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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (25 page)

BOOK: Musashi
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No había ninguna luz en la habitación y Tōji puso con naturalidad la mano en el hombro de Okō. En aquel momento se oyó un fuerte ruido en la habitación del fondo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Tōji—. ¿Tienes otros clientes?

Okō asintió en silencio, y entonces le aplicó a la oreja sus labios húmedos y susurró: «Más tarde». Tratando de parecer despreocupados, los dos regresaron a la habitación de Seijūrō, donde encontraron a éste solo y profundamente dormido.

Tōji fue a la habitación contigua y se tendió en el jergón. Yació allí, tamborileando con los dedos en el tatami mientras esperaba a Okō. Pero ella no se presentó. Finalmente el sueño rindió a Tōji. Se despertó a la mañana siguiente muy tarde, con una expresión de resentimiento en la cara.

Seijūrō ya se había levantado y estaba bebiendo de nuevo en la habitación que daba al río. Pero Okō y Akemi parecían radiantes y alegres, como si se hubieran olvidado de la noche anterior. Intentaban conseguir de Seijūrō que les hiciera alguna promesa.

—Entonces ¿nos llevarás?

—De acuerdo, iremos. Preparad unas cajas de comida y traed sake.

Estaban hablando del Okuni Kabuki, que se representaba en la avenida Shijō, a orillas del río. Se trataba de una nueva clase de danza con letra y música que estaba de moda en la capital. La había inventado una doncella llamada Okuni, perteneciente al santuario de Izumo, y su popularidad ya había inspirado muchas imitaciones. En la concurrida zona a lo largo del río había hileras de tarimas en las que grupos de mujeres competían por atraer al público, cada uno tratando de conseguir cierta individualidad mediante la adición de danzas y canciones provinciales a su repertorio. La mayoría de las actrices habían empezado como mujeres de la noche, pero ahora que se dedicaban a la escena eran requeridas para que actuaran en algunas de las mansiones más importantes de la capital. Muchas de ellas adoptaban nombres masculinos, vestían prendas de hombre y representaban emocionantes papeles de valientes guerreros.

Seijūrō siguió sentado, mirando al exterior a través de la puerta abierta. Bajo el pequeño puente de la avenida Sanjó, unas lavanderas trabajaban en la orilla del río. Por encima del puente pasaban jinetes en una y otra dirección.

—¿Todavía no están preparadas esas dos? —preguntó irritado. Ya era más del mediodía. Perezoso a causa de la bebida y cansado de esperar, ya no tenía ganas de ir al Kabuki.

En cuanto a Tōji, todavía molesto por lo ocurrido la noche anterior, no estaba animado como de costumbre.

—Es divertido salir con mujeres —rezongó—, pero ¿por qué será que cuando estás dispuesto a marcharte de repente empiezan a preocuparse por si su peinado está bien o su obi recto? ¡Qué fastidio!

Seijūrō pensó en su escuela. Le pareció oír el sonido de las espadas de madera y el entrechocar de las astas de lanza. ¿Qué dirían sus alumnos acerca de su ausencia? Sin duda su hermano menor, Denshichirō, exteriorizaba su desaprobación chascando la lengua.

—Oye, Tōji, la verdad es que no tengo ganas de llevarlas al Kabuki. Volvamos a casa.

—¿Después de que ya se lo has prometido?

—Bueno...

—¡Estaban tan entusiasmadas! Se pondrán furiosas si nos desdecimos. Iré a darles prisa.

Cuando recorría el pasillo, Tōji miró el interior de una habitación donde estaban esparcidas las ropas de las mujeres, y le sorprendió no ver a ninguna de las dos.

—¿Dónde pueden haber ido? —se preguntó en voz alta.

Tampoco estaban en la habitación contigua. Más allá había otra estancia pequeña y oscura, a la que no llegaba el sol y olía a cerrado y ropas de cama. Tōji abrió la puerta y le saludó un rugido airado:

—¿Quién está ahí?

Tōji retrocedió un paso y escudriñó el interior del oscuro cubículo. El suelo estaba cubierto de viejas y deshilachadas esteras, y en general era un cuarto tan distinto de las agradables habitaciones delanteras como la noche del día. Espatarrado en el suelo, con la empuñadura de una espada colocada descuidadamente sobre su vientre, había un desaliñado samurai cuyas ropas y aspecto en conjunto eran los de aquellos rōnin a los que con frecuencia se veía deambular sin rumbo por calles y caminos apartados. Las sucias plantas de sus pies miraban a Tōji a la cara. No hizo esfuerzo alguno por levantarse y se quedó allí tendido, sumido en el estupor.

—Oh, lo siento —dijo Tōji—. No sabía que aquí había un huésped.

—¡No soy un huésped! —gritó el hombre hacia el techo.

Hedía a sake, y aunque Tōji no tenía idea de quién era, estaba seguro de que no deseaba tener nada más que ver con él.

—Siento haberte molestado —se apresuró a decirle, y dio media vuelta dispuesto a marcharse.

—¡Un momento! —gritó el hombre ásperamente, incorporándose un poco—. ¡Cierra la puerta antes de irte!

Sorprendido por su rudeza, Tōji hizo lo que le pedía y se marchó.

Casi de inmediato, Tōji fue sustituido por Okō. Iba muy acicalada y con toda evidencia trataba de parecer una gran dama. Como si se dirigiera a un niño, dijo a Matahachi:

—¿Quieres decirme a qué viene tanto enfado?

Akemi, que estaba detrás de su madre, le preguntó:

—¿Por qué no vienes con nosotras?

—¿Adonde?

—A ver el Okuni Kabuki.

Matahachi torció la boca con un gesto de repugnancia.

—¿Qué marido se dejaría ver en compañía de un hombre que persigue a su esposa? —preguntó rencorosamente.

Okō sintió como si le hubieran arrojado agua fría a la cara. La cólera abrillantó sus ojos y replicó:

—¿De qué estás hablando? ¿Insinúas acaso que hay algo entre Tōji y yo?

—¿Quién ha dicho que hubiera algo?

—Tú acabas de decirlo.

Matahachi no respondió.

—¡Y te consideras todo un hombre! —Aunque le dijo estas palabras con desprecio, Matahachi mantuvo un hosco silencio—. ¡Me enfermas! ¡Siempre te pones celoso por nada! Vamos, Akemi. No perdamos el tiempo con este loco.

Matahachi le agarró la falda.

—¿Quién eres tú para llamarme loco? ¿Qué pretendes hablando a tu marido de esa manera?

Okō se zafó de él.

—¿Y por qué no? —le dijo cruelmente—. Si eres un marido, ¿por qué no actúas como tal? ¿Quién crees que te alimenta, gandul inútil?

—¡Cuidado con lo que dices!

—Apenas has ganado nada desde que salimos de la provincia de Ōmi. Has vivido a mi costa, bebiendo sake y haraganeando. ¿De qué te quejas?

—¡Te dije que iría a trabajar! Te dije que incluso levantaría piedras para la muralla del castillo. Pero eso no era válido para ti. Dices que no puedes comer esto, no puedes llevar aquello, no puedes vivir en una sucia casita... Las cosas que no puedes soportar son interminables. Así que en vez de dejarme hacer un trabajo honrado, tuviste que abrir esta asquerosa casa de té. Pues bien, ¡basta ya, te digo que basta! —gritó, echándose a temblar.

—¿Basta de qué?

—Basta de llevar este negocio.

—Y en ese caso, ¿qué comeríamos mañana?

—Puedo ganar lo suficiente para mantenernos los tres, incluso levantando piedras.

—Si estás tan deseoso de acarrear piedras o serrar madera, ¿por qué no te marchas? Vamos, sé un peón, cualquier cosa, pero si haces eso, ¡puedes vivir solo! Tu problema es que eres un patán de nacimiento y siempre serás un patán. ¡Deberías haberte quedado en Mimasaka! Créeme, no te suplico que te quedes. ¡Eres libre de marcharte cuando quieras!

Mientras Matahachi se esforzaba por retener sus lágrimas de ira, Okō y Akemi le dieron la espalda, pero incluso después de que se hubieran perdido de vista, él siguió contemplando el marco de la puerta vacío. Cuando Okō le escondió en su casa cerca del monte Ibuki, él pensó que había tenido suerte al encontrar a alguien que le quería y cuidaba. Ahora, sin embargo, sentía que habría preferido ser capturado por el enemigo. Al fin y al cabo, ¿qué era mejor? ¿Ser un prisionero o convertirse en el juguete de una viuda veleidosa y dejar de ser un auténtico hombre? ¿Era peor languidecer en la prisión que sufrir allí, en la oscuridad, siendo objeto constante del desdén de una arpía? Había puesto grandes esperanzas en el futuro, y sin embargo había permitido que aquella suripanta, con su cara empolvada y su sexo lascivo, le hiciera bajar hasta su nivel.

—¡La muy zorra! —exclamó Matahachi, estremecido de cólera—. ¡La asquerosa zorra!

Las lágrimas subían desde el fondo de su corazón. Se preguntó una y otra vez por qué no había regresado a Miyamoto, por qué no había vuelto al lado de Otsū. Su madre estaba en Miyamoto, al igual que su hermana, el marido de ésta y el tío Gon. Todos habían sido muy buenos con él.

Pensó que también hoy sonaría la campana del Shippōji, como todos los días, y las aguas del río Aida fluirían como de costumbre, las flores crecerían en las orillas y los pájaros anunciarían la llegada de la primavera.

—¡Qué necio soy! ¡Qué loco y estúpido necio! —Matahachi se golpeó la cabeza con los puños.

En el exterior, madre, hija y los dos huéspedes que habían pasado la noche en su casa recorrían la calle charlando animadamente.

—Parece como si estuviéramos en primavera.

—Así debe ser. Casi estamos en el tercer mes.

—Dicen que el shōgun vendrá pronto a la capital. En ese caso, vosotras dos ganaréis un montón de dinero, ¿eh?

—Oh, no, estoy segura de que no será así.

—¿Por qué? ¿Es que a los samuráis de Edo no les gusta divertirse?

—Son demasiado groseros...

—Madre, ¿no es ésa la música del Kabuki? Oigo las campanas, y también una flauta.

—¡Escuchad a la niña! Es siempre así. ¡Cree que ya está en el teatro!

—Pero lo oigo, madre.

—No importa. Anda, llévale el sombrero al joven maestro.

Las pisadas y voces se internaron en el Yomogi. Matahachi, con los ojos todavía enrojecidos por el furor, echó un vistazo por la ventana a las dos parejas que se alejaban. La situación le pareció tan humillante que volvió a dejarse caer sobre el tatami en la habitación oscura, maldiciéndose.

—¿Qué estás haciendo aquí? —se interpeló a sí mismo—. ¿Es que no tienes orgullo? ¿Cómo puedes permitir que las cosas sigan de esta manera? ¡Idiota! ¡Haz algo! —La indignación que le producía su propia debilidad cobarde eclipsaba la cólera dirigida a Okō.

—Ha dicho que te marches. ¡Pues bien, vete! No hay ninguna razón para que te quedes aquí sentado haciendo rechinar los dientes. Sólo tienes veintidós años, aún eres joven. Vete y haz algo por ti mismo.

Tenía la sensación de que le era imposible permanecer un minuto más en la casa vacía y silenciosa, y no obstante, por alguna razón, no podía marcharse. Estaba tan confuso que le dolía la cabeza. Comprendió que al vivir de la manera como lo había hecho durante los últimos años, había perdido la capacidad de pensar con claridad. ¿Cómo había podido soportarlo? Su mujer se pasaba las noches agasajando a otros hombres, vendiéndoles los encantos que antes prodigaba a él. Por las noches no podía dormir y de día estaba demasiado desanimado para salir. Rumiando en aquella habitación oscura, no podía hacer nada más que beber.

«¡Y todo por aquella puta más que madura!», se dijo.

Estaba disgustado consigo mismo. Sabía que la única manera de librarse de su angustia era acabar de una vez con aquella absurda manera de vivir y regresar a las aspiraciones que tenía de más joven. Tenía que encontrar el camino que había perdido.

Y sin embargo..., sin embargo...

Le ataba allí alguna atracción misteriosa. ¿Qué clase de hechizo maligno le retenía? ¿Era aquella mujer un demonio disfrazado? Le maldecía, le decía que se marchara, le juraba que no era más que una molestia para ella, y luego, en medio de la noche, se derretía como la miel y decía que todo había sido una broma, que en realidad no había dicho nada de aquello en serio. Y aunque rondaba ya los cuarenta años, tenía aquellos labios..., unos labios de un rojo brillante que eran tan atractivos como los de su hija.

Sin embargo, eso no lo explicaba todo. En última instancia, Matahachi no tenía el valor de dejar que Okō y Akemi le vieran trabajar como un peón. Se había criado perezoso y blando. El joven que vestía prendas de seda y sabía distinguir por su sabor el sake de Nada del brebaje local estaba muy lejos del sencillo y tosco Matahachi que participó en la batalla de Sekigahara. Lo peor de todo era que llevar aquella extraña vida con una mujer mayor le había privado de su juventud. Era todavía joven en años, pero en espíritu era disoluto y malévolo, perezoso y resentido.

—¡Pero lo haré! —prometió—. ¡Me iré ahora mismo! —Dándose un último golpe airado en la cabeza, se puso en pie de un salto, gritando—: ¡Me marcharé de aquí hoy mismo!

Mientras escuchaba su propia voz, reparó de improviso en que no había allí nadie más que le retuviera, nada que realmente le vinculara a aquella casa. Lo único que poseía y no podía dejar atrás era su espada, y se apresuró a colocarla por debajo del obi. Se mordió el labio y dijo con determinación:

—Después de todo, soy un hombre.

Podría haber salido por la puerta principal, blandiendo su espada como un general victorioso, pero la fuerza de la costumbre hizo que se calzara sus sucias sandalias y saliera por la puerta de la cocina.

Hasta entonces todo iba bien. ¡Estaba fuera de la casa! Pero ¿qué haría a continuación? Se detuvo en seco y permaneció inmóvil bajo la brisa refrescante de la primavera temprana. No era la luz deslumbrante lo que le impedía moverse, sino el interrogante esencial: ¿adonde iba?

En aquel momento Matahachi tuvo la sensación de que el mundo era un mar vasto y turbulento donde no había nada a lo que aferrarse. Aparte de Kyoto, no había estado más que en su pueblo natal y en una batalla. Mientras reflexionaba perplejo sobre su situación, un súbito pensamiento le hizo dar media vuelta y entrar de nuevo como un cachorro por la puerta de la cocina.

—Necesito dinero —se dijo—. Desde luego, he de tener algún dinero.

Fue directamente a la habitación de Okō, revolvió entre sus cajas de maquillaje, el espejo, la cómoda y todo cuanto se le ocurrió. Registró la habitación de arriba abajo, pero no encontró ni rastro de dinero. Por supuesto, debió haber comprendido que Okō no era la clase de mujer que dejaría de tomar precauciones contra aquella eventualidad.

Sintiéndose frustrado, Matahachi se dejó caer sobre las ropas todavía esparcidas por el suelo. El aroma de Okō permanecía como una bruma densa en sus prendas interiores de seda roja, su obi Nishijin y su kimono teñido al estilo Momoyama. Pensó que ahora debía estar en el teatro al aire libre junto al río, contemplando las danzas del Kabuki con Tōji a su lado. Se formó una imagen de su piel blanca y su semblante provocativo, coqueto.

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