Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Conoces a una mujer llamada Ogin? —le preguntó.
—¿Te refieres a la hermana de Musashi?
Mambei asintió vigorosamente.
—Tropecé con ella en el pueblo de Mikazuki, en Sayo, y mencioné tu nombre. Pareció muy sorprendida.
—¿Le dijiste dónde estoy?
—Sí, no vi ningún daño en ello.
—¿Dónde vive ahora?
—Vive con un samurai llamado Hirata, creo que es pariente suyo. Dijo que le gustaría mucho verte, y repitió varias veces cuánto te echaba de menos y lo mucho que tiene que contarte. Añadió que parte de ello es secreto. Creí que iba a echarse a llorar.
Los ojos de Otsū se enrojecieron.
—En medio del camino no hay ningún sitio para escribir una carta, claro, así que me pidió que viniera a decirte que vayas a Mikazuki. A ella le gustaría venir aquí, pero ahora no puede viajar. —Mambei hizo una pausa antes de proseguir—. No entró en detalles, pero dijo que había recibido noticias de Musashi.
El hombre añadió que viajaría a Mikazuki al día siguiente y le sugirió que fuese con él.
Aunque Otsū tomó una decisión de inmediato, pensó que debía consultar con la esposa del tintorero.
—Te lo haré saber esta noche —le dijo.
—Muy bien. Si decides ir, deberemos partir temprano.
Con el murmullo del mar al fondo, la voz del hombre sonaba especialmente fuerte, e incluso la suave respuesta de Otsū pareció más bien chillona.
Cuando Mambei cruzó el portal, un joven samurai que había estado sentado en la playa, restregando un puñado de arena, se levantó y observó al hombre que se alejaba con mirada penetrante, como para verificar lo que pensaba de él. Bien vestido y tocado con un sombrero de paja que tenía la forma de una hoja de gingko, parecía tener unos dieciocho o diecinueve años. Cuando perdió de vista al comerciante de cáñamo, se volvió y contempló la casa del tintorero.
A pesar de la excitación causada por la noticia de Mambei, Otsū cogió el mazo y reanudó su faena. Los sonidos de otros mazos, acompañados por canciones, flotaban en el aire. Ningún sonido salía de los labios de Otsū mientras trabajaba, pero en su corazón había una canción de amor para Musashi. Entonces recitó en silencio un poema de una antología antigua:
Desde nuestro primer encuentro,
mi amor ha sido más profundo
que el de los demás,
aunque no iguale las tonalidades
del paño de Shikama.
Estaba segura de que si visitaba a Ogin, sabría dónde se encontraba Musashi. Y Ogin también era una mujer. Le sería fácil expresarle sus sentimientos.
Los golpes de su mazo se hicieron lentos hasta reducirse a un ritmo casi lánguido. Otsū se sentía más feliz de lo que había estado en mucho tiempo. Comprendía los sentimientos del poeta. A menudo el mar parecía melancólico y extraño, pero aquel día era deslumbrante, y las olas, aunque suaves, parecían rebosantes de esperanza.
Colgó el paño en un alto palo de secar y, con el corazón todavía risueño, cruzó el portal abierto. Por el rabillo del ojo vio al joven samurai que paseaba despacio por la orilla del mar. Otsū no sabía quién era, pero por algún motivo llamó su atención, y no reparó en nada más, ni siquiera en un pájaro que aprovechaba para su vuelo la brisa salobre.
Su destino no estaba muy lejano. Incluso una mujer podía recorrer la distancia sin demasiada dificultad, haciendo un solo alto en el camino. Era casi mediodía.
—Me sabe mal haberte causado tantas molestias —dijo Otsū.
—No te preocupes —replicó Mambei—. Parece que tienes una buena andadura.
—Estoy acostumbrada a viajar.
—Tengo entendido que has estado en Edo. Eso está muy lejos para una mujer que viaja sola.
—¿Te lo ha dicho la mujer del tintorero?
—Sí. Me he enterado de todo. La gente de Miyamoto también habla de ello.
—Vaya —dijo Otsū, frunciendo levemente el ceño—. Es embarazoso.
—No tienes por qué azorarte. Si amas tanto a una persona, nadie puede decir si eres digna de felicitación o de lástima. Pero me parece que ese Musashi es un tanto frío de corazón.
—Qué va, no lo es en absoluto.
—¿No le guardas rencor por su manera de comportarse?
—Soy yo la culpable. Su adiestramiento y disciplina son sus únicos intereses en la vida, y no puedo resignarme a eso.
—No veo nada malo en tus sentimientos.
—Pero me parece que le he causado demasiados problemas.
—Humm. Mi mujer debería oírte decir eso. Así es como deberían ser las mujeres.
—¿Está casada Ogin? —inquirió Otsū.
—¿Ogin? Pues no estoy del todo seguro —dijo Mambei, y cambió de tema—. Allí hay una casa de té. Descansemos un poco.
Entraron en el establecimiento y pidieron té para acompañar sus cajas de comida. Cuando estaban terminando, unos mozos de caballos y porteadores que pasaban por allí se dirigieron a Mambei con familiaridad.
—Eh, tú, ¿por qué no te dejas caer hoy en la timba de Handa? Todo el mundo se queja..., el otro día te largaste con todo nuestro dinero.
Un tanto confuso, el hombre les respondió a gritos, como si no les hubiera entendido:
—Hoy no necesito para nada vuestros caballos. —Entonces se dirigió a Otsū y le dijo rápidamente—: ¿Nos vamos ya?
Cuando salían precipitadamente del local, uno de los mozos de caballos dijo:
—No es de extrañar que se nos quite de encima. ¡Echad un vistazo a la chica!
—Voy a decírselo a tu vieja, Mambei.
Oyeron más comentarios de esta clase mientras proseguían apresuradamente su camino. El negocio de Asaya Mambei en Shikama no figuraba, ciertamente, entre los negocios más importantes de la localidad. Compraba cáñamo en los pueblos de las inmediaciones y lo distribuía entre las esposas e hijas de los pescadores para que hicieran velas, redes y otros trebejos. Pero era el propietario de su propia empresa, y a Otsū le pareció extraño que tuviera una relación tan íntima con porteadores vulgares y corrientes.
Como si quisiera disipar sus dudas inexpresadas, Mambei le dijo:
—¿Qué se puede hacer con esa clase de gentuza? ¡Sólo porque les hago el favor de pedirles que me traigan material de las montañas, eso no es razón para que se tomen conmigo esas familiaridades!
Pasaron la noche en Tatsuno y, a la mañana siguiente, cuando reanudaron su camino, Mambei se mostró tan amable y solícito como de costumbre. Al llegar a Mikazuki, las laderas de las colinas estaban a oscuras.
—Mambei —le dijo Otsū inquieta—. ¿No es esto Mikazuki? Si cruzamos la montaña estaremos en Miyamoto.
Había llegado a sus oídos la noticia de que Osugi volvía a encontrarse en Miyamoto.
Mambei se detuvo.
—Pues sí, es cierto, está justo al otro lado. ¿Acaso sientes añoranza de tu pueblo?
Otsū alzó los ojos hacia la negras y ondulantes cimas de las montañas y el cielo nocturno. La zona parecía muy desolada, como si, de alguna manera, faltaran las personas que deberían estar allí.
—Ya falta poco —dijo Mambei, que caminaba por delante de ella—. ¿Estás cansada?
—No, no, ¿y tú?
—No, estoy acostumbrado a este camino. Vengo por aquí continuamente.
—Dime, ¿dónde está la casa de Ogin?
—Por allí —respondió el hombre, señalando—. Sin duda nos está esperando.
Apretaron un poco el paso. Cuando llegaron al lugar donde la cuesta era más empinada, se encontraron con varias casas desperdigadas. Era una parada en la carretera de Tatsuno. No tenía la suficiente extensión para considerarla un pueblo, pero disponía de un local de comidas económicas, donde hacían un alto los mozos de caballos, y algunas posadas baratas a ambos lados de la calzada.
Cuando el caserío quedó atrás, Mambei informó a su acompañante:
—Ahora tenemos que trepar un poco.
Se desvió de la carretera y emprendió la subida de unas empinadas escaleras que conducían al santuario local.
Como un pajarillo que gorjeara debido a un descenso repentino de la temperatura, Otsū percibió algo fuera de lo ordinario.
—¿Estás seguro de que no nos hemos equivocado de camino? —preguntó a su acompañante—. En estos alrededores no hay casas.
—No te preocupes. Es un lugar solitario, pero puedes sentarte en el porche del santuario mientras yo voy en busca de Ogin.
—¿Por qué has de hacer tal cosa?
—¿Lo has olvidado? Estoy seguro de que te lo dije. Ogin dijo que tal vez tendría invitados en casa y sería inconveniente que tropezaras con ellos. Su casa está en el otro lado de este bosquecillo. Volveré en seguida.
Echó a correr por un estrecho sendero a través del oscuro bosque de cedros.
A medida que el cielo crepuscular se oscurecía más, Otsū empezó a sentirse claramente inquieta. Hojas muertas arrastradas por el viento se depositaban en su regazo. Cogió ociosamente una de ellas y le dio vueltas entre los dedos. Algo, la imprudencia o la pureza, hacían de ella el arquetipo de la virginidad.
De improviso oyó una risa entrecortada procedente de la parte trasera del santuario. Otsū se puso en pie de un salto.
—¡No te muevas, Otsū! —le ordenó una voz ronca y amedrentadora.
La joven ahogó un grito y se llevó las manos a los oídos.
Varias formas oscuras salieron de detrás del santuario y rodearon su cuerpo tembloroso. Aunque tenía los ojos cerrados, pudo ver claramente una de ellas, más aterradora y, al parecer, mayor que las otras, la bruja de blanca cabellera a la que tantas veces había visto en sus pesadillas.
—Gracias, Mambei —dijo Osugi—. Ahora amordazadla antes de que empiece a gritar y llevadla a Shimonoshō. ¡Daos prisa!
La anciana habló con la autoridad temible del Rey del Infierno que condena a un pecador a las llamas.
Los cuatro o cinco hombres parecían ser matones de pueblo que tenían alguna relación con el clan de Osugi. Asintieron a gritos y se abalanzaron sobre Otsū como lobos que lucharan por una presa. La ataron de manera que sólo le quedaron libres las piernas.
—Coged el atajo.
—¡Muévete!
Osugi se rezagó para arreglar las cuentas con Mambei. Cuando la anciana sacaba el dinero del interior de su obi, dijo al comerciante:
—Te felicito por haberla traído. Temía que no fueses capaz de conseguirlo. —Entonces añadió—: No se te ocurra decir una palabra de esto a nadie.
Mambei, con expresión satisfecha, se guardó el dinero en un bolsillo de la manga.
—La verdad es que no ha sido tan difícil —comentó—. Tu plan ha funcionado a la perfección.
—¡Ah! Ha sido algo digno de verse. Está asustada, ¿eh?
—Ni siquiera ha podido correr. Se ha quedado ahí pasmada. ¡Ja, ja! Pero quizá... lo que hemos hecho está bastante mal.
—¿Por qué está mal? ¡Si supieras cuánto he tenido que sufrir!
—Sí, sí, ya me lo contaste.
—Bueno, no puedo perder el tiempo aquí. Volveré a verte uno de estos días. Ven a visitarnos en Shimonoshō.
—Ten cuidado con el camino, es bastante escabroso —le gritó por encima del hombro mientras empezaba a bajar la larga y oscura escalera.
Al cabo de un instante, Osugi oyó un grito ahogado. Giró sobre sus talones y gritó:
—¿Has sido tú, Mambei? ¿Qué ocurre?
No obtuvo respuesta.
Osugi corrió a lo alto de las escaleras. Emitió un leve grito y entonces retuvo el aliento mientras miraba, forzando la vista, la sombra erguida junto al cuerpo caído y la espada, goteante de sangre, inclinada hacia abajo desde la mano de la sombra.
—¿Qui..., quién está ahí?
No le respondieron.
—¿Quién eres? —preguntó con la voz seca y tensa, pero los años no habían disminuido su jactancia.
La risa sacudió ligeramente los hombros del desconocido.
—Soy yo, vieja bruja.
—¿Quién eres tú?
—¿No me reconoces?
—Jamás había oído antes tu voz. Supongo que eres un ladrón.
—Ningún ladrón se molestaría en robar a una vieja tan pobre como tú.
—Pero me has estado vigilando, ¿no es cierto?
—En efecto.
—¿A mí?
—¿Por qué lo preguntas dos veces? No habría recorrido todo el camino hasta Mikazuki para matar a Mambei. He venido para darte una lección.
—¡Aaag! —El sonido fue como si a Osugi le hubiera reventado la tráquea—. Te has equivocado de persona. ¿Quién eres, a fin de cuentas? Me llamo Osugi y soy la viuda de la familia Hon'iden.
—¡Ah, cuánto me alegro de oírte decir eso! Así recobro todo mi odio. ¡Bruja! ¿Te has olvidado de Jōtarō?
—¿Jō... jō... tarō?
—En tres años, un recién nacido deja de ser un bebé y se convierte en un niño de tres años. Tú eres un árbol viejo, yo soy un arbolillo. Siento decírtelo, pero ya no puedes seguir tratándome como a un mocoso.
—Pero eso no puede ser cierto. ¿Eres de veras Jōtarō?
—Deberías pagar por toda la aflicción que has causado a mi maestro a lo largo de los años. Él te evitó sólo porque eres vieja y no quería hacerte daño. Te aprovechaste de eso, viajando por todas partes, yendo incluso a Edo, donde esparciste rumores malignos sobre su persona y actuaste como si tuvieras una razón legítima para vengarte de él. Incluso llegaste a impedir su nombramiento para un buen puesto.
Osugi le escuchaba en silencio.
—Pero tu despecho no terminó ahí. Acosaste a Otsū e intentaste lastimarla. Creía que por fin habías cejado en tus malignos empeños, retirándote a Miyamoto. Pero sigues en ello, utilizando a ese Mambei para llevar a cabo alguna estratagema contra Otsū.
Osugi seguía sin decir nada.
—¿Es que no te cansas nunca de odiar? Me sería muy fácil partirte de un tajo en dos mitades, pero por suerte para ti ya no soy el hijo de un samurai errante. Mi padre, Aoki Tanzaemon, ha regresado a Himeji y, desde la pasada primavera, está sirviendo en la Casa de Ikeda. Para evitar que el deshonor caiga sobre él, me abstendré de matarte.
Jōtarō dio un par de pasos hacia ella. Osugi, incapaz de decidir si debía creerle o no, retrocedió y miró a su alrededor en busca de una escapatoria. Creyendo ver una, corrió hacia el sendero que los hombres habían tomado. Jōtarō dio un salto y la agarró por el cuello.
Ella abrió mucho la boca y gritó:
—¿Qué crees que estás haciendo?
Giró sobre sus talones y, desenvainando su espada en el mismo movimiento, intentó asestarle un golpe y falló.
Mientras esquivaba el golpe, Jōtarō la empujó con violencia hacia adelante. La cabeza de la mujer golpeó contra el suelo.