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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (47 page)

BOOK: Musashi
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Otsū, en cambio, permanecía inmóvil en el cruce. Takuan se relajó y volvió a ser el viejo amigo que ella conocía. El monje le advirtió de los peligros que acechaban en la vida que ella se proponía llevar e intentó convencerla de que existían otras maneras de encontrar la felicidad, pero no logró convencer a Otsū.

Al cabo de un rato, Jōtarō regresó corriendo con la mascara sobre el rostro. Takuan se quedó paralizado, sintiendo instintivamente que aquél era el futuro semblante de Otsū, el que le vería después de que ella hubiera sufrido su largo viaje por el camino de la oscuridad.

—Bueno, me voy —dijo Otsū, apartándose de él.

Jōtarō se aferró a su manga.

—¡Sí, marchémonos ahora mismo! —exclamó.

Takuan alzó los ojos a las nubes blancas, lamentando su fracaso.

—No puedo hacer nada más —dijo—. El mismo Buda desesperó de salvar a las mujeres.

—Adiós, Takuan —le dijo Otsū—. Aquí me inclino ante Sekishūsai, pero te ruego que le transmitas mi agradecimiento y me despidas de él.

—Ah, incluso yo empiezo a pensar que los sacerdotes estamos locos. Cada vez que salen sólo encuentran personas que se precipitan hacia el infierno. —Takuan alzó las manos, las dejó caer y añadió con mucha solemnidad—: Otsū, si empiezas a ahogarte en los Seis Caminos del Mal o en los Tres Cruces, pronuncia mi nombre. ¡Piensa en mí y pronuncia mi nombre! ¡Hasta entonces, lo único que puedo decir es que viajes hasta tan lejos como puedas y que procures tener cuidado!

Libro III
FUEGO

Sasaki Kojirō

Al sur de Kyoto, el río Yodo rodeaba una colina llamada Momoyama, emplazamiento del castillo de Fushimi, y proseguía su curso por la llanura de Yamashiro hacia las murallas del castillo de Osaka, que estaba unas veinte millas más lejos, hacia el sudoeste. Debido en parte a este vínculo acuático directo, cada ondulación política en la zona de Kyoto tenía unas repercusiones inmediatas en Osaka, mientras parecía que en Fushimi cada palabra dicha por un samurai de Osaka, y no digamos por un general del mismo lugar, se consideraba como un presagio del futuro.

Alrededor de Momoyama tenía lugar una gran convulsión, pues Tokugawa Ieyasu había decidido transformar el modo de vida que había florecido bajo Hideyoshi. El castillo de Osaka, ocupado por Hideyori y su madre, Yodogimi, seguía aferrado con desesperación a los vestigios de su autoridad, que se desvanecía, pero el verdadero poder residía en Fushimi, donde Ieyasu había decidido vivir durante sus largos viajes a la región de Kansai. El choque entre lo nuevo y lo viejo era visible por doquier. Se discernía en las embarcaciones que navegaban por el río, en el porte de quienes viajaban por las carreteras, en las canciones populares y en los rostros de los samurais desplazados que iban en busca de trabajo.

El castillo de Fushimi estaba siendo reparado, y las piedras descargadas de las embarcaciones formaban casi una montaña en la orilla del río. La mayor parte de ellas eran enormes cantos rodados, que medían como mínimo seis pies cuadrados y tres o cuatro pies de altura. Casi chisporroteaban bajo el sol ardiente. Aunque era otoño según el calendario, el calor sofocante recordaba los días caniculares que seguían inmediatamente a la temporada lluviosa a principios del verano. Los sauces cerca del puente relucían con un brillo blanquecino, y una gran cigarra zigzagueó alocada desde el río a una casita cerca de la orilla. Los tejados del pueblo, privados de los suaves colores que sus faroles proyectaban sobre ellos en el crepúsculo, eran de un gris seco y polvoriento. Bajo el calor del mediodía, dos trabajadores, misericordiosamente libres durante media hora de su trabajo agotador, yacían espatarrados sobre la ancha superficie de un canto rodado, charlando de lo que estaba en boca de todo el mundo.

—¿Crees que habrá otra guerra?

—No veo por qué no. No parece haber nadie lo bastante fuerte para mantener controlada la situación.

—Supongo que tienes razón. Los generales de Osaka parecen estar reclutando a todos los rōnin que encuentran.

—Es muy posible. Tal vez no debería decirlo demasiado alto, pero tengo entendido que los Tokugawa están comprando armas y municiones a barcos extranjeros.

—Si es así, ¿por qué permite Ieyasu que su nieta Senhime se case con Hideyori?

—¿Cómo voy a saberlo? Haga lo que haga, puedes estar seguro de que tiene sus razones. No puede esperarse de la gente ordinaria como nosotros que conozca el pensamiento de Ieyasu.

Las moscas zumbaban alrededor de los dos hombres. Un enjambre de ellas cubría a dos bueyes cercanos. Los animales, uncidos todavía a unas carretas de transporte de madera vacías, haraganeaban bajo el sol, quietas, impasibles y babeantes.

El verdadero motivo de las reparaciones que estaba sufriendo el castillo escapaba a los trabajadores, los cuales suponían que Ieyasu iba a quedarse allí. En realidad, aquélla era una fase de un vasto programa de construcción, parte importante del plan de gobierno de Tokugawa. También se estaban realizando obras de construcción en gran escala en Edo, Nagoya, Suruga, Hikone, Ōtsu y otra docena de poblaciones con castillo. El propósito era en gran medida político, pues uno de los métodos que tenía Ieyasu de mantener su control de los daimyōs era ordenarles emprender diversos proyectos de ingeniería. Como ninguno de ellos era lo bastante poderoso para negarse, esto mantenía a los señores amistosos demasiado ocupados y no podían ablandarse, al tiempo que obligaba a los daimyōs que se enfrentaron a Ieyasu en Sekigahara a desprenderse de buena parte de sus ingresos. El gobierno tenía aún otro propósito, el de conseguir el apoyo de las gentes comunes, que se aprovechaban tanto directa como indirectamente de las extensas obras públicas.

Solamente en Fushimi, cerca de mil trabajadores se dedicaban a ampliar el almenaje del castillo, con el resultado secundario de que el pueblo alrededor de los muros experimentó un súbito influjo de buhoneros, prostitutas y tábanos, todos ellos símbolos de prosperidad. Las masas estaban encantadas con la bonanza económica procurada por Ieyasu, y los mercaderes se frotaban las manos pensando que, encima de todo aquello había una buena posibilidad de que estallara otra guerra que les aportara todavía más beneficios. Las mercancías se movían briosamente, e incluso ahora eran en su mayor parte suministros militares. Tras manejar su ábaco colectivo, los comerciantes más emprendedores habían llegado a la conclusión de que allí era donde aguardaban las mayores ganancias.

Los ciudadanos estaban olvidando con rapidez los días tranquilos del régimen de Hideyoshi y especulaban con lo que podrían ganar en los tiempos venideros. Poco les importaba quién tuviera el poder, pues mientras pudieran satisfacer sus deseos mezquinos no veían ninguna razón para quejarse. Tampoco Ieyasu les decepcionó a ese respecto, ya que se las había ingeniado para esparcir el dinero como habría podido repartir caramelos entre los niños. No su propio dinero, desde luego, sino el de sus enemigos potenciales.

También en agricultura estaba instituyendo un nuevo sistema de control. Ya no se permitía a los magnates locales gobernar como les viniera en gana o reclutar campesinos a voluntad para hacer trabajos ajenos al suyo. En lo sucesivo, se permitiría a los campesinos trabajar sus tierras, pero podrían hacer muy poco más. Debían permanecer ignorantes de la política y se les enseñaría a confiar en los poderes existentes.

Ieyasu creía que el dirigente virtuoso era aquel que no dejaba morir de hambre a los trabajadores de la tierra, pero al mismo tiempo se aseguraba de que no se levantaran por encima de su categoría. Ésta era la política con la que se proponía perpetuar el dominio de los Tokugawa. Ni los ciudadanos ni los agricultores ni los daimyōs se daban cuenta de que los estaban encajando minuciosamente en un sistema feudal que acabaría por atarlos de manos y pies. Nadie pensaba en cómo podrían ser las cosas al cabo de cien años. Nadie, excepto Ieyasu.

Tampoco los obreros del castillo de Fushimi pensaban en el mañana. Se limitaban modestamente a esperar que transcurriera su jornada, cuanto más rápido mejor. Aunque hablaban de guerra y de cuándo podría estallar, los planes grandiosos para mantener la paz y aumentar la prosperidad no tenían nada que ver con ellos. Al margen de lo que sucediera, no podrían estar mucho peor de lo que estaban.

—¡Sandía! ¿Alguien quiere sandía? —gritó la hija de un campesino, la cual se presentaba cada día a aquella hora. Poco después de su llegada logró vender su mercancía a unos hombres que estaban jugando a chapas con monedas a la sombra de una gran roca. Fue airosamente de un grupo a otro, diciendo—: ¿No me compraréis mis sandías?

—¿Estás loca? ¿Crees que tenemos dinero para sandía?

—Oye, me comeré una con mucho gusto..., si es gratis.

Decepcionada porque su suerte inicial había sido engañosa, la muchacha se acercó a un joven obrero sentado entre dos cantos rodados, con la espalda apoyada en uno de ellos, los pies en el otro y los brazos alrededor de las rodillas.

—¿Sandía? —le preguntó ella sin demasiada esperanza.

Era un hombre delgado, con los ojos hundidos y la piel enrojecida por el sol. La fatiga empañaba su evidente juventud, pero con todo sus amigos más íntimos le habrían reconocido como Hon'iden Matahachi. Contó cansinamente unas sucias monedas en la palma de la mano y se las dio a la muchacha.

Cuando volvió a apoyarse en la roca, dejó caer la cabeza sobre el pecho, con semblante taciturno. El pequeño esfuerzo le había extenuado. Presa de náuseas, se inclinó a un lado y escupió en la hierba. Le faltaba la escasa fuerza que habría necesitado para recoger la sandía, que había caído de sus rodillas. La contempló con los ojos velados, en cuya negrura no había rastro de fortaleza o esperanza.

—Esos cerdos... —musitó débilmente.

Se refería a las personas a quienes le gustaría devolverles el daño que le habían hecho: Okō, con su rostro cubierto de polvos blancos, Takezō, con su espada de madera. Su primer error había sido ir a Sekigahara, el segundo caer sin resistirse en los brazos de la viuda lasciva. Había llegado a creer que, de no ser por esos dos acontecimientos, ahora estaría en su casa de Miyamoto, sería el jefe de la familia Hon'iden, estaría casado con una bella esposa y sería la envidia del pueblo.

«Supongo que ahora Otsū me odia..., aunque quisiera saber qué está haciendo.» En sus actuales circunstancias, pensar de vez en cuando en la que fue su novia era su único consuelo. Cuando por fin se puso de manifiesto la verdadera naturaleza de Okō, empezó a añorar de nuevo a Otsū. Había pensado en ella cada vez más desde el día en que tuvo el sentido común suficiente para marcharse de la casa de té Yomogi.

La noche de su partida descubrió que el Miyamoto Musashi que se estaba labrando una reputación de espadachín en la capital era su viejo amigo Takezō. A la fuerte conmoción que esto le produjo siguieron casi de inmediato oleadas de celos.

Pensando en Otsū, había dejado de beber y tratado de librarse de su pereza y sus malos hábitos, pero al principio no pudo encontrar ningún trabajo apropiado. Se culpaba por haber permanecido inactivo durante cinco años, mientras una mujer mayor que él le mantenía. Hubo una época en que le parecía que ya era demasiado tarde para cambiar.

«Pero no es demasiado tarde —se aseguró—. Sólo tengo veintidós años. ¡Si me lo propongo, puedo hacer cualquier cosa que desee!» Aunque cualquiera podría experimentar ese sentimiento, en el caso de Matahachi significaba cerrar los ojos, saltar por encima de un abismo de cinco años y trabajar como obrero en Fushimi.

Allí había trabajado duramente, como un esclavo, un día tras otro, aguantando el intenso calor desde principios del verano hasta el otoño. Y estaba bastante orgulloso de sí mismo por haberlo soportado.

«¡Se lo demostraré a todos! —pensaba ahora, a pesar de sus náuseas—. No hay ninguna razón por la que no pueda hacerme un nombre. ¡Soy capaz de hacer cualquier cosa que haga Takezō! Incluso puedo hacer más, y lo haré. Entonces me vengaré, a pesar de Okō. Diez años es todo lo que necesito.»

¿Diez años? Hizo una pausa para calcular el aspecto que tendría Otsū al cabo de ese tiempo. ¡Treinta y un años! ¿Seguiría soltera? ¿Le habría esperado durante tantos años? No era probable. Matahachi no tenía la menor idea de los recientes acontecimientos en Mimasaka, ni podía saber que aquél era un sueño imposible, pero diez años... ¡jamás! No podrían ser más de cinco o seis. En ese espacio de tiempo debería haber triunfado, no había más que hablar. Entonces podría regresar al pueblo, presentar excusas a Otsū y pedirle que se casara con él.

—¡Es la única manera! —exclamó—. Cinco años, seis como máximo. —Contempló la sandía y un destello de luz apareció de nuevo en sus ojos.

En aquel momento uno de sus compañeros se levantó más allá de la roca delante de él y, apoyando los codos en la ancha superficie de la piedra, le dijo:

—Eh, Matahachi. ¿Qué estás farfullando? Oye, tienes la cara verde. ¿Es que estaba podrida la sandía?

Aunque forzó una débil sonrisa, una nueva oleada de náuseas sacudió a Matahachi. La saliva se deslizaba fuera de su boca mientras meneaba la cabeza.

—No es nada, nada en absoluto —logró decir entre boqueadas—. Supongo que me ha dado demasiado el sol. Dejadme descansar un rato.

Los robustos cargadores de piedras se mofaron de su falta de fuerza, aunque lo hicieron con afabilidad. Uno de ellos le preguntó:

—¿Por qué compras sandía si no puedes comerla?

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