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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (21 page)

BOOK: Musashi
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El monje le cogió de la muñeca.

—Ven conmigo —le ordenó. Era imposible ignorar su tono imperioso—. Y no me pongas en ningún aprieto. He pasado mucho tiempo buscándote.

Takezō le siguió dócilmente. No sabía adonde iban, pero una vez más fue incapaz de oponer resistencia a aquel hombre peculiar, y se preguntó por qué. Ahora era libre, y todo apuntaba a que regresaban en línea recta al temido árbol de Miyamoto, o tal vez a las mazmorras de un castillo. Sospechaba que tenían encerrada a su hermana en algún lugar del castillo, pero carecía de cualquier prueba en apoyo de esa suposición. Confiaba en que estuviera en lo cierto, y si también a él lo llevaban allí, por lo menos podrían morir juntos. Si debían morir, no había nadie más a quien él amara lo suficiente para compartir los últimos momentos de su preciosa vida.

El castillo de Himeji se alzaba ante él, y ahora comprendía por qué lo llamaban el «castillo de la grulla blanca». El majestuoso edificio se elevaba sobre enormes murallas de piedra, como un ave grande y orgullosa que hubiera descendido de los cielos. Takuan le precedió a lo largo del ancho puente arqueado tendido sobre el foso externo. Una hilera de guardianes estaban en posición de firmes ante la puerta con remaches de hierro. La luz del sol que se reflejaba en las puntas de sus lanzas hizo titubear un instante a Takezō. Takuan lo percibió, sin volverse siquiera, y con un gesto de ligera impaciencia le instó a seguir adelante. Pasaron bajo la torrecilla del portal exterior y se aproximaron al segundo portal, donde los soldados parecían incluso más tensos y vigilantes, preparados para luchar de inmediato en cuanto se lo ordenaran. Aquél era el castillo de un daimyō, y sus habitantes tardarían algún tiempo en relajarse y aceptar el hecho de que el país había sido unificado con éxito. Como tantos otros castillos de la época, distaba mucho de haberse acostumbrado al lujo de la paz.

Takuan mandó avisar al capitán de la guardia.

—Le he traído —anunció. Entregándole a Takezō, aconsejó al oficial que le cuidara bien, como antes le había dicho, pero añadió—: Ten cuidado. Es un cachorro de león con colmillos y está lejos de haber sido domado. Si le jorobas, te morderá.

Takuan cruzó el segundo portal hasta el edificio central, donde estaba situada la mansión del daimyō. Al parecer, conocía bien el camino, pues no necesitaba guía ni instrucciones. Apenas alzaba la cabeza al andar y nadie interrumpía su avance.

Siguiendo el consejo de Takuan, el capitán no puso un solo dedo en el joven que acababan de confiarle, y se limitó a pedirle que le siguiera. Takezō le obedeció en silencio. Pronto llegaron a un baño y el capitán le dijo que entrara y se lavase. Entonces la espina dorsal de Takezō se puso rígida, pues recordaba demasiado bien su último baño, en casa de Osugi, y la trampa de la que había escapado por los pelos. Se cruzó de brazos e intentó pensar, haciendo tiempo e inspeccionando el entorno. Reinaba allí una gran paz, era una isla de tranquilidad donde un daimyō, cuando no estaba maquinando estrategias, podía disfrutar de los lujos de la vida. Pronto llegó un criado con un kimono y un hakama de algodón, hizo una reverencia y dijo cortésmente:

—Dejo aquí estas prendas. Puedes ponértelas cuando salgas.

Takezō estuvo a punto de llorar. El atavío no sólo incluía un abanico plegable y algunas hojas de papel de seda, sino también un par de espadas de samurai, una larga y la otra corta. Todo era sencillo y barato, pero no faltaba nada. Volvían a tratarle como a un ser humano, y deseó llevarse el limpio paño de algodón a la cara, restregarse las mejillas e inhalar su frescura. Se volvió y entró en el baño.

Ikeda Terumasa, señor del castillo, estaba inclinado sobre un apoyabrazos, contemplando el jardín. Era un hombre de corta estatura, con la cabeza limpiamente afeitada y oscuras picaduras de viruela en la cara. Aunque no llevaba un atuendo formal, su semblante era severo y solemne.

—¿Es él? —preguntó a Takuan, señalando con su abanico plegado.

—Sí, es él —respondió el monje, haciendo una reverencia.

—Tiene una hermosa cara. Hiciste bien en salvarle.

—Os debe la vida a vos, vuestra señoría, no a mí.

—Eso no es cierto, Takuan, y tú lo sabes. Si sólo tuviera un puñado de hombres como tú bajo mi mando, sin duda se salvaría mucha gente útil y el mundo se beneficiaría de ello. —El daimyō suspiró—. Mi problema es que todos mis hombres creen que su único deber es atar a la gente o decapitarla.

Una hora después, Takezō estaba sentado en el jardín, más allá de la terraza, con la cabeza inclinada y las manos planas sobre las rodillas, en una actitud de respetuosa atención.

—Te llamas Shimmen Takezō, ¿no es cierto? —le preguntó el señor Ikeda.

Takezō alzó la vista rápidamente para ver el rostro del hombre famoso, y volvió a bajar respetuosamente los ojos.

—Sí, señor —respondió con voz clara.

—La casa de Shimmen es una rama de la familia Akamatsu y, como bien sabes, Akamatsu Masanori fue en otro tiempo señor de este castillo.

Takezō sintió que se le secaba la garganta. Por una vez no sabía qué decir. Siempre se había considerado como la oveja negra de la familia Shimmen, sin especiales sentimientos de respeto ni temor hacia el daimyō. No obstante, ahora se sentía avergonzado por ser el causante de un deshonor tan completo sobre sus antepasados y el nombre de su familia. Le ardían las mejillas.

—Lo que has hecho es inexcusable —siguió diciendo Terumasa en un tono más severo.

—Sí, señor.

—Y voy a tener que castigarte por ello. —Volviéndose hacia Takuan, le preguntó—: ¿Es cierto que mi servidor Aoki Tanzaemon te prometió sin mi permiso que, si capturabas a este hombre, podrías decidir e imponerle su castigo?

—Creo que lo mejor será que preguntéis eso directamente a Tanzaemon.

—Ya le he interrogado.

—¿Creísteis entonces que yo os mentiría?

—Claro que no. Tanzaemon ha confesado, pero deseaba tu confirmación. Puesto que es mi vasallo directo, el juramento que te hizo es también mi propio juramento. En consecuencia, aunque soy el señor de este feudo, he perdido mi derecho de penalizar a Takezō como lo considere oportuno. Por supuesto, no permitiré que se quede sin castigo, pero te corresponde a ti determinar la forma de ese castigo.

—Muy bien. Eso es exactamente lo que pensaba.

—Entonces supongo que has reflexionado en el asunto. Bien, ¿qué vamos a hacer con él?

—Creo que lo mejor sería poner al prisionero en..., ¿cómo diríamos?..., en «apuros» durante algún tiempo.

—¿Y cómo te propones hacer eso?

—Creo que en algún lugar de este castillo hay una habitación cerrada, de la que se rumorea desde hace mucho que está embrujada.

—Así es, en efecto. Los criados se negaban a entrar en ella y mis hombres la evitaban continuamente, así que quedó inutilizada. Ahora la dejo tal como está, puesto que no hay motivo para abrirla de nuevo.

—Pero ¿no creéis que está por debajo de la dignidad de uno de los más fuertes guerreros en el reino Tokugawa que vos, Ikeda Terumasa, tengáis en vuestro castillo una habitación donde jamás entra la luz?

—Nunca lo había considerado de esa manera.

—Pues bien, así es como piensa la gente. Es una mancha sobre vuestra autoridad y prestigio. Creo que deberíamos poner una luz ahí.

—Humm.

—Si me permitís hacer uso de esa cámara, encerraré a Takezō en ella hasta que esté dispuesto a perdonarle. Ya ha vivido demasiado tiempo en una oscuridad total. ¿Has oído, Takezō?

El aludido no dijo nada, pero Terumasa se echó a reír y dijo:

—¡Estupendo!

Por su excelente entendimiento, era evidente que Takuan había dicho a Aoki Tanzaemon la verdad aquella noche en el templo. Él y Terumasa, ambos seguidores del budismo zen, parecían tener una relación amistosa, casi fraternal.

—Tras haberle llevado a su nuevo aposento, ¿por qué no te reúnes conmigo en la casa de té? —preguntó Terumasa al monje cuando éste se levantó para marcharse.

—Ah, ¿queréis demostrar una vez más lo inepto que sois en la ceremonia del té?

—Eso no es justo, Takuan. Últimamente he empezado a cogerle el tino. Ven más tarde y te demostraré que ya no soy simplemente un rudo soldado. Te estaré esperando.

Dicho esto, Terumasa se retiró al interior de la mansión. A pesar de su corta estatura —apenas llegaba a los cinco pies de altura— su presencia parecía llenar el castillo con sus muchos pisos.

En la torre del homenaje, donde se encontraba la habitación embrujada, la oscuridad era siempre completa. Allí no había calendario: ni primavera ni otoño ni los sonidos de la vida cotidiana. Tan sólo había una pequeña lámpara que iluminaba al pálido y cetrino Takezō. La sección sobre topografía de l Arte de la guerra de Sun-tzu estaba abierta sobre la mesa baja, ante él. Sun-tzu dijo:

Entre los aspectos topográficos,

Los hay que son transitables.

Los hay que están suspendidos.

Los hay que confinan.

Los hay que son empinados.

Los hay que son lejanos.

Cada vez que llegaba a un pasaje que le atraía de una manera especial, como éste, lo leía en voz alta una y otra vez, como si fuese un cántico.

Quien conoce el arte del guerrero no se confunde en sus movimientos. Actúa y no está confinado.

En consecuencia, Sun-tzu dijo: «Quien se conoce a sí mismo y conoce a su enemigo vence sin peligro. Quien conoce los cielos y la tierra vence sobre todos».

Cuando la fatiga le empañaba la visión, se enjuagaba los ojos con agua fría de un pequeño cuenco que tenía a su lado. Si el aceite se agotaba y el pabilo de la lámpara chisporroteaba, se limitaba a apagarla. Sobre la mesa había una montaña de libros, unos en japonés y otros en chino, textos de zen y volúmenes sobre la historia de Japón. Takezō estaba prácticamente sepultado en aquellos tomos eruditos, todos ellos tomados en préstamo de la biblioteca del señor Ikeda.

Cuando Takuan le sentenció a confinamiento, le dijo:

—Puedes leer tanto como quieras. Un famoso sacerdote de la antigüedad dijo cierta vez: «Me he sumido en las sagradas escrituras y leído miles de volúmenes. Cuando salgo de casa, observo que mi corazón ve más que antes». Considera esta habitación como la matriz de tu madre y prepárate para nacer de nuevo. Si la miras sólo con los ojos, no verás más que una celda oscura y cerrada. Pero vuelve a mirarla más atentamente, mírala con la mente y piensa. Esta estancia puede ser el manantial de la iluminación, la misma fuente del conocimiento hallado y enriquecido por los sabios del pasado. A ti te corresponde decidir si ha de ser una cámara de oscuridad o de luz.

Desde hacía tiempo Takezō había dejado de contar los días. Cuando hacía frío, era invierno; cuando hacía calor, verano. Sabía poco más que eso. La atmósfera era invariable, húmeda y con olor a cerrado, y las estaciones no influían en su vida. Sin embargo, casi estaba seguro de que la siguiente vez que las golondrinas acudieran a anidar en las troneras cerradas con tablas de la torre del homenaje, sería la primavera de su tercer año en la matriz.

«Voy a cumplir veintiún años», se decía y, presa del remordimiento, se lamentaba: «¿Qué he hecho en estos veintiún años?». A veces, el recuerdo de sus primeros años le oprimía implacable, sumiéndole en la aflicción. Entonces sollozaba, agitaba los brazos y daba puntapiés, y en ocasiones lloraba como una criatura. Se pasaba días enteros angustiado, y salía de esos períodos agotado y exánime, con el cabello enmarañado y el corazón desgarrado.

Por fin, un día, oyó que las golondrinas regresaban a los aleros de la torre del homenaje. Una vez más, la primavera había llegado a través de los mares.

Poco después de su llegada, una voz, que ahora tenía un sonido extraño, casi doloroso al oído, le preguntó:

—¿Estás bien, Takezō?

La familiar cabeza de Takuan apareció en lo alto de la escalera. Sorprendido y demasiado conmovido para que pudiera decir nada, Takezō le cogió de la manga del kimono y tiró de él para que entrara en la habitación. Los sirvientes que le traían la comida nunca le habían dicho una sola palabra. Le llenaba de alegría oír otra voz humana, en especial aquélla.

—Acabo de regresar de un viaje —le dijo Takuan—. Éste es tu tercer año aquí, y he decidido que, tras una gestación tan larga, ya debes estar bastante bien formado.

—Te estoy agradecido por tu bondad, Takuan. Ahora comprendo lo que has hecho. ¿Cómo podré jamás agradecértelo?

—¿Agradecérmelo? —replicó Takuan con incredulidad. Entonces se echó a reír—. ¡Aunque no hayas tenido a nadie con quien conversar salvo tú mismo, lo cierto es que has aprendido a hablar como un ser humano! ¡Muy bien! Hoy saldrás de aquí, y hazlo apretando contra el pecho el conocimiento que tan duramente has conseguido. Te hará falta cuando salgas al mundo y te mezcles con tus congéneres.

Sin darle tiempo a cambiarse, Takuan acompañó a Takezō ante el señor Ikeda. Si en la audiencia anterior estuvo relegado en el jardín, ahora le destinaron un lugar en la terraza. Tras los saludos y un poco de charla informal, Terumasa no perdió tiempo y preguntó a Takezō si quería servirle como su vasallo.

Takezō rechazó la proposición. Explicó que era un gran honor para él, pero no creía estar aún en condiciones de entrar al servicio de un daimyō.

—Y si lo hiciera en este castillo —añadió—, probablemente los fantasmas empezarían a aparecer cada noche en la habitación cerrada, como dice todo el mundo que ocurre.

—¿Por qué dices eso? ¿Acaso se han presentado para hacerte compañía?

—Si tomáis una lámpara e inspeccionáis minuciosamente la habitación, veréis unas manchas negras que salpican las puertas y las vigas. Parece laca, pero no lo es, sino sangre humana, y es muy probable que sea sangre derramada por los Akamatsu, mis antepasados, cuando fueron derrotados en este castillo.

—Humm. Es muy posible que tengas razón.

—Ver esas manchas me enfureció. Me hirvió la sangre al pensar que mis antepasados, quienes en otro tiempo gobernaron toda esta región, acabaron siendo aniquilados y sus espíritus fueron diseminados por los vientos otoñales. Murieron violentamente, pero eran un clan poderoso y pueden ser despertados.

—La misma sangre corre por mis venas —siguió diciendo con vehemencia, la mirada ardiente—. Por indigno que sea, soy miembro del mismo clan, y si me quedo en este castillo, los fantasmas pueden despertarse y tratar de alcanzarme. En cierto sentido, ya lo han hecho en esa habitación, al hacerme ver con toda claridad quién soy. Pero podrían provocar el caos, tal vez rebelarse e incluso causar otro baño de sangre. No estamos en una era de paz. Estoy en deuda con las gentes de esta región y no debo tentar a mis antepasados para que se venguen.

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