Authors: Eiji Yoshikawa
Iori ató el caballo y regresó al lado de Musashi, que estaba bajo los aleros de la vieja cabaña, contemplando la llanura circundante. El muchacho se preguntó extrañado qué estaría esperando.
Poniendo una mano sobre la cabeza de Iori, Musashi dijo:
—Aquí es donde has nacido y donde has adquirido tu determinación de triunfar.
Iori asintió.
—Antes que servir a un segundo señor, tu abuelo se retiró de la clase guerrera. Tu padre, fiel al deseo de tu abuelo moribundo, se contentó con ser un simple campesino. Su muerte te ha dejado solo en el mundo, por lo que ha llegado el momento de que te valgas por ti mismo.
—Sí, señor.
—¡Debes llegar a ser un gran hombre!
—Lo intentaré —dijo el muchacho. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—Durante tres generaciones esta casa ha resguardado a tu familia del viento y la lluvia. Agradéceselo y luego despídete de ella para siempre, sin lamentaciones.
Musashi entró y prendió fuego a la choza. Cuando salió, Iori parpadeaba para retener las lágrimas.
—Si hubiéramos dejado la casa en pie, se habría convertido en un escondite de salteadores de caminos o ladrones comunes —le explicó Musashi—. La quemo para evitar que esa clase de hombres profanen la memoria de tu padre y tu abuelo.
—Te lo agradezco.
La cabaña se convirtió en un montículo de fuego, y luego se derrumbó.
—Vámonos —dijo Iori, desinteresado ya por las reliquias del pasado.
—Aún no.
—Pero aquí no hay nada más que hacer.
Musashi se echó a reír.
—Vamos a construir una casa nueva en lo alto de aquel otero.
—¿Una nueva casa? ¿Para qué? Acabas de incendiar la vieja.
—Ésa perteneció a tu padre y tu abuelo. La que vamos a levantar será para nosotros.
—¿Quieres decir que vamos a quedarnos aquí?
—Así es.
—¿No emprenderemos un viaje para adiestrarnos y disciplinarnos?
—Lo haremos todo aquí.
—¿En qué podemos adiestrarnos aquí?
—En el manejo de la espada, en todo lo necesario para ser samurais. Disciplinaremos nuestros espíritus y trabajaremos con ahínco para convertirnos en verdaderos seres humanos. Ven conmigo, y tráete un hacha. —Indicó el lugar en la hierba donde había depositado las herramientas de la granja.
Con el hacha al hombro, Iori siguió a Musashi hasta el otero, donde se alzaban unos castaños, pinos y cedros.
Musashi se desnudó de cintura para arriba, empuñó el hacha y se puso manos a la obra. Sus briosos golpes pronto produjeron una verdadera lluvia de astillas blancas.
Iori le miraba, diciéndose: «Tal vez va a construir un dōjō. ¿O acaso practicaremos al aire libre?».
Cayó un árbol, seguido de otro y otro más. El sudor se deslizaba por las enrojecidas mejillas de Musashi, llevándose consigo el letargo y la soledad de los últimos días.
Había concebido el plan que estaba llevando a cabo mientras permanecía en pie junto a la tumba recién abierta del campesino, en aquel minúsculo cementerio. «Dejaré de lado la espada durante una temporada —decidió—, y en cambio me dedicaré a trabajar con la azada». El zen, la caligrafía, el arte de preparar el té, la pintura y la talla de estatuas eran disciplinas útiles para perfeccionar el dominio de la espada. ¿Acaso labrar un campo no podía contribuir a su adiestramiento? ¿No era aquella vasta extensión de tierra que aguardaba que alguien la cultivara una sala de adiestramiento perfecta? Y además, al transformar unas inhóspitas planicies en tierras de labor, promovería el bienestar de las generaciones futuras.
Había vivido toda su vida como un sacerdote zen mendicante... en el extremo receptor, por así decirlo, dependiendo de los demás para obtener alimento, refugio y donativos. Quería cambiar, de una manera radical, pues desde hacía tiempo sospechaba que sólo quienes cultivaban sus propios cereales y verduras comprendían realmente lo sagrados y valiosos que eran. Quienes no lo hacían eran como sacerdotes que no practicaban lo que predicaban o espadachines que aprendían técnicas de combate pero que no sabían nada del Camino.
De niño, su madre le llevaba a los campos para que trabajara al lado de los arrendatarios y aldeanos. Pero ahora su objetivo no se limitaba a conseguir alimento para el sustento cotidiano, sino que quería nutrir su alma, aprender lo que significaba trabajar para vivir, en vez de pedir la ayuda ajena. También deseaba implantar su propia manera de pensar entre los habitantes de la zona. Tal como él lo veía, al entregar la tierra a las malas hierbas y los cardos, al abandonarla a tormentas e inundaciones, estaban transmitiendo su precaria existencia de una generación a otra, sin abrir nunca los ojos a sus potencialidades y las de la tierra que les rodeaba.
—Iori, busca una cuerda y ata esta madera. Luego arrástrala hasta la orilla del río.
Cuando el chico hubo hecho lo que le ordenaba, Musashi dejó apoyada el hacha en un tronco y se enjugó el sudor de la frente con el codo. Entonces bajó a la orilla del río y eliminó la corteza de los troncos con una hachuela. Al oscurecer, encendieron una fogata con los restos y buscaron bloques de madera apropiados para usarlos como almohadas.
—Un trabajo interesante, ¿verdad? —dijo Musashi.
Iori le respondió con absoluta sinceridad:
—No le veo el interés por ningún lado. No me he convertido en tu alumno para aprender a hacer esto.
—Ya verás como le irás cogiendo gusto a medida que pase el tiempo.
A finales del otoño cesaron los zumbidos de los insectos. Las hojas de los árboles se marchitaron y cayeron. Musashi e Iori finalizaron la construcción de su cabaña y se dedicaron a preparar la tierra para la siembra.
Un día, cuando estaba examinando el terreno, Musashi pensó de pronto que era algo parecido a un diagrama de la conflictividad social que duró un siglo después de la guerra de Ōnin. Dejando de lado semejantes pensamientos, el cuadro no era alentador.
Musashi desconocía que, en el transcurso de los siglos, Hōtengahara había sido sepultada muchas veces por las cenizas volcánicas del monte Fuji, y que el río Tome había inundado repetidamente las planicies. Cuando hacía buen tiempo, la tierra estaba seca como un hueso, pero cada vez que llovía intensamente el agua abría nuevos canales y se llevaba consigo grandes cantidades de tierra y piedras. No existía una corriente principal en la que fluyeran otras más pequeñas de manera natural, y lo que más se le parecía era una ancha cuenca que carecía de suficiente capacidad tanto para regar como para servir de desagüe al conjunto de la zona. La necesidad más urgente era evidente: controlar el agua.
No obstante, cuanto más examinaba Musashi la situación, tanto más se preguntaba por qué aquellos terrenos estaban subdesarrollados. Pensó que no iba a ser fácil invertir las cosas, excitado por el desafío que le planteaban. Unir agua y tierra para crear campos productivos no era muy distinto de dirigir a hombres y mujeres de tal manera que pudiera florecer la civilización. Le parecía que su objetivo era totalmente coherente con sus ideales de dominio de las artes marciales.
Había llegado a ver el Camino de la Espada bajo una nueva luz. Uno o dos años antes sólo deseaba vencer a todos sus rivales, pero ahora la idea de que la espada sólo existía con el fin de darle poder sobre otras personas era insatisfactoria. Derribar a otros hombres, triunfar sobre ellos, exhibir los límites de la propia fuerza, le parecía cada vez más vano. Quería conquistarse a sí mismo, hacer que la vida se le sometiera, que la gente viviera en vez de morir. No debería utilizar el Camino de la Espada simplemente para su propia perfección, sino que debería ser una fuente de fortaleza para gobernar a la gente y conducirla a la paz y la felicidad.
Comprendía que sus grandes ideales no eran más que sueños y que seguirían siéndolo mientras careciera de la autoridad política para llevarlos a la práctica. Pero allí, en aquella tierra desierta, no necesitaba ni rango ni poder. Se lanzó a la lucha con alegría y entusiasmo.
Día tras día arrancaban tocones, cernían grava, nivelaban la tierra, convertían en acequias el suelo y las piedras. Musashi e Iori trabajaban desde el alba hasta después de que las estrellas empezaran a brillar en el cielo.
Su labor incansable atrajo la atención. Los aldeanos que pasaban por allí solían detenerse, les miraban y hacían comentarios.
—¿Qué creéis que están haciendo?
—¿Cómo pueden vivir en semejante lugar?
—¿No es ése el hijo del viejo San'emon?
Todo el mundo se reía, pero no todos se limitaban a eso. Un hombre, haciendo gala de genuina amabilidad, les dijo:
—Lamento deciros esto, pero estáis perdiendo el tiempo. Podéis romperos el espinazo trabajando ese campo, pero una sola tormenta y desaparecerá de la noche a la mañana.
Unos días después, al pasar por allí y ver que seguían empeñados en la tarea, pareció un poco ofendido.
—Os digo que no vais a conseguir más que una serie de charcos que no os servirán para nada.
Transcurrieron unos días más, y el hombre llegó a la conclusión de que el extraño samurai tenía poco seso.
—¡Idiotas! —les gritó, disgustado.
Al día siguiente se presentó todo un grupo para interrumpirles y molestarles con preguntas.
—Si aquí pudiera crecer algo, no sudaríamos bajo el sol ardiente trabajando nuestros propios campos, tan pobres como son. Estaríamos sentados en casa tocando la flauta.
—Y no habría ninguna hambruna.
—Estás cavando todo esto para nada.
—Tienes tanto sentido como un montón de estiércol.
Sin soltar la azada, Musashi mantenía la vista en el suelo y sonreía.
Iori estaba menos satisfecho, aunque Musashi le había regañado anteriormente por tomarse en serio a los campesinos.
—Señor... —le dijo haciendo un mohín—. Todos dicen lo mismo.
—No les prestes atención.
—No puedo evitarlo —replicó él, irritado, al tiempo que cogía una piedra para arrojarla a sus atormentadores.
Una mirada colérica de Musashi le detuvo.
—A ver, ¿de qué crees que serviría eso? Si no te comportas, no voy a tenerte como discípulo.
La reprimenda hizo que a Iori le ardieran las orejas, pero en vez de soltar la piedra, lanzó una maldición y la tiró contra una roca. La piedra produjo chispas al partirse en dos. Iori tiró la azada a un lado y se echó a llorar.
Musashi le hizo caso omiso, aunque la reacción del muchacho no dejaba de afectarle. «Está solo, como yo», se dijo.
Como si simpatizara con la aflicción de Iori, una brisa crepuscular se levantó sobre la planicie, agitándolo todo. El cielo se oscureció y empezó a llover.
—Anda, Iori, vamos adentro —le dijo Musashi—. Parece que va a caer un chaparrón.
Recogió apresuradamente sus herramientas y corrió hacia la casa. Cuando estuvo bajo techo, la lluvia caía en grandes cortinas grises.
—¡Iori! —gritó, sorprendido al ver que el muchacho no había ido con él.
Se acercó a la ventana y escudriñó el campo. La lluvia desprendida del alero le caía en el rostro. Un relámpago rasgó el aire y alcanzó la tierra. Musashi cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos, pero aun así notó la intensidad del trueno.
Bajo el viento y la lluvia, vio el cedro del Shippōji y oyó la voz severa de Takuan. Estaba seguro de que todo cuanto había conseguido hasta entonces se lo debía al monje y al árbol. Quería poseer la inmensa fuerza de éste así como la gélida y firme comprensión de Takuan. Si pudiera ser para Iori lo que el viejo cedro había sido para él, estaba seguro de que así podría pagar una parte de la deuda contraída con el monje.
—¡Iori!... ¡Iori!
No obtuvo respuesta. Sólo se oía el retumbar de los truenos y el fragor de la lluvia contra el tejado.
Sin atreverse a salir todavía, se preguntó adonde podría haber ido el muchacho.
Cuando cesó el aguacero y sólo caía una densa lluvia, abandonó la casa. Iori no se había movido de su sitio. Con las ropas aferradas al cuerpo y el ceño fruncido, parecía un espantapájaros. ¿Cómo podía un chico ser tan testarudo?
—¡Idiota! —le espetó Musashi—. Vuelve a la casa. Estar empapado de esa manera no es precisamente bueno para ti. Date prisa, antes de que empiecen a formarse ríos. Entonces no podrás regresar.
Iori se volvió, como si tratara de localizar la voz de Musashi, y entonces se echó a reír.
—Pero ¿qué te pasa? Esta clase de lluvia no dura. Mira, las nubes ya se están separando.
Musashi, que no esperaba recibir una lección de su discípulo, se sintió no poco irritado, pero Iori dejó correr el asunto.
—Vamos —le dijo, cogiendo su azada—. Todavía podemos trabajar algo más antes de que se ponga el sol.
Durante los cinco días siguientes, los bulbules y los alcaudones conversaron ásperamente bajo un cielo azul sin nubes. Grandes grietas aparecieron en la tierra que se apelmazaba alrededor de las raíces de los juncos. El sexto día apareció un grupo de pequeñas nubes negras en el horizonte, y rápidamente se extendieron por el cielo, hasta que toda la planicie pareció hallarse bajo un eclipse.
Iori echó un vistazo al cielo y dijo en tono preocupado:
—Esta vez va de veras.
Mientras hablaba el viento se arremolinaba en torno a ellos. Las hojas se agitaban, y los pajarillos caían al suelo como abatidos por una horda de cazadores silenciosos e invisibles.
—¿Otro aguacero? —preguntó Musashi.
—Con un cielo así va a ser más que eso. Será mejor que vaya a la aldea. Tú recoge los aperos y vete a casa tan rápido como puedas.
Antes de que Musashi pudiera preguntarle el motivo, Iori echó a correr por la planicie y no tardó en perderse de vista en un mar de alta hierba.
Una vez más, la intuición de Iori con respecto al tiempo se reveló exacta. El súbito diluvio, impulsado por furiosas ráfagas de viento que obligaron a Musashi a correr en busca de refugio, desarrolló unos ritmos bien marcados. La lluvia cayó durante un rato en una cantidad increíble, se detuvo de repente y comenzó de nuevo con una furia todavía mayor. Se hizo de noche, pero la tormenta no cesaba, y empezó a parecer como si los cielos se hubieran empeñado en convertir la tierra entera en un océano. En varias ocasiones Musashi temió que el viento arrancara el tejado. El suelo ya estaba lleno de ripias arrancadas de la parte inferior.
Se hizo de día, una mañana gris y amorfa, y no había rastro de Iori. Musashi permanecía al lado de la ventana, descorazonado por su impotencia. Aquí y allá se veía un árbol o unas matas, pero el resto era una vasta y fangosa ciénaga. Por suerte la cabaña se alzaba todavía por encima del nivel del agua, pero en el que había sido un lecho de río seco inmediatamente por debajo de ella corría ahora un torrente impetuoso que lo arrastraba todo a su paso.