Authors: Eiji Yoshikawa
—Venga, hombre —insistió Baiken—. Dijiste que querías saber más sobre la hoz de cadena y bola. Te diré todo cuanto sé, pero bebamos un poco mientras hablamos.
Cuando Iwa regresó con el sake, Baiken vertió un poco en un recipiente para calentarlo, lo colocó en el fuego y habló largo y tendido sobre la hoz de cadena y bola y las maneras de usarla ventajosamente en combate. Dijo a Musashi que lo mejor de aquella arma era que, al contrario que una espada, no daba al enemigo tiempo para defenderse. Además, antes de atacar directamente al enemigo era posible arrebatarle su arma con la cadena. Un lanzamiento hábil de la cadena, un fuerte tirón y el enemigo se quedaba sin espada.
Todavía sentado, Baiken le demostró una postura.
—Mira, sostienes la hoz con la mano izquierda y la bola con la derecha. Si el enemigo viene hacia ti, le atacas con la hoja y entonces le lanzas la bola a la cara. Ésta es una de las maneras. —Cambió de posición y siguió diciendo—: Ahora bien, en este caso, cuando hay cierto espacio entre tú y el enemigo, le arrebatas el arma con la cadena. No importa qué clase de arma sea, espada, lanza, palo, cualquier cosa.
Baiken siguió hablando, infatigable, le explicó a Musashi las maneras de arrojar la bola, le habló de las diez o más tradiciones orales referentes a la bola, del parecido de la cadena con una serpiente, de la posibilidad, alternando de un modo inteligente los movimientos de la cadena y la hoz, de crear ilusiones ópticas y hacer que la defensa del enemigo actuara en detrimento suyo, de los modos secretos de utilizar el arma.
Musashi estaba fascinado. Cuando le hablaban de tales cosas, escuchaba con todo su cuerpo, ansioso de absorber hasta el último detalle.
La cadena, la hoz, dos manos...
Mientras escuchaba, en su mente se formaban las semillas de otros pensamientos. «La espada puede usarse con una sola mano, pero un hombre tiene dos manos...»
La segunda botella de sake estaba vacía. Baiken había bebido mucho, pero era bastante más lo que había hecho beber a Musashi, el cual había sobrepasado en gran medida su límite y estaba más borracho de lo que había estado jamás hasta entonces.
—¡Eh, despierta! —le gritó Baiken a su esposa—. Deja que nuestro huésped duerma ahí. Tú y yo podemos dormir en la habitación del fondo. Ve a extender el futón.
La mujer no se movió.
—¡Levántate! —le ordenó Baiken alzando más la voz—. Nuestro huésped está cansado. Déjale acostarse.
Ahora la mujer tenía los pies calientes, y levantarse sería incómodo.
—Dijiste que podía dormir en la herrería con Iwa —musitó.
—Basta de cháchara. ¡Haz lo que te digo!
La mujer se levantó enojada y fue con paso airado a la habitación del fondo. Baiken cogió en brazos al niño dormido y dijo:
—El futón es viejo, pero tienes el fuego al lado. Si estás sediento, hay agua caliente sobre el hogar para el té. Acuéstate y ponte cómodo. —También él se dirigió a la habitación del fondo.
Cuando la mujer volvió para cambiar las almohadas, el mal humor había desaparecido de su semblante.
—Mi marido también ha bebido mucho y probablemente está cansado de su viaje —le dijo—. Dice que dormirá hasta tarde, por lo que puedes ponerte cómodo y dormir todo cuanto quieras. Mañana te prepararé un buen desayuno caliente.
—Gracias —dijo Musashi, pues no se le ocurrió nada más que decir. Estaba deseando quitarse los calcetines de cuero y el manto—. Muchísimas gracias.
Se metió bajo el edredón todavía caliente, pero su propio cuerpo estaba aún más caliente a causa de la bebida.
La mujer se quedó un momento en el umbral, mirándole, y entonces apagó la vela y le dio las buenas noches.
Musashi se sentía como si tuviera una prieta faja de acero alrededor de la cabeza. Las sienes le latían dolorosamente. Se preguntó por qué había bebido mucho más de lo habitual. A pesar de lo mal que se encontraba, no podía dejar de pensar en Baiken. ¿Por qué el herrero, que tan poco amable se mostró al principio, de repente se había vuelto amistoso, e incluso envió al aprendiz en busca de más sake? ¿Por qué su desagradable esposa se había vuelto de súbito dulce y solícita? ¿Por qué le habían cedido aquella cama cálida?
Todo ello parecía inexplicable, pero antes de que Musashi hubiese resuelto el misterio, se amodorró. Cerró los ojos, aspiró hondo varias veces y se cubrió con el edredón. Sólo su frente sobresalía, iluminada de vez en cuando por el chisporroteo del hogar. Poco a poco su respiración se hizo profunda y regular.
La esposa de Baiken se retiró sigilosamente a la habitación del fondo. El movimiento de sus pies sobre el tatami producía un leve sonido de adherencia.
Musashi tuvo un sueño, o más bien un fragmento de sueño que se repetía. Un recuerdo infantil revoloteaba por encima de su cerebro dormido como un insecto, tratando, al parecer, de escribir algo en caracteres luminosos. Oyó las palabras de una nana.
Duérmete, duérmete.
Los niños que duermen son dulces...
Estaba en su casa de Mimasaka, oyendo la nana que la esposa del herrero había cantado en el dialecto de Ise. Él era un bebé en los brazos de una mujer de piel clara y unos treinta años..., su madre... Aquella mujer tenía que ser su madre. Estaba junto al seno materno y alzaba los ojos hacia el rostro blanco.
«...traviesos. Y también hacen llorar a sus madres...» Meciéndole en sus brazos, su madre cantaba suavemente. Su cara delgada y de buena casta tenía una leve tonalidad azulada, como una flor de peral. Había una pared, un largo muro de piedra, sobre el que estaba colocada una hepática, y un muro de tierra por encima del cual las ramas se oscurecían con la proximidad de la noche. Las lágrimas brillaban en las mejillas de la madre, y el bebé las contemplaba extrañado.
—¡Vete! ¡Vuelve a tu hogar!
Era la voz amenazante de Munisai, procedente del interior de la casa. Y sus palabras eran una orden. La madre de Musashi se levantó lentamente. Echó a correr por un largo malecón de piedra. Gimiendo, entró en el río y vadeó hacia el centro.
El bebé, incapaz de hablar, se agitaba en los brazos de su madre, trataba de decirle que más adelante acechaba el peligro. Cuanto más se movía, tanto más fuerte le apretaba ella. Su mejilla húmeda restregaba la suya.
—Takezō —le dijo—, ¿eres el hijo de tu padre o de tu madre?
Munisai gritó desde la orilla. La madre se hundió bajo la superficie del río. El bebé fue a parar a la orilla pedregosa, donde quedó tendido, llorando con toda la fuerza de sus pulmones, entre prímulas en flor.
Musashi abrió los ojos. Cuando empezó a dormirse de nuevo, una mujer —¿su madre?, ¿otra?— se entrometió en el sueño y le despertó de nuevo. Musashi no recordaba el aspecto de su madre. A menudo pensaba en ella, pero no habría podido dibujar su rostro. Cada vez que veía otra madre, pensaba que quizá la suya propia había tenido el mismo aspecto.
«¿Por qué esta noche?», pensó.
El efecto del sake se había disipado. Abrió los ojos y contempló el techo. Entre la negrura del hollín había una luz rojiza, el reflejo de las brasas en el hogar. Su mirada se posó en el molinillo suspendido del techo, encima de él. Reparó también en que el olor de la madre y el niño permanecía aún bajo el edredón. Con un vago sentimiento de nostalgia, yació semidormido, la mirada fija en el molinillo.
El molinillo empezó a girar lentamente. No había nada extraño en ello, pues estaba hecho para girar, pero..., pero ¡no a menos que soplara la brisa! Musashi empezó a levantarse, y entonces se detuvo y escuchó atentamente. Oyó el tenue sonido de una puerta que alguien deslizaba con cuidado hasta cerrarla. El molinillo dejó de girar.
Musashi apoyó de nuevo la cabeza en la almohada y trató de imaginar qué estaba ocurriendo en la casa. Era como un insecto bajo una hoja que tratara de adivinar el tiempo que hacía arriba. Todo su cuerpo percibía el más ligero cambio en su entorno, sus nervios sensitivos estaban absolutamente tensos. Musashi sabía que su vida corría peligro, pero ¿por qué?
«¿Es esto una guarida de ladrones?», se preguntó al principio. Pero no podía ser, porque si fuesen ladrones profesionales, sabrían que él no poseía nada de valor. «¿Me guarda ese hombre rencor?» Eso tampoco parecía posible, pues Musashi estaba del todo seguro que nunca había visto a Baiken hasta entonces.
A pesar de que no podía imaginar un motivo, notaba en la piel y los huesos que alguien o algo estaba amenazando su vida. También sabía que, fuera lo que fuese, estaba muy cerca. Tenía que decidir rápidamente si seguía tendido y esperaba a que llegara, o se adelantaba y desaparecía de allí.
Deslizó la mano por encima del umbral y palpó el suelo de la herrería en busca de sus sandalias. Se calzó primero una y luego la otra, bajo el edredón, y salió por el extremo inferior de la yacija.
El molinillo empezó a girar de nuevo. A la luz del fuego, se movía como una flor embrujada. Había pisadas levemente audibles tanto fuera como dentro de la casa. Con suma cautela, Musashi juntó las ropas de cama, dándoles la forma aproximada de un cuerpo humano.
Bajo la cortinilla que colgaba del marco de la puerta aparecieron dos ojos, pertenecientes a un hombre que reptaba con su espada desenvainada. Otro, provisto de una lanza y pegado a la pared, se deslizó hasta el pie del futón. Los dos miraron las ropas de cama, aguzando el oído para percibir la respiración del durmiente. Entonces, como una nube de humo, un tercer hombre saltó adelante. Era Baiken, con la hoz en la mano izquierda y la bola en la derecha.
Las miradas de los tres hombres convergieron y sincronizaron sus respiraciones. El hombre que estaba a la cabecera del futón dio una patada a la almohada, y el que estaba al pie, saltó al espacio de la herrería y dirigió su lanza hacia la forma acostada.
Manteniendo la hoz a su espalda, Baiken gritó:
—¡Arriba, Musashi!
No hubo respuesta ni movimiento alguno procedente de la yacija.
El hombre de la lanza retiró el edredón.
—¡No está aquí! —gritó.
Baiken, confuso, lanzó una mirada a su alrededor y vio que el molinillo giraba rápidamente.
—¡Hay una puerta abierta en alguna parte!
Pronto otro hombre gritó airado. La puerta de la herrería que daba a un sendero que rodeaba la parte posterior de la casa estaba abierta unos tres pies, y por la abertura penetraba un viento cortante.
—¡Ha salido por aquí!
—¿Qué están haciendo esos idiotas? —exclamó Baiken, corriendo al exterior.
Desde debajo de los aleros y de entre las sombras salían unas formas negras.
—¡Maestro! ¿Ha salido todo bien? —inquirió una voz excitada.
Baiken rebosaba de ira.
—¿Qué quieres decir, idiota? ¿Por qué crees que te he puesto ahí para vigilar? ¡Se ha ido! Tiene que haber pasado por aquí.
—¿Se ha ido? ¿Cómo puede haber salido?
—¿Y tú me lo preguntas? ¡Asno estúpido! —Baiken regresó al interior de la casa y fue de un lado a otro nerviosamente—. Sólo puede haberse ido por dos sitios: o bien ha subido al vado de Suzuka o bien ha regresado a la carretera de Tsu. En cualquiera de los dos casos, no puede haber ido lejos. ¡ID a por él!
—¿Qué camino crees que ha seguido?
—¡Uf! Yo iré hacia Suzuka. ¡Vosotros cubrid la carretera de abajo!
Los hombres de dentro se sumaron a los de fuera, formando un grupo abigarrado de unos diez, todos ellos armados. Uno de ellos, provisto de un mosquete, parecía un cazador. Otro, con una espada corta, era probablemente un leñador.
Cuando partían, Baiken les gritó:
—Si le encontráis, disparad el mosquete, y luego reuníos todos.
Se alejaron velozmente, pero más o menos al cabo de una hora regresaron dispersos, atemorizados y hablando con desaliento entre ellos. Esperaban una reprimenda por parte de su jefe, pero al llegar a la casa encontraron a Baiken sentado en el suelo de la herrería, con los ojos bajos y el semblante inexpresivo.
Cuando intentaron animarle, les dijo:
—Ahora es inútil llorar por ello. —Buscando la manera de desahogar su ira, cogió un trozo de madera quemada y lo rompió bruscamente sobre una rodilla.
—¡Traed sake! Quiero beber. —Removió el fuego de nuevo y echó más leña.
La esposa de Baiken, que trataba de tranquilizar al bebé, le recordó que no había más sake. Uno de los hombres se ofreció a traerlo de su casa, cosa que hizo con diligencia. Pronto el brebaje estuvo caliente y circularon las tazas.
La conversación era esporádica y sombría.
—Me pone furioso.
—¡Ese asqueroso bastardo!
—Su vida está protegida por algún ensalmo, no me cabe duda.
—No te preocupes más, maestro. Has hecho todo lo que podías. Los hombres que estaban afuera han fracasado.
Los aludidos pidieron disculpas, avergonzados.
Intentaron emborrachar a Baiken, a fin de que pudiera dormir, pero él se quedó allí sentado, cejijunto por el amargor del sake, pero sin reprender a nadie por el fracaso.
Finalmente dijo:
—No debería haberle dado tanta importancia y pedir a tantos de vosotros que me ayudarais. Yo mismo podría haberme encargado de él, pero me pareció que sería mejor tener cuidado. Al fin y al cabo, mató a mi hermano, y Tsujikaze Temma no era un mal luchador.
—¿Es posible que ese rōnin sea realmente el muchacho que se escondió en casa de Okō hace cuatro años?
—Debe de serlo. Estoy seguro de que el espíritu de mi hermano muerto le ha traído aquí. Al principio esa idea no me pasó por la cabeza, pero entonces me dijo que había estado en Sekigahara y que antes se llamaba Takezō. Tiene la edad y el tipo apropiados para ser la persona que mató a mi hermano. Sé que fue él.
—Vamos, maestro, no pienses más en ello esta noche. Acuéstate y duerme un poco.
Todos le ayudaron a acostarse. Alguien recogió la almohada que habían lanzado por el aire de una patada y la colocó bajo su cabeza. En cuanto Baiken cerró los ojos, la cólera que le había llenado fue sustituida por sonoros ronquidos.
Los hombres intercambiaron gestos de asentimiento y se retiraron, dispersándose en la niebla de la madrugada. Todos ellos eran chusma, subordinados o saqueadores como Tsujikaze Temma de Ibuki y Tsujikaze Kōhei de Yasugawa, que ahora se hacía llamar Shishido Baiken. O bien eran parásitos al pie de la escala en la sociedad abierta. Obligados por los tiempos cambiantes, se habían convertido en granjeros, artesanos o cazadores, pero aún tenían dientes que estaban prestos a hincarse en personas honradas cuando surgiera la oportunidad.