Authors: Eiji Yoshikawa
—Anda, cierra la boca y síguenos.
—¡No! ¡No podéis llevarme a ninguna parte!
Antes de que el muchacho supiera lo que estaba sucediendo, uno de los hombres alzó la pierna derecha de Iori en el aire y le hizo caer por el otro lado del caballo.
—Alguien quiere verte, así que ven conmigo.
El hombre cogió el cuello del kimono de Iori y tiró de él hacia una casa de té al lado de la carretera.
Osugi estaba en el exterior, con un bastón en la mano. Agitó la otra mano, despidiendo a sus ayudantes. Vestía un atuendo de viaje y acompañaba a todos aquellos samurais. Iori no entendía su propósito, pero tampoco tuvo demasiado tiempo para reflexionar en ello.
—¡Malcriado! —gritó Osugi, y entonces le golpeó en el hombro con la caña. El muchacho adoptó una postura de combate, aunque sabía que el número de sus adversarios sería invencible—. Musashi sólo tiene los mejores discípulos. ¡Ja! Tengo entendido que eres uno de ellos.
—Yo... Yo no diría esas cosas si estuviera en tu lugar.
—Ah, no las dirías, ¿ej?
—Yo... no tengo nada que ver con vosotros.
—Oh, sí, claro que tienes algo que ver con nosotros. Vas a decirnos algunas cosas. ¿Quién te ha encargado que nos siguieras?
—¿Seguiros a vosotros? —inquirió Iori con un bufido de desdén.
—¿Cómo te atreves a hablar así? —chilló la anciana—. ¿Acaso Musashi no te ha enseñado modales?
—No necesito que me des lecciones. Me marcho.
—¡No, no te marchas! —gritó Osugi, al tiempo que le cogía con su bastón por la espinilla.
—¡Ohh! —Iori cayó al suelo.
Los ayudantes cogieron al chico y lo llevaron al molino junto a la puerta principal del pueblo, donde estaba sentado un samurai de evidente alto rango. Había terminado de comer y estaba tomando agua caliente.
Cuando los ojos del muchacho se encontraron con los de Kojirō, Iori pensó que aquel hombre era peligroso.
Con una expresión de triunfo, Osugi alzó el mentón y dijo:
—¡Mira! Tal como pensaba, era Iori. ¿Qué se guarda ahora Musashi bajo la manga? ¿A quién más enviará a seguirnos?
—Humm —musitó Kojirō, asintiendo, al tiempo que despedía a sus ayudantes, uno de los cuales le preguntó si deseaba que atara al chico.
Kojirō sonrió y sacudió la cabeza. Retenido por la mirada de Kojirō, Iori era incapaz de mantenerse derecho, y no digamos de huir.
—Has oído lo que ha dicho la señora. ¿Es cierto? —le preguntó Kojirō.
—No, sólo he salido a pasear a caballo. No os seguía, ni a vosotros ni a nadie más.
—Humm, es posible. Si Musashi fuese de veras un samurai no recurriría a esta clase de trucos baratos. —Entonces reflexionó en voz alta—: Por otro lado, si se ha enterado de que hemos partido repentinamente con un contingente de samurais de Hosokawa, podría entrar en sospechas y enviar a alguien para que investigue nuestros movimientos. Sería muy natural.
Kojirō presentaba unos cambios asombrosos. En vez del flequillo, llevaba la cabeza afeitada a la manera propia de los samurai, y en lugar de las pesadas prendas que solía vestir, llevaba un recio kimono negro que, unido a su hakama rústico daban una impresión de lo más conservadora. Ahora, la espada Palo de Secar pendía de su costado. Su esperanza de llegar a ser vasallo de la Casa de Hosokawa se había realizado..., no por las cinco mil fanegas que había pedido sino por la mitad aproximada de ese estipendio.
El séquito actual, al mando de Kakubei, era un grupo de avanzada en el camino de Buzen, a fin de preparar las cosas para el regreso de Hosokawa Tadatoshi. Pensando en la edad de su padre, tiempo atrás había presentado una solicitud al shogunado y finalmente le había sido concedida autorización, lo cual indicaba que el shogunado no tenía ninguna duda sobre la lealtad de los Hosokawa.
Osugi le había pedido que le dejara acompañarle porque consideraba imperativo el regreso a casa. No había renunciado a su posición como jefe de la familia, pero había estado ausente de la misma durante casi diez años. De estar todavía vivo, el tío Gon podría haberse hecho cargo de todo en su ausencia. Tal como estaban las cosas, sospechaba que había una serie de asuntos familiares esperando su atención.
Pasarían por Osaka, donde ella había dejado las cenizas del tío Gon, las recogería, se las llevaría a Mimasaka y allí celebrarían un funeral adecuado. También había transcurrido mucho tiempo desde el último servicio funerario que realizó en honor de sus antepasados, a los cuales había dejado de lado. Tras resolver estos asuntos domésticos, reanudaría su persecución.
Recientemente se había sentido satisfecha de sí misma, creyendo que había vuelto a descargar un fuerte golpe contra Musashi. Cuando se enteró por Kojirō de cómo había sido recomendado, la anciana cayó en un estado de profunda depresión. Si Musashi recibía el nombramiento, sería mucho más difícil llegar hasta él.
Había decidido encargarse ella misma de evitar tal desastre al shogunado y la nación. No había visto a Takuan, pero sí visitado la Casa de Yagyū así como la Casa de Hōjō, donde denunció a Musashi y afirmó que ahora sería una locura peligrosa elevarle a un cargo de alta categoría. No satisfecha con eso, reiteró sus calumnias en las casas de todos los ministros cuyos sirvientes le franquearon la entrada.
Por supuesto, Kojirō no hacía el menor esfuerzo por detenerla, pero tampoco le ofrecía un estímulo especial, pues sabía que la anciana no descansaría hasta que hubiera llevado a cabo un trabajo completo. Y era completo, desde luego: incluso escribió cartas infamantes sobre el pasado de Musashi y las arrojó a los recintos del comisario de Edo y los miembros del Consejo de Ancianos. Antes de que hubiera terminado, incluso Kojirō se preguntó si no habría ido demasiado lejos.
Kojirō alentó a Osugi para que emprendiera el viaje, creyendo que a él le convenía más que la mujer regresara al campo, donde haría un mínimo de daño. Si Osugi lamentaba algo, era sólo que Matahachi no la acompañaba, pues estaba convencida de que algún día su hijo vería la luz y regresaría a ella.
Iori no podía conocer las circunstancias. Incapaz de huir, renuente a llorar por temor a que eso pudiera desacreditar a Musashi, se sentía atrapado entre enemigos.
Kojirō miró expresamente los ojos del muchacho y se sorprendió al ver que éste le devolvía la mirada. No parpadeó ni una sola vez.
—¿Tienes pincel y tinta? —le preguntó Kojirō a Osugi.
—Sí, pero la tinta está completamente seca. ¿Por qué?
—Quiero escribir una carta. Los letreros fijados por los hombres de Yajibei no han atraído a Musashi, y no sé dónde se encuentra. Iori es el mejor mensajero que podríamos pedir. Creo que debo enviar a Musashi una nota informándole de mi partida de Edo.
—¿Qué vas a escribirle?
—Nada complicado. Le diré que practique la esgrima y me visite en Buzen uno de estos días. Le haré saber que estoy dispuesto a esperar el resto de mi vida. Puede venir a mi encuentro cuando tenga la confianza necesaria.
Osugi alzó las manos horrorizada.
—¿Cómo puedes hablar así? ¡El resto de tu vida, nada menos! No puedo esperar tanto tiempo. Debo ver a Musashi muerto dentro de los tres o cuatro próximos años como máximo.
—Déjalo de mi cuenta. Me ocuparé de tu problema al mismo tiempo que me encargo del mío.
—¿No comprendes que me estoy haciendo vieja? Es preciso hacerlo mientras viva para verlo.
—Si cuidas bien de ti misma, estarás presente cuando mi espada invencible haga un trabajo definitivo.
Kojirō tomó la barra de tinta de escritura y se dirigió a un arroyo cercano, donde metió un dedo en el agua para humedecerla. Todavía de pie, se sacó unas hojas de papel del kimono y escribió con rapidez, pero tanto su caligrafía como la composición eran las de un experto.
—Puedes usar esto como pasta —le dijo Osugi, cogiendo unos granos de arroz hervido y poniéndolos sobre una hoja.
Kojirō los aplastó entre los dedos, extendió la pasta a lo largo del borde de la carta y la selló. En el anverso escribió: «De Sasaki Ganryū, servidor de la Casa de Hosokawa».
—Eh, tú, ven aquí. No temas, no voy a hacerte daño. Quiero que entregues esta carta a Musashi. Asegúrate de que la recibe, porque es importante.
Iori se mostró un momento remiso, pero finalmente asintió con un gruñido y arrebató la carta de la mano de Kojirō.
—¿Qué has escrito en ella?
—Sólo lo que le he dicho a la abuela.
—¿Puedo echarle un vistazo?
—Para eso tendrías que romper el sello.
—Si has escrito algo insultante, no se la llevaré.
—No contiene ninguna grosería. Le pido que recuerde nuestra promesa para el futuro y le digo que espero ilusionado la ocasión en que volvamos a vernos, tal vez en Buzen, si él está por allí.
—¿Qué quiere decir eso de que «volvamos a vernos»?
—Me refiero a encontrarnos en el límite entre la vida y la muerte. —Las mejillas de Kojirō enrojecieron ligeramente.
Iori se guardó la carta en el interior del kimono y dijo:
—De acuerdo, la entregaré —y echó a correr. A unas treinta varas de distancia, se detuvo, se volvió y le sacó la lengua a Osugi—. ¡Bruja loca! —le gritó.
—¿Có..., cómo?
La anciana estaba dispuesta a correr tras él, pero Kojirō la cogió del brazo e hizo que volviera a sentarse.
—No hagas caso —le dijo con una sonrisa triste—. No es más que un chiquillo. —Entonces gritó a Iori—: ¿No tienes nada mejor que decir?
—No... —Lágrimas de cólera corrían por su pecho—. Pero lo lamentarás. Es imposible que un tipo como tú derrote a Musashi.
—Eres como él, ¿eh? Nunca te rindes. Pero me agrada tu fidelidad hacia él. Si tu maestro llegase a morir, vente conmigo. Te daré trabajo como jardinero o algo por el estilo.
Iori no se dio cuenta de que Kojirō sólo estaba bromeando, y se tomó aquellas palabras como un brutal insulto. Cogió una piedra del suelo. Cuando alzó el brazo para arrojarla, Kojirō le miró fijamente.
—No hagas eso —le ordenó en un tono sereno pero conminatorio.
Iori sintió aquellos ojos sobre él como dos balas, dejó caer la piedra al suelo y echó a correr. Corrió sin detenerse hasta que, completamente exhausto, se derrumbó en medio de la llanura de Musashino.
Permaneció allí sentado un par de horas, pensando en el hombre al que llamaba su maestro. Aunque sabía que Musashi tenía muchos enemigos, le consideraba un gran hombre y quería llegar a emularle. Creía que debía hacer algo para cumplir con las obligaciones hacia su maestro y asegurar su seguridad, y por ello resolvió estudiar y practicar su propia fuerza lo antes posible.
Entonces el recuerdo de la luz aterradora en los ojos de Kojirō acudió para acosarle. Se preguntó si Musashi sería capaz de derrotar a un hombre tan fuerte y cedió al pesimismo, diciéndose que su maestro tendría que estudiar y practicar con ahínco. Se puso en pie.
La blanca niebla que descendía ondulante desde las montañas se extendía sobre la llanura. Tras decidir que debía proseguir su camino a Chichibu y entregar la carta de Kojirō, de repente se acordó del caballo. Temiendo que los bandidos pudieran haberse apoderado del animal, lo buscó minuciosamente, llamándole y silbando a cada dos pasos.
Le pareció oír un sonido de cascos procedente de la dirección de algo que parecía un estanque. Corrió hacia allí, pero no había caballo ni estanque. La niebla trémula retrocedía a lo lejos.
Vio un objeto negro en movimiento y se aproximó. Un jabalí salvaje dejó de buscar comida y se le acercó peligrosamente. El jabalí quedó oculto por los juncos y tras él la niebla formó una línea blanca, dando la impresión de que lo había formado la varita de un mago. Mientras miraba aquel fenómeno tuvo conciencia de un gorgoteo. Se acercó más y vio el reflejo de la luna en un arroyuelo entre rocas.
Siempre había sido sensible a los misterios de la llanura. Creía con firmeza en que la mariquita más minúscula poseía la fuerza espiritual de los dioses. A su modo de ver, nada carecía de alma, ni las hojas agitadas por la brisa ni el agua que llamaba con su rumor, ni el viento violento. Ahora, rodeado por la naturaleza, experimentaba la trémula soledad del otoño ya casi finalizado, la tristeza que debían sentir las hierbas, los insectos y el agua.
Sollozó con tanta fuerza que se le estremecían los hombros, pero eran las suyas lágrimas dulces, no amargas. Si algún otro ser no humano, una estrella quizás, o el espíritu de la planicie, le hubiera preguntado por qué lloraba, no habría podido decirlo. Y de haber insistido en que hablara, consolándole y halagándole, él finalmente podría haber dicho: «Lloro a menudo porque estoy al aire libre. Siempre tengo la sensación de que la casa de Hōtengahara está cerca».
Llorar era un alivio para su alma. Tras haberse desahogado por completo, el cielo y la tierra le consolaban. Una vez secas las lágrimas, su espíritu regresaba de las nubes limpio y fresco.
—Ése es Iori, ¿verdad?
—Creo que sí.
Iori se volvió hacia las voces y las dos figuras humanas que se recortaban oscuras contra el cielo nocturno.
—¡Sensei! —exclamó Iori, corriendo a trompicones hacia el hombre a caballo—. ¡Eres tú!
Rebosante de alegría se aferró al estribo y alzó la vista para asegurarse de que no estaba soñando.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Musashi—. ¿Qué estás haciendo aquí a solas?
El rostro de Musashi parecía muy delgado, ¿sería a causa de la luz lunar?, pero su cálida voz era lo que Iori había anhelado oír durante semanas.
—Pensé que iría a Chichibu... —Iori reparó en la silla de montar—. ¡Pero, pero si éste es el caballo que yo montaba!
Gonnosuke se echó a reír.
—¿Es tuyo?
—Sí.
—No sabíamos a quién pertenecía. Erraba alrededor del río Iruma, así que lo consideré un regalo del cielo para Musashi.
—El dios de la llanura debe de haber enviado el caballo a tu encuentro —dijo Iori con absoluta sinceridad.
—¿Dices que es tu caballo? Esa silla no podría pertenecer más que a un samurai con unos ingresos de cinco mil fanegas por lo menos.
—Bueno, la verdad es que es un caballo de Shinzō.
Musashi desmontó.
—Entonces has estado en su casa —le dijo al muchacho.
—Sí, Takuan me llevó allí.
—¿Y qué me dices de nuestra nueva casa?
—Está terminada.
—Estupendo. Podremos regresar.
—Sensei...
—Sí.