Authors: Eiji Yoshikawa
Musashi no supo qué responder.
—No te molestaré, te lo prometo.
Él permaneció en silencio.
—De acuerdo, entonces. Espera aquí, volveré en un instante. Y me pondré furiosa si intentas marcharte sin mí. —Otsū echó a correr hacia la tiendecilla de recuerdos.
Musashi pensó en hacer caso omiso de todo aquello y correr también, en la dirección contraria. Pero a pesar de su voluntad de hacerlo, sus pies se resistían a moverse.
Otsū miró atrás y le gritó:
—¡Recuerda, no intentes escabullirte! —Sonrió, mostrando sus hoyuelos, y Musashi asintió sin darse cuenta.
Satisfecha por este gesto, la muchacha desapareció en el interior de la tienda.
Si tenía que escapar, aquélla era la ocasión. Su corazón se lo decía así, pero su cuerpo seguía maniatado por los bonitos hoyuelos de Otsū y su mirada suplicante. ¡Qué dulce era! Era indudable que nadie en el mundo, salvo su hermana, le amaba tanto. Y a él, por otra parte, no le desagradaba.
Contempló el cielo y el agua, se aferró con desesperación a la barandilla del pretil, turbado y confuso. Pronto minúsculos fragmentos de madera se desprendieron del puente y flotaron en la corriente.
Otsū reapareció en el puente con unas nuevas sandalias de paja, polainas amarillo claro y un gran sombrero de viaje atado bajo la barbilla con una cinta carmesí. Nunca había estado más bonita.
Pero Musashi no estaba a la vista.
La muchacha lanzó un grito de consternación y se echó a llorar. Entonces su mirada se posó en el lugar de la barandilla de donde habían caído las astillas de madera. Allí, grabado con la punta de una daga, estaba el mensaje claramente inscrito: «¡Perdóname! ¡Perdóname!».
Libro II
AGUA
La vida de hoy, que no puede conocer el mañana...
En el Japón de principios del siglo XVII, la conciencia de la naturaleza efímera de la vida era un rasgo habitual tanto entre las masas como en la élite. El famoso general Oda Nobunaga, que sentó las bases para la unificación del país llevada a cabo por Toyotomi Hideyoshi, resumió esa actitud en un breve poema:
Los cincuenta años del hombre
no son más que un sueño espectral
en su viaje a través de
las eternas transmigraciones.
Derrotado en una escaramuza con uno de sus propios generales, que le atacó obedeciendo a un súbito impulso de venganza, Nobunaga se suicidó en Kyoto, a los cuarenta y ocho años.
Unas dos décadas después, en 1605, las guerras incesantes entre los daimyōs casi habían terminado por completo, y Tokugawa Ieyasu gobernaba el país como shōgun desde hacía dos años. Los faroles brillaban en las calles de Kyoto y Osaka, como lo hicieran en los mejores días del shogunado Ashikaga, y la atmósfera imperante era alegre y festiva.
Pero pocos estaban seguros de que la paz sería duradera. Más de un siglo de contiendas civiles había influido en la visión de la vida que tenía la gente, de modo que sólo podían considerar la tranquilidad actual como frágil y efímera. La capital prosperaba, pero la tensión de no saber cuánto duraría aquella época floreciente aguzaba el apetito de diversiones de la gente.
Aunque seguía sujetando las riendas del poder, Ieyasu se había retirado oficialmente de la posición de shōgun. Seguía siendo lo bastante fuerte para controlar a los demás daimyōs y defender el derecho de la familia a ostentar el poder, pero había pasado su título a su tercer hijo, Hidetada. Se rumoreaba que el nuevo shōgun visitaría pronto Kyoto para presentar sus respetos al emperador, pero todo el mundo sabía que ese viaje al oeste no era más que una visita de cortesía. Su rival en potencia más importante, Toyotomi Hideyori, era hijo de Hideyoshi, el competente sucesor de Nobunaga. Hideyoshi hizo cuanto estuvo en su mano para asegurar que el poder permaneciera en el seno de los Toyotomi hasta que Hideyori fuese lo bastante mayor para ejercerlo, pero el vencedor en Sekigahara fue Ieyasu.
Hideyori residía aún en el castillo de Osaka, y aunque Ieyasu, en vez de haber acabado con él, le permitía disfrutar de unos sustanciosos ingresos anuales, era consciente de que Osaka constituía una gran amenaza como posible centro de resistencia. Muchos señores feudales también lo sabían y hacían apuestas compensatorias, relacionándose por igual con Hideyori y el shōgun. Se decía con frecuencia que el primero tenía suficientes castillos y oro para contratar, si lo deseaba, a todos los rōnin, o samuráis sin señor, del país.
Las especulaciones ociosas sobre el futuro político del país constituían el grueso de los chismorreos en Kyoto.
—La guerra ha de estallar más tarde o más temprano.
—Es sólo cuestión de tiempo.
—Esos faroles de las calles podrían apagarse mañana.
—No vale la pena preocuparse por ello. Lo que haya de ocurrir, ocurrirá.
—¡Gocemos mientras podamos!
La bulliciosa vida nocturna y los florecientes barrios de placer eran pruebas tangibles de que gran parte de la población estaba haciendo precisamente eso.
Entre quienes cedían a esa inclinación figuraba un grupo de samuráis que ahora doblaban una esquina de la avenida Shijō. Avanzaban junto a un largo muro de yeso blanco que conducía a un impresionante portal con un tejado imponente. Una placa de madera ennegrecida por el tiempo anunciaba en una escritura apenas legible: «Yoshioka Kempō de Kyoto. Instructor militar de los shogunes Ashikaga».
Los ocho jóvenes samuráis daban la impresión de haberse pasado el día entero practicando la esgrima sin descanso. Algunos llevaban espadas de madera además de las dos de acero acostumbradas, y otros llevaban lanzas. Parecían pendencieros, la clase de hombres que serían los primeros en verter sangre en cuanto estallara un conflicto armado. Sus semblantes eran tan duros como la piedra y sus miradas amenazantes, como si siempre estuvieran al borde de un acceso de cólera.
—¿Adonde vamos esta noche, joven maestro? —preguntaron al hombre a quien rodeaban.
—A cualquier parte menos al lugar donde estuvimos anoche —replicó el maestro gravemente.
—¿Por qué? ¡Todas aquellas mujeres estaban interesadas por ti! Apenas nos miraron a los demás.
—Puede que tenga razón —intervino otro hombre—. ¿Por qué no buscamos un sitio nuevo, donde nadie conozca al joven maestro ni a ninguno de nosotros?
Gritando y discutiendo unos con otros, parecía que no existiera nada más importante para ellos que saber dónde iban a beber y acostarse con prostitutas.
Llegaron a una zona bien iluminada a orillas del río Kamo. Durante años la tierra había estado abandonada y llena de hierbajos, verdadero símbolo de la desolación en tiempo de guerra, pero con la llegada de la paz su valor había subido vertiginosamente. Diseminadas sin orden ni concierto había casas endebles, con cortinas de color rojo y amarillo claro en las puertas, donde las prostitutas llevaban a cabo su oficio. Muchachas de la provincia de Tamba, con las caras descuidadamente cubiertas de polvo blanco, silbaban a los posibles clientes. Mujeres desdichadas, que habían sido compradas en grupo, como si fuesen rebaños, tocaban sus shamisenes, un nuevo instrumento popular, mientras entonaban canciones picantes y reían entre ellas.
El joven maestro se llamaba Yoshioka Seijūrō, era alto e iba vestido con un kimono marrón oscuro. Poco después de que entraran en el distrito de los burdeles, miró atrás y dijo a uno de su grupo:
—Cómprame un sombrero de junco, Tōji.
—Supongo que quieres uno de esos que ocultan la cara.
—Sí.
—Aquí no lo necesitas, ¿no crees? —replicó Gion Tōji.
—¡No te lo habría pedido si no lo necesitara! —respondió Seijūrō con impaciencia—. No me gusta que la gente vea al hijo de Yoshioka Kempō paseando por un sitio como éste.
Tōji se echó a reír.
—Pero precisamente ese sombrero llama la atención. Todas las mujeres de aquí sabrán que si te ocultas el rostro bajo un sombrero debes de ser de buena familia y probablemente rica. Naturalmente, hay otras razones por las que no te dejarán en paz, pero ésa es una de ellas.
Como de costumbre, Tōji se burlaba de su maestro y le halagaba al mismo tiempo. Se volvió y ordenó a uno de los hombres que fuese en busca del sombrero, y esperó a que regresara entre los faroles y los juerguistas. Una vez cumplido el encargo, Seijūrō se puso el sombrero y empezó a sentirse más relajado.
—Con ese sombrero —comentó Tōji—, pareces más que nunca un ciudadano elegante. —Volviéndose a los otros, prosiguió indirectamente con su halago—. Mirad, todas las mujeres se asoman a sus puertas para mirarle.
Dejando de lado el servilismo de Tōji, Seijūrō era realmente apuesto. Con dos vainas brillantemente pulidas colgadas de un costado, tenía la dignidad y la clase que cabía esperar del hijo de una familia acomodada. Ningún sombrero de paja podría impedir que las mujeres le llamaran al pasar.
—¡Eh, tú, guapo! ¿Por qué escondes la cara debajo de ese estúpido sombrero?
—¡Anda, ven aquí! Quiero ver lo que hay ahí debajo.
—Vamos, no seas tímido, échanos una miradita.
Seijūrō reaccionaba a estas insinuaciones. Aún hacía poco que Tōji le había persuadido por primera vez para que acudiera al distrito, y todavía le azoraba que le vieran allí. Era el hijo mayor del famoso espadachín Yoshioka Kempō y nunca le había faltado dinero, pero hasta muy recientemente había permanecido al margen de los aspectos más vulgares de la vida. La atención que llamaba allí le aceleraba el pulso. Aún se sentía lo bastante avergonzado para ocultarse, aunque como hijo mimado de un hombre rico siempre había sido más bien farolero. Los halagos de su séquito, no menos que la coquetería de las mujeres, reforzaban su amor propio y eran como un dulce veneno.
—¡Vaya, si es el maestro de la avenida Shijō! —exclamó una de las mujeres—. ¿Por qué ocultas la cara? Así no engañas a nadie.
—¿Cómo sabe esa mujer quién soy? —refunfuñó Seijūrō, dirigiéndose a Tōji y fingiendo estar ofendido.
—Eso es fácil —respondió la mujer antes de que Tōji pudiera abrir la boca—. Todo el mundo sabe que a la gente de la escuela Yoshioka le gusta usar ese color marrón oscuro. Se le llama el «tinte Yoshioka», ¿sabes?, y es muy popular por aquí.
—Eso es cierto pero, como dices, mucha gente lo usa.
—Sí, pero no llevan un blasón con tres círculos en su kimono.
Seijūrō se miró la manga.
—Debo ser más cuidadoso —dijo mientras una mano se deslizaba desde detrás de la celosía y le aferraba la prenda.
—Vaya, vaya —dijo Tōji—. Se ocultó el rostro pero no el blasón. Sin duda quería que le reconocieran. No creo que ahora podamos negarnos a entrar ahí.
—Haced lo que queráis —dijo Seijūrō, incómodo al parecer—, pero que esta mujer me suelte la manga.
—Suéltale, mujer —bramó Tōji—. ¡Dice que vamos a entrar!
Los estudiantes cruzaron la cortina del local. La decoración de la sala en la que entraron era de muy mal gusto, con unas pinturas tan vulgares y unas flores tan mal arregladas que a Seijūrō le resultaba difícil no sentirse incómodo. Sin embargo, los demás hicieron caso omiso de la pobreza de su entorno.
—¡Traed el sake! —ordenó Tōji, y pidió también un surtido de golosinas.
Cuando llegó la comida, Ueda Ryōhei, que estaba a la altura de Tōji en el manejo de la espada, gritó:
—¡Traed a las mujeres! —Dio la orden exactamente con el mismo tono áspero con que Tōji había encargado la comida y el sake.
—¡Eh, el viejo Ueda dice que traigáis a las mujeres! —corearon los otros, imitando la voz de Ryōhei.
—No me gusta que me llamen viejo —dijo Ryōhei con el ceño fruncido—. Es cierto que llevo en la escuela más tiempo que cualquiera de vosotros, pero no encontraréis un solo pelo gris en mi cabeza.
—Probablemente te lo tiñes.
—¡Quienquiera que haya dicho eso que se adelante y beba una taza como castigo!
—Demasiada molestia. ¡Lánzala aquí!
La taza de sake surcó el aire.
—¡Ahí va el pago! —Y otra taza de té cruzó volando la estancia.
—¡Eh, que alguien baile!
—¡Baila tú, Ryōhei! —dijo Seijūrō—. ¡Baila y muéstranos lo joven que eres!
—Estoy dispuesto, señor. ¡Mirad!
Fue al ángulo de la terraza, se ató el delantal rojo de una sirvienta alrededor de la cabeza, colocó una flor de ciruelo en el nudo y cogió una escoba.
—¡Eh, mirad! ¡Va a bailar la danza de la doncella Hida!
¡Oigamos también la canción, Tōji!
Invitó a todos a participar, y empezaron a golpear rítmicamente los platos con sus palillos, mientras uno de ellos hacía sonar las tenazas del carbón contra el borde del brasero.
Al otro lado de la valla de bambú, la valla de bambú, la valla de bambú,
avisté un kimono de largas mangas.
Un kimono de mangas largas en la nieve...
Los aplausos estallaron después del primer verso. Tōji hizo una reverencia y las mujeres reanudaron la canción en el punto en que él había terminado, acompañándose con el shamisen.
La muchacha que vi ayer
no está hoy aquí.
La muchacha que veo hoy
no estará aquí mañana.
No sé qué traerá el mañana,
quiero amarla hoy.
En un rincón, un estudiante ofreció un enorme cuenco de sake a un camarada y le dijo:
—Oye, ¿por qué no te bebes esto de un solo trago?
—No, gracias.
—¿No, gracias? ¿Te consideras un samurai y ni siquiera puedes beberte esto?