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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (187 page)

BOOK: Musashi
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—Así que has aprendido una o dos cosas, ¿eh? —le dijo gimiendo, con el rostro semioculto en la hierba.

Parecía incapaz de apartar de su mente la idea de que Jōtarō ya no era un niño.

Jōtarō soltó un gruñido y aplicó un pie a la espina dorsal de la anciana, que parecía muy frágil, al tiempo que le retorcía sin piedad un brazo alrededor de la espalda.

La arrastró hasta la parte delantera del santuario y la inmovilizó con un pie, pero no pudo decidir qué iba a hacer con ella.

Tenía que pensar en Otsū. ¿Dónde estaba? Se había enterado de su presencia en Shikama casi por accidente, aunque bien pudiera ser que sus karmas respectivos estuvieran entrelazados. Junto con la rehabilitación de su padre, Jōtarō había recibido un nombramiento. Cuando estaba realizando una de las gestiones de su cargo, tuvo un atisbo, a través de una brecha en una valla, de una mujer que se parecía a Otsū. Dos días después regresó a la playa y comprobó que su impresión había sido correcta.

Si bien agradecía a los dioses que le hubieran conducido a Otsū, su odio hacia Osugi, latente desde hacía mucho tiempo, por su manera de tratar a Otsū, había despertado. Si no eliminaba a la anciana, sería imposible que Otsū viviera en paz. La tentación era fuerte, pero matarla habría mezclado a su padre en una disputa con una familia de samurais rurales. Eran gentes fastidiosas incluso cuando no tenían ningún contencioso; si les ofendía un vasallo directo de un daimyō, no había duda de que causarían perturbaciones.

Finalmente, decidió que lo mejor sería castigar a Osugi rápidamente y luego dirigir sus esfuerzos a rescatar a Otsū.

—Conozco el lugar apropiado para ti —le dijo—. Ven conmigo.

Osugi se aferró con todas sus fuerzas al suelo, a pesar de los intentos de Jōtarō de arrastrarla. Cogiéndola por la cintura, la llevó bajo el brazo a la parte trasera del templo. La ladera de la colina había sido deforestada cuando se construyó el santuario, y había allí una pequeña cueva, cuya entrada era lo bastante grande para que una persona pudiera entrar arrastrándose.

Otsū veía una luz solitaria a lo lejos. Por lo demás, todo estaba sumido en una negrura intensa, montañas, campos, arroyos, el puerto de Mikazuki, que acababan de cruzar por un sendero rocoso. Los dos hombres que iban en cabeza tiraban de la cuerda con la que habían atado a la joven, como si fuese una criminal.

Cuando se aproximaban al río Sayo, el hombre que iba detrás de ella dijo:

—Esperad un momento. ¿Qué le habrá ocurrido a la vieja? Dijo que vendría con nosotros.

—Sí, ya debería habernos dado alcance.

—Podríamos hacer un alto aquí durante unos minutos, o seguir hasta Sayo y esperar en la casa de té. Probablemente todos estarán durmiendo, pero podemos despertarles.

—Vayamos allí y esperemos. Tomaremos una o dos tazas de sake.

Buscaron a lo largo del río un lugar somero para vadearlo. Apenas habían empezado a cruzarlo cuando oyeron una voz que les llamaba a lo lejos. La llamada se repitió uno o dos minutos después, desde mucho más cerca.

—¿La anciana?

—No, parece una voz masculina.

—Entonces no puede tener nada que ver con nosotros.

El agua estaba tan fría como una hoja de espada, sobre todo para Otsū. Cuando oyeron el sonido de apresuradas pisadas, su perseguidor estaba casi encima de ellos. Chapoteando bruscamente, les empujó a la otra orilla y allí les hizo frente.

—¿Otsū? —llamó Jōtarō.

Temblando por la rociada de agua fría que había caído sobre ellos, los tres hombres rodearon a Otsū y se mantuvieron donde estaban.

—No os mováis —gritó Jōtarō, con los brazos extendidos.

—¿Quién eres?

—No importa. ¡Soltad a Otsū!

—¿Estás loco? ¿No sabes que meterte donde no te llaman puede costarte la vida?

—Osugi acaba de decirme que me entreguéis a Otsū.

—¡Mientes como un bellaco!

Los tres hombres se rieron al unísono.

—Os equivocáis. Mirad esto.

Les tendió un papel de seda con unos caracteres de puño y letra de Osugi. El mensaje era breve: «Las cosas han salido mal. No podéis hacer nada. Entregad Otsū a Jōtarō y luego venid a buscarme».

Los hombres, cejijuntos, miraron a Jōtarō y avanzaron por la orilla.

—¿Es que no sabéis leer? —les preguntó Jōtarō en tono burlón.

—Calla. Supongo que eres Jōtarō.

—En efecto, ése es mi nombre, Aoki Jōtarō.

Otsū le había estado mirando fijamente, temblando ligeramente a causa del temor y la duda. Entonces, sin saber apenas lo que hacía, se echó a gritar, se atragantó y cayó hacia adelante.

El hombre que estaba más próximo a Jōtarō gritó:

—¡Se le ha aflojado la mordaza! ¡Atádsela bien! —Entonces se dirigió a Jōtarō en tono amenazante—: Ésta es la caligrafía de la anciana, no hay duda de ello, pero ¿qué le ha sucedido? ¿Qué significa eso de que vayamos en su busca?

—Es mi rehén —replicó Jōtarō altivamente—. Entregadme a Otsū y os diré dónde está.

Los tres hombres intercambiaron miradas.

—¿Acaso intentas tomarnos el pelo? —le preguntó uno de ellos—. ¿Sabes quiénes somos? Cualquier samurai de Himeji, si es de ahí de donde procedes, conoce la casa Hon'iden de Shimonoshō.

—Sí o no... ¡Responded! Si no me entregáis a Otsū, dejaré a la anciana donde está hasta que se muera de hambre.

—¡Bastardo asqueroso!

Uno de los hombres cogió a Jōtarō y otro desenvainó su espada y se colocó en posición de combate. El primero gruñó:

—Sigue diciendo esa clase de idioteces y te rompo el cuello. ¿Dónde está Osugi?

—¿Me entregaréis a Otsū?

—No.

—Entonces no la encontraréis. Entregadme a Otsū y podremos zanjar este asunto sin que nadie reciba daño alguno.

El hombre que había cogido a Jōtarō le empujó adelante e intentó hacerle la zancadilla.

Utilizando la fuerza de su adversario, Jōtarō le lanzó por encima de su hombro. Pero un instante después, estaba sentado en el suelo, agarrándose el muslo derecho. El hombre había desenvainado su espada y golpeado con un movimiento como de siega. Por suerte, la herida no era profunda. Jōtarō se puso en pie al mismo tiempo que su atacante. Los otros dos hombres avanzaron hacia él.

—No le matéis. Lo necesitamos vivo para poder rescatar a Osugi.

Jōtarō perdió con rapidez su renuencia a verse implicado en un derramamiento de sangre. En un momento determinado de la refriega que siguió, los tres hombres lograron derribarle al suelo. Jōtarō lanzó un rugido y recurrió a la misma táctica que momentos antes sus adversarios habían usado contra él. Sacando velozmente su espada corta, atravesó el vientre del hombre que estaba a punto de caer sobre él. La mano y el brazo de Jōtarō, casi hasta el hombro, se volvieron tan rojos como si lo hubiera sumergido en un barril de vinagre de ciruelas, pero su mente estaba libre de todo pensamiento y ocupada tan sólo por el instinto de conservación.

De nuevo en pie, gritó y golpeó hacia abajo al hombre que tenía delante. La hoja le alcanzó en la clavícula y, desviándose al lado, cortó un trozo de carne del tamaño de un filete de pescado. El hombre lanzó un grito y agarró la empuñadura de su espada, pero era demasiado tarde.

—¡Hijos de perra! ¡Hijos de perra!

Gritando con cada tajo y estocada, Jōtarō mantuvo a raya a los otros dos, y entonces logró herir gravemente a uno de ellos.

Los hombres habían dado por sentada su superioridad, pero ahora perdieron el dominio de sí mismos y empezaron a agitar los brazos sin coordinación.

Otsū, fuera de sí, corría en círculos, retorciendo frenéticamente las ligaduras de sus manos.

—¡Que venga alguien! ¡Salvadle!

Pero sus palabras pronto se perdían, ahogadas por el sonido del río y la voz del viento.

De repente comprendió que, en vez de pedir ayuda, debía confiar en sus propias fuerzas. Lanzando un débil grito de desesperación, se dejó caer al suelo y restregó la soga contra el afilado ángulo de una roca. La cuerda sólo era de paja trenzada recogida al lado del camino, y se rompió fácilmente.

Otsū, libre por fin, cogió unas piedras y corrió al lugar de la pelea.

—¡Jōtarō! —gritó, mientras arrojaba una piedra a la cara de un hombre—. También estoy aquí. ¡Toda irá bien! —Lanzó otra piedra—. ¡Aguanta, por favor! —Lanzó una piedra más, pero, al igual que las anteriores, no dio en el blanco. Corrió en busca de más proyectiles.

—¡Esa zorra!

Uno de los hombres se zafó de Jōtarō y, en dos saltos, llegó detrás de Otsū. Estaba a punto de descargar el romo borde de su espada en la espalda de la mujer, cuando Jōtarō le dio alcance y hundió tanto su espada en la parte inferior de la espalda del atacante que la punta de la hoja le salió por el ombligo.

El otro hombre, herido y aturdido, empezó a escabullirse, y luego echó a correr, tambaleándose.

Jōtarō apoyó con firmeza un pie a cada lado del cadáver, extrajo la espada y gritó:

—¡Detente!

Cuando empezaba a perseguirle, Otsū se abalanzó sobre él y, cogiéndole con fuerza, le dijo:

—¡No lo hagas! No debes atacar a un hombre malherido cuando huye.

El ardor de su súplica sorprendió a Jōtarō, el cual no podía imaginar qué capricho psicológico le hacía simpatizar con un hombre que hacía tan poco tiempo la había atormentado.

—Quiero saber qué has hecho durante todos estos años —le dijo Otsū—. También yo tengo cosas que contarte, y tenemos que marcharnos de aquí tan rápido como podamos.

Jōtarō accedió en seguida, pues sabía que si la noticia del incidente llegaba a Shimonoshō, los miembros de la familia Hon'iden rodearían el pueblo para buscarles.

—¿Puedes correr, Otsū?

—Sí, no te preocupes por mí.

Y corrieron, en efecto, corrieron sin parar en la oscuridad, hasta que se quedaron sin aliento. Ambos tenían la sensación de revivir los viejos tiempos, cuando eran tan sólo una niña y un niño que recorrían juntos su camino.

Las únicas luces visibles en Mikazuki eran las de la posada. Una brillaba en el edificio principal, donde sólo un poco antes un grupo de viajeros —un mercader de metales cuyo negocio le llevaba a las minas locales, un vendedor de hilo procedente de Tajima, un sacerdote itinerante— habían estado sentados, hablando y riendo. Todos se habían acostado ya.

Jōtarō y Otsū se sentaron a conversar junto a la otra luz, en una pequeña habitación independiente donde vivía la madre del posadero, entre su rueca y los recipientes donde hervía los gusanos de seda. El posadero sospechaba que la pareja a la que acababa de conceder alojamiento eran amantes fugados, pero de todos modos aderezó la estancia para ellos.

—Así que no volviste a ver a Musashi en Edo —decía Otsū, la cual le había relatado sus andanzas en los últimos años.

Entristecido al saber que ella no había visto a Musashi desde aquel día en la carretera de Kiso, a Jōtarō le resultaba difícil hablar. No obstante, pensó que podía ofrecerle un rayo de esperanza.

—No es mucho para seguir adelante —le dijo—, pero en Himeji oí el rumor de que Musashi iría pronto allí.

—¿A Himeji? ¿Es posible que sea cierto? —dijo ella, ansiosa de aferrarse incluso a un clavo ardiendo.

—No es más que lo que dice la gente, pero los hombres de nuestro feudo hablan como si ya estuviera decidido. Dicen que pasará por allí camino de Kokura, donde ha prometido aceptar un desafío de Sasaki Kojirō. Es uno de los servidores del señor Hosokawa.

—También yo he oído algo parecido, pero no encontraba a nadie que tuviera noticias de Musashi o que supiera por lo menos dónde estaba.

—Bueno, el rumor que corre en los alrededores del castillo de Himeji probablemente es cierto. Parece ser que Hanazono Myōshinji, de Kyoto, que tiene estrechas relaciones con la Casa de Hosokawa, informó al señor Hosokawa sobre el paradero de Musashi, y Nagaoka Sado, un servidor de alto rango, entregó a Musashi la carta de desafío.

—¿Crees que sucederá pronto?

—No lo sé. La verdad es que nadie parece saberlo con exactitud. Pero si ha de ser en Kokura y si Musashi está en Kyoto, pasará por Himeji durante su viaje.

—Podría ir en barco.

Jōtarō sacudió la cabeza.

—No lo creo. Los daimyō de Himeji, Okayama y otros feudos a lo largo del Mar Interior le pedirán que pase en sus castillos una noche o más tiempo. Quieren ver qué clase de hombre es realmente y sondearle para ver si está interesado en una posición. El señor Ikeda escribió a Takuan. Luego hizo gestiones en el Myōshinji y dio instrucciones a los mayoristas de su zona para que le informen si ven a alguien que responda a la descripción de Musashi.

—Todo ello hace pensar aún más en que no viajará en barco. No hay nada que Musashi deteste más que un exceso de alharacas. Si se entera, hará cuanto pueda por evitarlo.

Otsū parecía deprimida, como si de improviso hubiera perdido toda esperanza.

—¿Qué te parece, Jōtarō? —le preguntó en tono suplicante—. Si yo fuese al Myōshinji, ¿crees que podría averiguar algo?

—Bueno, es posible, pero no debes olvidar que se trata sólo de chismorreos.

—Pero debe de haber algo de verdad en ello, ¿no crees?

—¿Tienes deseos de ir a Kyoto?

—Claro que sí, me gustaría partir ahora mismo... bueno, mañana.

—No te apresures tanto. Por ese motivo siempre pierdes a Musashi. En cuanto oyes un rumor, lo aceptas como si fuese un hecho fidedigno y partes al instante. Si quieres localizar un ruiseñor, tienes que mirar hacia un punto delante del lugar de donde procede su canto. Me parece que siempre vas en pos de Musashi, en lugar de prever dónde podría estar a continuación.

—Sí, es posible, pero el amor carece de lógica. —No se había detenido a pensar lo que estaba diciendo, y se sorprendió al ver que el rostro del joven se volvía carmesí al oír la palabra «amor». Recobrándose en seguida, le dijo—: Gracias por el consejo. Lo pensaré detenidamente.

—Sí, hazlo, pero entretanto regresa a Himeji conmigo.

—De acuerdo.

—Quiero que vengas a nuestra casa.

Otsū no le dijo nada.

—Por lo que dice mi padre, supongo que te conoció bastante bien hasta que abandonaste el Shippōji... No sé qué tiene pensado, pero me ha dicho que le gustaría verte una vez más y hablar contigo.

La llama de la vela amenazaba con extinguirse. Otsū se volvió y contempló el cielo bajo los estropeados aleros.

—Va a llover —dijo.

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