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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (43 page)

BOOK: Musashi
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—Nosotros no pudimos ver nada especial en él —dijo Kizaemon—, y llegamos a la conclusión de que sólo un genio puede reconocer a otro genio. Creemos que nos sería de gran ayuda en nuestros futuros estudios si nos lo explicaras.

Musashi tomó otro sorbo de sake.

—Oh, no fue nada en particular..., sólo una suposición afortunada.

—Vamos, no seas modesto.

—No soy modesto. Es algo que sentí... por el aspecto del corte.

—¿Qué clase de sensación fue ésa?

Tal como actuarían con cualquier desconocido aquellos cuatro discípulos veteranos de la casa de Yagyū intentaban analizar a Musashi y, al mismo tiempo, ponerle a prueba. Ya habían admirado su físico, admirando su porte y la expresión de sus ojos. Pero su manera de sostener la copa de sake y los palillos revelaban su crianza campesina que les hacía sentirse inclinados a mostrarse condescendientes con él. Tras sólo tres o cuatro copas de sake, el rostro de Musashi se puso rojo cobrizo. Azorado, se llevó la mano a la frente y las mejillas dos o tres veces. Era un gesto tan juvenil que hizo reír a sus anfitriones.

—Esa sensación tuya —repitió Kizaemon—. ¿Puedes hablarnos más de ella? Mira, este edificio, el Shin'indō, fue construido expresamente por el señor Kōizumi de Ise para alojarse en él durante sus visitas. Es un edificio importante en la historia de la esgrima, un lugar apropiado para que esta noche nos alecciones.

Musashi comprendió que protestar por sus halagos no le sacaría del apuro.

—Cuando sientes algo, lo sientes y ya está —les dijo—. No hay manera de explicarlo. Si deseáis que os demuestre lo que quiero decir, tendréis que desenvainar la espada y enfrentaros a mí en un encuentro. No hay otro camino.

El humo de la lámpara se alzaba negro como tinta de calamar en el quieto aire nocturno. Volvió a oírse el croar de una rana.

Kizaemon y Debuchi, los dos mayores, intercambiaron una mirada y se rieron. Aunque el muchacho había hablado serenamente, su disposición a ser puesto a prueba era un desafío evidente, y como tal lo reconocieron.

Lo dejaron pasar sin hacer ningún comentario y hablaron de espadas, del zen, de acontecimientos en otras provincias y de la batalla de Sekigahara. Tanto Kizaemon como Debuchi y Kimura habían participado en el sangriento conflicto, y para Musashi, que estuvo en el bando contrario, las anécdotas que contaban aquellos hombres tenían un amargo timbre de verdad. Los anfitriones parecían disfrutar muchísimo de la conversación, y a Musashi, que se limitaba a escuchar, le parecían fascinantes.

Sin embargo, era consciente del rápido paso del tiempo, y en lo más hondo tenía la certeza de que si no conocía a Sekishūsai aquella noche no le conocería nunca.

Kizaemon anunció que era el momento de tomar la cebada mezclada con arroz, el último plato acostumbrado, y los servidores se llevaron el sake.

Musashi se preguntaba cómo podría ver al señor del castillo. Cada vez resultaba más claro que se vería obligado a utilizar alguna treta disimulada. ¿Debería aguijonear a uno de sus anfitriones hasta hacerle perder los estribos? Eso sería difícil cuando él mismo no estaba enfadado, y por ello decidió mostrar en varias ocasiones su desacuerdo con lo que se decía, de una manera ruda e insolente. Shōda y Debuchi se tomaron a broma esa actitud. Ninguno de aquellos hombres cedería a la provocación y haría algo temerario.

Empezó a sentirse desesperado. No soportaba la idea de marcharse sin haber logrado su objetivo. Quería poner en su corona una brillante estrella de victoria, y deseaba que quedara constancia en los anales históricos de que Musashi había estado allí y se había ido tras haber dejado su impronta en la casa de Yagyū. Quería poner de rodillas con su propia espada a Sekishūsai, aquel gran patriarca de las artes marciales, aquel «dragón de antaño», como le llamaban.

¿Le habrían conocido el juego por completo? Estaba considerando esta posibilidad cuando las cosas dieron un giro inesperado.

—¿Habéis oído eso? —preguntó Kimura.

Murata salió a la terraza y, al regresar a la estancia, comentó:

—Tarō está ladrando, pero no como de costumbre. Creo que hay algo raro.

Tarō era el perro con el que se había peleado Jōtarō. No había duda de que los ladridos, que parecían proceder del segundo muro que rodeaba al castillo eran alarmantes, demasiado ruidosos y terribles para que se debieran a un solo perro.

—Creo que será mejor que eche un vistazo —dijo Debuchi—. Perdóname por aguar la fiesta, Musashi, pero esto podría ser importante. Por favor, continuad sin mí.

Poco después de que hubiera salido, Murata y Kimura se excusaron, rogando cortésmente a Musashi que les perdonara.

Los ladridos se intensificaron. Al parecer, el perro intentaba advertir de algún peligro. Cuando uno de los perros del castillo actuaba de esa manera, era señal casi segura de que sucedía algo funesto. La paz de la que gozaba el país no era tan firme como para que un daimyō pudiera permitirse relajar la vigilancia contra los feudos vecinos. Aún había guerreros sin escrúpulos que podían rebajarse a hacer cualquier cosa para satisfacer su ambición, y los espías vagaban por el territorio en busca de blancos satisfechos de sí mismos y vulnerables.

Kizaemon parecía alterado en extremo. Miraba fijamente la siniestra luz de la pequeña lámpara, como si contara los ecos de un ruido sobrenatural.

Finalmente se oyó un gemido largo y lastimero. Kizaemon gruñó y miró a su visitante.

—Está muerto —dijo Musashi.

—Sí, lo han matado. —Incapaz de seguir conteniéndose, Kizaemon se levantó—. No puedo entenderlo.

Se dispuso a salir, pero Musashi le detuvo.

—Un momento —le dijo—. ¿Sigue en la sala de espera Jōtarō, el muchacho que ha venido conmigo?

Preguntaron a un joven samurai que estaba delante del Shin'indō, el cual fue en busca del muchacho y regresó diciendo que no le veía por ningún lado.

Una expresión preocupada ensombreció el semblante de Musashi, el cual se volvió a Kizaemon y le dijo:

—Creo saber lo que ha ocurrido. ¿Te importaría que te acompañe?

—En absoluto.

A unas trescientas varas del dōjō, se había reunido una muchedumbre con varias antorchas encendidas. Además de Murata, Debuchi y Kimura, había varios soldados de infantería y guardianes, los cuales formaban un círculo negro. Todos ellos hablaban y gritaban al mismo tiempo.

Desde el borde exterior del círculo, Musashi examinó el espacio abierto en el centro, y el corazón le dio un vuelco. Tal como había temido, allí estaba Jōtarō, cubierto de sangre y con el aspecto de ser el mismísimo hijo del diablo, la espada de madera en la mano, los dientes apretados, los hombros subiendo y bajando al ritmo de su respiración entrecortada.

A su lado yacía Tarō, enseñando los dientes y con las patas extendidas. Los ojos sin vista del perro reflejaban la luz de las antorchas. De la boca le brotaba sangre.

—Es el perro de su señoría —dijo alguien tristemente.

Un samurai se dirigió a Jōtarō y le gritó:

—¡Pequeño bastardo! ¿Qué has hecho? ¿Eres tú quien ha matado al perro? —El hombre, enfurecido, descargó una bofetada que Jōtarō apenas tuvo tiempo de esquivar.

El chiquillo cuadró los hombres y gritó desafiante:

—¡Sí, yo lo he hecho!

—¡Lo admites!

—¡Tenía un motivo!

—¡Ja!

—Me he vengado.

—¿Qué?

La respuesta de Jōtarō dejó pasmados a los presentes. Todos estaban encolerizados. Tarō era el perro favorito del señor Munenori de Tajima, y no sólo eso, sino que tenía pedigrí como vástago de Raiko, una perra perteneciente al señor Yorinori de Kishū, a la que éste tenía en gran estima. El señor Yorinori le había dado personalmente el cachorro a Munenori, quien lo había criado por sí mismo. En consecuencia, la muerte del animal sería investigada a fondo, y ahora el destino de los dos samurais encargados de cuidar del animal era comprometido.

El hombre que ahora se enfrentaba a Jōtarō era uno de esos dos samurais.

—¡Calla! —gritó, dirigiendo su puño a la cabeza de Jōtarō.

Esta vez el muchacho no pudo esquivarlo a tiempo y recibió el golpe cerca de la oreja.

Jōtarō se llevó la mano al lugar golpeado.

—¿Qué estás haciendo? —gritó.

—Has matado al perro del maestro. Espero que no te importe que te maten de la misma manera, porque eso es exactamente lo que voy a hacer.

—Lo único que he hecho es desquitarme. ¿Por qué has de castigarme por eso? ¡Un hombre adulto debería saber que no está bien!

Desde el punto de vista de Jōtarō, sólo había protegido su honor, arriesgando su vida al hacerlo, pues una herida visible era una gran deshonra para un samurai. A fin de defender su orgullo, no tenía más alternativa que matar al perro. Con toda probabilidad había esperado que le alabaran por su valerosa conducta. Defendió su postura, decidido a no retroceder.

—¡Cierra tu insolente boca! —gritó el cuidador del perro—. No me importa que seas hijo único. Eres lo bastante mayor para conocer la diferencia entre un perro y un ser humano. Qué idea tan absurda... ¡Vengarse de un animal que no razona!

Cogió a Jōtarō por el cuello, miró a la multitud en busca de aprobación y declaró que tenía el deber de castigar al asesino del perro. La multitud asintió en silencio. Los cuatro hombres que hasta hacía unos momentos habían estado agasajando a Musashi parecían afligidos pero no decían nada.

—¡Ladra, chico! ¡Ladra como un perro! —gritó el cuidador.

Hizo dar varias vueltas a Jōtarō, cogido del cuello, y con una expresión cruel en los ojos lo derribó al suelo. Agarró un palo de roble y lo alzó por encima de su cabeza, dispuesto a golpear.

—Has matado al perro, pequeño rufián. ¡Ahora te toca el turno! ¡Levántate para que pueda matarte! ¡Ladra! ¡Muérdeme!

Apretando los dientes con fuerza y apoyándose en un brazo, Jōtarō se puso en pie, blandiendo la espada de madera. Sus facciones no habían perdido aquella cualidad de duendecillo, pero la expresión de su rostro no tenía nada de infantil, y el aullido que salió de su garganta era pavorosamente salvaje.

Cuando un adulto se enfada, a menudo lo lamenta después, pero cuando despierta la cólera de un niño ni siquiera la madre que lo trajo al mundo puede aplacarle.

—¡Mátame! —gritó—. ¡Vamos, mátame!

—¡Muere entonces! —replicó el enfurecido cuidador, y descargó el palo.

El golpe podría haber matado al muchacho de haberle tocado, pero no lo hizo. Un agudo chasquido reverberó en los oídos de los espectadores, y la espada de madera de Jōtarō voló por el aire. Sin pensar en lo que hacía, había parado el golpe del samurai.

Desarmado, cerró los ojos y se lanzó ciegamente contra el vientre de su enemigo, aferrándose al obi del hombre con los dientes. Luchando por su vida, arañaba la entrepierna del cuidador, mientras éste cortaba inútilmente el aire con el palo.

Musashi había permanecido en silencio, cruzado de brazos y con semblante inexpresivo, pero entonces apareció otro bastón de roble. Un segundo hombre había saltado al redondel y estaba a punto de atacar a Jōtarō por detrás. Musashi entró en acción. Bajó los brazos y en un instante se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar al espacio abierto en el centro.

—¡Cobarde! —gritó al segundo hombre.

Un palo de roble y dos piernas describieron un arco en el aire y aterrizaron a cuatro varas de distancia.

—¡Y ahora voy a por ti, diablillo! —gritó Musashi. Aferrando el obi de Jōtarō con ambas manos, alzó al muchacho por encima de su cabeza y lo mantuvo ahí. Entonces se volvió al cuidador, que estaba recogiendo su palo, y le dijo—: He estado observando esto desde el principio y creo que estás actuando mal. Este chico es mi servidor, y si tienes algo que objetar contra él, también deberías tenerlo contra mí.

—Muy bien, así lo haremos —dijo con vehemencia el cuidador—. ¡Os pondremos objeciones a los dos!

—¡Magnífico! Os desafiaremos juntos. ¡Toma, ahí va el chico!

Lanzó a Jōtarō contra el hombre. La multitud ahogó un grito de sorpresa y retrocedió. ¿Acaso aquel hombre estaba loco? Utilizar a un ser humano como arma arrojadiza contra otro ser humano era algo inaudito.

El cuidador del perro vio incrédulo que Jōtarō volaba y chocaba contra su pecho. El hombre cayó hacia atrás, como si hubieran retirado de pronto un apoyo que le sostenía. Era difícil saber si se había golpeado la cabeza contra una piedra o se había roto las costillas. Golpeó el suelo con un aullido y empezó a vomitar sangre. Jōtarō rebotó del pecho de aquel hombre, dio una voltereta en el aire y rodó como una bola hasta un lugar a veinte o treinta pies de distancia.

—¿Habéis visto eso? —gritó un hombre.

—¿Quién es este rōnin loco?

La riña ya no concernía sólo al perro del cuidador, y los demás samurais empezaron a insultar a Musashi. La mayoría de ellos desconocían que éste era un invitado, y varios sugirieron que le mataran allí mismo.

—¡Escuchadme todos! —gritó Musashi.

Le miraron fijamente, mientras él recogía la espada de madera de Jōtarō y se enfrentaba a ellos mirándoles con un ceño aterrador.

—El delito del niño es el delito de su maestro y los dos estamos dispuestos a pagar por ello. Pero primero permitidme que os diga esto: no tenemos intención de permitir que nos matéis como perros. Estamos dispuestos a desafiaros.

¡En vez de reconocer el delito y aceptar su castigo, los estaba desafiando! Si en aquel momento Musashi hubiera pedido disculpas por lo que había hecho Jōtarō y hablado en su defensa, si hubiera hecho siquiera el más ligero intento de suavizar los sentimientos encrespados de los samurais de Yagyū, el incidente podría haber quedado solventado discretamente. Pero la actitud de Musashi lo impedía. Parecía empeñado en crear un disturbio todavía mayor.

Shōda, Kimura, Debuchi y Murata le miraban con el ceño fruncido, preguntándose de nuevo a qué clase de ejemplar anormal habían invitado al castillo. Deplorando su falta de juicio, rodearon gradualmente a la multitud sin dejar de vigilarle.

La gente había estado furiosa de entrada, y el desafío de Musashi exacerbó su cólera.

—¡Escuchadle! ¡Es un forajido!

—¡Es un espía! ¡Atadle!

—¡No, ensartadle!

—¡Que no escape!

Por un momento pareció como si Musashi y Jōtarō, que volvía a estar a su lado, estuvieran a punto de ser engullidos por un par de espadas, pero entonces una voz autoritaria gritó:

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