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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (130 page)

BOOK: Musashi
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Osugi contemplaba el río con fascinación.

—Si por aquí hay montones de puntas de flecha es porque debe de haber habido una gran batalla —observó.

—La verdad es que no lo sé, pero parece ser que aquí se libraron algunas batallas en la época en que Edo era sólo una hacienda provincial. Eso ocurrió hace cuatro o cinco siglos. He oído decir que Minamoto-no-Yoritomo vino aquí desde Izu para organizar las tropas en el siglo XII. Cuando la corte imperial estaba dividida..., ¿cuándo fue eso, en el siglo XIV?..., el señor Nitta de Musashi fue derrotado por los Ashikaga en algún lugar de estos contornos. Dicen que en los dos últimos siglos, generales locales como Ōta Dōkan han librado muchas batallas cerca de aquí, río arriba.

Mientras el patrón hablaba con la anciana, Jūrō y Koroku siguieron para acomodarse en la terraza del santuario.

El Sensōji le causó a Osugi una tremenda decepción. A sus ojos no era más que una casa grande y destartalada, y la residencia del sacerdote una simple choza.

—¿Es esto el santuario? —inquirió en tono despectivo—. Después de todo lo que he oído acerca del Sensōji...

El santuario estaba emplazado en un espléndido bosque virgen de árboles grandes y antiguos, pero no sólo el pabellón de Kanzeon tenía un aspecto pobre, sino que, cuando el río se desbordaba, el agua invadía el bosque y llegaba hasta la misma terraza del santuario. Incluso en otras ocasiones, los pequeños afluentes empapaban el terreno.

—Bienvenido. Me alegra volver a verte.

Sorprendida, Osugi alzó la vista y vio un sacerdote que estaba arrodillado en el tejado.

—¿Estás trabajando en el tejado? —le preguntó Yajibei en tono afable.

—Es necesario, a causa de los pájaros. Cuanto más lo reparo, más roban la paja para construir sus nidos. Siempre hay alguna filtración. Pero poneos cómodos. En seguida bajo.

Yajibei y Osugi cogieron unas lamparillas votivas y entraron en el lóbrego interior. «No me extraña que haya filtraciones», se dijo, mirando los agujeros de contorno estrellado en el techo.

Arrodillándose al lado de Yajibei, sacó su rosario y con expresión arrobada se puso a entonar el Voto de Kanzeon, que forma parte del Sutra del Loto.

Residirás en el cielo como el sol.

Y si te persiguen hombres malvados

y te echan abajo desde la montaña de Diamante,

reflexiona en el poder de Kanzeon

y no perderás ni un pelo de tu cabeza.

Y si te ves rodeado de bandidos

y amenazado por espadas,

si reflexionas en el poder de Kanzeon

los bandidos se apiadarán de ti.

Y si el rey te sentencia a muerte

y la espada está presta para decapitarte,

reflexiona en el poder de Kanzeon

y la espada se hará añicos.

Al principio entonaba los versículos en voz baja, pero cuando se olvidó de la presencia de Yajibei, Jūrō y Koroku, su voz se alzó e hizo resonante. Estaba absorta en el rezo.

Los ochenta y cuatro mil seres sensitivos

comienzan a aspirar en sus corazones

a la anuttara-samyak-sambodhi,

la insuperada Sabiduría de los Budas.

Con el rosario temblando entre sus dedos, Osugi siguió recitando sin pausa una súplica personal:

¡Salve, Kanzeon, la reverenciada por el mundo!

¡Salve, Bodhisattva de la Misericordia y la Compasión ¡Infinitas!

Contempla favorablemente el único deseo de esta anciana.

¡Permíteme derribar a Musashi, y que sea muy pronto!

¡Permíteme derribarle!

¡Permíteme derribarle!

Bajando bruscamente la voz, hizo una reverencia hasta casi tocar el suelo con la frente.

—¡Y haz de Matahachi un buen muchacho! ¡Concede la prosperidad a la casa de Hon'iden!

Una vez concluida la larga plegaria, hubo un momento de silencio antes de que el sacerdote les invitara a salir para tomar el té. Yajibei y los dos hombres más jóvenes, que se habían arrodillado a la manera formal durante la invocación, se levantaron frotándose las piernas, en las que tenían una sensación de hormigueo, y salieron a la terraza.

—Ahora puedo beber un poco de sake, ¿verdad? —solicitó ansioso Jūrō.

Una vez conseguido el permiso para hacerlo, fue en seguida a la casa del sacerdote y dispuso el almuerzo en el porche. Cuando los demás se reunieron con él, estaba tomando sake con una mano y asando a la parrilla los pescados que habían comprado con la otra.

—¿A quién le importa que no haya flores de cerezo? —observó—. De todos modos esto parece una salida campestre para contemplar las flores.

Yajibei le dio al sacerdote un donativo, delicadamente envuelto en papel, y le dijo que lo usara para reparar el tejado. Al hacerlo, reparó en una hilera de placas de madera en las que estaban escritos los nombres de los donantes, junto con las cantidades que habían aportado. En general, su cuantía era más o menos la misma que la de Yajibei, pero había un donativo que destacaba entre todos los demás: «Diez monedas de oro, Daizō de Narai, provincia de Shinano».

Volviéndose hacia el sacerdote, Yajibei observó:

—Tal vez sea una grosería decirlo, pero diez monedas de oro son una suma considerable. ¿Tan rico es ese Daizō de Narai?

—La verdad es que no sabría decírtelo. Un día, hacia finales del año pasado, se presentó de improviso y dijo que era una ignominia que el templo más famoso del distrito de Kanto estuviera en pésimas condiciones. Me dijo que añadiera su donativo a nuestros fondos para la compra de madera.

—Vaya, parece tratarse de un hombre admirable.

—También hizo un donativo de tres monedas de oro al santuario de Yushima y no menos de veinte al santuario de Kanda Myōjin. Quería que este último se mantuviera en buenas condiciones porque en él se venera el espíritu de Taira-no-Masakado. Daizō insiste en que Masakado no era un rebelde. Cree que se le debería reverenciar como el pionero que exploró la parte oriental del país. Como puedes ver, hay en este mundo algunos donantes muy especiales.

Apenas el sacerdote había terminado de hablar, cuando una muchedumbre de chiquillos corrieron atropelladamente hacia ellos.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —les gritó el sacerdote severamente—. Si queréis jugar, bajad al río. No debéis correr de esa manera por el recinto del templo.

Pero los niños prosiguieron su avance inexorable como un banco de peces, hasta llegar a la terraza.

—Ven en seguida —gritó uno de ellos—. ¡Es terrible!

—Ahí abajo hay un samurai. Está luchando.

—Un solo hombre contra cuatro.

—¡Con espadas auténticas!

—¡Alabado sea Buda! ¡Otra vez no! —se lamentó el sacerdote, mientras se apresuraba a calzarse las sandalias. Antes de salir corriendo, se detuvo un momento para explicar a sus visitantes—: Perdonadme, pero debo dejaros un momento. La orilla del río es un lugar favorito para las peleas. Cada vez que vuelvo la espalda, hay alguien ahí descuartizando a otro o golpeándole hasta convertirlo en pulpa. Los agentes del magistrado acuden a mí para pedirme un informe por escrito. Esta vez tendré que ir a ver qué sucede.

—¿Una pelea? —corearon Yajibei y sus hombres, y al instante echaron a correr.

Osugi les siguió, pero era mucho más lenta que ellos, tanto que, cuando llegó al lugar de los hechos, la pelea ya había terminado. Los niños y algunos espectadores de una cercana aldea de pescadores permanecían en silencio, tragando saliva, pálidos.

Al principio Osugi pensó que el silencio era extraño, pero entonces también ella contuvo el aliento y abrió mucho los ojos. Al otro lado del terreno aleteó la sombra de una golondrina. Avanzaba hacia ellos un samurai joven y de porte presumido, vestido con un manto de guerrero de color rojo violáceo. Tanto si reparó en los espectadores como si no, no les hizo el menor caso.

La mirada de Osugi se posó en los cuatro cuerpos tendidos y enmarañados a unos veinte pasos detrás del samurai.

El vencedor se detuvo. Al hacerlo, los espectadores ahogaron un grito, pues uno de los vencidos se había movido. Levantándose tambaleante, gritó:

—¡Aguarda! No puedes huir.

El samurai adoptó una actitud de espera mientras el herido avanzaba y decía con voz entrecortada:

—Esta... lucha... aún no ha terminado.

Cuando dio un débil salto para atacar, el samurai retrocedió un paso, dejando que su adversario cayera hacia adelante. Entonces le golpeó, partiéndole en dos la cabeza.

—¿Ha terminado ahora? —gritó cruelmente.

Nadie le había visto desenvainar su espada Palo de Secar.

Tras limpiar la hoja, se agachó para lavarse las manos en el río. Aunque los aldeanos estaban acostumbrados a presenciar reyertas, la sangre fría de aquel samurai les había dejado pasmados. La muerte del último hombre no sólo había sido instantánea sino también inhumanamente cruel. Nadie decía nada.

El samurai se puso en pie y estiró los brazos.

—Es igual que el río Iwakuni —dijo—. Me recuerda mi tierra.

Durante unos instantes contempló ociosamente la ancha corriente y una bandada de golondrinas de vientre blanco que bajaban en picado y rozaban el agua. Luego se volvió y echó a andar rápidamente río abajo.

Fue directamente al bote de Yajibei, pero cuando empezaba a quitarle la amarra, Jūrō y Koroku salieron corriendo del bosque.

—¡Espera! ¿Qué crees que estás haciendo? —le gritó Jūrō, quien ahora estaba lo bastante cerca para ver la sangre que manchaba el hakama y las correas de las sandalias del samurai, pero no se fijó en ella.

Dejando caer la cuerda, el samurai sonrió.

—¿Puedo usar el bote? —inquirió sonriente.

—Claro que no —le respondió bruscamente Jūrō.

—¿Y si pago por él?

—No digas tonterías.

La voz que rechazó en redondo la oferta del samurai era la de Jūrō, pero en cierto sentido era como si toda la nueva y temeraria ciudad de Edo hablara sin miedo por su boca.

El samurai no pidió disculpas, pero tampoco recurrió a la fuerza. Dio media vuelta y se alejó sin decir otra palabra.

—¡Kojirō! ¡Kojirō! ¡Espera! —Osugi le llamó con toda la fuerza de sus pulmones.

Cuando Kojirō se dio cuenta de quién era, la severidad de su semblante se disipó y sonrió afablemente.

—¡Vaya! ¿Qué estás haciendo aquí? Me preguntaba qué te había ocurrido.

—He venido para presentar mis respetos a Kanzeon, en compañía de Hangawara Yajibei y estos dos jóvenes. Yajibei me ha dado alojamiento en su casa de Bakurōchō.

—¿Cuándo te vi por última vez? Vamos a ver... Fue en el monte Hiei. Entonces me dijiste que te dirigías a Edo, por lo que pensé que podría tropezar contigo. Pero la verdad es que no esperaba precisamente encontrarte aquí. —Miró de soslayo a Jūrō y Koroku, los cuales estaban conmocionados—. ¿Te refieres a estos dos?

—Ah, son sólo un par de rufianes, pero su jefe es muy buena persona.

Yajibei estaba tan atónito como los demás al ver a su huésped charlando amigablemente con el temible samurai. En seguida se acercó e hizo una reverencia a Kojirō.

—Me temo que mis muchachos te han hablado muy rudamente, señor, pero confío en que les perdones. Estamos a punto de marcharnos. Quizá te gustaría navegar río abajo con nosotros.

Virutas

Como la mayoría de la gente reunida por las circunstancias y que de ordinario tienen poco o nada en común, el samurai y su anfitrión no tardaron en entenderse. El sake era abundante, el pescado fresco, y Osugi y Kojirō tenían una curiosa afinidad espiritual que evitaba que la atmósfera resultara incómodamente formal. Con auténtica preocupación le preguntó por su condición de shugyōsha y él por sus progresos hacia el logro de su «gran ambición».

Cuando ella le dijo que desde hacía mucho tiempo desconocía el paradero de Musashi, Kojirō le ofreció un rayo de esperanza.

—He oído el rumor de que el otoño e invierno pasados visitó a dos o tres guerreros destacados. Tengo la corazonada de que todavía sigue en Edo.

Por supuesto, Yajibei no estaba tan seguro, y dijo a Kojirō que sus hombres no habían conseguido ninguna información. Tras haber examinado la penosa situación de la anciana desde todos los ángulos, Yajibei dijo:

—Confío en que nuestra recién iniciada amistad se prolongue en el futuro.

Kojirō respondió en la misma vena e hizo toda una exhibición, enjuagando su taza para ofrecerla no sólo a Yajibei sino también a sus dos subordinados, a cada uno de los cuales sirvió sake.

Osugi estaba rebosante de alegría.

—Dicen que lo bueno se encuentra dondequiera que uno mire —observó gravemente—. ¡Aun así, soy excepcionalmente afortunada! ¡Pensar que tengo dos hombres fuertes como vosotros a mi lado! Estoy segura de que me encuentro bajo la protección de la gran Kanzeon.

No hizo el menor intento de reprimir los sollozos y las lágrimas que acudían a sus ojos.

Yajibei, reacio a permitir que la conversación cayera en la sensiblería, se dirigió al samurai:

—Dime, Kojirō, ¿quiénes eran esos cuatro hombres a los que has derribado?

Ésta pareció ser la oportunidad que Kojirō había estado esperando, pues su ágil lengua empezó a moverse sin tardanza.

—¡Ah, ésos! —empezó a decir con una risa desenfadada—. No eran más que unos rōnin de la escuela de Obata. Visité a Obata en cinco o seis ocasiones para discutir de asuntos militares, y esos tipos no dejaban de intervenir con observaciones impertinentes. Incluso tuvieron el descaro de perorar sobre el tema de la esgrima, por lo que les dije que si iban a la orilla del Sumida les daría una lección sobre los secretos del estilo Ganryū, junto con una demostración de lo bien que corta el filo de mi Palo de Secar, y les hice saber que no me importaba cuántos de ellos quisieran medirse conmigo.

—Cuando llegué allí, había cinco hombres esperándome, pero en cuanto adopté una postura de combate, uno de ellos dio media vuelta y huyó corriendo. Debo decir que en Edo no faltan hombres que hablan mejor de lo que luchan.

Se echó a reír de nuevo, esta vez ruidosamente.

—¿Obata has dicho?

—¿No le conoces? Obata Kagenori, del linaje de Obata Nichijō, que sirvió a la familia Takeda de Kai. Ieyasu le empleó, y ahora es profesor de ciencia militar del shōgun, Hidetada. También tiene su propia escuela.

—Ah, sí, ahora lo recuerdo.

Yajibei estaba sorprendido e impresionado por la aparente familiaridad de Kojirō con una persona tan célebre.

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