Authors: Eiji Yoshikawa
—No podría enumerar todas las artimañas bajas y cobardes a las que recurrió. Considerad, por ejemplo, que se las ingenió para llegar tarde a sus encuentros respectivos con Yoshioka Seijūrō y Denshichirō. En vez de ir directamente al encuentro de sus enemigos en el pino de ancha copa, dio un rodeo y empleó toda clase de viles estratagemas.
—Se ha señalado que era un solo hombre luchando contra muchos. Eso es cierto, pero formaba parte de su diabólico ardid para promocionar su nombre. Sabía muy bien que, como le superaban en número, el público simpatizaría con él. Y cuando examinamos la lucha en sí, puedo deciros, porque la observé personalmente, que fue poco más que un juego de niños. Musashi logró sobrevivir durante algún tiempo gracias a sus mañas, y luego, cuando se le presentó la oportunidad de huir, así lo hizo. Ah, debo admitir que, hasta cierto punto, hizo una exhibición de fuerza bruta, pero eso no le convierte en un experto espadachín. No, en modo alguno. El mayor mérito que tiene Musashi para lograr la fama es su capacidad de correr con mucha rapidez. En escaparse velozmente no tiene rival.
Ahora las palabras brotaban impetuosas de la boca de Kojirō como por encima de un dique.
—La gente ordinaria cree que a un solo espadachín le es difícil luchar contra un gran número de adversarios, pero diez hombres no son necesariamente diez veces más fuertes que un solo hombre. Para el experto, los números no son siempre importantes.
Entonces Kojirō hizo una crítica profesional del combate. Era fácil menospreciar la hazaña de Musashi, pues, a pesar de su valor, cualquier observador entendido habría enumerado defectos en su actuación. Cuando llegó el momento de mencionar a Genjirō, Kojirō fue muy duro. Dijo que el asesinato del muchacho era una atrocidad, una violación de la ética de la esgrima y que no se podía tolerar desde ningún punto de vista.
—Y permitidme que os hable de los antecedentes de Musashi —añadió, indignado.
Entonces les reveló que en los últimos días había encontrado a Osugi en el monte Hiei y la anciana le había contado la larga historia de la duplicidad de Musashi. Sin ahorrar detalles, repitió los agravios que había sufrido aquella «dulce anciana».
Kojirō terminó diciendo:
—Me estremezco al pensar que hay personas que entonan a gritos las alabanzas a ese bribón. ¡Es terrible pensar en el efecto que esto tiene sobre la moral pública! Y ésa es la razón por la que he hablado tanto. No tengo ninguna relación con la casa de Yoshioka ni tampoco ningún agravio personal contra Musashi. Os he hablado justa e imparcialmente, como hombre totalmente entregado al Camino de la Espada y decidido a seguir correctamente el Camino. Os he dicho la verdad. ¡Recordadlo!
Guardó entonces silencio y alivió la sed con una taza de té. Entonces se volvió hacia sus compañeros y observó calmosamente:
—Ah, el sol ya está bajo en el cielo. Si no partís pronto, estará oscuro antes de que lleguéis al Miidera.
Los samurais del templo se levantaron para marcharse.
—Cuídate bien —le dijo uno de ellos.
—Esperamos verte de nuevo cuando regreses a Kyoto.
Los picapedreros vieron entonces su oportunidad y, como prisioneros liberados por un tribunal, se apresuraron a regresar al valle, envuelto ahora en sombras violáceas, donde resonaban los cantos de los ruiseñores.
Kojirō les vio alejarse y luego llamó a la posadera.
—Dejaré el dinero del té sobre la mesa. Por cierto, ¿tienes alguna mecha de arcabuz?
La anciana estaba en cuclillas ante el horno de tierra, preparando la cena.
—¿Mechas? —le dijo—. Hay un manojo colgado en el rincón, al fondo. Coge las que quieras.
Kojirō se dirigió al lugar indicado. Cuando extraía dos o tres mechas del manojo, las restantes cayeron sobre el banco que estaba debajo. Al disponerse a recogerlas, reparó en las dos piernas estiradas que sobresalían del banco. Su mirada se deslizó lentamente desde las piernas al cuerpo y el rostro. La sorpresa que se llevó fue como un fuerte golpe en el plexo solar.
Musashi le miraba fijamente.
Kojirō retrocedió un paso.
—Bien, bien —dijo Musashi, con una ancha sonrisa.
Sin apresurarse, se levantó y fue al lado de Kojirō, permaneciendo en silencio, con una expresión divertida y sagaz en la cara.
Kojirō intentó devolverle la sonrisa, pero sus músculos faciales se negaron a obedecerle. En seguida comprendió que Musashi debía de haber oído hasta la última de sus palabras, y su azoramiento era tanto más insoportable cuanto que Musashi parecía reírse de él. Sólo tardó un momento en recobrar su aplomo habitual, pero durante el breve intervalo su confusión fue inequívoca.
—Vaya, Musashi, no esperaba encontrarte aquí —le dijo.
—Me alegro de volver a verte.
—Sí, sí, yo también. —Arrepintiéndose de sus palabras incluso mientras las pronunciaba pero, por alguna razón, incapaz de reprimirlas, siguió diciendo—: Debo decir que te has distinguido realmente desde la última vez que nos vimos. Es difícil creer que un mero ser humano pudiera luchar como lo hiciste. Permíteme que te felicite. No pareces haber sufrido daño alguno.
Con un atisbo de sonrisa todavía en los labios y una cortesía exagerada, Musashi replicó:
—Gracias por actuar como testigo aquel día, y gracias también por la crítica que acabas de hacer de mi actuación. No solemos tener la oportunidad de vernos tal como nos ven los demás. Estoy muy en deuda contigo por tus comentarios. Te aseguro que no los olvidaré.
A pesar del tono sereno y la falta de rencor, la última frase estremeció a Kojirō. Reconoció lo que era, un desafío al que tendría que enfrentarse en alguna fecha futura.
Aquellos dos hombres, ambos orgullosos y voluntariosos, convencidos de su propia rectitud, estaban destinados a chocar más tarde o más temprano. Musashi se contentaría con esperar, pero cuando dijo que no olvidaría, se limitaba a expresar la sencilla verdad. Ya consideraba su victoria más reciente como un hito en su carrera de espadachín, un punto culminante en su lucha por perfeccionarse. Las calumnias de Kojirō no podrían sustraerse indefinidamente al reto.
Aunque Kojirō había embellecido su relato para influir en sus oyentes, en realidad veía lo ocurrido más o menos como lo había descrito, y su opinión sincera no difería en sustancia de lo que había afirmado. Tampoco dudaba ni por un momento de la exactitud fundamental de su valoración de Musashi.
—Me alegra que digas eso —dijo Kojirō—. No querría que lo olvidaras, como tampoco lo olvidaré yo.
Musashi aún sonreía mientras movía la cabeza en un gesto de asentimiento.
—He regresado, Otsū —dijo Jōtarō al cruzar el rústico portal.
La joven estaba sentada en la terraza, con los brazos apoyados en un pupitre bajo, y contemplaba el cielo. No había hecho otra cosa desde la mañana. Bajo el tejado de caballete había una placa de madera con una inscripción en caracteres blancos: «Ermita de la Montaña Luna». La casita, perteneciente a un funcionario sacerdotal del Ginkakuji, había sido prestada a Otsū a requerimiento del señor Karasumaru.
Jōtarō se dejó caer en un macizo de violetas en flor y empezó a chapotear en el arroyo para quitarse el barro de los pies. El agua, que fluía directamente desde el jardín del Ginkakuji, era más pura que la nieve recién caída. «El agua está helada», se dijo con el ceño fruncido, pero la tierra estaba caliente y el muchacho se sentía feliz por estar vivo y encontrarse en aquel hermoso lugar. Las golondrinas cantaban como si también a ellas les gustara el día.
Se levantó y, tras secarse los pies en la hierba, se encaminó a la terraza.
—¿No te aburres? —preguntó a Otsū.
—No, tengo muchas cosas en que pensar.
—¿No te gustaría enterarte de una buena noticia?
—¿Qué noticia?
—Es sobre Musashi. He oído decir que no está lejos de aquí.
—¿Dónde?
—He ido de un lado a otro durante cuatro días, preguntando a todo el mundo si sabían dónde estaba, y hoy he sabido que se encuentra en el Mudōji, un templo del monte Hiei.
—En ese caso, supongo que estará bien.
—Es probable, pero creo que deberíamos ir allí en seguida, antes de que se marche a otro lugar. Tengo hambre. ¿Por qué no te preparas mientras como algo?
—Quedan unas bolas de arroz envueltas en hojas. Están en esa caja de tres compartimientos. Sírvete tú mismo.
Cuando Jōtarō terminó de comer, Otsū no se había movido de la mesa.
—¿Qué ocurre? —le preguntó, mirándola con suspicacia.
—Creo que no deberíamos ir.
—Pero qué estupidez... Te mueres de ganas de ver a Musashi y un momento después finges que no quieres.
—No lo comprendes. Él sabe lo que siento. Aquella noche, cuando nos encontramos en la montaña, le dije todo cuanto deseaba decirle. Creímos que no volveríamos a vernos vivos.
—Pero puedes verle de nuevo. ¿A qué estás esperando?
—No sé qué piensa, si está satisfecho con su victoria o si permanece ahí porque corre peligro. Cuando me dejó, me resigné a no volver a verle en esta vida. No creo que deba ir a menos que él envíe a alguien en mi busca.
—¿Y si no lo hace durante años?
—Seguiré haciendo lo mismo que ahora.
—¿Quedarte aquí sentada mirando el cielo?
—No lo comprendes, pero no importa.
—¿Qué es lo que no comprendo?
—Los sentimientos de Musashi. Siento de veras que ahora puedo confiar en él. Le quería con mi corazón y mi alma, pero me temo que no creía en él del todo. Ahora sí, ahora todo es diferente. Estamos más cerca uno del otro que las ramas del mismo árbol. Aunque estemos separados, aunque muramos, seguiremos estando juntos. Así pues, ya nada puede hacer que me sienta solitaria. Ahora sólo ruego para que encuentre el Camino que está buscando.
—¡Estás mintiendo! —estalló Jōtarō—. ¿Es que las mujeres son incapaces de decir la verdad? Si quieres actuar así, me parece muy bien, pero no vuelvas a hablarme de lo mucho que ansias ver a Musashi. ¡Llora hasta que se te sequen los ojos! Lo mismo me da.
El muchacho se había esforzado mucho para averiguar adonde había ido Musashi desde Ichijōji... ¡y ahora ella le salía con aquello! Durante el resto del día hizo caso omiso de Otsū y no le dirigió la palabra.
Poco después de que hubiera oscurecido, una rojiza luz de antorcha cruzó el jardín, y uno de los samurais al servicio del señor Karasumaru llamó a la puerta. Entregó una carta a Jōtarō, diciéndole:
—Es de Musashi para Otsū. Su señoría ha dicho que Otsū debe cuidarse bien.
Tras decir estas palabras, el mensajero dio la vuelta y se marchó.
«Sí, es la caligrafía de Musashi —se dijo Jōtarō—. Debe de estar vivo.» Entonces, con un atisbo de indignación: «Está dirigida a Otsū, no a mí, ya veo».
Otsū salió por la parte trasera de la casa.
—Ese samurai ha traído una carta de Musashi, ¿no es cierto?
—Sí, pero no creo que te interese —replicó el chico con un mohín, escondiendo la carta a su espalda.
—Basta ya, Jōtarō, déjame verla —le imploró ella.
El chico se resistió durante un rato, pero en cuanto vio que la joven estaba a punto de echarse a llorar, le tendió el sobre.
—¡Ja! —exclamó, regocijado—. Pretendes que no quieres verle, pero no puedes esperar a leer su carta.
Mientras ella se agachaba al lado de la lámpara, con el papel tembloroso entre sus blancos dedos, la llama parecía tener una animación especial, era casi un presagio de felicidad y buena suerte.
La tinta centelleaba como un arco iris, las lágrimas en sus pestañas como joyas. Transportada de repente a un mundo que no se había atrevido a esperar que existiera, Otsū recordó el exaltado pasaje en el poema de Po Chü-i donde el espíritu de la difunta Kuei-fei se alegra al recibir un mensaje de amor de su afligido emperador.
Leyó el breve mensaje y volvió a leerlo. «Ahora mismo debe de estar esperando. He de apresurarme.» Aunque creyó haber dicho estas palabras en voz alta, lo cierto era que no había emitido sonido alguno.
Febrilmente escribió notas de agradecimiento al propietario de la casa, a los demás sacerdotes del Ginkakuji y a todos aquellos que habían sido amables con ella durante su estancia. Había recogido sus pertenencias y, ya calzada con las sandalias, estaba en el jardín antes de que se diera cuenta de que Jōtarō seguía sentado dentro, enfurruñado.
—¡Vamos, Jō! ¡Date prisa!
—¿Adonde vamos?
—¿Todavía estás enfadado?
—¿Y quién no lo estaría? Nunca piensas en nadie más que en ti misma. ¿Hay algo tan secreto en la carta de Musashi que ni siquiera puedes enseñármela?
—Perdona —dijo ella en tono de disculpa—. No hay ninguna razón para que no la veas.
—Olvídalo. Ya no me interesa.
—No seas tan quisquilloso. Quiero que la leas. Es una carta maravillosa, la primera que me ha enviado. Y también es la primera vez que me pide que vaya a reunirme con él. Nunca me había sentido tan feliz en toda mi vida. Deja de poner mala cara y ven conmigo a Seta. Te lo pido por favor.
En el camino que conducía al puerto de montaña de Shiga, Jōtarō mantuvo un malhumorado silencio, pero finalmente arrancó una hoja para usarla como silbato y tarareó algunas tonadas populares para aliviar la opresión del silencio nocturno.
Otsū le ofreció por fin que hicieran las paces.
—Quedan algunos dulces en la caja que nos envió anteayer el señor Karasumaru —le dijo.
Empezaba a amanecer y las nubes más allá del puerto se teñían de rosa antes de volver a su color habitual.
—¿Te encuentras bien, Otsū? ¿No estás cansada?
—Un poco. Todo el camino ha sido cuesta arriba.
—A partir de ahora será más fácil. Mira, ya se ve el lago.
—Sí, el lago Biwa. ¿Dónde está Seta?
—En aquella dirección. Musashi no estará allí tan temprano, ¿no crees?
—La verdad es que no lo sé. Tardaremos la mitad del día en llegar allí. ¿Descansamos un poco?
—De acuerdo —dijo el muchacho, que había recuperado el buen humor—. Sentémonos bajo ese par de grandes árboles.
El humo de los hogares encendidos en la mañana temprana se alzaba en filamentos, como vapores que ascendieran de un campo de batalla. A través de la bruma que se extendía desde el lago hasta la ciudad de Ishiyama, las calles de Ōtsu iban haciéndose visibles.
Al aproximarse, Musashi se puso una mano en la frente a modo de visera y miró a su alrededor, contento porque volvía a estar entre la gente.