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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (34 page)

BOOK: Musashi
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—¿Estás preparado ahora?

Esta solicitud encolerizó a Agón. Sus músculos eran como el acero, y cuando saltó, lo hizo con una ligereza temible. Sus pies parecían estar en el suelo y el aire al mismo tiempo, vibrando como la luz de la luna en las olas del mar.

Musashi seguía perfectamente inmóvil, o así lo parecía. No había nada notable en su postura: sostenía la espada extendida con las dos manos, pero como era algo más bajo que su adversario y sin una musculatura tan espectacular, casi daba una impresión de informalidad. La mayor diferencia estaba en los ojos. La mirada de Musashi era aguda como la de un pájaro, sus pupilas un coral claro teñido de sangre.

Agón sacudió la cabeza, quizá para eliminar los torrentes de sudor que le brotaban de la frente, tal vez para alejar las palabras de advertencia del anciano. ¿Habían hecho mella en él? ¿Intentaba apartarlas de su mente? Fuera cual fuese el motivo, lo cierto era que estaba agitado en extremo. Cambió de posición repetidas veces, tratando de provocar a Musashi, pero éste seguía inmóvil.

La arremetida de Agón estuvo acompañada de un grito desgarrador. En la fracción de segundo que decidió el encuentro, Musashi paró el golpe y contraatacó.

—¿Qué ha ocurrido?

Los sacerdotes compañeros de Agón corrieron hacia él y formaron a su alrededor un círculo negro. En medio de la confusión generalizada, alguien tropezó con su lanza de prácticas y quedó tumbado en el suelo.

Uno de los sacerdotes se levantó, con las manos y el pecho manchados de sangre, y gritó:

—¡Medicina! Traed la medicina. ¡Rápido!

—No necesitaréis ninguna medicina —dijo el anciano, que acababa de entrar en la sala y había evaluado rápidamente la situación. Su semblante reflejaba la irritación que sentía—. Si hubiera creído que la medicina le salvaría, no habría intentado detenerle en primer lugar. ¡El muy idiota!

Nadie prestaba atención a Musashi. Éste, a falta de algo mejor que hacer, regresó a la puerta principal y empezó a calzarse las sandalias.

El anciano le siguió.

—¡Tú! —le dijo.

Musashi replicó por encima del hombro:

—¿Sí?

—Me gustaría cambiar unas palabras contigo. Vuelve adentro.

Acompañó a Musashi a una habitación detrás de la sala de prácticas, una celda sencilla, cuadrada, cuya única abertura en las cuatro paredes era la puerta. Una vez sentados, el anciano le dijo:

—Sería más apropiado por parte del abad venir a saludarte, pero está de viaje y no volverá hasta dentro de dos o tres días. Así pues, actuaré en su nombre.

—Eres muy amable —dijo Musashi, inclinando la cabeza—. Agradezco el buen adiestramiento que he recibido hoy, pero creo que debería disculparme por el cariz desafortunado que ha tenido...

—¿Por qué? Esa clase de cosas ocurren. Tienes que estar dispuesto a aceptarlas antes de empezar la lucha. No dejes que eso te preocupe.

—¿Son graves las lesiones de Agón?

—Ha tenido una muerte instantánea —respondió el anciano. Su aliento fue como un viento frío en el rostro de Musashi.

—¿Ha muerto? —Y dijo para sus adentros: «Así que ha vuelto a ocurrir».

Otra vida segada por su espada de madera. Cerró los ojos e invocó en su corazón el nombre de Buda, como había hecho en similares ocasiones en el pasado.

—¡Joven!

—Sí, señor.

—¿Te llamas Miyamoto Musashi?

—Así es.

—¿Con quién has estudiado las artes marciales?

—No he tenido maestro en el sentido ordinario. Mi padre me enseñó a manejar la porra en mi infancia. Desde entonces, he seleccionado una serie de tácticas de samuráis mayores en diversas provincias. También he pasado algún tiempo viajando por el campo, aprendiendo de las montañas y los ríos, a los que también considero como maestros.

—Pareces tener la actitud correcta. ¡Pero eres tan fuerte...! ¡Demasiado fuerte!

Creyendo que le estaba alabando, Musashi se sonrojó y dijo:

—¡Oh, no! Aún soy inmaduro. Siempre cometo errores.

—Eso no es lo que quiero decir. Tu fuerza constituye tu problema. Debes aprender a controlarla, a debilitarte.

—¿Cómo? —replicó Musashi, perplejo.

—Recordarás que hace un rato pasaste por la huerta donde estaba trabajando.

—Sí.

—Al verme, diste un salto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué lo hiciste?

—Se me ocurrió que podrías usar tu azada como un arma y golpearme las piernas con ella. Y luego, aunque parecías concentrar la atención en el suelo, tu mirada me traspasó de parte a parte. Percibí algo letal en esa mirada, como si estuvieras buscando mi punto flaco... para atacarlo.

El anciano se echó a reír.

—Fue exactamente al revés. Cuando aún estabas a unos cincuenta pies de mí, percibí eso que llamas «algo letal» en el aire. Lo noté en el borde de mi azada..., con tanta fuerza se manifiestan tu espíritu de lucha y tu ambición a cada paso que das. Supe que debía estar preparado para defenderme.

—Si hubiera pasado por mi lado uno de los campesinos locales, yo mismo no habría sido más que un anciano cuidando de las verduras. Es cierto que percibiste beligerancia en mí, pero sólo ha sido un reflejo de la tuya.

Así pues, Musashi había estado en lo cierto al pensar, incluso antes de que intercambiaran las primeras palabras, que aquél no era un hombre ordinario. Ahora tenía la intensa sensación de que el sacerdote era el maestro y él un discípulo. Su actitud hacia el anciano de espalda encorvada se hizo adecuadamente deferente.

—Te agradezco la lección que me has dado. ¿Puedo preguntarte tu nombre y tu posición en este templo?

—No pertenezco al Hōzōin. Soy el abad del Ōzōin y me llamo Nikkan.

—Comprendo.

—Soy un viejo amigo de In'ei, y como estudiaba el manejo de la lanza, decidí estudiar con él. Más adelante tuve un par de ideas. Ahora jamás toco el arma.

—Supongo que eso significa que Inshun, el abad actual, es tu discípulo.

—Sí, podrías considerarlo así. Pero los sacerdotes no deberían utilizar en absoluto las armas, y considero desafortunado que el Hōzōin se haya hecho famoso por un arte marcial más que por el fervor religioso. Con todo, algunas personas consideraban que era una lástima que el estilo Hōzōin se extinguiera, por lo que se lo enseñé a Inshun y a nadie más.

—¿Me permitirías quedarme en el templo hasta el regreso de Inshun?

—¿Es que te propones desafiarle?

—Bueno, ya que estoy aquí, me gustaría ver cómo usa su lanza el maestro principal.

Nikkan sacudió la cabeza en un gesto de reproche.

—Es una pérdida de tiempo. Aquí no hay nada que aprender.

—¿De veras?

—Acabas de ver el estilo Hōzōin de lucha con la lanza, cuando has luchado con Agón. ¿Qué más necesitas ver? Si quieres aprender más, obsérvame. Mírame a los ojos.

Nikkan irguió los hombros, adelantó ligeramente la cabeza y miró fijamente a Musashi. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Mientras Musashi le devolvía la mirada, las pupilas de Nikkan brillaron primero con una llama coralina y luego adquirieron gradualmente una profundidad azul celeste. Su resplandor deslumbre la mente de Musashi, el cual apartó la vista. La risa quebradiza de Nikkan era como el ruido de unas tablas completamente secas.

El anciano desvió la mirada sólo cuando un sacerdote más joven entró en la habitación y le susurró algo.

—Tráelo —le ordenó.

Poco después regresó el joven sacerdote con una bandeja y un recipiente redondo de madera que contenía arroz, del cual Nikkan sirvió un cuenco a Musashi.

—Te recomiendo las gachas de té y los encurtidos, llamados encurtidos de Hōzōin porque los hacen aquí..., pepinos rellenos de albahaca y guindilla. Creo que te gustará bastante su sabor.

Mientras Musashi cogía los palillos, volvió a notar la mirada de Nikkan fija en él. Aún no podía saber si su cualidad penetrante se originaba en el interior del sacerdote o si era una respuesta a algo que él mismo emitía. Mordió un encurtido y tuvo la sensación de que el puño de Takuan estaba a punto de golpearle de nuevo o que la lanza cerca del umbral iba a volar hacia él.

Después de que hubiera tomado un cuenco de arroz mezclado con té y dos encurtidos, Nikkan le preguntó:

—¿Te apetece un poco más?

—No, gracias, es suficiente.

—¿Qué te han parecido los encurtidos?

—Muy buenos, gracias.

Cuando ya había salido del templo, la quemazón de la guindilla en su lengua era todo lo que Musashi recordaba del sabor de los encurtidos. Tampoco era aquél el único escozor que experimentaba, pues salió convencido de que, de alguna manera, había sido derrotado. Mientras caminaba lentamente por un bosque de cedros, se decía: «He perdido. ¡Me han aventajado!». A la pálida luz, unas sombras huidizas se cruzaron en su camino, una pequeña manada de ciervos, asustados por sus pasos.

«Cuando era sólo cuestión de fuerza física, gané, pero he salido de allí sintiéndome derrotado. ¿Por qué? ¿Acaso gané externamente sólo para perder dentro de mí?»

De repente se acordó de Jōtarō y dio media vuelta, regresando al Hōzōin, donde todavía ardían las luces. Cuando se anunció, el sacerdote que montaba guardia en la puerta asomó la cabeza y le dijo con indiferencia:

—¿Qué ocurre? ¿Te has olvidado algo?

—Sí. Mañana o pasado vendrá aquí alguien en mi busca.

Cuando lo haga, ¿le dirás que estaré en la vecindad del estanque Sarusawa? Así preguntará por mí en las posadas de allá.

—De acuerdo.

Puesto que la respuesta fue tan despreocupada, Musashi se sintió obligado a añadir:

—Será un muchacho. Se llama Jōtarō y es muy pequeño, por lo que te ruego que le transmitas con claridad el mensaje.

Al desandar de nuevo sus pasos, Musashi musitó para sus adentros: «Eso demuestra que he perdido. Incluso me olvidé de dejarle un mensaje a Jōtarō. ¡He sido derrotado por el viejo abad!». El desaliento de Musashi persistía. Aunque había vencido a Agón, lo único que permanecía en su mente era la inmadurez que había experimentado en presencia de Nikkan. ¿Cómo podría llegar a ser algún día un gran espadachín, el mejor de todos? Tal era el interrogante que le obsesionaba día y noche, y el encuentro de aquel día le había dejado profundamente deprimido.

Más o menos durante los últimos veinte años, la zona entre el estanque de Sarusawa y el curso bajo del río Sai había sido urbanizada de manera constante, y había una mezcolanza de nuevas casas, posadas y tiendas. Recientemente Ōkubo Nagayasu había acudido a la ciudad para gobernarla en nombre de los Tokugawa, y establecido sus oficinas administrativas en las cercanías. En medio de la ciudad se encontraba el establecimiento de un chino de quien se decía que era descendiente de Lin Ho-ching. Había tenido tanto éxito con sus buñuelos rellenos que se estaba construyendo una ampliación del negocio en dirección al estanque.

Musashi se detuvo ante las luces del distrito más activo y se preguntó dónde iba a alojarse. Había muchas posadas, pero debía tener cuidado con los fastos. Al mismo tiempo, deseaba elegir un lugar que no estuviera lejos del camino principal, a fin de que Jōtarō pudiera encontrarle fácilmente.

Acababa de comer en el templo, pero cuando percibió el aroma de los buñuelos rellenos volvió a sentirse hambriento. Entró en el establecimiento, se sentó y pidió un plato lleno. Cuando se lo sirvieron, Musashi observó que el nombre Lin estaba grabado a fuego en la parte inferior de los buñuelos. Al contrario que los encurtidos picantes del Hōzōin, saborear aquellos buñuelos era un placer.

La muchacha que le sirvió el té le preguntó cortésmente:

—¿Dónde piensas alojarte esta noche?

Musashi, que no estaba familiarizado con el distrito, aprovechó la oportunidad para explicar su situación y pedirle consejo. Ella le dijo que uno de los familiares del dueño tenía una pensión donde sería bien recibido, y, sin esperar su respuesta, salió. Volvió poco después en compañía de una mujer de aspecto juvenil, cuyas cejas afeitadas indicaban que estaba casada. Presumiblemente era la esposa del propietario.

La pensión se encontraba en un callejón tranquilo, no lejos del restaurante, y al parecer era una residencia ordinaria que en ocasiones aceptaba huéspedes. La señora sin cejas que le había mostrado el camino dio unos leves golpes en la puerta, y luego se volvió a Musashi y le dijo en voz baja:

—Es la casa de mi hermana mayor, así que no te preocupes por la propina ni nada.

La doncella salió de la casa y las dos intercambiaron susurros durante unos momentos. Satisfecha en apariencia, acompañó a Musashi al segundo piso.

La habitación y su mobiliario eran demasiado buenos para una posada ordinaria, y Musashi se sintió un poco incómodo. Le intrigaba que una casa acomodada como aquélla aceptara huéspedes, y le preguntó los motivos a la doncella, pero ésta se limitó a sonreír y no dijo nada. Como ya había comido, se bañó y fue a acostarse, pero la cuestión seguía intrigándole mientras conciliaba el sueño.

A la mañana siguiente, le dijo a la doncella:

—Espero que venga alguien en mi busca. ¿Podría quedarme uno o dos días hasta que llegue?

—Desde luego —respondió ella, sin preguntarle siquiera a la señora de la casa, la cual no tardó en personarse para presentar sus respetos al huésped.

Era una mujer atractiva, de unos treinta años y piel tersa. Cuando Musashi intentó satisfacer su curiosidad sobre los motivos por los que aceptaba huéspedes, ella replicó riendo:

—A decir verdad, soy viuda... Mi marido era un actor de teatro Noh llamado Kanze... y me atemoriza estar sin un hombre en la casa, con todos esos rōnin mal criados en la vecindad.

Siguió explicando que, si bien las calles estaban llenas de tabernas y prostitutas, a muchos samuráis indigentes no les satisfacían esas diversiones, sonsacaban información a los jóvenes y atacaban las casas donde no había hombres. Llamaban a esto «visitar a las viudas».

—En otras palabras —dijo Musashi—, aceptas hombres como yo para que te sirvan de guardaespaldas, ¿no es cierto?

—Bueno —replicó ella, sonriendo—, como te he dicho, no hay hombres en la casa. Por favor, considérate libre de quedarte todo el tiempo que quieras.

—Comprendo perfectamente. Confío en que te sientas segura durante el tiempo que esté aquí. Tan sólo quisiera pedirte una cosa. Estoy esperando un visitante... ¿Te importaría colocar un letrero con mi nombre en la entrada?

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