Authors: Eiji Yoshikawa
—Bueno, Jōtarō, ¿dónde vamos a alojarnos?
Jōtarō, que se había mantenido al lado de Daizō como una sombra, le respondió rotundamente que prefería «cualquier parte... mientras no sea un templo».
Tras elegir la posada más grande e imponente, Daizō entró y solicitó habitación. Su aspecto distinguido, junto con la elegante valija laqueada que el sirviente transportaba a la espalda, deslumbraron al encargado de la recepción, el cual comentó en tono adulador:
—Te has detenido muy temprano, ¿verdad?
Las posadas a lo largo de las carreteras estaban acostumbradas a recibir hordas de viajeros que llegaban a la hora de la cena e incluso más tarde.
Acompañaron a Daizō a una espaciosa habitación en la planta baja, pero poco después de que se pusiera el sol, el encargado y el posadero se presentaron en la estancia.
—Estoy seguro de que es una gran molestia —empezó a decir el posadero humildemente—, pero ha llegado de repente un grupo muy numeroso de huéspedes y me temo que aquí habrá mucho ruido. Si no te importa trasladarte a una habitación del primer piso...
—Ah, me parece muy bien —dijo Daizō en tono afable—. Me alegro de ver que tu negocio prospera.
Hizo una seña a Sukeichi, su criado, para que se hiciera cargo del equipaje y subió las escaleras. Apenas había abandonado la habitación cuando ésta fue invadida por las mujeres de la Sumiya.
La actividad que reinaba en la posada era frenética. Con la barahúnda que había en la planta baja, los sirvientes no se presentaban al llamarles. La cena llegó tarde, y cuando hubieron comido, nadie se presentó para llevarse los platos. Para colmo, se oía constantemente un ruido de fuertes pisadas en ambos suelos. Sólo la simpatía de Daizō hacia los servidores evitó que perdiera los estribos. Haciendo caso omiso del desaliñado estado de la habitación, se estiró para dormitar, usando el brazo como almohada. Al cabo de unos minutos, un repentino pensamiento cruzó por su mente, y llamó a Sukeichi.
Como el criado no acudió, Daizō abrió los ojos, se irguió y gritó:
—¡Jōtarō, ven aquí!
Pero también el muchacho había desaparecido.
Daizō se levantó y salió a la terraza, donde se encontró con numerosos huéspedes excitados que miraban con entusiasmo a las prostitutas alojadas en la planta baja.
Al ver a Jōtarō entre los espectadores, Daizō le agarró de un brazo y le llevó en seguida a la habitación. Mirándole severamente, le preguntó:
—¿Qué estabas mirando?
La larga espada de madera del muchacho, de la que no se separaba ni siquiera cuando estaba bajo techo, rozó el tatami al sentarse.
—Bueno, miraba lo mismo que todos los demás.
—¿Y qué es lo que están mirando?
—Abajo, en la habitación del fondo, hay muchas mujeres.
—¿Es eso todo?
—Sí.
—¿Y qué tiene eso de divertido?
La presencia de las putas no molestaba a Daizō, pero por alguna razón el profundo interés de los hombres que las miraban embobados le parecía irritante.
—No lo sé —replicó sinceramente Jōtarō.
—Voy a dar un paseo por el pueblo —le dijo Daizō—. Tú quédate aquí mientras esté ausente.
—¿No puedo ir contigo?
—Por la noche no.
—¿Por qué no?
—Como te dije antes, cuando voy a dar un paseo no es sencillamente para entretenerme.
—Entonces ¿para qué lo haces?
—Es algo relacionado con mi religión.
—¿Es que no te basta con las visitas a santuarios y templos durante el día? Hasta los sacerdotes tienen que dormir de noche.
—Para mí, la religión consiste en algo más que visitar santuarios y templos, jovencito. Ahora ve en busca de Sukeichi. Tiene la llave de mi valija.
—Ha ido a la planta baja hace un momento. Le he visto mirando a hurtadillas la habitación de las mujeres.
—¿También él? —exclamó Daizō, chascando la lengua—. Ve a buscarle y hazlo de prisa.
Después de que Jōtarō saliera, Daizō empezó a atarse de nuevo el obi de su kimono.
Los huéspedes masculinos, al enterarse de que las mujeres eran prostitutas de Kyoto, afamadas por su belleza y habilidad en las artes amatorias, eran incapaces de apartar los ojos de ellas. Sukeichi estaba tan absorto en su contemplación, que aún tenía la boca abierta cuando Jōtarō le localizó.
—Vamos, ya has visto suficiente —le dijo bruscamente el muchacho, tirándole de la oreja.
—¡Ay! —gritó el sirviente.
—Tu amo te llama.
—Eso no es cierto.
—Claro que sí. Ha dicho que va a dar un paseo. Siempre hace eso, ¿verdad?
—¿Cómo? Ah, sí, en efecto —dijo Sukeichi, desviando los ojos a regañadientes.
El chico se había vuelto para seguirle, cuando una voz le llamó.
—¿Jōtarō? Eres Jōtarō, ¿me equivoco?
Era la voz de una joven. El muchacho miró a su alrededor inquisitivamente. La esperanza de encontrar a su perdido maestro y Otsū no le había abandonado nunca. ¿Sería posible? Se puso en tensión y escudriñó entre las ramas de un gran arbusto de hoja perenne.
—¿Quién es?
—Yo.
El rostro que surgió del follaje era familiar.
—Ah, sólo eres tú.
Akemi le golpeó fuertemente en la espalda.
—¡Pequeño monstruo! Ha pasado tanto tiempo desde que te vi por última vez... ¿Qué estás haciendo aquí?
—Podría hacerte la misma pregunta.
—Bueno, yo... Bah, de todos modos no significaría nada para ti.
—¿Viajas con estas mujeres?
—Sí, pero aún no me he decidido.
—¿Decidido a qué?
—A convertirme en una de ellas —respondió ella con un suspiro. Tras una larga pausa, le preguntó—: ¿Qué hace últimamente Musashi?
Jōtarō se dio cuenta de que eso era realmente lo que ella quería saber, y pensó que ojalá estuviera en condiciones de responder a la pregunta.
—Otsū, Musashi y yo... nos separamos en la carretera.
—¿Otsū? ¿Quién es? —Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se acordó—. Bah, no importa. Lo sé. ¿Todavía persigue a Musashi?
Akemi estaba acostumbrada a considerar a Musashi como un gallardo shugyōsha que iba de un lado a otro según le viniera en gana, vivía en los bosques y dormía sobre las rocas desnudas. Aun cuando lograra alcanzarle, él vería en seguida lo disoluta que se había vuelto su vida y la rechazaría. Hacía tiempo que se había resignado a la idea de que su amor no sería correspondido.
Pero la mención de otra mujer despertó en ella sentimientos de celos y avivó los rescoldos de su instinto amoroso.
—Aquí hay demasiados ojos curiosos, Jōtarō. Vayamos a otra parte.
Salieron por la puerta del jardín. Ya en la calle, regaló su vista las luces de Hachiōji y sus numerosas hostelerías. Era la población más animada que los dos habían visto desde que salieran de Kyoto. Al noroeste se alzaban las oscuras y silenciosas formas de la sierra de Chichibu y las montañas que señalaban el límite de la provincia de Kai, pero aquí flotaba en la atmósfera el aroma del sake y vibraban los sonidos de los peines de telar manejados por los tejedores, los gritos de los vendedores en el mercado, las voces excitadas de los jugadores y las desanimadas y lacrimosas canciones de los cantantes callejeros locales.
—Matahachi mencionaba con frecuencia a Otsū —mintió Akemi—. ¿Qué clase de persona es?
—Es muy buena —dijo seriamente Jōtarō—. Dulce, amable, considerada y bonita. Me gusta de veras.
La amenaza que Akemi notaba cernida sobre ella se intensificó, pero ocultó sus sentimientos tras una sonrisa afable.
—¿De veras es tan extraordinaria?
—Sí, lo es, y sabe hacer de todo. Canta, escribe bien y toca la flauta a la perfección.
Akemi no pudo seguir ocultando su irritación.
—No veo qué gana una mujer sabiendo tocar la flauta.
—Si no quieres, no lo hagas, pero todo el mundo, incluso el señor Yagyū Sekishūsai, tiene en gran estima a Otsū. Hay una sola cosa que no me gusta de ella.
—Todas las mujeres tienen sus defectos. Se trata sólo de que los admitan sinceramente, como yo lo hago, o que intenten ocultarlos detrás de una actitud de dama distinguida.
—Otsū no es así. Sólo tiene un punto flaco.
—¿Cuál es?
—Cada dos por tres se le saltan las lágrimas. Es llorona como una criatura.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Llora cada vez que piensa en Musashi. Por eso estar a su lado es bastante triste y no me gusta.
Jōtarō se expresó con juvenil abandono, sin preocuparse lo más mínimo del efecto que pudieran surtir sus palabras.
Unos celos ardientes embargaron a Akemi. Se le notaba en las profundidades de los ojos, incluso en el color de su piel. No obstante, prosiguió su interrogatorio.
—Dime, ¿qué edad tiene?
—Más o menos la misma.
—¿Quieres decir la misma que yo?
—Humm, pero parece más joven y bonita.
Akemi se arriesgó, confiando en volver a Jōtarō en contra de Otsū.
—Musashi es más viril que la mayoría de los hombres. Sin duda detesta ver a una mujer que se comporta así continuamente. Otsū debe creer que las lágrimas le ganarán la benevolencia de un hombre. Es como las chicas que trabajan en la Sumiya.
Jōtarō replicó muy molesto:
—Eso no es cierto en absoluto. En primer lugar, a Musashi le gusta Otsū. Él nunca demuestra sus sentimientos, pero está enamorado de ella.
El rostro ruborizado de Akemi se volvió carmesí. Ansiaba arrojarse a un río para apagar las llamas que la estaban consumiendo.
—Ven conmigo por aquí, Jōtarō.
Tiró de él hacia una luz roja en una calle lateral.
—Eso es una taberna.
—Sí, ¿y qué?
—Las mujeres no pueden entrar en esa clase de sitios.
—De repente tengo mucha sed y no puedo entrar ahí sola. Me sentiría incómoda.
—¿Y yo no?
—También dan de comer. Puedes tomar algo.
A primera vista, el local parecía vacío. Akemi entró y, mirando la pared más que el mostrador, dijo:
—¡Ponme sake!
Engulló una taza tras otra con tanta rapidez como era humanamente posible. Jōtarō, asustado por la cantidad de bebida, intentó moderarla, pero ella le apartó con el codo.
—¡Calla! —gritó—. ¡Qué pesado eres! ¡Vamos, ponme más sake!
El muchacho, interponiéndose entre ella y el recipiente de sake, le suplicó:
—Ya es suficiente. No puedes seguir bebiendo de esa manera.
—No te preocupes por mí —farfulló ella—. Eres amigo de Otsū, ¿no es cierto? ¡No soporto a las mujeres que intentan conseguir a un hombre con lágrimas!
—Pues a mí me disgustan las mujeres que se emborrachan.
—Lo siento mucho, pero ¿cómo un enano como tú podría comprender por qué bebo?
—Anda, paga la cuenta.
—¿Crees que tengo dinero?
—¿Ah, no?
—No. Quizá puedan cobrar en la Sumiya. De todos modos, ya me he vendido al amo. —Las lágrimas anegaron sus ojos—. Lo siento...; de veras que lo siento.
—¿No eras tú quien se burlaba de Otsū porque llora? Mírate.
—Mis lágrimas no son como las suyas. Ah, la vida es demasiado complicada. Quisiera estar muerta.
Dicho esto, se levantó y salió tambaleándose a la calle. El tabernero, que ya había tenido otras dientas como aquélla, se limitó a reírse, pero un rōnin que hasta entonces había dormido silenciosamente en un rincón, abrió sus ojos legañosos y miró a la mujer que se retiraba.
Jōtarō corrió tras ella y la cogió por la cintura, pero ella se zafó y echó a correr por la calle a oscuras, con el muchacho pisándole los talones.
—¡Detente! —le gritó, alarmado—. Ni siquiera se te ocurra eso. ¡Vuelve!
Aunque a ella no parecía importarle si tropezaba con algo en la oscuridad o caía en una ciénaga, era plenamente consciente de la súplica de Jōtarō. Cuando se arrojó al mar en Sumiyoshi, había querido matarse, pero ya no estaba tan falta de astucia. Que Jōtarō se preocupara tanto por ella le producía cierta emoción.
—¡Cuidado! —le gritó, al ver que se dirigía en línea recta a las turbias aguas de un foso—. ¡Detente! ¿Por qué quieres morir? Es una locura.
Volvió a cogerla de la cintura y ella se lamentó.
—¿Por qué no habría de morir? Crees que soy mala, y lo mismo cree Musashi y todo el mundo. No puedo hacer nada salvo morir, abrazando a Musashi en mi corazón. ¡Jamás permitiré que me lo arrebate una mujer como ésa!
—Estás muy confundida. ¿Cómo has llegado a esto?
—No importa. Todo lo que has de hacer es empujarme al foso. Adelante, Jōtarō, empújame.
Cubriéndose el rostro con las manos, se echó a llorar a lágrima viva. Esto despertó un extraño temor en Jōtarō, el cual también sintió el impulso de llorar.
—Anda, Akemi. Volvamos.
—Cuánto deseo verle. Encuéntramelo, Jōtarō. Por favor, encuéntrame a Musashi.
—¡Estate quieta! No te muevas, es peligroso.
—¡Ah, Musashi!
—¡Cuidado!
En aquel momento, el rōnin que había estado en la taberna salió de la oscuridad.
—Vete, muchacho —le ordenó—. Yo la llevaré a la posada.
Cogió a Jōtarō por debajo de los brazos y, alzándolo, lo depositó bruscamente a un lado.
Era un hombre alto, de unos treinta y cinco años, con los ojos hundidos en las cuencas y una espesa barba. Una cicatriz curva, reliquia, sin duda, de una herida de espada, le cruzaba la cara desde la oreja derecha al mentón. Parecía el corte mellado de un melocotón al partirlo.
Tragando saliva para vencer su temor, Jōtarō intentó convencer a la joven.
—Akemi, por favor, ven conmigo. Todo irá bien.
Ahora la cabeza de Akemi descansaba en el pecho del samurai.
—Mira, se ha dormido —dijo el hombre—. ¡Vete de aquí! Luego la llevaré a casa.
—¡No! ¡Suéltala!
Como el chico se negaba a moverse, el rōnin extendió lentamente una mano y le agarró por el cuello del kimono.
—¡Quítame las manos de encima! —gritó Jōtarō, resistiéndose con todas sus fuerzas.
—¡Pequeño bastardo! ¿Te gustaría que te echara al foso?
—¿Quién va a hacerlo?
Se contorsionó hasta liberarse, y en cuanto estuvo libre, su mano encontró el extremo de la espada de madera. Descargó un golpe contra el costado del hombre, pero su propio cuerpo dio una voltereta y cayó sobre una piedra al lado del camino. Jōtarō emitió un solo gemido y quedó inmóvil.
Permaneció algún tiempo inconsciente antes de que empezara a oír voces a su alrededor.