Authors: Eiji Yoshikawa
—Esto no puedes quedártelo —dijo la viuda con firmeza, tratando de arrebatarle la máscara.
Jōtarō se zafó de ella, se colocó la máscara en lo alto de la cabeza y danzó por la habitación, gritando en tono desafiante:
—¿Para qué la necesitas? Ahora es mía. ¡Voy a quedármela!
Musashi, sorprendido y azorado por la conducta de su discípulo, intentó atraparle, pero Jōtarō se metió la máscara bajo el kimono y corrió escaleras abajo, perseguido por la viuda. Aunque ésta se reía, en absoluto enfadada, era evidente que no estaba dispuesta a prescindir de la máscara.
Poco después el chico volvió a subir lentamente las escaleras. Musashi, que se proponía reñirle severamente, estaba sentado de cara a la puerta. Pero, nada más entrar, Jōtarō gritó «¡un!» y sostuvo la máscara delante de él. Musashi se sobresaltó, sus músculos se tensaron inadvertidamente y cambió la posición de sus rodillas.
Se preguntó por qué motivo la travesura de Jōtarō le había afectado tanto, pero mientras contemplaba la máscara a la luz mortecina empezó a comprenderlo. El artesano había puesto algo diabólico en su creación. Aquella sonrisa en forma de media luna, curvada hacia arriba en el lado izquierdo de la cara blanca, estaba hechizada, poseída por un demonio.
—Si hemos de irnos, vámonos ya —dijo Jōtarō.
Sin levantarse, Musashi le dijo:
—¿Por qué no has devuelto todavía la máscara? ¿Qué quieres hacer con eso?
—¡Pero ella ha dicho que podía quedármela! Me la ha dado.
—¡No es cierto! Ve abajo y devuélvela.
—¡Pero me la ha dado! Cuando iba a devolvérsela me dijo que, si la deseaba tanto, podía quedármela. Sólo quería estar segura de que la cuidaría bien, así que se lo prometí.
—¡Ah! ¿Qué voy a hacer contigo?
Musashi se sentía avergonzado, por haber aceptado, primero el hermoso kimono y luego aquella máscara que la viuda parecía tener en gran aprecio. Le habría gustado darle algo a cambio, pero era evidente que la mujer no tenía necesidad de dinero, desde luego no de la pequeña cantidad que él podría haberle dado, y ninguna de sus humildes posesiones habría sido un regalo apropiado. Bajó las escaleras, pidió perdón por la grosería de Jōtarō e intentó devolver la máscara.
Sin embargo, la viuda le dijo:
—No, cuanto más pienso en ello, tanto más creo que seré feliz sin ella. Y el chico la desea tanto... No seas demasiado duro con él.
Sospechando que la máscara tenía algún significado especial para ella, Musashi trató una vez más de devolvérsela, pero por entonces Jōtarō ya se había calzado sus sandalias de paja y estaba en el exterior, esperando al lado de la puerta y pagado de sí mismo, a juzgar por la expresión de su cara. Deseoso de ponerse en marcha, Musashi cedió ante la amabilidad de la joven viuda y aceptó el regalo. La mujer le dijo que sentía más ver marcharse a Musashi que perder la máscara, y le rogó varias veces que la visitara y se alojara en su casa siempre que volviera a Nara.
Musashi se estaba atando las correas de las sandalias cuando llegó corriendo la esposa del vendedor de buñuelos.
—¡Cuánto me alegro de que aún no te hayas ido! —le dijo sin aliento—. ¡No puedes marcharte ahora! Por favor, vuelve arriba. ¡Está ocurriendo algo terrible!
La voz de la mujer era temblorosa, como si creyera que un terrible ogro estaba a punto de atacarle.
Musashi terminó de atarse las sandalias y alzó la cabeza calmosamente.
—¿De qué será? ¿Tan terrible es?
—Los sacerdotes del Hōzōin se han enterado de que hoy te marchas, y más de diez han empuñado sus lanzas y te estás esperando en la planicie de Hannya.
—¿Ah, sí?
—Sí, y el abad, Inshun, está con ellos. Mi marido conoce a uno de los sacerdotes y le ha preguntado qué ocurre. El sacerdote ha dicho que el hombre que se ha alojado aquí en los últimos dos días, el hombre llamado Miyamoto, se marcha hoy de Nara, y que los sacerdotes van a atacarle en el camino.
Con el semblante contorsionado por el pavor, la mujer aseguró a Musashi que sería suicida abandonar Nara aquella mañana, y le pidió encarecidamente que se quedase allí oculto otra noche. En su opinión, sería más seguro que tratara de marcharse con sigilo a la mañana siguiente.
—Comprendo —dijo Musashi sin emoción—. ¿Dices que tienen intención de salirme al paso en la planicie de Hannya?
—No estoy segura del lugar exacto, pero partieron en esa dirección. Algunos aldeanos me han dicho que no iban sólo los sacerdotes, sino también un numeroso grupo de rōnin. Dicen que te capturarán y llevarán al Hōzōin. ¿Has hecho algo malo a ese templo o les has insultado de alguna manera?
—No.
—Pues dicen que los sacerdotes están furiosos porque alquilaste a alguien para que fijara por ahí unos carteles con versos que ridiculizan al Hōzōin. Creen que eso significa una satisfacción maligna por haber matado a uno de sus hombres.
—No he hecho tal cosa. Ha habido un error.
—¡Pues si es un error, no deberías salir y dejar que te maten por ello!
Ahora con la frente perlada de sudor, Musashi contempló pensativo el cielo, recordando lo airados que habían estado los tres rōnin cuando rechazó su oferta. Tal vez estaba en deuda con ellos por lo ocurrido. Sin duda aquella gente era muy capaz de fijar unos carteles ofensivos y luego extender el rumor de que había sido él.
Se incorporó bruscamente.
—Me marcho —anunció.
Se ató la bolsa de viaje a la espalda, cogió el sombrero de junco y, volviéndose a las dos mujeres, les agradeció la amabilidad. Cuando se dirigía a la puerta, la viuda, ahora con lágrimas en los ojos, le siguió, rogándole que no se marchara.
—Si me quedo otra noche —observó él—, es seguro que habrá problemas en tu casa. No deseo que suceda tal cosa, después de lo buena que has sido con nosotros.
—No me importa —insistió ella—. Aquí estarás más seguro.
—No, me marcho ya. ¡Jō! Despídete de la señora.
El chiquillo obedeció, hizo una reverencia y se despidió. También él parecía abatido, pero no porque lamentara marcharse. Lo cierto era que Jōtarō no conocía realmente a Musashi. En Kyoto había oído decir que su maestro era un hombre débil y cobarde, y la idea de que los afamados lanceros del Hōzōin le atacaran era muy deprimente. Su corazón juvenil rebosaba de pesimismo y malos presagios.
Jōtarō caminaba penosamente al lado de su maestro, temiendo que cada paso que daban les acercaba a una muerte segura. Poco antes, en el húmedo y umbroso camino cerca del Tōdaiji, una gota de rocío que le cayó en el cuello casi le hizo gritar. Los negros cuervos que veía a lo largo de la ruta le producían una sensación horripilante.
Nara había quedado muy atrás. Entre las hileras de cedros que flanqueaban el camino, veían la planicie en suave pendiente que conducía a la colina de Hannya. A su derecha se alzaban las cumbres ondulantes del monte Mikasa, y por encima de ellos se extendía el cielo apacible.
El hecho de que se dirigieran en línea recta al lugar donde aguardaban los lanceros del Hōzōin dispuestos a tenderles una emboscada carecía por completo de sentido para el muchacho. Bastaba con que uno se lo propusiera para encontrar una infinidad de lugares donde ocultarse. ¿Por qué no iban a uno de los numerosos templos de la zona y aguardaban la hora propicia para reanudar la marcha? Sin duda eso sería lo más juicioso.
Se preguntó si Musashi tenía intención de pedir disculpas a los sacerdotes, aunque no les había hecho nada malo. Jōtarō resolvió que si Musashi les rogaba su perdón, él también lo haría. No era el momento de discutir sobre lo que estaba bien y mal.
—¡Jōtarō!
El chiquillo se sobresaltó al oír su nombre. Enarcó las cejas y todo su cuerpo se puso tenso. Comprendió que probablemente estaba pálido a causa del miedo y, como no quería parecer infantil, dirigió los ojos valientemente al cielo. Musashi le imitó, y el chico se sintió más abatido que nunca.
Musashi le habló entonces en su habitual tono alegre.
—Qué agradable, ¿no crees? Es como si camináramos al ritmo del canto de los ruiseñores.
—¿Qué? —dijo el muchacho, pasmado.
—He mencionado a los ruiseñores.
—Ah, sí, los ruiseñores. Por aquí hay unos cuantos, ¿verdad?
Musashi tuvo un atisbo del desánimo que embargaba al muchacho por la palidez de sus labios. Lo sentía por él. Al fin y al cabo, en cuestión de minutos podía verse súbitamente solo en un lugar desconocido.
—Nos estamos acercando a la colina Hannya, ¿verdad? —dijo Musashi.
—Bueno, ¿y ahora qué?
Jōtarō no replicó. El canto de los ruiseñores era un sonido frío en sus oídos. No podía sacudirse de encima el presentimiento de que tal vez pronto se separarían para siempre. Los ojos rebosantes de júbilo cuando sorprendió a Musashi con la máscara estaban ahora tristes, velados por la preocupación.
—Creo que lo mejor será que te deje aquí —le dijo Musashi—. Si vienes conmigo, podrías resultar herido por accidente. No hay ninguna razón para que te arriesgues a sufrir daños.
Jōtarō no pudo contenerse y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas como si se hubiera roto una presa. Se llevó los dorsos de las manos a los ojos y sus hombros se estremecieron. Minúsculos espasmos puntuaban su llanto, como si tuviera hipo.
—¿Qué es esto? ¿No tienes que aprender el camino del samurai? Si logro burlarlos y echo a correr, tú corre en la misma dirección. Si me matan, vuelve a la tienda de sake en Kyoto, pero de momento sube a ese risco de ahí y observa. Desde esa altura podrás ver todo lo que ocurre.
Tras enjugarse las lágrimas, Jōtarō cogió a Musashi de la manga y le dijo impulsivamente:
—¡Huyamos!
—¡Un samurai no puede decir eso! Y tú quieres llegar a serlo, ¿no es cierto?
—¡Tengo miedo! ¡No quiero morir! —Con manos temblorosas, seguía tirando de la manga de Musashi—. Piensa en mí —le suplicó—. ¡Por favor, vámonos mientras aún estamos a tiempo!
—Cuando hablas así, también me entran ganas de echar a correr. No tienes padres que cuiden de ti, igual que yo cuando tenía tu edad, pero...
—Entonces vámonos. ¿A qué estás esperando?
—¡No! —Musashi se volvió y, afirmando en el suelo los pies bien separados, se enfrentó al muchacho—. Soy un samurai y tú eres hijo de samurai. No vamos a huir.
Al notar la determinación en el tono de Musashi, Jōtarō dejó de insistir y se sentó. Las lágrimas corrían por su cara polvorienta, y al restregarse los ojos enrojecidos e hinchados extendía más la mugre.
—¡No te preocupes! —exclamó Musashi—. No tengo la menor intención de perder. ¡Voy a ganar! Entonces todo irá bien, ¿no te parece?
Estas palabras fueron de poco consuelo para Jōtarō, pues no se las creía. Sabía que los lanceros del Hōzōin eran más de diez contra uno, y dudaba de que Musashi, dada su reputación de debilidad, pudiera vencerlos uno tras otro, y no digamos a todos juntos.
Musashi, por su parte, empezaba a perder la paciencia. Le gustaba Jōtarō y se compadecía de él, pero aquél no era el momento de pensar en niños. Los lanceros estaban allí con un solo objetivo: matarle, y tenía que estar preparado para hacerles frente. Jōtarō se estaba convirtiendo en un fastidio.
—¡Basta de lloriquear! —le dijo en tono cortante—. Si te comportas así, nunca serás un samurai. ¿Por qué no regresas a la tienda de sake? —Apartó al chiquillo sin miramientos.
Herido en lo más vivo, Jōtarō dejó repentinamente de llorar y se irguió, con una expresión de sorpresa en el semblante. Contempló a su maestro, que se alejaba hacia la colina de Hannya. Deseaba llamarle, pero se contuvo y obligó a permanecer silencioso. Entonces se puso en cuclillas bajo un árbol cercano, ocultó el rostro en las manos y apretó los dientes.
Musashi no miró atrás, pero los sollozos de Jōtarō resonaban en sus oídos. Era como si estuviera viendo al chiquillo desventurado y asustado por un ojo en la nuca, y lamentaba haberlo traído consigo. Cuidar de sí mismo era más que suficiente. Todavía inmaduro, sin más que su espada en lo que confiar y sin saber qué traería el mañana, ¿qué necesidad tenía de un compañero?
La espesura del bosque fue disminuyendo y pronto se encontró en una planicie que en realidad era la falda en ascenso de las montañas que se alzaban a lo lejos. En el camino que se bifurcaba hacia el monte Mikasa, un hombre le saludó alzando la mano.
—¡Eh, Musashi! ¿Adonde vas?
Musashi reconoció al hombre que se le aproximaba. Era Yamazoe Dampachi. Aunque Musashi percibió de inmediato que el objetivo de Dampachi era llevarle a una trampa, le saludó cordialmente.
—Me alegro de haberte encontrado —le dijo Dampachi—. Quería decirte cuánto lamento lo ocurrido el otro día. —Su tono era demasiado cortés y, mientras hablaba, resultaba evidente que estaba examinando el rostro de Musashi con sumo cuidado—. Espero que lo hayas olvidado. Fue un error.
El mismo Dampachi no sabía muy bien a qué atenerse con respecto a Musashi. Le había impresionado mucho lo que había visto en el Hōzōin. De hecho, sólo pensar en ello le producía escalofríos. Sea como fuere, Musashi sólo era todavía un rōnin provinciano, no podía tener más de veintiuno o veintidós años, y Dampachi no estaba en modo alguno dispuesto a admitir que cualquier hombre de esa edad y categoría pudiera superarle.
—¿Adonde vas? —volvió a preguntarle.
—Tengo intención de atravesar Iga hasta la carretera de Ise. ¿Y tú?
—Me dirijo a Tsukigase, donde tengo algunas cosas que hacer.
—Eso no está lejos del valle Yagyū, ¿no es cierto?
—Así es.
—Ahí es donde está el castillo del señor de Yagyū, ¿no?
—Sí, está cerca del templo llamado Kasagidera. Tienes que ir por allí alguna vez. El viejo señor, Muneyoshi, vive retirado, dedicado a enseñar la ceremonia del té, y su hijo, Munenori, se encuentra en Edo, pero aun así deberías pasar por allí y ver cómo es.
—La verdad es que no creo que el señor de Yagyū diera una lección a un hombre errante como yo.
—Es posible que lo hiciera. Por supuesto, sería una ayuda que te presentaran. Conozco a un armero de Tsukigase que trabaja para los Yagyū. Si quieres, podría preguntarle si está dispuesto a presentarte.
La ancha planicie tenía una extensión de varias leguas, sin más accidentes que algún cedro o un pino negro chino solitarios. Pero aquí y allá el terreno presentaba suaves ondulaciones, y el camino también subía y bajaba. Cerca del pie de la colina de Hannya, Musashi observó el humo de una fogata que se elevaba al otro lado de un altozano.