Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Qué puede haberle ocurrido? ¿Será posible...? —No quiso concluir su pensamiento.
También el duodécimo día, Kojirō visitó el castillo y fue recibido afectuosamente por el señor Tadatoshi. Tomaron sake juntos y Kojirō se marchó muy alegre, montado en su caballo favorito.
Al anochecer el pueblo hervía de rumores.
—Probablemente Musashi se ha asustado y ha huido.
—No hay ninguna duda. Se ha marchado.
Aquella noche, Sado no pudo conciliar el sueño. Intentó convencerse a sí mismo de que no era posible, que Musashi no era hombre que huyera... No obstante, se habían dado casos de personas en apariencia dignas de confianza que, sometidas a una fuerte tensión, perdían su aplomo. Temiendo lo peor, Sado previo que habría de hacerse el seppuku, la única solución honorable si Musashi, a quien él había recomendado, no se presentaba.
Al alba brillante y clara del decimotercer día, estaba paseando por el jardín, en compañía de Iori, preguntándose una y otra vez:
—¿Me habré equivocado? ¿He juzgado mal a ese hombre?
—Buenos días, señor. —El rostro fatigado de Nuinosuke apareció en la puerta lateral.
—¿Le has encontrado?
—No, señor. Ningún posadero ha visto a nadie que se le parezca.
—¿Has preguntado en los templos?
—Los templos, el dōjō y todos los demás lugares frecuentados por los estudiantes de artes marciales. Magobeinojō y su grupo han estado fuera toda la noche y...
—Aún no han regresado —dijo Sado, frunciendo el ceño—. A través de las tiernas hojas de los ciruelos, podía ver el mar azul. Las olas parecían golpear contra su mismo pecho—. No lo entiendo.
Uno tras otro fueron regresando los hombres que habían salido en busca de Musashi, cansados y decepcionados. Se reunieron cerca de la terraza y comentaron la situación en un estado de ánimo rebosante de ira y desesperación.
Según Kinami Kagashirō, que había pasado por la casa de Sasaki Kojirō, varios centenares de seguidores se habían congregado ante el portal. La entrada estaba adornada con banderolas que ostentaban como blasón una alegre genciana, y habían colocado un biombo dorado directamente delante de la puerta por donde iba a salir Kojirō. Al amanecer, contingentes de sus seguidores habían ido a los tres santuarios principales para rogar por su victoria.
La atmósfera sombría seguía presente en casa de Sado, y la responsabilidad era especialmente dura para los hombres que habían conocido al padre de Musashi, los cuales se sentían traicionados. Si Musashi faltaba a su palabra, les sería imposible dar la cara a sus camaradas samurais y a todo el mundo.
Cuando Sado los despidió, hizo una promesa solemne:
—Encontraremos a ese bastardo, si no es hoy, será otro día. Y cuando demos con él, lo mataremos.
Sado regresó a su habitación y encendió el incienso en el pebetero, como hacía a diario, pero Nuinosuke percibió una gravedad especial en la lentitud de sus movimientos. «Se está preparando», pensó, afligido al pensar que las cosas habían llegado a semejante extremo.
En aquel momento, Iori, que estaba en el extremo del jardín, contemplando el mar, se volvió y preguntó:
—¿Habéis probado en la casa de Kobayashi Tarōzaemon?
Nuinosuke comprendió instintivamente que a Iori se le había ocurrido algo importante. Nadie había pensado en ir al establecimiento del agente marítimo, pero era exactamente la clase de lugar que Musashi elegiría para no estar a la vista.
—¡El chico tiene razón! —exclamó Sado, con los ojos brillantes—. ¡Qué estúpidos hemos sido! ¡Vamos allá en seguida!
—Yo también voy —dijo Iori.
—¿Puede venir con nosotros?
—Sí, que venga. Ahora mismo, date prisa... No, espera un momento.
Escribió rápidamente una nota e informó a Nuinosuke de su contenido: «Sasaki Kojirō navegará a Funashima en una embarcación proporcionada por el señor Tadatoshi. Llegará a las ocho de la mañana. Aún tienes tiempo para llegar a esa hora. Te sugiero que vengas aquí y hagas tus preparativos. Te facilitaré un barco para que te lleve a tu gloriosa victoria».
En nombre de Sado, Nuinosuke e Iori obtuvieron del encargado naval del feudo una embarcación rápida. Llegaron a Shimonoseki en un tiempo muy breve, y se dirigieron directamente al local de Tarōzaemon.
Preguntaron a un empleado, el cual les dijo:
—Desconozco por completo los detalles, pero parece que hay un joven samurai alojado en la casa del maestro.
—¡Eso es! Le hemos encontrado.
Nuinosuke e Iori se sonrieron mutuamente y recorrieron rápidamente la corta distancia entre el establecimiento y la casa.
Nuinosuke se encaró directamente con Tarōzaemon.
—Esto es un asunto del feudo y muy urgente. ¿Está aquí Miyamoto Musashi?
—Sí.
—Alabado sea el cielo. La preocupación por su paradero consume a mi maestro. Vamos, rápido, dile a Musashi que he venido.
Tarōzaemon entró en la casa y salió poco después.
—Aún está en su habitación, durmiendo.
—¿Durmiendo? —repitió Nuinosuke, aterrado.
—Anoche estuvo levantado hasta muy tarde, charlando conmigo mientras tomábamos sake.
—Éste no es momento de dormir. Despiértale. ¡Ahora mismo!
El agente marítimo no se dejó intimidar por tanto apresuramiento, y acompañó a Nuinosuke e Iori a una habitación para invitados antes de despertar a Musashi.
Cuando Musashi se reunió con ellos, parecía bien descansado, sus ojos límpidos como los de una criatura de meses.
—Buenos días —les dijo jovialmente mientras tomaba asiento—. ¿En qué puedo serviros?
El despreocupado saludo de Musashi quitó los humos a Nuinosuke, el cual le entregó en silencio la carta de Sado.
—Qué amable ha sido al escribirme —dijo Musashi, llevándose la carta a la frente antes de romper el sello y abrirla.
Iori perforaba con la mirada a Musashi, el cual actuaba como si el chico ni siquiera estuviera presente. Tras leer la carta, la enrolló y dijo:
—Estoy agradecido por la solicitud de Sado.
Sólo entonces miró a Iori, haciendo que el muchacho bajara la cabeza para ocultar sus lágrimas.
Musashi escribió su respuesta y se la entregó a Nuinosuke.
—Se lo he explicado todo en esta carta —le dijo—, pero de todos modos no dejes de transmitirle mi agradecimiento y mis mejores deseos.
Añadió que no tenían que preocuparse, pues él iría a Funashima en el momento oportuno.
No había nada que pudieran hacer, por lo que se marcharon. Iori no le había dicho una sola palabra a Musashi, ni éste a él. No obstante, los dos se habían comunicado con la mutua lealtad del maestro y el discípulo.
Cuando Sado leyó la respuesta de Musashi, una expresión de alivio apareció en su rostro. La carta decía:
Te agradezco profundamente tu ofrecimiento de una embarcación para ir a Funashima. No me considero digno de semejante honor. Además, no creo que deba aceptarlo. Por favor, considera que Kojirō y yo nos enfrentamos como adversarios y que él utiliza un barco proporcionado por el señor Tadatoshi. Si yo navegara en el tuyo, parecería como si te opusieras a su señoría. No creo que debas hacer nada por mí.
Aunque debería habértelo dicho antes, no lo he hecho porque sabía que insistirías en ayudarme. Antes que implicarte, he preferido alojarme en casa de Tarōzaemon, el cual me prestará también una de sus embarcaciones para ir a Funashima, a la hora que considere apropiada. De eso puedes estar seguro.
Profundamente impresionado, Sado contempló en silencio la misiva durante un rato. Era una carta modélica, modesta, atenta, considerada, y ahora el hombre se sentía avergonzado de su agitación del día anterior.
—Nuinosuke.
—Sí, señor.
—Toma esta carta y llévasela a Magobeinojō y sus camaradas, así como a los demás concernidos.
Apenas había salido Nuinosuke, cuando entró un sirviente.
—Si has terminado con tu asunto, señor, deberías prepararte para partir —le dijo.
—Sí, claro, pero todavía hay mucho tiempo por delante —respondió Sado tranquilamente.
—No es pronto. Kakubei ya se ha ido.
—Eso es asunto suyo. Iori, ven un momento.
—Sí, señor.
—¿Eres un hombre, Iori?
—Creo que sí.
—¿Crees que podrás contener las lágrimas pase lo que pase?
—Sí, señor.
—Bien, entonces puedes ir a Funashima conmigo, como mi ayudante. Pero recuerda una cosa: es posible que tengamos que recoger el cadáver de Musashi y traerlo con nosotros. ¿Serás entonces capaz de reprimir el llanto?
—Sí, señor. Lo haré, juro que lo haré.
Apenas Nuinosuke había cruzado apresuradamente la puerta cuando se le acercó una mujer desharrapada.
—Perdona, señor, pero ¿eres un servidor de esta casa?
Nuinosuke se detuvo y la miró con suspicacia.
—¿Qué quieres?
—Discúlpame. Con este aspecto no debería estar delante de tu portal.
—Y bien, ¿entonces por qué lo haces?
—Quería preguntar..., es sobre el combate de hoy. La gente dice que Musashi ha huido. ¿Es eso cierto?
—¡Estúpida fulana! ¿Cómo te atreves? Estás hablando de Miyamoto Musashi. ¿Crees que haría semejante cosa? Espera hasta las ocho de la mañana y verás. Acabo de ver a Musashi.
—¿Le has visto?
—Dime, ¿quién eres?
Ella bajó la vista.
—Soy una conocida de Musashi.
—Humm. Pero ¿siguen preocupándote esos rumores sin fundamento? Muy bien... Tengo prisa, pero te enseñaré una carta de Musashi. —Se la leyó en voz alta, sin reparar en el hombre de ojos llorosos que miraba por encima de su hombro. Al darse cuenta, Nuinosuke volvió bruscamente la cabeza y preguntó—: ¿Y tú quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?
Enjugándose las lágrimas, el hombre hizo una tímida reverencia y respondió:
—Perdona. Acompaño a esta mujer.
—¿Eres su marido?
—Sí, señor. Gracias por mostrarnos la carta. Me siento como si hubiera visto a Musashi en persona. ¿No te ocurre lo mismo, Akemi?
—Sí, me siento mucho mejor. Vamos a buscar un sitio desde donde podamos observar.
La cólera de Nuinosuke se evaporó.
—Si subís a esa elevación, junto a la orilla, podréis ver Funashima. En un día tan claro como hoy, tal vez veáis incluso el banco de arena.
—Sentimos mucho haberte entretenido cuando tienes tanta prisa. Discúlpanos, por favor.
Cuando empezaban a marcharse, Nuinosuke les dijo:
—Esperad un momento. ¿Cómo os llamáis? Si no os importa, quisiera saberlo.
Ellos se volvieron e hicieron sendas reverencias.
—Me llamo Matahachi. Soy natural del mismo pueblo de Musashi.
—Mi nombre es Akemi.
Nuinosuke hizo un gesto de asentimiento y se marchó rápidamente.
La pareja se quedó mirándole unos instantes, luego intercambiaron miradas y se encaminaron a vivo paso a la elevación en la playa. Desde arriba distinguieron Funashima, que sobresalía entre otras pequeñas islas, y más allá, a lo lejos, las montañas de Nagato. Tendieron unas esteras de juncos en el suelo y se sentaron. Oían por debajo de ellos el rumor de las aguas en las que flotaban algunas agujas de pinaza. Akemi tomó el niño que llevaba a la espalda y empezó a alimentarle. Matahachi, con las manos en las rodillas, tenía la mirada fija en la distancia, por encima de las aguas.
Nuinosuke fue primero a casa de Magobeinojō, le mostró la carta y le explicó las circunstancias, tras lo cual se marchó sin quedarse siquiera a tomar una taza de té, y realizó breves visitas a otras cinco casas.
Al salir de la oficina del alguacil, situada junto a la playa, se encaminó al límite de ésta y, colocándose detrás de un árbol, contempló el ajetreo que no cesaba desde primera hora de la mañana. Varios equipos de samurais ya habían salido hacia Funashima, los limpiadores del terreno, los testigos y los guardias, cada grupo en una embarcación diferente. En la playa, otro pequeño barco estaba ya aparejado en espera de Kojirō. Tadatoshi lo había mandado construir especialmente para aquella ocasión, con madera y cordajes de cáñamo nuevos.
Unas cien personas habían acudido para despedir a Kojirō. Nuinosuke reconoció a algunos amigos del espadachín. A muchos otros no los conocía.
Kojirō apuró el té y salió de la oficina del alguacil, acompañado por los guardianes. Había confiado a unos amigos su caballo favorito y caminó a través de la arena hacia el barco. Tatsunosuke le siguió de cerca. La multitud se dispuso silenciosamente en dos hileras, abriendo paso a su paladín. Al ver la indumentaria de Kojirō muchos imaginaron que ellos mismos estaban a punto de ir al combate.
Vestía un kimono de seda de mangas estrechas, blanco y con unos bordados; encima, un manto sin mangas de color rojo brillante. Su hakama de cuero, de una tonalidad violeta, era del tipo que se recoge justo por debajo de las rodillas y queda fuertemente sujeto, como unas polainas, a las pantorrillas. Parecía que sus sandalias de paja habían sido ligeramente humedecidas para evitar que resbalaran. Además de la espada corta que siempre llevaba al cinto, iba provisto de su Palo de Secar, que no había usado desde que entró al servicio de la Casa de Hosokawa. La serenidad de su cara pálida, de mejillas llenas, contrastaba con el rojo intenso del manto. Aquel día, Kojirō tenía un aire indefinible de magnificencia, casi de belleza.
Nuinosuke observó que la sonrisa de Kojirō era tranquila y confiada. La mostraba a cuantos le rodeaban, y parecía satisfecho y perfectamente sereno.
Kojirō subió a bordo del barco. Tatsunosuke lo hizo después de él. Había dos tripulantes, uno en la proa, mientras que el otro manejaba la espadilla. Amayumi estaba posado en el puño de Tatsunosuke.
Una vez se apartaron de la orilla, el remero movió los brazos con movimientos amplios y lánguidos, y la pequeña embarcación se deslizó suavemente.
Sobresaltado por los gritos de la multitud que se despedía de él clamorosamente, el halcón aleteó.
La multitud se dividió en pequeños grupos que se dispersaron lentamente, maravillándose del porte sereno de Kojirō y rogando para que venciera en aquel combate supremo.
«Debo regresar», se dijo Nuinosuke, recordando su responsabilidad para que Sado partiera a tiempo. Al volverse, vio a una muchacha. Omitsu estaba apoyada en el tronco de un árbol y lloraba. A Nuinosuke le pareció indecoroso quedarse allí mirándola, por lo que desvió los ojos y se alejó sin hacer ruido. De nuevo en la calle, echó un último vistazo a la embarcación de Kojirō y luego miró a Omitsu. «Todo el mundo tiene una vida pública y otra privada —se dijo—. Detrás de toda esa fanfarria, hay una mujer que llora desconsolada.»