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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (28 page)

BOOK: Musashi
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Alentado por su éxito, había llegado a enorgullecerse un tanto de su experiencia, pero ahora, al recordar el peligro de la vanidad, se arrepentía de ese sentimiento. Se inclinó mentalmente con profundo respeto ante los hombres manchados de arcilla que manejaban el torno y echó a andar por la empinada cuesta que conducía al templo Kiyomizu.

No había llegado muy lejos cuando una voz le llamó desde abajo.

—¡Eh, señor! ¡El rōnin!

—¿Te refieres a mí? —inquirió Musashi, volviéndose.

A juzgar por la prenda de algodón enguatado que vestía el hombre barbudo, sus piernas desnudas y la larga vara que llevaba, su oficio era porteador de palanquín. Con bastante cortesía para ser de categoría tan humilde, preguntó:

—¿Os llamáis Miyamoto, señor?

—Sí.

—Gracias.

El hombre dio media vuelta y se alejó hacia la colina Chawan.

Musashi le vio entrar en lo que parecía una casa de té. Poco antes, al pasar por allí, había observado una gran concentración de cargadores y porteadores de palanquín que aguardaban en un lugar soleado. No podía imaginar quién había enviado a uno de ellos para que le preguntara su nombre, pero supuso que quienquiera que fuese pronto iría a su encuentro. Permaneció un rato allí, pero al ver que no aparecía nadie prosiguió su ascensión.

Se detuvo a lo largo del camino para mirar varios templos célebres, y en cada uno de ellos se inclinó y dijo dos plegarias, una de ellas: «Por favor, protege a mi hermana de todo daño», y la otra: «Por favor, pon a prueba al humilde Musashi con trabajos arduos. Permite que llegue a ser el espadachín más grande del país, o déjale morir».

Llegó al borde de un risco, dejó su sombrero de junco en el suelo y se sentó. Desde aquella altura abarcaba toda la ciudad de Kyoto. Mientras estaba sentado rodeándose las rodillas con los brazos, una ambición sencilla pero poderosa creció en su joven pecho.

—Quiero llevar una vida importante. Quiero hacerlo porque soy un ser humano.

Cierta vez había leído que en el siglo X dos rebeldes llamados Taira-no-Masakado y Fujiwara-no-Sumitomo, ambos ambiciosos en extremo, se unieron y tomaron la decisión de que si salían victoriosos de las guerras, se repartirían Japón entre ellos. De entrada la historia era probablemente apócrifa, pero Musashi recordó que al leerla pensó en lo estúpido y poco realista por parte de aquellos hombres que habría sido creer en que podrían llevar a cabo un plan tan grandioso. Ahora, sin embargo, ya no le parecía ridículo. Aunque su propio sueño era de una clase diferente, existían ciertas similitudes. Si los jóvenes no pueden abrigar grandes sueños en sus almas, ¿quién puede hacerlo? En aquellos momentos Musashi imaginaba cómo podría crearse un lugar propio en el mundo.

Pensó en Oda Nobunaga y Toyotomi Hideyoshi, en sus visiones de la unificación del país y en las numerosas batallas que habían librado con ese fin. Pero era evidente que el camino hacia la grandeza ya no consistía en ganar batallas. Ahora el pueblo sólo quería la paz que había ansiado durante tanto tiempo. Y mientras Musashi consideraba la larguísima lucha que hubo de librar Tokugawa Ieyasu para convertir su deseo en realidad, comprendió una vez más lo difícil que era aferrarse al propio ideal.

«Ésta es una nueva era —se dijo—. Tengo toda la vida por delante. He nacido demasiado tarde para seguir los pasos de Nobunaga o Hideyoshi, pero aún puedo soñar en la conquista de mi propio mundo. Nadie puede impedírmelo. Incluso ese porteador de palanquín debe de tener alguna clase de sueño.»

Apartó estas ideas de su mente por un momento e intentó considerar la situación con objetividad. Poseía su espada, y el camino de la espada era el que había elegido. Ser un Hideyoshi o un Ieyasu no estaría mal, pero los tiempos ya no necesitaban gente con esa clase de talento. Ieyasu lo había atado todo pulcramente y ya no eran necesarias más guerras sangrientas. En Kyoto, la ciudad que se extendía a sus pies, la vida ya no pendía de un hilo.

En lo sucesivo, lo importante para Musashi sería su espada y la sociedad que le rodeaba, su habilidad en la esgrima relacionada con su existencia como ser humano. En un momento de intensa percepción se sintió satisfecho por haber encontrado el vínculo entre las artes marciales y sus propias visiones de grandeza.

Mientras permanecía sentado y sumido en sus pensamientos, la cara del porteador de palanquín apareció bajo el risco. Señalando a Musashi con su vara de bambú, gritó:

—¡Está ahí arriba!

Musashi miró abajo y vio a los cargadores que pululaban y gritaban, y pronto empezaron a subir por la ladera hacia él. Se puso en pie e intentó ignorarlos, subió más por la ladera, pero no tardó en descubrir que el camino estaba bloqueado. Un considerable grupo de hombres, cogidos de los brazos y tendiendo sus varas, le habían rodeado a cierta distancia. Miró por encima del hombro y vio que los hombres que estaban detrás de él se habían detenido. Uno de ellos sonrió, mostrando los dientes, e informó a los demás que Musashi parecía «estar mirando una placa o algo parecido».

Musashi, que ahora se encontraba ante los escalones del Hongandō, miraba en efecto una placa maltratada por la intemperie que colgaba de la viga transversal en la entrada del templo. Sintiéndose incómodo, se preguntaba si debía tratar de ahuyentarlos con un grito de combate. Aunque sabía que podía escarmentarlos en unos instantes, no tenía sentido pelear con unos humildes trabajadores. En cualquier caso, probablemente la actitud de éstos se debía a algún error, y en tal caso acabarían dispersándose más tarde o más temprano. Siguió allí pacientemente, leyendo una y otra vez las palabras inscritas en la placa: «Voto original».

—¡Viene ella! —gritó uno de los cargadores.

Los hombres empezaron a hablar entre ellos en tono bajo. Musashi tuvo la impresión de que se estaban excitando hasta el frenesí. El recinto al que se entraba por la puerta occidental del templo se había llenado rápidamente de gente, y ahora sacerdotes, peregrinos y vendedores forzaban la vista para ver lo que sucedía. Con la curiosidad reflejada en sus semblantes, formaban círculos fuera del ruedo de porteadores que rodeaba a Musashi.

Desde la dirección de la colina Sannen llegó la rítmica salmodia de los hombres que transportaban una carga. Las voces fueron aproximándose hasta que dos hombres entraron en el recinto del templo, llevando en sus espaldas a una anciana y un samurai rural que parecía bastante fatigado.

Desde la espalda del porteador, Osugi agitó briosamente la mano y dijo: «Aquí está bien». El porteador dobló las piernas y la mujer, mientras saltaba ágilmente al suelo, le dio las gracias. Volviéndose al tío Gon, comentó:

—Esta vez no le dejaremos escapar, ¿verdad?

Los dos iban vestidos y pertrechados como si pensaran pasarse viajando el resto de sus vidas.

—¿Dónde está? —preguntó Osugi.

—Allí —respondió uno de los porteadores, señalando orgullosamente hacia el templo.

El tío Gon humedeció con saliva el filo de su espada, y los dos se abrieron paso entre la muchedumbre.

—No os apresuréis —les advirtió uno de los porteadores.

—Parece bastante fuerte —dijo otro.

—Aseguraos primero de que estáis bien preparados —les aconsejó un tercero.

Mientras los trabajadores ofrecían a Osugi palabras de aliento y apoyo, los espectadores parecían consternados.

—¿De veras la anciana se propone desafiar en duelo a ese rōnin?

—Eso parece.

—¡Pero es muy vieja! ¡Incluso a su acompañante le tiemblan las piernas! Deben de tener buenas razones para tratar de enfrentarse a un hombre mucho más joven.

—¡Debe de ser alguna clase de disputa familiar!

—¡Eh, mirad eso! Está embistiendo al viejo. ¡Desde luego, algunas de estas abuelas tienen redaños!

Un porteador se acercó corriendo a Osugi con un cazo de agua. Tras tomar un sorbo, la anciana se lo ofreció al tío Gon y se dirigió a él severamente:

—Ahora no te pongas nervioso, porque no hay ningún motivo para ello. Takezō es un hombre de paja. Sí, es posible que haya aprendido a manejar un poco la espada, pero sin duda no es gran cosa. ¡Tranquilízate!

La anciana tomó la iniciativa, fue directamente a la escalera delantera del Hongandō y se sentó en los escalones, a menos de diez pasos de Musashi. Sin prestar atención a éste ni a la multitud que la observaba, sacó su rosario y, cerrando los ojos, empezó a mover los labios. Inspirado por su fervor religioso, el tío Gon juntó las manos e hizo lo mismo.

La escena resultaba demasiado melodramática, y uno de los espectadores empezó a reírse. Al instante, uno de los porteadores se volvió y dijo en tono desafiante:

—¿Quién cree que esto es divertido? ¡No hay nada de qué reír, imbécil! La anciana ha venido desde Mimasaka en busca del perdido que huyó con la novia de su hijo. Ha estado rezando en el templo todos los días desde hace casi dos meses, hasta que hoy, por fin, ha aparecido.

—Estos samuráis son distintos del resto de nosotros —opinó otro porteador—. A esa edad, la anciana podría vivir cómodamente en su casa, jugando con sus nietos, pero no, aquí está, en lugar de su hijo, tratando de vengar un insulto a su familia. Por lo menos merece nuestro respeto.

Un tercero comentó:

—No la apoyamos sólo porque nos ha dado propinas. ¡El valor que tiene! Aunque es vieja, no teme pelear. Digo que debemos prestarle todo el apoyo que podamos. ¡Es justo ayudar a los desamparados! Si ella perdiera, ocupémonos nosotros mismos del rōnin.

—¡Tienes razón! ¡Pero hagámoslo ahora! No podemos quedarnos aquí quietos y permitir que la mate.

Cuando la multitud se enteró de los motivos que tenía Osugi para estar allí, su excitación fue en aumento. Algunos espectadores empezaron a incitar a los porteadores.

Osugi se guardó el rosario en el kimono y la multitud que llenaba el recinto del templo permaneció en silencio, expectante.

—¡Takezō! —gritó, llevándose la mano izquierda a la empuñadura de la espada corta que le colgaba de la cintura.

Musashi se había mantenido en silencio desde el principio, e incluso cuando Osugi le llamó por su nombre actuó como si no la hubiera oído. Esto irritó al tío Gon, que estaba al lado de Osugi, el cual eligió aquel momento para adoptar una actitud de ataque, y adelantando la cabeza, lanzó un grito de desafío.

Musashi tampoco respondió. No podía hacerlo, pues no sabía cómo. Recordó que Takuan le había advertido en Himeji que podría tropezar con Osugi. Estaba dispuesto a ignorarla por completo, pero le molestaban los rumores que los porteadores habían extendido entre la multitud. Además, le resultaba difícil contener el resentimiento y el odio que los Hon'iden habían abrigado contra él durante todo aquel tiempo. Todo el asunto se reducía a una mera cuestión de prestigio y sentimientos en el pueblecito de Miyamoto, un malentendido que podría aclararse fácilmente si Matahachi estuviera presente.

Sin embargo, en aquellos momentos no sabía qué hacer. ¿Cómo iba a responder al desafío de una anciana chocha y un samurai de rostro hundido? Musashi permaneció en silencio, su mente en una encrucijada.

—¡Mirad al bastardo! —gritó un porteador—. ¡Tiene miedo!

—¡Sé un hombre! ¡Deja que la anciana te mate! —se mofó otro.

No había uno solo que no estuviera a favor de Osugi.

La anciana parpadeó y sacudió la cabeza. Entonces miró a los porteadores y les dijo bruscamente:

—¡Callaos! Sólo deseo que seáis testigos. Si los dos morimos, quiero que enviéis nuestros cuerpos a Miyamoto. ¡Por lo demás, no necesito vuestra cháchara ni vuestra ayuda!

Desenvainó a medias la espada y dio un par de pasos en dirección a Musashi.

—¡Takezō! —dijo de nuevo—. Takezō ha sido siempre tu nombre en el pueblo. ¿Por qué no respondes a él? Sé que ahora tienes un nuevo nombre, Miyamoto Musashi, ¿no es cierto? ¡Mas para mí siempre serás Takezō! ¡Ja, ja, ja! —Su arrugado cuello tembló mientras reía; era evidente que confiaba en matar a Musashi con palabras antes de que desenvainaran las espadas—. ¿Creías que podrías evitar que te encontrara sólo cambiando de nombre? ¡Qué estúpido! Los dioses del cielo me han guiado hasta ti, como sabía que lo harían. ¡Ahora pelea! ¡Veremos si me llevo tu cabeza a casa o si de alguna manera logras seguir vivo!

El tío Gon lanzó su propio desafío con su voz marchita.

—Han pasado cuatro largos años desde que nos diste plantón y te hemos estado buscando durante todo este tiempo. Ahora, nuestras plegarias en este templo Kiyomizu nos han permitido dar contigo. ¡Puede que sea viejo, pero no voy a perder con tipos como tú! ¡Prepárate a morir! —Desenvainando su espada, gritó a Osugi—: ¡Quítate de en medio!

La anciana se volvió a él enfurecida.

—¿Qué quieres decir, viejo idiota? Tú eres el único que está temblando.

—¡No importa! Los bodhisattvas de este templo nos protegerán.

—Tienes razón, tío Gon. ¡Y los antepasados de los Hon'iden también están con nosotros! No hay nada que temer.

—¡Takezō! ¡Ven aquí y lucha!

—¿A qué estás esperando?

Musashi no se movió. Siguió allí como si fuese sordomudo, mirando a los dos viejos y sus espadas desenvainadas.

—¿Qué sucede, Takezō? —gritó Osugi—. ¿Estás asustado?

Avanzó de costado, preparándose para atacar, pero de repente tropezó con una piedra y cayó adelante, quedando a gatas casi a los pies de Musashi.

La multitud se quedó boquiabierta, y alguien gritó:

—¡La matará!

—¡Rápido, sálvala!

Pero el tío Gon se limitaba a mirar el rostro de Musashi, demasiado aturdido para moverse.

Entonces la anciana sobresaltó a los presentes, al recoger su espada y volver al lado del tío Gon, donde asumió de nuevo una actitud desafiante.

—¿Qué ocurre, zafio? —gritó Osugi—. ¿Acaso esa espada que blandes es sólo un adorno? ¿No sabes cómo usarla?

El rostro de Musashi era como una máscara, pero por fin habló, con voz atronadora.

—¡No puedo hacerlo!

Avanzó hacia ellos, y al instante el tío Gon y Osugi retrocedieron a cada lado.

—¿A... adonde vas, Takezō?

—¡No puedo usar mi espada!

—¡Detente! ¿Por qué no te detienes y peleas?

—¡Te lo he dicho! ¡No puedo usarla!

Prosiguió su camino, sin mirar a derecha ni izquierda, avanzando entre la multitud en línea recta.

Osugi recuperó el dominio de sí misma y gritó:

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