene redaños —observó alguien.

Otro hombre ahuecó las manos alrededor de la boca y gritó:

—Si enfermáis, enviad un mensajero al pueblo.

Un tercero les gritó solícitamente que se cuidaran.

Cuando ya no podían oír sus voces, Osugi se volvió al tío Gon.

—No tenemos por qué preocuparnos —le aseguró—. De todos modos vamos a morir antes que esos jóvenes.

—Tienes toda la razón —replicó él, convencido.

El tío Gon se ganaba la vida como cazador, pero en su juventud fue un samurai que participó, según contaba, en numerosas batallas sangrientas. Su piel seguía teniendo una saludable tonalidad rojiza y el cabello era tan negro como siempre. Se apellidaba Fuchikawa, mientras que Gon era una abreviatura de Gonroku, su nombre de pila. Como tío de Matahachi, era natural que le preocuparan y desconcertasen los recientes acontecimientos.

—Abuela.

—¿Qué?

—Has tenido la previsión de vestirte adecuadamente para el viaje, pero yo sólo llevo mi ropa de diario. Tendré que hacer un alto en algún sitio para procurarme sandalias y un sombrero.

—A mitad de camino colina abajo hay una casa de té.

—¡Ah, claro! Sí, la recuerdo. Se llama Casa de Té Mikazuki, ¿no es cierto? Seguro que ahí tendrán lo que necesito.

Cuando llegaron al establecimiento les sorprendió ver que el sol empezaba a ponerse. Habían creído que les quedaban más horas diurnas por delante, puesto que los días se alargaban con la proximidad del verano y ello suponía más tiempo para actuar en aquel primer día en persecución del honor familiar perdido.

Tomaron té y descansaron un poco. Entonces, cuando Osugi depositaba el importe de la consumición, observó:

—Takano está demasiado lejos para llegar allí esta noche. No tendremos más remedio que dormir en las colchonetas apestosas de esa posada de carreteros en Shingū, aunque pasarnos toda la noche en blanco podría ser mejor que eso.

—Ahora necesitamos el sueño más que nunca —dijo Gonroku, al tiempo que se ponía en pie y encasquetaba el sombrero de paja que acababa de comprarse—. Prosigamos la marcha..., pero espera un momento.

—¿Por qué?

—Quiero llenar de agua este tubo de bambú.

Dio la vuelta al edificio y sumergió el tubo en un límpido arroyo, hasta que las burbujas dejaron de subir a la superficie. Cuando regresaba al camino que pasaba por delante de la casa de té, miró por una ventana lateral al mortecino interior, y se detuvo en seco, sorprendido al ver una forma humana tendida en el suelo y cubierta con una estera de paja. Un olor medicinal impregnaba el aire. Gonroku no pudo verle el rostro, pero distinguió una larga cabellera negra desparramada en todas direcciones sobre la almohada.

—¡Date prisa, tío Gon! —gritó Osugi con impaciencia.

—Ya voy.

—¿Qué estabas haciendo?

—Parece ser que hay alguien enfermo ahí dentro —respondió el hombre, caminando tras ella como un perro sumiso.

—¿Qué tiene eso de raro? Es tan fácil distraerte como a un niño.

—Te pido perdón —se apresuró a decir él.

Estaba tan intimidado por Osugi como cualquiera de sus conocidos, pero sabía cómo tratarla mejor que nadie.

Descendieron por la pendiente bastante pronunciada que conducía a la carretera de Harima, la cual, recorrida a diario por caballos de carga procedentes de las minas de plata, estaba llena de baches.

—Cuidado, abuela, no vayas a caerte —le aconsejó Gon.

—¡Cómo te atreves a decirme tal cosa! Puedo caminar por esta carretera con los ojos cerrados. Eres tú quien ha de tener cuidado, viejo estúpido.

En aquel momento les saludó una voz a sus espaldas.

—Vaya, los dos estáis la mar de ágiles, ¿no es cierto?

Al volverse vieron al dueño de la casa de té montado a caballo.

—Ya lo creo. Acabamos de descansar en tu local, gracias. ¿Adonde te diriges?

—A Tatsuno.

—¿A estas horas?

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