Authors: Eiji Yoshikawa
El mundo entero se extendía por debajo de él: el gran bosque que rodeaba al santuario, la cinta blanca que debía de ser el río, los montes Asama y Mae, la aldea pesquera de Toba, el gran mar abierto. «Ya casi estoy —se dijo—. ¡Sólo un poco más!»
«Sólo un poco más.» ¡Qué fácil era decirlo pero qué difícil lograrlo! Pues «sólo un poco más» es lo que distingue a la espada victoriosa de la vencida.
Notaba el olor de su propio sudor y, en su aturdimiento, le parecía como si estuviera acurrucado contra el seno de su madre. La áspera superficie de la montaña empezó a recordarle su pie, y experimentó el impulso de ceder al sueño. Pero en aquel instante se desprendió una piedra bajo la punta del pie y le hizo volver a la realidad. Buscó un nuevo asidero.
—¡Ya está! ¡Casi he llegado!
Con las manos y los pies agarrotados por el dolor, volvió a aferrarse a las rocas. Se dijo que si su cuerpo o su fuerza de voluntad se debilitaban, eso sería signo seguro de que un día estaría acabado como espadachín. Allí era donde debía decidirse el encuentro, y Musashi lo sabía.
—¡Esto es para ti, Sekishūsai, bastardo! —A cada pequeño y dificultoso avance, execraba a los gigantes que respetaba, aquellos superhombres que le habían llevado allí y a los que debía conquistar y conquistaría—. ¡Uno para ti, Nikkan, y para ti, Takuan!
Estaba trepando sobre las cabezas de sus ídolos, pisoteándolas, mostrándoles quién era el mejor. Él y la montaña eran ahora uno solo, pero la montaña, como sorprendida de que aquella criatura se aferrase a ella, escupía de vez en cuando avalanchas de grava y arena. La respiración de Musashi se detuvo como si alguien le hubiera tapado la boca. Mientras permanecía aferrado a la roca, el viento soplaba y amenazaba con llevárselo, incluida la roca.
De repente quedó tendido boca abajo, los ojos cerrados, sin atreverse a hacer ningún movimiento. Pero su corazón estaba jubiloso. En el momento en que quedó en posición horizontal, había visto el cielo en todas las direcciones, y la luz del alba era súbitamente visible en el blanco mar de nubes que se extendía debajo.
—¡Lo he logrado! ¡He vencido!
Cuando se dio cuenta de que había llegado a la cima, su tensa fuerza de voluntad se distendió como la cuerda de un arco tras el disparo. El viento que soplaba en la cumbre le azotaba la espalda con piedras y arena. Allí, en el límite de la tierra y el cielo, Musashi sintió que una alegría indescriptible crecía hasta llenar todo su ser. Su cuerpo empapado en sudor se unía a la superficie de la montaña. El espíritu del hombre y el de la montaña realizaban la gran obra de procreación en la inmensidad de la naturaleza al amanecer. Sumido en un éxtasis misterioso, Musashi durmió allí el sueño de la paz.
Cuando por fin alzó la cabeza, su mente estaba tan pura y clara como el cristal. Sintió el impulso de saltar y precipitarse de un lado a otro, como un pececillo en un arroyo.
—¡No hay nada por encima de mí! —exclamó—. ¡Estoy en pie sobre la cabeza del águila!
El sol de la mañana diáfana teñía con su luz rojiza a la montaña y su escalador, que extendía los brazos musculosos y salvajes hacia el cielo. Miró sus dos pies firmemente plantados en la cima y vio lo que parecía un cubo entero de pus amarillento que brotaba de su pie lesionado. En medio de la celestial pureza que le rodeaba, se alzó el extraño olor de humanidad..., el dulce olor que queda cuando el desaliento se ha desvanecido.
Cada mañana, después de terminar sus deberes en el santuario, las doncellas que vivían en la Casa de las Vírgenes iban, libros en mano, al aula de la casa de Arakida, donde estudiaban gramática y practicaban la composición de poemas. Para sus representaciones de danzas religiosas vestían el atuendo oficial: un blanco kimono de seda con un faldón acampanado de color carmesí llamado hakama, pero ahora llevaban el kimono de mangas cortas y el hakama de algodón blanco que se ponían para estudiar o hacer las tareas domésticas.
Un grupo de ellas salían en tropel por la puerta trasera cuando una exclamó:
—¿Qué es eso?
Señalaba el bulto con las espadas atadas que seguía en el lugar donde Musashi lo había dejado la noche anterior.
—¿De quién creéis que es esto?
—Debe de pertenecer a un samurai.
—¿No es evidente?
—No, es posible que un ladrón lo haya dejado aquí.
Se miraron perplejas unas a otras y tragaron saliva, como si hubieran tropezado con el bandido en persona, con una tira de cuero alrededor de la cabeza y haciendo la siesta.
—Tal vez deberíamos decírselo a Otsū —sugirió una de ellas.
Y de común acuerdo regresaron corriendo al dormitorio y, desde debajo de la barandilla ante la habitación de Otsū, la llamaron.
—Sensei, sensei! Hay algo extraño aquí abajo. ¡Ven a verlo!
Otsū dejó su pincel de escritura sobre la mesa y asomó la cabeza a la ventana.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Un ladrón ha abandonado sus espadas y un fardo. Están ahí, colgando en la pared de atrás.
—¿De veras? Será mejor que lo llevéis a la casa de Arakida.
—¡No podemos! Nos da miedo tocarlo.
—¿Estáis armando un escándalo por nada? Id corriendo a la clase y no perdáis más tiempo.
Cuando Otsū bajó de su habitación, las muchachas se habían ido. En sus aposentos no quedaban más que la anciana encargada de cocinar y una de las sirvientas que había caído enferma.
—¿De quién son esas cosas que cuelgan ahí? —preguntó Otsū a la cocinera.
Naturalmente, la mujer no lo sabía.
—Las llevaré a la casa de Arakida —dijo Otsū.
Cuando descolgó el bulto y las espadas casi las dejó caer, tal era su peso. Arrastrándolo todo con ambas manos, se preguntó cómo los hombres podían desplazarse cargados con tanto peso.
Otsū y Jōtarō habían llegado allí dos meses antes, tras haber viajado por los caminos de Iga, Ōmi y Mino en busca de Musashi. Al llegar a Ise decidieron instalarse para pasar el invierno, puesto que sería difícil avanzar entre las montañas cubiertas de nieve. Al principio Otsū dio lecciones de flauta en el distrito de Toba, pero luego llamó la atención del cabeza de la familia Arakida, el cual, en su calidad de ritualista oficial, tenía un rango que sólo estaba por debajo del sacerdote principal.
Cuando Arakida pidió a Otsū que fuese al santuario para enseñar a las doncellas, ella accedió, no tanto por el deseo de enseñar como por el interés que tenía de aprender la música antigua y sagrada. Le atrajo, además, la paz que reinaba en el bosque del santuario, así como la idea de vivir algún tiempo con las doncellas del santuario, la más joven de las cuales tenía trece o catorce años, y la mayor alrededor de veinte.
Jōtarō había sido un obstáculo para que Otsū consiguiera su posición, pues estaba prohibido que un varón, incluso de su edad, viviera en los mismos aposentos que las doncellas. Llegaron al acuerdo de que Jōtarō barrería los sagrados jardines por el día y pasaría las noches en la leñera de los Arakida.
Cuando Otsū recorría los jardines del santuario, una brisa imponente y misteriosa silbaba entre los árboles desnudos. Una delgada columna de humo se alzaba de un bosquecillo lejano, y Otsū pensó en Jōtarō, quien probablemente estaba limpiando los terrenos con su escoba de bambú. Se detuvo y sonrió, satisfecha de que el incorregible muchacho se portara bien por fin, aplicándose con obediencia a sus tareas a una edad en que los muchachos sólo piensan en jugar y divertirse.
Oyó un fuerte crujido, como el de una rama arrancada de un árbol. Cuando lo oyó por segunda vez, la joven sujetó con firmeza su carga y corrió por el sendero a través del bosquecillo, gritando:
—¡Jōtarō! ¡Jōotarōo!
—¿Qué? —respondió él vigorosamente, y al cabo de un instante ella oyó sus apresuradas pisadas, pero cuando el chico apareció ante ella se limitó a decirle—: Ah, eres tú.
—Creía que estabas trabajando —le reconvino Otsū con severidad—. ¿Qué estás haciendo con esa espada de madera? Y además vestido con tu ropa de faena blanca.
—Estaba practicando con los árboles.
—Nadie te impide trabajar, pero no aquí, Jōtarō. ¿Has olvidado dónde estás? Este jardín simboliza paz y pureza. Es un lugar sagrado, dedicado a la diosa que es la antecesora de todos nosotros. Mira ahí. ¿No ves que ese letrero dice que está prohibido causar daño a los árboles o herir o matar a los animales? Es una vergüenza que alguien que trabaja aquí se dedique a romper ramas con una espada de madera.
—Sí, ya lo sé —gruñó él, con una expresión de resentimiento en el semblante.
—Si lo sabes, ¿por qué lo haces? ¡Si el maestro Arakida te sorprende haciéndolo, te verás en un buen aprieto!
—No veo que tiene de malo romper ramas muertas. Si están muertas no hay ningún motivo para no cortarlas, ¿no crees?
—¡Te digo que aquí no puedes hacer eso!
—¡Vaya, cuánto sabes! Permíteme que te haga una pregunta.
—¿Qué quieres saber?
—Si este jardín es tan importante, ¿por qué no lo cuidan mejor?
—Es una vergüenza que no lo hagan. Dejar que se estropee así es como dejar que le crezcan a uno malas hierbas en el alma.
—No sería tan malo si se tratara sólo de malas hierbas, pero mira los árboles. A los alcanzados por el rayo los han dejado morir, y los derribados por los tifones están tendidos donde cayeron. Todo el bosque está lleno de árboles muertos, los pájaros han picoteado los tejados de los edificios, que están llenos de goteras, y nadie arregla nunca los faroles de piedra cuando se les rompe alguna parte. ¿Cómo puedes creer que este lugar es importante? Escucha, Otsū, ¿no es el castillo de Osaka blanco y deslumbrante cuando lo ves desde el mar en Settsu? ¿No está construyendo Tokugawa Ieyasu castillos más espléndidos en Fushimi y otra docena de lugares? ¿No destellan con sus adornos dorados las casas nuevas de los daimyōs y los ricos comerciantes de Kyoto y Osaka? ¿No dicen los maestros de la ceremonia del té Rikyū y Kobori Enshū que incluso una mota de polvo fuera de lugar en el jardín de la casa de té estropea el sabor del té? Pero este jardín se está convirtiendo en una ruina. ¡Si las únicas personas que trabajamos en él somos yo y tres o cuatro viejos! Y mira lo grande que es.
—¡Jōtarō! —dijo Otsū, poniéndole la mano bajo la barbilla y alzándole la cara—. No has hecho más que repetir palabra por palabra lo que dijo el maestro Arakida en una clase.
—Ah, ¿tú también la oíste?
—Naturalmente —replicó ella en tono de reproche.
—Ya, bueno, uno no puede ganar siempre.
—Repetir como un loro lo que dice el maestro Arakida no te servirá de nada conmigo. No lo apruebo, aunque lo que él dice sea correcto.
—Tiene razón, ¿sabes? Cuando le oigo hablar, me pregunto si Nobunaga, Hideyoshi e Ieyasu son realmente unos hombres tan grandes. Ya sé que son importantes, pero ¿es de veras tan maravilloso dominar el país cuando tienes la idea de que eres la única persona que cuenta en él?
—Bueno, Nobunaga y Hideyoshi no eran tan malos como algunos de los demás. Por lo menos repararon el palacio imperial de Kyoto e intentaron hacer feliz a la gente. Aunque sólo hicieran esas cosas para justificar su conducta ante sí mismos y los demás, siguen teniendo mucho mérito. Los shogunes Ashikaga fueron mucho peores.
—¿Cómo?
—Has oído hablar de la guerra de Ōnin, ¿no?
—Humm.
—Los shogunes Ashikaga eran tan incompetentes que la guerra civil era constante: unos guerreros luchaban continuamente con otros para conseguir más territorio. La gente ordinaria no tenía un momento de paz, y a nadie le preocupaba lo más mínimo el conjunto del país.
—¿Te refieres a esas famosas batallas entre los Yamana y los Hosokawa?
—Sí... Fue en ese tiempo, hace más de cien años, cuando Arakida Ujitsune llegó a ser sacerdote jefe del santuario de Ise, y ni siquiera había suficiente dinero para continuar las antiguas ceremonias y ritos sagrados. En veintisiete ocasiones Ujitsune solicitó ayuda al gobierno para reparar los edificios del santuario, pero la corte imperial era tan pobre y el shogunado tan débil y los guerreros estaban tan ocupados derramando sangre que no les importaba lo que ocurría. Con todo, Ujitsune fue de un lado a otro, planteando su petición, hasta que por fin logró levantar un nuevo santuario. Es una historia triste, ¿verdad? Pero bien mirado, cuando la gente se hace mayor olvida que debe la vida a sus antepasados, de la misma manera que todos nosotros debemos nuestras vidas a la diosa de Ise.
Satisfecho consigo mismo por haber obtenido de Otsū ese largo y apasionado discurso, Jōtarō dio un salto, riendo y batiendo palmas.
—¿Quién imita ahora como un loro al maestro Arakida? Creías que no había oído antes ese relato, ¿verdad?
—¡Oh, eres imposible! —exclamó Otsū, riéndose.
Le habría dado un cachete, pero el fardo que sujetaba se lo impedía. Sin dejar de sonreír, miraba ferozmente al chiquillo, el cual se fijó por fin en el extraño bulto.
—¿De quién es eso? —le preguntó, extendiendo la mano.
—¡No lo toques! No sabemos de quién es.
—No voy a romper nada, sólo quiero echar un vistazo. Apuesto a que las espadas son pesadas. La larga es muy grande, ¿eh? —A Jōtarō se le hacía la boca agua.
—Sensei! —Con un ruido sordo de sandalias de paja, una de las doncellas del santuario se acercó corriendo—. El maestro Arakida te llama. Creo que quiere que hagas algo. —Sin detenerse apenas, la muchacha dio media vuelta y regresó corriendo.
Jōtarō miró a su alrededor en las cuatro direcciones, con una expresión de perplejidad en el rostro. El sol invernal brillaba entre los árboles y las ramitas se movían como pequeñas olas. Parecía como si el muchacho hubiera visto un fantasma entre los espacios iluminados por el sol.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Otsū—. ¿Qué estás mirando?
—No es nada —replicó el muchacho, desalentado—. Cuando esa chica dijo «maestro», por un momento creí que se refería a mi maestro.
También Otsū se sintió de repente triste y un poco enojada. Aunque Jōtarō había hecho su observación con toda inocencia, ¿por qué había tenido que mencionar a Musashi?
A pesar de los consejos de Takuan, la idea de eliminar de su corazón la añoranza que sentía por Musashi era inconcebible para ella. Takuan carecía de sentimientos. En cierto modo Otsū se apiadaba de él por su aparente desconocimiento del significado del amor.
El amor era como un dolor de muelas. Cuando Otsū estaba ocupada no le molestaba, pero cuando le acometían los recuerdos experimentaba el impulso de salir de nuevo a la carretera en su busca, encontrarle, apoyar la cabeza en su pecho y verter lágrimas de felicidad.