Authors: Eiji Yoshikawa
—¿A llover? Y mañana tenemos que ir a Himeji.
—¿Qué es un aguacero otoñal? Nos pondremos sombreros para la lluvia.
—Habría preferido que hiciera buen tiempo.
Cerraron los postigos contra la lluvia y la atmósfera de la habitación pronto se volvió calurosa y húmeda. Jōtarō era agudamente consciente de la fragancia femenina de Otsū.
—Ve a acostarte —le dijo—. Yo dormiré aquí.
Colocó un madero a guisa de almohada bajo la ventana y se tendió de costado, de cara a la pared.
—¿Todavía no te duermes? —rezongó Jōtarō—. Deberías hacerlo.
Se cubrió la cabeza con la fina estera, pero dio muchas vueltas antes de que cayera en un profundo sueño.
Otsū permanecía sentada, escuchando el sonido del agua que caía desde una gotera en el techo. Impulsada por el viento, la lluvia azotaba bajo los aleros y contra los postigos. Pero era una lluvia de otoño y, por lo tanto, impredecible: quizá la mañana sería brillante y clara.
Entonces el pensamiento de Osugi cruzó por su mente.
«Me pregunto si estará a la intemperie bajo esta tormenta, empapada y fría. Es vieja y quizá no dure hasta mañana. Aunque sobreviva, podrían transcurrir días antes de que la encuentren. Podría morir de hambre.»
—Jōtarō —llamó en voz queda—. Despierta.
Temía que el joven hubiera cometido una crueldad, pues había oído decirles a los sicarios de la anciana que la había castigado, y había hecho de pasada una observación similar camino de la posada.
«En el fondo no es mala —se dijo—. Si me sincero con ella, uno de estos días me comprenderá... Debo ir a buscarla.»
Pensando que si Jōtarō se enfadaba, sería inevitable, abrió un postigo. La lluvia, contra la negrura del cielo, tenía una tonalidad blanca. Tras arremangarse las faldas, cogió de la pared un sombrero de corteza de bambú, se lo puso y lo ató bajo la barbilla. Entonces se echó una abultada capa pluvial sobre los hombros, se puso unas sandalias de paja y atravesó la cortina de lluvia que caía por la pendiente del tejado.
Al aproximarse al santuario donde Mambei la había dejado a merced de sus raptores, vio que los escalones de piedra que conducían al lugar sagrado se habían convertido en una cascada. En lo alto, el viento era mucho más intenso, aullaba entre los cedros como una jauría de perros airados.
«¿Dónde puede estar?», se preguntó, mientras escudriñaba el santuario. Llamó en el espacio oscuro debajo del edificio, pero no le llegó ninguna respuesta.
Fue a la parte trasera del edificio y permaneció allí unos minutos. El viento gimiente la azotaba como las olas en un mar tempestuoso. Poco a poco tuvo conciencia de otro sonido, casi indistinguible del fragor de la tormenta. Se detuvo un momento y empezó de nuevo.
—Ahhh. Oídme, alguien... ¿Hay alguien ahí afuera?... Aaaah.
—¡Abuela! —gritó Otsū—. ¿Dónde estás, abuela?
Como gritaba literalmente al viento, el sonido de su voz no llegaba muy lejos.
Pero, de alguna manera, su sentimiento logró entrar en comunicación con quien estaba en una situación tan apurada.
—¡Ah! Hay alguien ahí. Lo sé... Sálvame. ¡Aquí! ¡Sálvame!
En las ráfagas intermitentes de sonido que llegaban a sus oídos, Otsū oyó el grito de la desesperación.
—¿Dónde estás? —gritó con voz ronca—. ¿Dónde estás, abuela?
Corrió alrededor del santuario, se detuvo un momento y luego corrió de nuevo. Casi por accidente, reparó en lo que parecía una cueva de osos, a unos veinte pasos de distancia, cerca del pie del empinado sendero que conducía al santuario interior.
Al acercarse más, tuvo la certeza de que la voz de la anciana procedía de allí. Llegó a la entrada, se detuvo y contempló las grandes piedras que la cerraban.
—¿Quién es? ¿Quién eres tú? ¿Eres una manifestación de Kannon? Le rindo culto a diario. Apiádate de mí. Salva a una pobre anciana que ha sido encerrada aquí por un desalmado.
Las súplicas de Osugi adquirieron un tono histérico. Llorando a medias y a medias rogando, en el oscuro intervalo entre la vida y la muerte, en su mente se formó una visión de la misericordiosa diosa Kannon y dirigió a ella su fervorosa plegaria para que le permitiera seguir viviendo.
—¡Qué feliz soy! —exclamó delirante—. Kannon, la misericordiosa, ha visto la bondad de mi corazón y se ha apiadado de mí. ¡Ha venido a rescatarme! ¡Gran compasión la suya! ¡Gran misericordia! Salve la Bodhisattva Kannon, salve la Bodhisattva Kannon, salve...
Su voz se interrumpió bruscamente. Tal vez pensó que ya estaba bien, pues era natural que en su situación límite Kannon se presentara de una u otra forma en su ayuda. Ella era la cabeza de una buena familia, una buena madre, y se consideraba un ser humano recto y sin tacha. Y lo que había hecho, fuera lo que fuese, era, por supuesto, moralmente justo.
Pero entonces, al percibir que quienquiera que fuese la persona que estaba al otro lado de la cueva no era una aparición sino un ser auténtico, vivo, se relajó y, al hacerlo, perdió el conocimiento.
Otsū, al no saber qué significaba el cese repentino de los gritos de Osugi, estaba fuera de sí. Era preciso abrir de alguna manera la entrada de la cueva. Redobló sus esfuerzos, y la cinta que sujetaba su sombrero se aflojó. El viento agitó furiosamente tanto el sombrero como sus negras trenzas.
Le intrigaba cómo Jōtarō había sido capaz de colocar allí aquellas auténticas rocas. Empujó y tiró con toda la fuerza de su cuerpo, pero ni una sola se movía. Extenuada por el esfuerzo, sintió una punzada de odio hacia Jōtarō, y el alivio inicial que había experimentado al encontrar a Osugi se transformó en una inquietud que la consumía.
—Aguanta, abuela, sólo un poco más. Te sacaré de aquí.
Aunque había aplicado los labios a una grieta entre las grandes piedras, no obtuvo ninguna respuesta.
Poco a poco, llegó hasta sus oídos un débil cántico en voz baja:
O si, al encontrar diablos comedores de hombres,
dragones venenosos y demonios,
piensa en el poder de Kannon,
al instante nadie se atreverá a dañarle.
Si, rodeado de bestias malignas,
con agudos colmillos y garras aterradoras,
piensa en el poder de Kannon...
Osugi estaba recitando el Sutra sobre Kannon. Sólo la voz de la bodhisattva era perceptible para ella. Con las manos juntas, ahora estaba en paz, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y los labios temblaban al tiempo que las palabras sagradas brotaban de sus labios.
Presa de una extraña sensación, Osugi interrumpió su cántico y aplicó un ojo a una grieta entre las piedras.
—¿Quién está ahí? —gritó—. He preguntado quién está ahí.
El viento había arrebatado a Otsū la capa pluvial. Aturdida, exhausta y cubierta de barro, se agachó y gritó:
—¿Estás bien, abuela? Soy Otsū.
—¿Quién has dicho? —preguntó la anciana con suspicacia.
—He dicho que soy Otsū.
—Ya veo. —Hubo una larga pausa de silencio antes de que la anciana hiciera la segunda pregunta incrédula—. ¿Qué quieres decir con eso de que eres Otsū?
En aquel instante, la primera oleada de la conmoción alcanzó a Osugi, diseminando bruscamente sus pensamientos religiosos.
—¿Por..., por qué has venido aquí? Ah, ya lo sé. ¡Estás buscando a ese demonio de Jōtarō!
—No. He venido a rescatarte, abuela. Por favor, olvida el pasado. Recuerdo lo buena que eras conmigo en mi infancia. Luego te volviste contra mí y trataste de hacerme daño. No te lo reprocho. Admito que he sido muy obstinada.
—Vaya, de modo que has abierto los ojos y te das cuenta de tu mal proceder. ¿No es eso? ¿Me estás diciendo que te gustaría volver a la familia Hon'iden como la esposa de Matahachi?
—Oh, no, eso no —se apresuró a decir Otsū.
—Bien, ¿entonces por qué estás aquí?
—Sentía tanta pena por ti que no podía soportarlo.
—Y ahora quieres que me sienta obligada contigo. Eso es lo que te propones, ¿no?
Otsū se quedó tan sorprendida ante esta reacción que no pudo articular palabra.
—¿Quién te ha pedido que vinieras a rescatarme? ¡No he sido yo! Y ahora no necesito tu ayuda. Si crees que haciéndome un favor podrás impedir que siga odiándote, te equivocas. No me importa lo precaria que sea mi situación. Prefiero morir a perder mi orgullo.
—Pero abuela, ¿cómo puedes esperar que deje a una persona de tu edad abandonada en un sitio tan terrible?
—Ya estamos, la abnegada y dulce Otsū y sus amables palabras. ¿Crees que no sé lo que tú y Jōtarō os proponéis? Habéis tramado encerrarme en esta cueva para reíros de mí, y cuando salga de aquí voy a desquitarme. Vaya si lo haré, no te quepa duda.
—Estoy segura de que pronto llegará el día en que comprenderás lo que siento realmente. En cualquier caso, no puedes quedarte ahí. Enfermarás.
—Uf, estoy harta de esta tontería.
Otsū se puso en pie, y el obstáculo que había sido incapaz de mover por la fuerza fue desalojado, como si sus lágrimas hubieran tenido el poder de hacerlo. Después de que la piedra superior rodara al suelo, tuvo una facilidad sorprendente para desplazar al lado la que estaba debajo.
Pero no eran sólo las lágrimas de Otsū las que habían abierto la cueva. Osugi había empujado desde el interior, y salió con el rostro congestionado, de un rojo intenso.
Otsū, todavía tambaleándose a causa del esfuerzo, emitió un grito de júbilo, pero apenas Osugi se vio en libertad cuando agarró a la joven por el cuello. La ferocidad del ataque habría hecho pensar que su único propósito al querer mantenerse viva había sido atacar a su benefactora.
—¡Oh! Pero ¿qué haces? ¡Aaagh!
—¡Calla!
—¿Por qué..., por qué...?
—¿Qué esperabas? —respondió Osugi a gritos, derribando a Otsū al suelo con una fuerza salvaje.
Otsū estaba horrorizada, incapaz de dar crédito a lo que le ocurría.
—Ahora vámonos —gruñó Osugi, y empezó a arrastrar a la joven por el suelo empapado.
Otsū juntó las manos y dijo:
—Por favor, te lo ruego. Castígame si quieres, pero no debes quedarte bajo esta lluvia.
—¡Qué idiotez! ¿Es que no tienes vergüenza? ¿Crees que puedes conmoverme para que me apiade de ti?
—No huiré, no lo haré... ¡Oh! ¡Me haces daño!
—Pues claro que te hago daño.
—Déjame... —Con un súbito acceso de energía, Otsū se liberó de la anciana y se puso en pie.
—¡Ah, no, de ninguna manera! —Osugi renovó al instante su ataque, agarrando el cabello de la joven. Ésta dirigió al cielo su blanco rostro, y la lluvia cayó sobre sus facciones. Cerró los ojos—. ¡Sucia ramera! ¡Cómo he sufrido todos estos años por tu culpa!
Cada vez que Otsū abría la boca para hablar o hacía un esfuerzo para liberarse, la anciana le tiraba del pelo con todas sus fuerzas. Sin soltárselo, la arrojó al suelo, la pisoteó y la emprendió a puntapiés con ella.
Entonces una expresión de sobresalto apareció en el rostro de Osugi y soltó el cabello de la joven.
—Pero ¿qué he hecho? —musitó consternada—. ¿Otsū? —la llamó con inquietud, mientras contemplaba el cuerpo inerte tendido a sus pies—. ¡Otsū!
La anciana se agachó y escrutó el rostro empapado por la lluvia, frío al tacto como un pescado. Le pareció que la muchacha no respiraba.
—Está..., está muerta.
Osugi se sentía llena de espanto. Aunque no estaba dispuesta a perdonar a Otsū, no había tenido intención de matarla. Se enderezó, gimiendo, y retrocedió.
Fue serenándose gradualmente, y no pasó mucho tiempo antes de que se dijera: «Bueno, supongo que no puedo hacer nada más que ir en busca de ayuda». Echó a andar, titubeó, dio media vuelta y regresó al lado del cuerpo. Cogió el frío cuerpo de Otsū entre sus brazos y lo arrastró a la cueva.
Pese a la angostura de la entrada, el interior era espacioso. Cerca de una pared había un lugar donde, en el pasado lejano, los peregrinos religiosos que buscaban el Camino pasaban largas horas sentados, sumidos en la meditación.
Cuando remitió la lluvia, la anciana se acercó a la entrada, y estaba a punto de salir cuando las nubes se abrieron de nuevo. Desde el arroyuelo que se deslizaba por encima de la entrada, el agua penetraba casi hasta el fondo de la cueva.
Osugi pensó que no faltaba mucho para que amaneciera. Imperturbable, se acuclilló y esperó a que la tormenta cediera de nuevo.
El hecho de hallarse en una total oscuridad con el cuerpo de Otsū empezó a afectar poco a poco su mente. Tenía la sensación de que su rostro frío y pálido la miraba acusadoramente. Al principio se tranquilizó, diciéndose: «Todo cuanto sucede está destinado a suceder. Ocupa tu lugar en el paraíso como un Buda renacido. No me guardes rencor». Pero no pasó mucho tiempo antes de que el temor y la conciencia de su tremenda responsabilidad la impulsaran a buscar refugio en la piedad. Cerró los ojos y empezó a entonar un sutra. Transcurrieron varias horas.
Cuando por fin sus labios guardaron silencio y abrió los ojos, oyó el piar de los pájaros. El aire estaba inmóvil, la lluvia había cesado. A través de la boca de la cueva se filtraba un sol dorado, que iluminaba el áspero interior.
—¿Qué es eso? —se preguntó en voz alta, mientras se incorporaba, la mirada fija en una inscripción grabada por alguna mano anónima en el muro de la cueva.
Osugi se acercó a la inscripción y leyó:
«En el año 1544, envié a mi hijo de dieciséis años, que se llamaba Mori Kinsaku, a luchar en la batalla del castillo de Tenjinzan, en el bando del señor Uragami. No he vuelto a verle desde entonces. A causa de mi aflicción, peregrino a diversos lugares consagrados al Buda. Ahora estoy colocando en esta cueva una imagen de la Bodhisattva Kannon. Ruego que esto, y las lágrimas de una madre, protejan a Kinsaku en su vida futura. Si en tiempos futuros alguien pasa por aquí, le ruego que invoque el nombre de Buda. Éste es el vigésimo primer año desde la muerte de Kinsaku. Donante: la madre de Kinsaku, aldea de Aita».
Los caracteres erosionados resultaban difíciles de leer en algunos lugares. Habían pasado casi setenta años desde que las aldeas vecinas, Sanumo, Aita, Katsuta, fueron atacadas por la familia Amako y el señor Uragami expulsado de su castillo. Un recuerdo infantil que jamás desaparecería de la memoria de Osugi era el incendio de aquella fortaleza. Aún podía ver el negro humo elevándose oscilante en el cielo, los cadáveres de hombres y caballos cubriendo los campos y los caminos apartados durante días después de la batalla. La lucha llegó casi hasta las casas de los campesinos.