Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Está huyendo! ¡No le dejéis escapar!
Entonces la multitud se aproximó a Musashi, pero cuando creían tenerle rodeado, descubrieron que ya no estaba allí. Todos estaban perplejos, y al inicial brillo de sorpresa en sus ojos sucedió la expresión apagada del desconcierto.
Se dividieron en grupos más pequeños y siguieron corriendo de un lado a otro hasta la puesta del sol, buscando frenéticamente bajo los suelos de los edificios del templo y en los bosques a su presa desaparecida.
Aun más tarde, cuando la gente regresaba por las oscuras laderas de las colinas Sannen y Chawan, un hombre juró haber visto a Musashi saltar con la elasticidad de un gato a lo alto del muro de seis pies, junto a la puerta occidental, y desaparecer.
Nadie creyó tal cosa, y menos que nadie Osugi y el tío Gon.
En un villorrio al noroeste de Kyoto, los pesados golpes de un mazo que machacaba paja de arroz sacudían el suelo. Torrentes de lluvia que no correspondía a la estación empapaban los tristes tejados de paja. Era aquélla una especie de tierra de nadie entre la ciudad y el distrito rural, y la pobreza era tan extrema que en el crepúsculo el humo de los fogones salía sólo de un puñado de casas.
Un sombrero de junco suspendido bajo los aleros de una casita proclamaba en caracteres briosos y rudos que era una posada, aunque de la variedad más barata. Los viajeros que se albergaban allí eran pobres y sólo alquilaban espacio en el suelo. Por los jergones pagaban un suplemento, pero pocos podían permitirse ese lujo.
En el suelo de tierra de la cocina, al lado de la entrada, un muchacho apoyaba las manos en el tatami elevado de la habitación contigua, en cuyo centro había un hogar hundido.
—¡Hola!... ¡Buenas tardes!... ¿No hay nadie aquí?
Era el chico de los recados de la tienda de bebidas, otra casucha desvencijada que estaba camino abajo.
El chico tenía una voz demasiado fuerte para su tamaño. No tendría más de diez u once años, y con el cabello mojado por la lluvia y caído sobre las orejas no parecía más voluminoso que un duende acuático en una pintura caprichosa. Su atuendo también era apropiado para ese papel: un kimono hasta los muslos con mangas tubulares, un grueso cordón a modo de obi y toda la espalda manchada de barro por haber corrido con los zuecos de madera.
—¿Eres tú, Jō? —le preguntó el viejo posadero desde una habitación al fondo.
—Sí. ¿Quieres que te traiga sake?
—No, hoy no. El huésped todavía no ha vuelto. No lo necesito.
—Bueno, le apetecerá cuando vuelva, ¿no crees? Te traeré la cantidad de costumbre.
—Si lo desea, iré a buscarlo yo mismo.
Reacio a marcharse sin un pedido, el muchacho le preguntó:
—¿Qué haces ahí dentro?
—Estoy escribiendo una carta y la enviaré mañana con el caballo de carga que va a Kurama, pero es un poco difícil y me está doliendo la espalda. Anda, cállate y no me molestes.
—Eso es bastante curioso, ¿verdad? Eres tan viejo que empiezas a encorvarte, ¡y aún no sabes escribir como es debido!
—Ya está bien. Si vuelves a replicarme te atizo con un trozo de leña.
—¿Quieres que te la escriba?
—¡Ja! Como si pudieras...
—Claro que puedo —afirmó el chico mientras entraba en la habitación.
Por encima del hombro del viejo miró la carta y se echó a reír.
—¿Tratas de escribir «patatas»? El ideograma que has escrito significa «palo».
—¡Calla!
—Si insistes, no diré una palabra, pero tu escritura es terrible. ¿Piensas enviar a tus amigos unas patatas o unos palos?
—Patatas.
El chico leyó un poco más y comentó:
—No hay manera. ¡Nadie aparte de ti podría adivinar lo que significa esta carta!
—Muy bien, si eres tan listo, a ver qué puedes hacer con ella.
—De acuerdo. Dime lo que quieres poner. —Jōtarō se sentó y empuñó el pincel.
—¡Asno torpe! —exclamó el viejo.
—¿Por qué me llamas torpe? ¡Eres tú el que no sabe escribir!
—Los mocos te caen sobre el papel.
—Oh, perdona. Puedes pagarme con esta hoja. —Se sonó con la hoja sucia—. Bueno, ¿qué quieres decir? —Sujetando el pincel con firmeza, escribió con facilidad lo que el viejo le dictaba.
Cuando el muchacho estaba terminando de escribir la carta, regresó el huésped, el cual tiró a un lado el saco de carbón que había cogido en alguna parte para cubrirse la cabeza.
Musashi se detuvo al lado de la puerta, escurrió el agua de las mangas de su kimono y gruñó:
—Supongo que éste será el fin de las flores de ciruelo.
En los veintitantos días que Musashi llevaba allí, la posada había llegado a parecerle su casa. Contemplaba el árbol que crecía al lado del portal, cuyas flores rosadas le habían regalado la vista cada mañana desde su llegada. Los pétalos caídos estaban esparcidos por el barro.
Al entrar en la cocina le sorprendió ver al chico de la tienda de sake, con la cabeza junto a la del posadero. Cediendo a la curiosidad, se puso detrás del viejo y miró por encima de su hombro.
Jōtarō miró a Musashi y se apresuró a esconder pincel y papel a sus espaldas.
—No deberías fisgar de esa manera —se quejó.
—Déjame ver —le dijo Musashi en broma.
—No —replicó Jōtarō, sacudiendo la cabeza con gesto desafiante.
—Vamos, enséñamelo.
—Sólo si compras un poco de sake.
—Vaya, de modo que ése es tu juego, ¿eh? De acuerdo, lo compraré.
—¿Cinco cuartillos?
—No necesito tanto.
—¿Tres cuartillos?
—Sigue siendo demasiado.
—¿Cuánto entonces? ¡No seas tan cicatero!
—¿Cicatero? Ya sabes que soy un pobre espadachín. ¿Crees que tengo dinero para tirarlo?
—De acuerdo. Lo mediré yo mismo y te daré la cantidad adecuada para que cunda tu dinero. Pero si lo hago, has de prometerme que me contarás algunas historias.
Una vez cerrado el trato, Jōtarō salió alegremente a la lluvia. Musashi cogió la carta y la leyó. Al cabo de un momento se volvió al posadero y le preguntó:
—¿De veras ha escrito esto?
—Sí. Es asombroso, ¿verdad? Parece muy listo.
Mientras Musashi iba al pozo, se echaba agua fría por encima y se vestía con ropa seca, el viejo colgó un perol sobre el fuego y sacó unas verduras encurtidas y un cuenco de arroz. Musashi volvió y tomó asiento al lado del hogar.
—¿Qué estará tramando ese pícaro? —murmuró el posadero—. Tarda mucho en volver con el sake.
—¿Qué edad tiene?
—Creo que ha dicho once años.
—Es maduro para su edad, ¿no crees?
—Humm. Supongo que se debe a que trabaja en la tienda de sake desde los siete. Ahí se encuentra con toda clase de gente..., carreteros, el papelero que vive camino abajo, viajeros y cuanto puedas imaginar.
—Me pregunto cómo habrá aprendido a escribir tan bien.
—¿Tan bueno es?
—Su caligrafía es un poco infantil, pero tiene una asombrosa..., ¿cómo te diría?..., franqueza. Si pensara en un espadachín diría que muestra amplitud espiritual. Puede que ese chico acabe siendo alguien.
—¿Qué quieres decir?
—Que puede convertirse en un auténtico ser humano.
—¿Ah, sí? —El viejo frunció el ceño, levantó la tapa del perol y siguió rezongando—: Todavía no vuelve. Apuesto a que está perdiendo el tiempo en alguna parte.
Estaba a punto de calzarse las sandalias e ir en busca del sake cuando Jōtarō regresó.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó al muchacho—. Has hecho esperar a mi huésped.
—No he podido evitarlo. En la tienda había un cliente muy borracho que me cogió por su cuenta y empezó a hacerme un montón de preguntas.
—¿Qué clase de preguntas?
—Preguntaba por Miyamoto Musashi.
—Y supongo que has charlado por los codos.
—No habría importado que lo hiciera. Aquí todo el mundo sabe lo que ocurrió en el templo Kiyomizu el otro día. La vecina, la hija del leñador..., las dos estaban en el templo ese día y vieron lo sucedido.
—Deja de hablar de eso, ¿quieres? —le dijo Musashi, casi en tono suplicante.
El agudo chiquillo percibió el estado de ánimo de Musashi y le preguntó:
—¿Puedo quedarme aquí un rato y hablar contigo?
Empezó a lavarse los pies, disponiéndose a entrar en la sala del hogar.
—No tengo inconveniente, si a tu amo no le importa.
—En estos momentos no me necesita.
—De acuerdo.
—Te calentaré el sake. Lo hago muy bien.
Depositó un recipiente de sake en las cenizas calientes alrededor del fuego y pronto anunció que estaba listo.
—Rápido, ¿eh? —dijo Musashi apreciativamente.
—¿Te gusta el sake?
—Sí.
—Pero, como eres tan pobre, supongo que no bebes mucho, ¿no es cierto?
—Tienes razón.
—Yo creía que los hombres diestros en las artes marciales servían a grandes señores y tenían buenas pagas. Un cliente de la tienda me dijo una vez que Tsukahara Bokuden siempre iba por ahí con setenta u ochenta servidores, caballos de refresco y un halcón.
—Eso es cierto.
—Y tengo entendido que un famoso guerrero llamado Yagyū, que sirve a la casa de Tokugawa, tiene unos ingresos de cincuenta mil fanegas de arroz.
—Eso también es cierto.
—¿Por qué entonces eres tan pobre?
—Aún estoy estudiando.
—¿A qué edad tendrás muchos seguidores?
—No sé si llegaré a tenerlos.
—¿Qué ocurre? ¿Es que no eres bueno?
—Ya has oído lo que decía la gente que me vio en el templo. Lo mires como lo mires, huí.
—Eso es lo que dice todo el mundo, que el shugyōsha de la posada..., ése eres tú..., es un cobarde. Pero me enfurece escucharles. —Jōtarō apretó los labios hasta que formaron una línea recta.
—¡Ja, ja! ¿Qué te importa eso? No están hablando de ti.
—Es que me sabe mal. Mira, el hijo del papelero y el del tonelero y algunos otros jóvenes se reúnen a veces detrás de la tienda de lacas para practicar la esgrima. ¿Por qué no luchas con uno de ellos y lo derrotas?
—Muy bien, si eso es lo que deseas, lo haré.
A Musashi le resultaba difícil negarle al chiquillo nada de lo que le pedía, en parte porque, en muchos aspectos, seguía sintiéndose él mismo un adolescente y podía simpatizar con Jōtarō. De una manera casi inconsciente, siempre buscaba algo que ocupara el lugar del afecto familiar del que carecía desde su infancia.
—Hablemos de alguna otra cosa —le dijo—. Te haré una pregunta para cambiar. ¿Dónde naciste?
—En Himeji.
—Ah, entonces eres de Harima.
—Sí, y tú eres de Mimasaka, ¿no es cierto? Alguien me lo dijo.
—Es verdad. ¿A qué se dedica tu padre?
—Era samurai. ¡Un samurai a carta cabal!
Al principio Musashi pareció sorprendido, pero en realidad la respuesta explicaba varias cosas, por ejemplo el hecho de que el chiquillo supiera escribir tan bien. Le preguntó el nombre de su padre.
—Se llama Aoki Tanzaemon. Tenía una ración de veinticinco fanegas de arroz, pero cuando yo contaba siete años abandonó el servicio de su señor y vino a Kyoto como rōnin. Después de gastar todo su dinero, me dejó en la tienda de sake y se fue a un templo para hacerse monje. Pero no quiero quedarme en la tienda, quiero ser un samurai como mi padre y aprender la esgrima, como tú. ¿No es la mejor manera de convertirte en samurai? —El chico hizo una pausa y entonces añadió con vehemencia—: Quiero ser tu seguidor, ir por el país estudiando contigo. ¿No me aceptarás como tu discípulo?
Tras haber expuesto su propósito, el semblante de Jōtarō adoptó una expresión de testarudez que reflejaba claramente su determinación de no aceptar un no por respuesta. Por supuesto, no podía saber que estaba suplicando a un hombre que había causado a su padre un sinfín de dificultades. Musashi, por su parte, no podía rechazar sin más la petición del chiquillo. Sin embargo, en lo que pensaba realmente no era en si debía aceptarle o no, sino en Aoki Tanzaemon y su desventurado destino. No podía dejar de simpatizar con aquel hombre. El camino del samurai era una empresa constantemente arriesgada, y un samurai tenía que estar siempre dispuesto a matar o morir. Al reflexionar en aquel ejemplo de las vicisitudes de la vida, Musashi se entristeció, y el efecto del sake se disipó de repente. Se sentía solo.
Jōtarō insistía. Cuando el posadero intentó convencerle de que dejara a Musashi en paz, replicó con insolencia y redobló sus esfuerzos. Cogió la muñeca de Musashi, luego le aferró el brazo y finalmente se echó a llorar.
Al no ver ninguna alternativa, Musashi le dijo:
—Bueno, bueno, es suficiente. Puedes ser mi seguidor, pero sólo después de que lo hayas hablado con tu amo.
Jōtarō, satisfecho por fin, echó a correr hacia la tienda de sake.
A la mañana siguiente, Musashi se levantó temprano, se vistió y llamó al posadero.
—¿Serás tan amable de prepararme una caja de comida? Lo he pasado aquí muy bien durante las últimas semanas, pero creo que seguiré mi viaje hacia Nara.
—¿Te vas tan pronto? —le preguntó el posadero, que no esperaba una partida tan repentina—. Es porque ese chico ha estado dándote la lata, ¿verdad?
—Oh, no, él no tiene la culpa. Desde hace algún tiempo tengo intención de ir a Nara y ver a los famosos lanceros del Hōzōin. Espero que no te moleste demasiado cuando descubra que me he ido.
—No te preocupes por eso. Es sólo un niño. Gritará y pataleará un rato y luego se olvidará.
—De todos modos, no creo que el vendedor de sake le dejara irse —dijo Musashi mientras salía al camino.
La tormenta había pasado y la brisa le rozó suavemente la piel, con una delicadeza que era todo lo contrario a la violencia del viento el día anterior.
El río Kamo estaba crecido, sus aguas fangosas. En un extremo del puente de madera en la avenida Sanjó, había unos samuráis que examinaban a los transeúntes. Musashi preguntó el motivo de la inspección y le dijeron que se debía a la inminente visita del nuevo shōgun. Una vanguardia de señores feudales, tanto influyentes como de baja categoría, ya había llegado, y se estaban tomando medidas para mantener fuera de la ciudad a los peligrosos samuráis sin señor. Musashi, que también era un rōnin, dio oportunas respuestas a las preguntas que le hicieron y le dejaron pasar.
Esa experiencia le hizo pensar en su propia condición de guerrero errante sin amo que no servía a los Tokugawa ni a sus rivales de Osaka. Haber corrido a Sekigahara para ponerse al lado de las fuerzas de Osaka contra los Tokugawa fue una cuestión de herencia. Tal había sido la fidelidad de su padre, invariable desde los días en que sirvió al señor Shimmen de Iga. Toyotomi Hideyoshi murió dos años antes de la batalla. Sus seguidores, leales a su hijo, constituyeron la facción de Osaka. En Miyamoto, Hideyoshi estaba considerado como el más grande de los héroes, y Musashi recordaba que de niño se había sentado junto al hogar y escuchado los relatos de las hazañas del gran guerrero. Estas ideas formadas en su adolescencia seguían con él, e incluso ahora, si se viera obligado a decir qué bando era su preferido, probablemente se inclinaría por Osaka.