Authors: Eiji Yoshikawa
La experiencia le hizo pensar. Jamás en su vida había estado postrado en cama durante tres días. Aparte de un carbunclo que tuvo de niño en la cabeza, no recordaba haber estado nunca enfermo.
«La enfermedad es el enemigo de la peor especie —se dijo—. Sin embargo, estoy impotente en sus manos.» Hasta entonces había creído que sus adversarios le atacarían desde el exterior, y el hecho de estar inmovilizado por un enemigo interior era novedoso y le daba motivos de reflexión.
«¿Cuántos días más quedan del año? —se preguntó—. ¡No puedo quedarme aquí sin hacer nada!» Mientras yacía allí impacientándose, las costillas parecían presionarle el corazón y sentía el pecho constreñido. Apartó el edredón que le cubría el pie hinchado. «Si ni siquiera puedo superar esto, ¿qué esperanzas tengo de vencer a toda la casa de Yoshioka?»
Creyendo que podría aprehender al demonio en su interior y ahogarle, se obligó a sentarse en cuclillas, en estilo formal. Era atrozmente doloroso y casi perdió el sentido. Miró hacia la ventana pero cerró los ojos, y transcurrió algún tiempo antes de que el intenso color rojo de su cara empezara a desaparecer y su cabeza se enfriara un poco. Se preguntó si el demonio estaba cediendo a su inquebrantable tenacidad.
Al abrir los ojos, vio ante él el bosque alrededor del santuario de Ise. Más allá de los árboles veía el monte Mae, y un poco hacia el este se alzaba el monte Asama. Elevándose por encima de las montañas entre los dos montes había un alto pico que parecía desdeñar a sus vecinos y mirar fija e insolentemente a Musashi.
«Es un águila», pensó, sin saber que se llamaba realmente montaña Águila. El aspecto arrogante del pico le ofendió, su actitud altiva se mofaba de él, hasta que rebulló de nuevo en su interior el espíritu de lucha. Sin poderlo evitar, pensó en Yagyū Sekishūsai, el anciano espadachín que se parecía a aquel pico orgulloso, y poco a poco empezó a tener la sensación de que el pico era Sekishūsai, el cual le miraba desde más arriba de las nubes y se reía de su debilidad e insignificancia.
Mientras contemplaba la montaña, se olvidó por un rato del pie, pero pronto el dolor se instaló de nuevo en su conciencia, y pensó amargamente que si hubiese metido el pie en el fuego de la forja no le habría dolido más. Involuntariamente, extendió aquella cosa grande y redondeada y la observó furibundo, incapaz de aceptar el hecho de que realmente formaba parte de su persona.
Llamó a gritos a la doncella, pero ésta no se presentó en seguida, y entonces la emprendió a puñetazos con el tatami.
—¿Dónde está todo el mundo? —gritó—. ¡Me marcho! ¡Tráeme la cuenta! ¡Dame algo de comer, un poco de arroz frito, y consígueme tres pares de recias sandalias de paja!
Pronto estuvo en la calle, cojeando a través del antiguo mercado donde se suponía que el famoso guerrero Taira no Tadakiyo, el héroe de la Historia de la guerra de Hōgen, había nacido. Pero ahora poco era lo que allí sugería un lugar de nacimiento de héroes. Era más bien como un burdel al aire libre, con hileras de puestos de té y rebosante de mujeres. Más tentadoras que árboles se alineaban a lo largo del callejón, llamando a los viajeros y aferrándose a las mangas de los posibles clientes con los que coqueteaban, a los que engatusaban, de los que se guaseaban. Para llegar al santuario, Musashi tuvo que abrirse paso entre ellas, incluso a empujones, con el ceño fruncido y evitando sus miradas impertinentes.
—¿Qué te ha pasado en el pie?
—¿Quieres que te lo mejore?
—¡Oye, déjame que te lo frote!
Las prostitutas le tiraban de la ropa, le cogían las manos, le agarraban las muñecas.
—¡Un hombre bien parecido como tú no llegará a ninguna parte con ese ceño!
El ruborizado Musashi proseguía ciegamente su tambaleante camino. Totalmente indefenso contra esa clase de ataque, pedía disculpas a unas y daba corteses excusas a otras, lo cual sólo hacía reír a las mujeres. Cuando una de ellas le dijo que era «guapo como un cachorro de pantera», se intensificó el asalto de las manos emblanquecidas. Finalmente Musashi dejó de lado toda pretensión de dignidad y echó a correr, sin detenerse siquiera a recoger su sombrero cuando le voló de la cabeza. Las voces risueñas le siguieron entre los árboles en las afueras de la población.
A Musashi le resultaba imposible hacer caso omiso a las mujeres, y el frenesí que las manos con que le palpaban despertaron en él tardó mucho en remitir. El mero recuerdo del acre aroma de los polvos blancos le aceleraba el pulso, sin que pudieran serenarlo sus tenaces esfuerzos mentales. Era aquella una amenaza mayor que la de un enemigo con la espada desenvainada frente a él. Sencillamente, no sabía cómo actuar en esa situación. Más tarde, con el cuerpo ardiendo de fiebre sexual, se pasaba la noche entera dando vueltas y más vueltas sobre la estera. Incluso la inocente Otsū se convertía a veces en el objeto de sus lúbricas fantasías.
Esta vez disponía del pie herido para quitarse a las mujeres de la mente, pero huir de ellas cuando apenas era capaz de andar había sido como cruzar un lecho de metal en fusión. A cada paso que daba, una punzada de angustia le llegaba a la cabeza desde la planta del pie. Sus labios enrojecieron, sus manos se volvieron pegajosas como la miel y su pelo tenía el olor áspero del sudor. Tan sólo alzar el pie lesionado requería toda la fuerza que podía reunir. En ocasiones se sentía como si su cuerpo fuera a desmoronarse de repente. No es que se hubiera hecho ilusiones. Cuando salió de la posada sabía que caminar sería una tortura, y estaba decidido a soportarlo. De alguna manera logró dominarse, maldiciendo entre dientes cada vez que arrastraba hacia adelante el desdichado pie.
Cuando cruzó el río Isuzu y entró en el recinto del santuario interior, la atmósfera cambió agradablemente. Allí percibió una presencia sagrada, la notó en las plantas, los árboles, incluso en los trinos de los pájaros. No podría decir en qué consistía, pero estaba allí.
Se dejó caer gimiendo sobre las raíces de un gran cedro, sollozó quedamente de dolor y se sujetó el pie con ambas manos. Permaneció allí sentado durante largo rato, inmóvil como una roca, el cuerpo ardiente de fiebre mientras el frío viento le cortaba la piel.
¿Por qué se había levantado repentinamente de la cama y abandonado la posada? Cualquier persona normal se habría quedado allí sin moverse hasta que el pie se curara. ¿No era infantil, incluso imbécil, por parte de un adulto permitir que le acometiera la impaciencia?
Pero no era sólo la impaciencia lo que le había impulsado, sino una necesidad espiritual y muy profunda. A pesar del dolor y el tormento físico, su espíritu estaba tenso y latía de vitalidad. Alzó la cabeza y, con mirada penetrante, contempló la nada que le rodeaba.
A través del desolado e incesante lamento de los grandes árboles en el bosque sagrado, el oído de Musashi captó otro sonido. En algún lugar, no lejos de allí, flautas y caramillos daban voz a las notas de una música antigua, una música dedicada a los dioses, mientras etéreas voces infantiles cantaban una invocación sagrada. Atraído por aquel apacible sonido, Musashi intentó levantarse. Mordiéndose los labios, se obligó a incorporarse, aunque su cuerpo reacio se resistía a cada movimiento. Llegó a la pared de tierra de un edificio del santuario, se apoyó con ambas manos y avanzó a lo largo de ella con un torpe movimiento de cangrejo.
La música celestial procedía de un edificio que estaba algo más lejos, donde brillaba una luz a través de una ventana con celosía. Era la Casa de las Vírgenes, y estaba ocupada por muchachas al servicio de la deidad. Allí tocaban instrumentos musicales antiguos y aprendían a interpretar danzas sagradas ideadas siglos atrás.
Musashi se dirigió a la entrada posterior del edificio. Se detuvo y miró adentro, pero no vio a nadie. Aliviado porque no tenía que dar explicaciones, se quitó las espadas y el fardo de la espalda, los ató juntos y los colgó de una clavija en la pared. Libre así de impedimentos, se puso las manos en las caderas y desando sus pasos cojeando hacia el río Isuzu.
Más o menos una hora después, completamente desnudo, rompió el hielo de la superficie y se zambulló en las gélidas aguas. Y allí permaneció, chapoteando, bañándose, sumergiendo la cabeza, purificándose. Por suerte no había nadie alrededor. Cualquier sacerdote que pasara por allí le habría juzgado demente y expulsado del lugar.
Según la leyenda de Ise, en tiempos remotos un arquero llamado Nikki Yoshinaga atacó y ocupó una parte del territorio perteneciente al santuario de Ise. Una vez instalado cómodamente allí, pescó en el sagrado río Isuzu y utilizó halcones para capturar pequeños pájaros en el bosque sagrado. Dice la leyenda que, en el curso de estos saqueos sacrílegos, se volvió loco de atar, y Musashi, al actuar de aquella manera, fácilmente podría haber sido tomado por el fantasma del loco.
Cuando por fin subió a un canto rodado, lo hizo con la ligereza de un pajarillo. Mientras se secaba y vestía, las hebras de cabello a lo largo de su frente se pusieron rígidas, convertidas en astillas de hielo.
Para Musashi, el helado chapuzón en la corriente sagrada era necesario. Si su cuerpo no podía resistir el frío, ¿cómo podría sobrevivir a los obstáculos más amenazantes de la vida? Y en aquel momento no se trataba de alguna abstracta contingencia futura, sino de enfrentarse a algo muy real, Yoshioka Seijūrō y toda su escuela, los cuales responderían al ataque con todas sus fuerzas. Tenían que hacerlo, pues estaba en juego su prestigio. Sabían que no tenían más alternativa que matarle, y Musashi no ignoraba que salvar el pellejo sería espinoso.
Ante semejante perspectiva, el samurai típico invariablemente hablaría de «luchar con toda su fortaleza» o «estar preparado para enfrentarse a la muerte», pero, tal como lo veía Musashi, eso era una necedad. Luchas a vida o muerte con toda la fortaleza de uno no era más que instinto animal. Además, aunque no desequilibrarse ante la perspectiva de la muerte era un estado mental de orden superior, no era realmente tan difícil enfrentarse a la muerte si uno sabía que debía morir de manera ineluctable.
Musashi no temía morir, pero su objetivo era ganar definitivamente, no sólo sobrevivir, y estaba intentando adquirir la confianza necesaria para ello. Que otros muriesen heroicamente si así lo querían. Musashi no se conformaría con nada menos que una victoria heroica.
Kyoto no estaba lejos, a no más de setenta u ochenta millas. Si pudiera marchar a buen paso, llegaría allí en tres días. Pero no podía medir el tiempo que necesitaría para prepararse espiritualmente. ¿Estaba dispuesto en su interior? ¿Eran su mente y su espíritu realmente uno sólo?
Musashi aún no era capaz de responder afirmativamente a estas preguntas. Notaba que en lo más hondo de su ser existía una debilidad, el conocimiento de su inmadurez. Tenía la dolorosa seguridad de que no había alcanzado el estado de ánimo del verdadero maestro, de que aún estaba lejos de ser un hombre completo y perfecto. Cuando se comparaba a sí mismo con Nikkan o Sekishūsai o Takuan, no podía evitar la sencilla verdad: todavía era bisoño. Su propio análisis de sus capacidades y rasgos no sólo desvelaba deficiencias en ciertos aspectos, sino auténticos puntos débiles en otros.
Pero a menos que pudiera triunfar por completo en esta vida y dejar una marca indeleble a su alrededor, no podría considerarse como un maestro del Arte de la Guerra.
Su cuerpo se estremeció mientras gritaba: «¡Ganaré, ganaré!». Avanzó cojeando por la orilla del Isuzu y gritó de nuevo para que le oyeran todos los árboles del bosque sagrado: «¡Ganaré!». Pasó ante una silenciosa cascada helada y, como un hombre primitivo, se arrastró sobre los cantos rodados y siguió avanzando a través de espesos bosquecillos por barrancos profundos, donde pocos se habían aventurado antes que él.
Tenía el rostro rojo como el de un demonio. Aferrándose a las rocas y las enredaderas, apenas podía avanzar un paso tras otro haciendo el máximo esfuerzo.
Más allá de un lugar llamado Ichinose había una garganta de quinientas o seiscientas varas de longitud, tan llena de peñascos y rápidos que ni siquiera las truchas podían abrirse camino por la corriente del fondo. En el extremo se alzaba un precipicio casi vertical. Se decía que sólo los monos y los duendes podían escalarlo. Musashi se limitó a mirar el risco y dijo flemáticamente:
—Aquí es. Éste es el camino hacia la montaña Águila.
Observó con euforia que no había allí ninguna barrera infranqueable. Cogiéndose de las fuertes enredaderas, ascendió por la pared rocosa, a medias trepando y a medias columpiándose, y parecía como si le alzara una fuerza de la gravedad en sentido contrario.
Cuando llegó a lo alto del risco, lanzó un grito de triunfo. Desde allí distinguía la blanca cinta del río y la plateada ribera de Futamigaura. Delante de él, entre una dispersa arboleda velada por la niebla nocturna, vio el pie de la montaña Águila.
La montaña era Sekishūsai. De la misma manera que se había reído de él cuando estaba postrado en la cama, el pico seguía mofándose de él ahora. Su espíritu inflexible se sentía literalmente asaltado por la superioridad de Sekishūsai, que le oprimía, le refrenaba.
Su objetivo adquirió forma gradualmente: trepar a lo alto y dar rienda suelta a su rencor, pisotear sin miramientos la cabeza de Sekishūsai, demostrarle que Musashi podía ganar e iba a hacerlo.
Avanzó contra la maleza, los árboles, el hielo que se le oponían, todos ellos enemigos que trataban desesperadamente de hacerle retroceder. Cada paso, cada hálito, era un desafío. Su sangre, que hacía tan poco tiempo estaba helada, ahora le hervía, y su cuerpo despedía vapor a medida que el sudor de sus poros entraba en contacto con el aire glacial. Abrazó la rojiza superficie del pico, buscando a tientas asideros. Sus inestables movimientos hacían que se desprendieran piedras que rodaban hasta la arboleda al pie de la montaña. Cien pies, doscientos, trescientos..., estaba en las nubes. Cuando éstas se separaron, Musashi, visto desde abajo, habría dado la impresión de que colgaba ingrávido del cielo. El pico de la montaña le miraba fríamente.
Ya próximo a la cima, se aferraba a las rocas, pues un movimiento en falso y caería al vacío entre una cascada de pedruscos. Resoplaba, gruñía, boqueaba falto de aire. Tal era la tensión, que parecía como si su corazón fuese a salirle por la boca. Sólo podía trepar unos pocos pies, descansar, trepar un poco más y descansar de nuevo.