Authors: Eiji Yoshikawa
—¡La maldita puerca! —exclamó, resentido y lleno de sanguinarios pensamientos.
Entonces, inesperadamente, tuvo un doloroso recuerdo de Otsū. A medida que iban sumándose los días y los meses de su separación, por fin él había llegado a comprender la pureza y la abnegación de aquella muchacha que había prometido esperarle. Si creyera que ella podría perdonarle, de buen grado se habría inclinado y alzado las manos en gesto de súplica. Pero había roto con Otsū, abandonándola de tal manera que le sería imposible enfrentarse de nuevo a ella.
«Y todo por culpa de esa mujer», pensó, entristecido.
Ahora que era demasiado tarde, lo veía todo con claridad. Nunca debió permitir que Okō se enterase de la existencia de Otsū. La primera vez que aquélla oyó hablar de la muchacha, sonrió levemente y fingió que no le importaba en absoluto, pero lo cierto era que le habían consumido los celos. Luego, cada vez que se peleaban, ella sacaba a relucir el tema e insistía en que escribiera una carta rompiendo su compromiso. Y cuando él cedió por fin y lo hizo, Okō tuvo el descaro de incluir una nota escrita en su caligrafía evidentemente femenina, y fue tan insensible que envió la misiva por medio de un mensajero anónimo.
—¿Qué pensará Otsū de mí? —gimió Matahachi lleno de pesar.
La imagen de su cara inocente e infantil apareció en su mente, una cara llena de reproches. Una vez más vio las montañas y el río de Mimasaka. Sintió deseos de llamar a su madre y sus familiares, que habían sido tan buenos con él. Ahora le parecía incluso que el suelo de la región era cálido y consolador.
—¡Jamás podré volver a casa! —se dijo—. Lo desperdicié todo por..., por... —Enfurecido de nuevo, sacó las ropas de Okō de los cajones, las desgarró y esparció los jirones por toda la casa.
Poco a poco tuvo conciencia de que alguien llamaba desde la puerta delantera.
—Perdona —dijo la voz—. Soy de la escuela Yoshioka. ¿Están aquí el joven maestro y Tōji?
—¿Cómo voy a saberlo? —replicó Matahachi bruscamente.
—¡Tiene que estar aquí! Sé que es descortés molestarles cuando están divirtiéndose, pero ha sucedido algo de gran importancia que afecta al buen nombre de la familia Yoshioka.
—¡Vete! ¡No me fastidies!
—Por favor, ¿no puedes darles por lo menos un mensaje? Diles que un espadachín llamado Miyamoto Musashi se ha presentado en la escuela y que..., bueno, ninguno de nosotros puede quedar por encima de él. Está esperando a que regrese el joven maestro..., se niega a moverse hasta que haya tenido oportunidad de enfrentarse a él. ¡Por favor, dile que vuelva en seguida!
—¿Miyamoto? ¿Miyamoto?
Aquél fue un día de vergüenza inolvidable para la escuela Yoshioka. Nunca hasta entonces aquel prestigioso centro de las artes marciales había sufrido una humillación tan completa.
Los fervorosos discípulos estaban abatidos, con las caras largas y los puños apretados, reflejo de su congoja y frustración. Un grupo numeroso se encontraba en la antesala con suelo de madera, y había grupos más reducidos en las habitaciones laterales. Oscurecía ya, cuando de ordinario estarían camino de casa o disponiéndose a beber, pero ninguno daba señal alguna de marcharse. Sólo el ruido de la puerta principal rompía de vez en cuando el fúnebre silencio.
—¿Es él?
—¿Ha regresado el joven maestro?
—No, todavía no —dijo un hombre que había pasado la mitad de la tarde apoyado desconsoladamente en una columna de la entrada.
Cada vez que eso sucedía los hombres volvían a sumirse en su cenagal de pesadumbre. Chascaban la lengua, consternados, y patéticas lágrimas brillaban en sus ojos.
El doctor salió de una habitación trasera y se dirigió al hombre de la entrada.
—Tengo entendido que Seijūrō no está aquí. ¿No sabes dónde se encuentra?
—No. Los hombres están buscándole. Probablemente no tardará en volver.
El doctor se aclaró la garganta y se marchó.
Delante de la escuela, la vela en el altar del santuario de Hachiman estaba rodeada por un halo siniestro.
Nadie habría negado que el fundador y primer maestro, Yoshioka Kempō, era un hombre mucho más brillante que Seijūrō o su hermano menor. Kempō empezó siendo un mero comerciante, un tintorero, pero la interminable repetición de los ritmos y movimientos necesarios para evitar que el tinte se convierta en un engrudo le hizo concebir una nueva manera de manejar la espada corta. Tras aprender el uso de la alabarda, que le enseñó uno de los más hábiles sacerdotes-guerreros de Kurama, y luego estudiar el estilo de esgrima Kyōhachi, creó un estilo totalmente personal. Posteriormente su técnica con la espada corta fue adoptada por los shogunes Ashikaga, los cuales le llamaron para que fuese su preceptor oficial. Kempō fue un gran maestro, un hombre cuya sabiduría estaba a la altura de su habilidad.
Aunque los hijos de Kempō, Seijūrō y Denshichirō, habían recibido un adiestramiento tan riguroso como el de su padre, fueron los herederos de una riqueza y una fama considerables, lo cual, en opinión de algunos, había sido la causa de su debilidad. Por costumbre la gente se dirigía a Seijūrō llamándole «joven maestro», pero en realidad no había alcanzado el nivel de habilidad que habría atraído a muchos seguidores. Los alumnos acudían a la escuela porque, bajo la dirección de Kempō, el estilo de lucha Yoshioka había alcanzado tanta fama que sólo lograr el ingreso significaba ser reconocido por la sociedad como un hábil guerrero.
Después de la caída del shogunado Ashikaga, tres décadas antes, la casa de Yoshioka había dejado de recibir una subvención oficial, pero en vida del frugal Kempō había acumulado gradualmente una gran fortuna. Además, tenía aquel gran establecimiento en la avenida Shijō, con más alumnos que cualquier otra escuela de Kyoto, que era con mucho la ciudad más grande del país. Pero lo cierto era que la posición de la escuela en el nivel superior del mundo de la esgrima era más aparente que real.
En el exterior de aquellos grandes muros blancos el mundo había cambiado más de lo que la mayoría de quienes vivían dentro se daba cuenta. Durante años se habían dedicado a la jactancia, la gandulería y el juego, sin adaptarse a los cambios de los tiempos. Aquel día, su vergonzosa derrota en el enfrentamiento con un desconocido espadachín rural les había abierto los ojos.
Poco antes del mediodía, uno de los sirvientes entró en el dōjō y dijo que un hombre que decía llamarse Musashi estaba en la puerta y solicitaba que le admitieran. Cuando le preguntaron de qué clase de individuo se trataba, les respondió que era un rōnin, natural de Miyamoto, en Mimasaka, tenía veintiuno o veintidós años, medía unos seis pies de altura y parecía bastante lerdo. Su cabello, que no se peinaba por lo menos desde hacía un año, estaba atado descuidadamente en la nuca y era una greña rojiza, y sus ropas estaban tan sucias que no se sabía si eran negras o marrones, sencillas u ornadas. Aunque el sirviente admitía que podría equivocarse, creía haber percibido que aquel hombre olía. Llevaba a la espalda uno de esos sacos de cuero a los que la gente llamaba bolsas de estudio de los guerreros, lo cual probablemente significaba que era un shugyōsha, uno de los samuráis, tan numerosos en aquella época, que deambulaba sin rumbo y dedicaba todos los instantes de su vida despierta al estudio de la esgrima. No obstante, la impresión general del sirviente era que aquel Musashi estaba claramente fuera de lugar en la escuela Yoshioka.
Si el hombre se hubiera limitado a pedir una comida, no habría habido ningún problema, pero cuando el grupo oyó que el rústico intruso estaba en el gran portal para desafiar en combate al famoso Yoshioka Seijūrō, las risas fueron estrepitosas, Algunos se mostraron partidarios de echarle sin más, mientras otros decían que primero deberían averiguar qué estilo empleaba y el nombre de su maestro.
El sirviente, tan divertido como los demás, salió y poco después regresó para informar que el visitante aprendió en su infancia el manejo de la porra, que le enseñó su padre, y más tarde aprendió lo que pudo de los guerreros que estaban de paso en el pueblo. Se marchó de casa a los diecisiete años y, por razones personales, pasó los tres años siguientes dedicado al estudio. Todo el año anterior lo había pasado en las montañas, con los árboles y los espíritus de los montes como únicos maestros. En consecuencia, no podía decir que siguiera un estilo o a un maestro determinados. Pero en el futuro confiaba en aprender las enseñanzas de Kiichi Hōgen y dominar la esencia del estilo Kyōhachi. Emularía al gran Yoshioka Kempō creando un estilo propio, al que ya había decidido llamar estilo Miyamoto. A pesar de sus muchos defectos, ésa era una meta hacia la que se proponía trabajar con todo su corazón y su alma.
El sirviente concedía que había sido una respuesta sincera y sin afectación, pero el hombre tenía acento rural y tartamudeaba casi a cada palabra. El sirviente satisfizo a sus oyentes ofreciéndoles una imitación, provocando de nuevo grandes risotadas.
El recién llegado no debía de estar en su sano juicio. Proclamar que cifraba su meta en crear un estilo propio era pura locura. A modo de ilustración para el patán, los estudiantes enviaron de nuevo al sirviente, esta vez para preguntarle si había nombrado a alguien para que recuperase su cadáver después del encuentro. A lo cual respondió Musashi:
—Si por azar muriese, poco importa que abandonéis mi cuerpo en la montaña Toribe o lo arrojéis al río Kamo con la basura. En cualquier caso, prometo que no os lo echaré en cara.
El sirviente dijo que esta vez la respuesta de Musashi había sido muy clara, sin rastro de la torpeza de sus respuestas anteriores.
Tras un momento de vacilación, alguien dijo:
—¡Hazle pasar!
Así fue cómo empezó todo. Los discípulos pensaron que herirían un poco al recién llegado y luego le echarían de allí. Pero en el primer encuentro el derrotado fue el campeón de la escuela, que recibió un golpe brutal en el brazo. La muñeca quedó desprendida y unida al antebrazo tan sólo por un trozo de piel.
Uno tras otro los demás aceptaron el desafío del desconocido, y uno tras otro sufrieron una derrota ignominiosa. Varios resultaron gravemente heridos, y la espada de madera de Musashi goteaba sangre. Tras la tercera derrota, el estado de ánimo de los discípulos dio un vuelco total y se volvió sanguinario. Aunque todos sucumbieran en el empeño, no permitirían que aquel bárbaro loco saliera con vida, llevándose consigo el honor de la escuela Yoshioka.
El mismo Musashi puso fin al derramamiento de sangre. Puesto que su desafío había sido aceptado, la conciencia no le remordía por las bajas, pero anunció:
—No tiene sentido continuar hasta que regrese Seijūrō.
Se negó a seguir luchando. Como no había ninguna alternativa, a petición propia le llevaron a una habitación para que aguardase. Sólo entonces uno de los hombres recuperó la sensatez y llamó al médico.
Poco después de que el doctor se marchara, las voces que gritaban los nombres de dos de los heridos hicieron ir a una docena de hombres a la habitación del fondo. Rodearon a los dos samuráis incrédulos y pasmados, pálidos y respirando irregularmente. Ambos estaban muertos.
Se oyeron pisadas apresuradas a través del dōjō y en la habitación de los muertos. Los estudiantes hicieron paso a Seijūrō y Tōji, ambos tan pálidos como si hubieran acabado de salir de una catarata de agua helada.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Tōji—. ¿Qué significa todo esto? —Su tono era malhumorado, como de costumbre.
Un samurai de rostro sombrío que estaba arrodillado junto a la almohada de uno de sus compañeros muertos fijó en Tōji su mirada acusadora y le dijo:
—Eres tú quien debería explicar lo que ocurre. Eres tú quien se lleva de juerga al joven maestro. ¡Pues bien, esta vez has ido demasiado lejos!
—¡Frena la lengua o te la corto!
—¡Cuando vivía el maestro Kempō no pasaba un solo día sin que estuviera presente en el dōjō!
—¿Y qué? El joven maestro quería divertirse un poco, así que fuimos al Kabuki. ¿Qué pretendes al hablar de esa manera delante de él? ¿Quién te crees que eres?
—¿Es que tiene que pasarse toda la noche fuera para ver el Kabuki? ¡El maestro Kempō debe de estar retorciéndose en su tumba!
—¡Basta ya! —gritó Tōji, abalanzándose contra el hombre.
Mientras los demás trataban de separar y calmar a los dos, una voz que traslucía el dolor por las pérdidas sufridas se impuso ligeramente al ruido de la refriega.
—Si el joven maestro ha vuelto, es hora de que dejemos de reñir. A él corresponde recuperar el honor de la escuela. Ese rōnin no puede salir vivo de aquí.
Varios de los heridos gritaban y golpeaban el suelo. Su agitación era una elocuente reprimenda a quienes no se habían enfrentado a la espada de Musashi.
Para los samurai de la época, lo más importante en el mundo era el honor. Como clase, prácticamente competían entre ellos para ver quién sería el primero en morir por el honor. Hasta hacía muy poco, el gobierno había estado demasiado ocupado con las guerras para poder trazar un sistema administrativo adecuado en un país en paz, e incluso Kyoto estaba gobernada tan sólo por una serie de regulaciones imprecisas y provisionales. No obstante, el hincapié que hacía la clase guerrera en el honor personal era respetado igualmente por campesinos y ciudadanos, y jugaba un papel en el mantenimiento de la paz. Un consenso general sobre lo que era y lo que no era una conducta honorable posibilitaba que la gente se gobernara a sí misma incluso en ausencia de unas leyes adecuadas.
Aunque los hombres de la escuela Yoshioka fuesen incultos, no eran en modo alguno unos degenerados sin vergüenza. Cuando, tras la conmoción inicial de la derrota volvieron a la normalidad, en lo que pensaron primero fue en el honor. El honor de su escuela, el de su maestro, su propio honor personal.
Dejando de lado sus animosidades personales, un nutrido grupo se reunió alrededor de Seijūrō para discutir lo que debían hacer. Por desgracia, precisamente aquel día Seijūrō carecía por completo de espíritu de lucha. Cuando debería estar en posesión de todas sus facultades, tenía resaca y se sentía débil y exhausto.
—¿Dónde está el hombre? —preguntó, mientras se ataba las mangas del kimono con una correa de cuero.
—Está en el pequeño cuarto junto a la sala de recepción —le dijo un estudiante, señalando al otro lado del jardín.
—¡Llámale! —ordenó Seijūrō, con la boca seca a causa de la tensión.