Read Musashi Online

Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (17 page)

BOOK: Musashi
3.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Otsū no protestó más y se guardó la moneda en el obi. Entonces, mirando al cielo, observó:

—Hay mucho viento, ¿verdad? A lo mejor llueve esta noche. Hace mucho tiempo que no cae una gota.

—La primavera casi ha terminado, por lo que ya es hora de que caiga un buen aguacero. Lo necesitamos para que se lleve tantas hojas muertas y alivie el aburrimiento de la gente.

—Pero si cae una fuerte lluvia, ¿qué le ocurrirá a Takezō?

—Humm, Takezō... —musitó el monje.

En el momento en que los dos se volvían hacia el cedro, el prisionero gritó desde sus ramas superiores.

—¡Takuan! ¡Takuan!

—¿Qué? ¿Eres tú, Takezō?

Mientras Takuan miraba a lo alto con los ojos entrecerrados, Takezō le lanzó un torrente de imprecaciones.

—¡Eres un cerdo, monje! ¡Un sucio impostor! ¡Ven y quédate aquí debajo! ¡Tengo algo que decirte!

El viento azotaba violentamente las ramas del árbol, y la voz surgía entre ellas quebrada y descoyuntada. Las hojas revoloteaban alrededor del árbol y rozaban el rostro vuelto hacia arriba de Takuan. Éste se echó a reír.

—Aún te veo lleno de vida, cosa que me parece muy bien. Confío en que no sea tan sólo la falsa vitalidad debida al conocimiento de que pronto vas a morir.

—¡Cállate! —le gritó Takezō, el cual no estaba tan lleno de vida como rebosante de cólera—. Si temiera morir, ¿por qué me habría quedado quieto mientras me atabas?

—¡Te has comportado así porque yo soy fuerte y tú débil!

—¡Eso es una mentira, y tú lo sabes!

—Entonces te lo diré de otra manera. ¡Soy listo y tú eres estúpido hasta el tuétano!

—Puede que tengas razón. Desde luego, fue una estupidez por mi parte permitir que me capturases.

—¡No te menees tanto, mono colgado del árbol! No te hará ningún bien, sangrarás, si es que aún te queda sangre, y, francamente, es muy desagradable.

—¡Escucha, Takuan!

—Te estoy escuchando.

—Si quisiera haber luchado contigo en la montaña, podría haberte aplastado fácilmente como a un pepino.

—Ésa no es una analogía muy halagadora. En cualquier caso, no lo hiciste, de modo que será mejor que dejes de pensar en eso. Olvida lo que sucedió allá. Es demasiado tarde para lamentaciones.

—Me engañaste con tu altisonante cháchara sacerdotal, y eso ha sido muy mezquino, bastardo. Lograste que confiara en ti y entonces me traicionaste. Me dejé capturar, es cierto, pero sólo porque creí que eras distinto a los demás. Jamás pensé que me humillarías de esta manera.

—Ve al grano, Takezō —le dijo Takuan con impaciencia.

—¿Por qué me haces esto? —gritó el fardo de paja—. ¡Por qué no me cortas la cabeza y terminamos de una vez! Pensé que, si debía morir, sería mejor dejarte elegir la manera de ejecutarme que someterme a la decisión de esa chusma sedienta de sangre. Aunque eres un monje, también dices comprender el camino del samurai.

—Claro que lo comprendo, pobre y desorientado muchacho. ¡Mucho mejor que tú!

—Habría salido beneficiado dejando que los aldeanos me capturasen. Por lo menos ellos son humanos.

—¿Has cometido ese único error, Takezō? ¿Acaso no ha sido erróneo de uno u otro modo todo lo que has hecho y dicho? Mientras descansas ahí arriba, ¿por qué no tratas de reflexionar un poco en el pasado?

—¡Ah, cállate, hipócrita! ¡No estoy avergonzado! La madre de Matahachi puede llamarme lo que le venga en gana, pero él es mi amigo, mi mejor amigo. Consideré que tenía la responsabilidad de venir y decirle a esa vieja bruja lo que le había ocurrido a su hijo, ¿y qué hace ella? ¡Trata de incitar a esa chusma para que me torturen! Traerle noticias de su precioso hijo fue el único motivo por el que atravesé la barrera y vine aquí. ¿Es ésa una violación del código del guerrero?

—¡No se trata de eso, imbécil! Tu problema es que ni siquiera sabes cómo pensar, pareces tener la idea errónea de que si llevas a cabo una hazaña valerosa eso basta por sí solo para convertirte en un samurai. ¡Pues no es cierto! Dejas que ese único acto de lealtad te convenza de tu rectitud, y cuanto más convencido estás, más daño te causas a ti mismo y a todos los demás. ¿Y dónde te encuentras ahora? ¡Atrapado en una trampa que tú mismo te has tendido, ahí es donde estás! —Hizo una pausa y añadió—: Por cierto, ¿cómo es el panorama desde ahí arriba, Takezō?

—¡Cerdo! ¡No olvidaré esto!

—Pronto lo olvidarás todo. Antes de que te conviertas en carne seca, Takezō, echa un buen vistazo al ancho mundo que te rodea. Contempla el mundo de los seres humanos y cambia tu egoísta manera de pensar. Y luego, cuando llegues al más allá y te reúnas con tus antepasados, diles que poco antes de tu muerte un hombre llamado Takuan Sōhō te dijo esto. Les alegrará mucho saber que has tenido un guía tan excelente, aun cuando hayas sabido en qué consiste realmente la vida demasiado tarde para aportar otra cosa que no sea vergüenza al nombre de tu familia.

Otsū, que había permanecido totalmente pasmada a cierta distancia, se acercó corriendo y apostrofó al monje a voz en grito.

—¡Estás llevando esto demasiado lejos, Takuan! Te he estado escuchando, lo he oído todo. ¿Cómo puedes ser tan cruel con alguien que ni siquiera puede defenderse? ¡Eres un hombre religioso, o deberías serlo! Takezō está en lo cierto cuando dice que confió en ti y permitió que le prendieras sin luchar.

—Bueno, ¿a qué viene todo esto? ¿Se está volviendo en mi contra mi camarada de armas?

—¡Ten corazón, Takuan! Cuando te oigo hablar así, te odio, de veras. Si te propones matarle, ¡entonces mátale y acaba con esta tortura! Takezō se ha resignado a morir. ¡Déjale que lo haga en paz! —Estaba tan indignada que tiraba frenéticamente del hábito de Takuan.

—¡Estate quieta! —le ordenó él con una brutalidad inusitada—. Las mujeres no sabéis nada de estas cosas. Refrena la lengua o te colgaré ahí arriba con él.

—¡No, no voy a callar! —gritó ella—. También debo tener oportunidad de hablar. ¿No fui a las montañas contigo y permanecí allí tres días y tres noches?

—Eso no tiene nada que ver. Takuan Sōhō castigará a Takezō como lo considere oportuno.

—¡Entonces castígale! ¡Mátale! Hazlo ahora mismo. No está bien que ridiculices su desgracia mientras él está ahí colgado y medio muerto.

—Resulta que ésa es mi única debilidad, ridiculizar a los necios como él.

—¡Es inhumano!

—¡Vete de aquí! Márchate, Otsū, y déjame en paz.

—¡No lo haré!

—Deja de ser testaruda —gritó Takuan, empujando fuertemente a la muchacha con el codo.

Otsū se desplomó junto al árbol. Cuando se recobró, apoyó la cara y el pecho en el tronco y se echó a llorar. Nunca había imaginado que Takuan pudiera ser tan cruel. Los aldeanos creían que, aunque el monje tuviera atado a Takezō durante algún tiempo, finalmente se ablandaría y suavizaría el castigo. ¡Ahora Takuan había admitido que tenía la «debilidad» de disfrutar viendo sufrir a Takezō! El salvajismo de los hombres hizo estremecer a Otsū.

Si incluso Takuan, en quien ella tanto confiaba, podía convertirse en un ser despiadado, entonces el mundo entero debía de ser maligno más allá de lo comprensible. Y si no había nadie en quien ella pudiera confiar...

Percibió un curioso calor en aquel árbol, sintió de alguna manera que a través de su tronco grande y viejo, tan grueso que diez hombres con los brazos extendidos no podían abarcarlo, corría la sangre de Takezō, fluía hacia abajo desde su precaria prisión en las ramas superiores.

¡Cómo se notaba que era hijo de un samurai! ¡Qué valiente era! Cuando Takuan le ató por primera vez, y luego volvió a hacerlo en el árbol, ella vio el lado débil de Takezō. También él era capaz de llorar. Hasta entonces ella había aceptado la opinión de la multitud, se había dejado influir por ella, sin tener una idea verdadera de cómo era realmente aquel hombre. ¿Qué había en él que llevaba a la gente a odiarle como si fuese un demonio y a perseguirle como a una bestia?

Los sollozos le sacudían la espalda y los hombros. Aferrándose con fuerza al tronco del árbol, restregó sus mejillas humedecidas por las lágrimas contra la corteza. El viento silbaba sonoramente entre las ramas superiores, agitándolas de un lado a otro. Grandes goterones de lluvia cayeron sobre el cuello de su kimono y se deslizaron por su espalda, produciéndole escalofríos a lo largo de la espina dorsal.

—Vámonos, Otsū —le gritó Takuan, cubriéndose la cabeza con las manos—. Nos empaparemos.

Ella no se molestó en responderle.

—¡Tú has tenido la culpa, Otsū! ¡Eres una quejica! Te echas a llorar y los cielos lloran también. —Entonces prescindió del tono burlón—: El viento sopla con más fuerza y parece que va a haber una gran tormenta. Vayamos adentro. ¡No desperdicies tus lágrimas por un hombre que de todos modos va a morir! ¡Vamos! —Takuan se alzó la falda del hábito, cubriéndose con ella la cabeza, y corrió al abrigo del templo.

Al cabo de unos instantes diluviaba y las gotas producían pequeñas manchas blancas al chocar contra el suelo. Aunque el agua le corría por la espalda, Otsū no se movía. No podía alejarse de allí, ni siquiera después de que el kimono empapado que se aferraba a su piel la helara hasta la médula. Cuando sus pensamientos se centraron en Takezō, la lluvia dejó de importarle. No se le ocurría preguntarse por qué tenía que sufrir simplemente porque él estaba sufriendo. Llenaba su mente la imagen recién formada de cómo debía ser un hombre. Rogó en silencio que le fuese perdonada la vida.

Dio vueltas alrededor del árbol, alzando a menudo la vista para mirar a Takezō, pero sin poder verle a causa de la tormenta. Le llamó, sin pensar por qué lo hacía, pero no obtuvo respuesta. Empezó a tener la sospecha de que él la consideraba como un miembro de la familia Hon'iden, o tan sólo como otra aldeana hostil.

—Si está ahí con esta lluvia —se dijo desesperada—, sin duda mañana habrá muerto. ¡Ah! ¿No hay nadie en el mundo que pueda salvarle?

Echó a correr a toda velocidad, impulsada en parte por el viento rugiente. Detrás del edificio principal del templo, la cocina y los aposentos de los monjes estaban bien cerrados. El agua que rebosaba de uno de los canalones del tejado formaba un torrente en el terreno inclinado.

—¡Takuan! —exclamó la muchacha.

Llegó a la puerta de la habitación del monje y empezó a golpearla con todas sus fuerzas.

—¿Quién es? —dijo él desde el interior.

—¡Soy yo! ¡Otsū!

—¿Qué estás haciendo todavía ahí afuera? —El monje se apresuró a abrir la puerta y la miró asombrado. A pesar de que los aleros del edificio eran largos, la lluvia se abatió sobre él—. ¡Entra en seguida! —exclamó, tratando de cogerle el brazo, pero ella retrocedió.

—No. He venido a pedirte un favor, no a secarme. ¡Te lo ruego, Takuan, bájale de ese árbol!

—¿Qué? ¡No haré semejante cosa! —dijo él con rotundidad.

—Por favor, Takuan, debes hacerlo. Te estaré agradecida para siempre. —Se arrodilló en el barro y alzó las manos en un gesto de súplica—. ¡No te preocupes por mí, pero ayúdale! ¡Por favor! No puedes dejarle morir así... ¡No puedes!

El sonido del torrente cercano apagaba su voz quejumbrosa. Con las manos todavía alzadas, parecía un fiel budista que practicara la austeridad permaneciendo en pie bajo una cascada de agua helada.

—Me inclino ante ti, Takuan, te lo ruego, haré lo que me pidas, pero por favor, ¡sálvale!

Takuan permaneció en silencio, con los ojos cerrados, como las puertas del santuario donde se guarda un Buda secreto. Suspiró hondo, los abrió y al hablar pareció exhalar fuego.

—¡Vete a dormir ahora mismo! Ya eres débil por naturaleza, y estar fuera con este tiempo es suicida.

—Oh, por favor, por favor —suplicó ella, tendiendo la mano hacia la puerta.

—Voy a acostarme, y te aconsejo que hagas lo mismo.

La voz del monje era glacial. La puerta se cerró bruscamente.

Pero ella no estaba dispuesta a ceder. Se arrastró por debajo del edificio hasta llegar al lugar donde suponía que el monje se acostaba y le llamó:

—¡Por favor! ¡Es lo más importante en el mundo para mí! ¿Me oyes, Takuan? ¡Respóndeme, por favor! ¡Eres un monstruo! ¡Un demonio de sangre fría y sin corazón!

El monje la escuchó pacientemente durante un rato, sin responder, pero la muchacha le impedía conciliar el sueño. Finalmente, en un acceso de furia, se levantó gritando:

—¡Socorro! ¡Un ladrón! ¡Hay un ladrón debajo del suelo! ¡Prendedle!

Otsū salió de debajo del edificio, volvió a la lluvia y se retiró derrotada. Pero aún no había terminado.

La roca y el árbol

A primera hora de la mañana, el viento y la lluvia se habían llevado la primavera sin dejar rastro. Un sol pulsátil caía a plomo y pocos aldeanos iban por las calles sin protegerse la cabeza con un sombrero de ala ancha.

Osugi subió la cuesta del templo y llegó a la puerta de Takuan sedienta y sin aliento. Gotas de sudor se desprendían de la línea del cabello, convergían en arroyuelos y le corrían en línea recta por la nariz. Ella ni se daba cuenta, rebosante como estaba de curiosidad por el sino de su víctima.

—¿Ha sobrevivido Takezō a la tormenta, Takuan? —preguntó a gritos.

El monje salió a la terraza.

—Ah, eres tú. Un magnífico aguacero, ¿verdad?

—Sí —dijo ella, con una sonrisa malévola—. Ha sido criminal.

—No obstante, debes saber que no es muy difícil resistir una o dos noches bajo la lluvia más intensa. El cuerpo humano está capacitado para aguantar el azote del viento y la lluvia. Lo realmente mortífero es el sol.

—¿Quieres decir que aún vive? —inquirió ella, incrédula, volviendo al instante su arrugado rostro hacia el viejo cedro. Entrecerró los ojos, se puso una mano sobre las cejas para protegerse de la luz deslumbradora y, al cabo de un momento, se relajó un poco—. Está ahí colgado como un trapo húmedo —observó con renovada esperanza—. No es posible que siga vivo, no puede ser.

Takuan sonrió.

—No veo que los cuervos le picoteen la cara todavía, lo cual significa que aún respira.

—Gracias por decírmelo. Sin duda un hombre instruido como tú sabe más que yo de esas cosas. —Estiró el cuello y miró, por el lado del monje, hacia el edificio—. No veo a mi nuera por ninguna parte. ¿Quieres hacerme el favor de llamarla?

—¿Tu nuera? Me temo que no la conozco. En cualquier caso ignoro su nombre. ¿Cómo voy a llamarla?

—¡Te he dicho que la llames! —repitió Osugi con impaciencia.

BOOK: Musashi
3.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Charlotte Temple by Susanna Rowson
Drama Queen by Susannah McFarlane
Miss Timmins' School for Girls by Nayana Currimbhoy
The Star King by Susan Grant
Greyhound by Piper, Steffan