Authors: Eiji Yoshikawa
Cuando llegó a la orilla se detuvo y contempló el mar. Había varias barcas de pesca ancladas mar afuera, sus velas recogidas y cenicientas a la luz brumosa del crepúsculo. Más allá de la masa mayor de Hikojima, el contorno de Funashima apenas era visible.
—¡Musashi!
—Eres Miyamoto Musashi, ¿no es cierto?
Musashi se volvió hacia ellos, preguntándose que querrían de él aquellos viejos guerreros.
—No nos recuerdas, ¿verdad? Es natural, ha pasado mucho tiempo. Me llamo Utsumi Magobeinojō, y los seis somos de Mimasaka. Estuvimos al servicio de la casa de Shimmen, en el castillo de Takeyama.
—Y yo soy Koyama Handayū. Magobeinojō y yo fuimos amigos íntimos de tu padre.
Una ancha sonrisa afloró al rostro de Musashi.
—¡Vaya, esto sí que es una sorpresa!
Su acento, inequívocamente el de su pueblo natal, le evocaba muchos recuerdos infantiles. Tras hacer una reverencia a cada uno de ellos, les dijo:
—Me alegro de veros. Pero decidme, ¿cómo es que estáis aquí todos juntos, tan lejos de casa?
—Bueno, como sabes, la Casa de Shimmen fue desmantelada después de la batalla de Sekigahara. Nos convertimos en rōnin y huimos a Kyushu, instalándonos aquí, en la provincia de Buzen. Durante algún tiempo pudimos mantenernos vendiendo protecciones de paja para las patas de los caballos. Más adelante tuvimos una racha de buena suerte.
—¿De veras? Bueno, debo decir que no esperaba encontrarme con amigos de mi padre nada menos que en Kokura.
—También es un inesperado placer para nosotros. Eres un samurai de buena planta, Musashi. Qué pena que tu padre no esté aquí para verte ahora.
Durante unos minutos los viejos samurais comentaron entre ellos la prestancia de Musashi. De repente, Magobeinojō les interrumpió.
—Estúpido de mí. Me olvidaba de por qué hemos venido en tu busca. Te hemos echado a faltar en casa de Sado. Teníamos la intención de pasar una noche contigo. Sado ha tomado todas las disposiciones.
—Es cierto —intervino Handayū—. Ha sido muy rudo por tu parte llegar a la misma puerta principal y marcharte sin ver a Sado. Eres el hijo de Shimmen Munisai, y deberías saber que ese comportamiento no es digno de ti. Anda, vente con nosotros.
Al parecer, el viejo samurai creía que haber sido amigo del padre de Musashi le autorizaba a impartir órdenes al hijo. Sin esperar respuesta, echó a andar, esperando que Musashi le siguiera.
Musashi estuvo a punto de acompañarles, pero no lo hizo.
—Lo lamento, pero creo que no debo ir —les dijo—. Pido disculpas por mi rudeza, pero creo que cometería un error yendo con vosotros.
Todos se detuvieron, y Magobeinojō dijo:
—¿Un error? ¿Qué tiene eso de malo? Queremos darte una bienvenida como es debido. En fin, somos del mismo pueblo, ya sabes.
—Sado también lo espera con ilusión. No querrás ofenderle, ¿verdad?
Magobeinojō, sintiéndose al parecer agraviado, añadió:
—¿Qué te ocurre? ¿Estás enfadado por algo?
—Quisiera ir —respondió Musashi cortésmente—, pero hay que tomar otras cosas en consideración. Aunque probablemente sólo se trata de un rumor, he oído decir que mi combate con Kojirō es un motivo de fricción entre los dos servidores más veteranos de la casa de Hosokawa, Nagaoka Sado e Iwama Kakubei. Dicen que el bando de Iwama tiene la aprobación del señor Tadatoshi, y que Nagaoka trata de reforzar su propia facción oponiéndose a Kojirō.
Los samurais emitieron murmullos de sorpresa. Musashi siguió diciendo:
—Estoy seguro de que eso no es más que pura especulación ociosa, pero aun así, las habladurías de la gente son peligrosas. Lo que le suceda a un rōnin no tiene demasiada importancia, pero no quisiera hacer nada que dé pábulo a los rumores y levante sospechas contra Sado o Kakubei. Ambos son hombres valiosos en el feudo.
—Comprendo —dijo Magobeinojō.
Musashi sonrió.
—Bueno, por lo menos ésa es mi excusa. A decir verdad, soy un hombre del campo y se me hace cuesta arriba sentarme entre varios reunidos y hacer gala de cortesía durante toda la velada. Tan sólo quisiera descansar.
Impresionados por la consideración de Musashi hacia los demás, pero todavía reacios a separarse de él, juntaron las cabezas y discutieron la situación.
—Hoy es el día undécimo del cuarto mes —dijo Handayū—. Durante los últimos diez años, nosotros seis nos hemos reunido en esta fecha. Tenemos una regla estricta contra la admisión de personas ajenas al grupo, pero tú eres del mismo pueblo, eres el hijo de Munisai, así que quisiéramos pedirte que vengas con nosotros. Quizá no sea la clase de distracción que deberíamos ofrecerte, pero no tendrás que preocuparte por ser cortés ni por que te vean o hablen de ti.
—Si me lo planteáis así, me temo que no puedo negarme.
Su aceptación satisfizo enormemente a los viejos samurais. Tras otro breve conciliábulo, convinieron que Musashi se reuniría con uno de ellos, un hombre llamado Kinami Kagashirō, al cabo de un par de horas delante de una casa de té, y que irían por distintas direcciones.
A la hora señalada, Musashi se encontró con Kagashirō, y caminaron cerca de una milla y media desde el centro del pueblo hasta un lugar cercano al puente de Itatsu. Musashi no vio ninguna casa de samurai ni restaurantes, nada más que las luces de una taberna solitaria y una humilde posada, ambas a cierta distancia. Como siempre estaba alerta, empezó a barajar en su mente las distintas posibilidades. No había nada sospechoso en lo que los veteranos samurais le habían contado. Su edad era la apropiada, así como su dialecto. Pero ¿por qué le llevaban a un lugar tan apartado como aquél?
Kagashirō le dejó y se encaminó a la orilla del río. Entonces llamó a Musashi.
—Todos están aquí —le dijo—. Puedes bajar.
El hombre le precedió a lo largo del estrecho sendero sobre el terraplén.
«Tal vez la fiesta tiene lugar en una embarcación», pensó Musashi, sonriendo por su cautela excesiva. Pero allí no había ningún barco. Los encontró sentados sobre esteras de juncos, en postura formal.
—Perdónanos por traerte a semejante lugar —le dijo Magobeinojō—. Aquí es donde celebramos nuestra reunión. Tenemos la sensación de que una suerte especial te ha traído a nosotros. Siéntate y descansa un rato.
Sus modales eran lo bastante solemnes como para recibir a un invitado de honor en un elegante salón con shoji cubierto de plata. Empujó un trozo de estera hacia Musashi.
Éste se preguntó si aquélla era la idea que tenían de la moderación elegante o si habría algún motivo particular para no reunirse en un lugar más público. Pero era un invitado y se sintió obligado a comportarse como tal. Hizo una reverencia, y se sentó formalmente en la estera.
—Ponte cómodo —le instó Magobeinojō—. Más tarde celebraremos una pequeña fiesta, pero primero hemos de llevar a cabo nuestra ceremonia. No tardaremos mucho.
Los seis hombres volvieron a colocarse de una manera menos informal, y cada uno cogió una gavilla de paja que habían traído consigo y procedieron a tejer protecciones para las patas de los caballos. Apretaban los labios, sin apartar los ojos de su labor, y tenían un aspecto solemne, incluso piadoso. Musashi les observó respetuosamente, percibiendo la fuerza y el fervor en sus movimientos mientras se escupían en las palmas, deslizaban la paja por sus dedos y la trenzaban.
—Supongo que así estará bien —dijo Handayū, depositando en el suelo un par terminado de protecciones equinas, al tiempo que miraba a los demás.
—También yo he terminado.
Colocaron las protecciones de paja delante de Handayū, y entonces se sacudieron y alisaron sus ropas. Handayū amontonó los objetos sobre una mesita en medio del círculo de samurais, y Magobeinojō, el más viejo, se puso en pie.
—Hoy se cumple el duodécimo año desde la batalla de Sekigahara —empezó a decir—, desde aquel día de derrota que jamás se borrará de nuestras memorias. Todos nosotros hemos vivido más de lo que teníamos derecho a esperar, y se lo debemos a la protección y la generosidad del señor Hosokawa. Debemos procurar que nuestros hijos y nietos recuerden la bondad de su señoría hacia nosotros.
El grupo prorrumpió en murmullos de asentimiento. Permanecieron sentados en actitud reverente, los ojos bajos.
—También debemos recordar la liberalidad de los jefes sucesivos de la casa de Shimmen, aunque esa gran casa ya no exista, como tampoco debemos olvidar la desgracia y la desesperanza que nos embargaban cuando llegamos aquí. A fin de recordar tales cosas, celebramos anualmente esta reunión. Ahora recemos como un solo hombre por la salud y el bienestar de todos nosotros.
Los hombres replicaron a coro:
—La bondad del señor Hosokawa, la liberalidad de la Casa de Shimmen, la merced del cielo que nos ha librado de la aflicción. No olvidaremos nada de esto durante un día.
—Ahora llevemos a cabo el homenaje —dijo Magobeinojō.
Se volvieron hacia los blancos muros del castillo de Kokura, que se recortaba débilmente contra el cielo oscuro, e hicieron una reverencia hasta tocar el suelo con la frente. Luego se volvieron en la dirección de la provincia de Mimasaka e hicieron otra reverencia. Finalmente, se colocaron ante las protecciones equinas e hicieron una tercera reverencia. Realizaron cada uno de estos movimientos con la máxima seriedad y sinceridad.
Magobeinojō se dirigió a Musashi:
—Ahora iremos al santuario de ahí arriba y ofreceremos estas protecciones de paja. Entonces empezaremos la fiesta. Si quieres, puedes esperarnos aquí.
El hombre que iba en cabeza transportaba la mesita con los objetos de paja trenzada a la altura de la frente, y los demás le seguían en fila india. Ataron su obra a las ramas de un árbol junto a la entrada del santuario. Entonces, tras batir palmas una sola vez ante la deidad, regresaron al lado de Musashi.
La comida fue sencilla: cocido con taros, tiernos brotes de bambú con pasta de judías y pescado seco, la clase de comida que servían en las granjas de la zona. Pero el sake, las risas y la charla fueron abundantes.
Cuando la atmósfera se hizo jovial, Musashi comentó:
—Es un gran honor para mí que me hayáis invitado, pero vuestra pequeña ceremonia me ha dejado un tanto intrigado. Sin duda tiene algún significado especial para vosotros.
—En efecto —dijo Magobeinojō—. Cuando llegamos aquí como guerreros derrotados, no teníamos a nadie a quien dirigirnos. Habríamos preferido la muerte a robar, pero teníamos que comer. Finalmente se nos ocurrió la idea de montar una tienda allí, junto al puente, y hacer protecciones de paja para los caballos. Nuestras manos estaban callosas a causa del adiestramiento con la lanza, por lo que requirió cierto esfuerzo lograr que se acostumbraran a trenzar la paja. Nos dedicamos a eso durante tres años, vendiendo nuestro producto a los mozos de caballos que pasaban, y así conseguimos mantenernos.
—Los mozos de caballos llegaron a sospechar que el trenzado de paja no era nuestra ocupación habitual, y finalmente alguien habló de nosotros al señor Hosokawa Sansai, el cual, al enterarse de que éramos antiguos vasallos del señor Shimmen, nos envió a un hombre con una proposición de empleos.
Contó que el señor Sansai les había ofrecido un estipendio colectivo de cinco mil fanegas, pero ellos lo rechazaron. Estaban dispuestos a servirle de buena fe, pero consideraban que la relación entre señor y vasallo debería ser de hombre a hombre. Sansai comprendió sus sentimientos y les hizo una oferta de estipendios individuales. También se hizo cargo de la aprensión de sus servidores cuando éstos le dijeron que los seis rōnin no podrían vestirse de una manera adecuada para ser presentados a su señoría. Pero cuando le sugirieron una subvención especial para prendas de vestir, Sansai se negó, aduciendo que eso no haría más que turbarles. En realidad, sus temores eran infundados, pues aunque habían caído muy bajo, todavía eran capaces de vestir prendas almidonadas y llevar dos espadas cuando acudieron a recibir sus nombramientos.
—No nos habría costado olvidar lo duro que había sido nuestro humilde trabajo. De no haber permanecido juntos, no habríamos vivido lo suficiente para llegar al momento en que el señor Sansai nos contrató. Jamás dejaremos de tener presente que la providencia cuidó de nosotros en esos años difíciles.
Al concluir su relato, el viejo samurai alzó una taza en dirección a Musashi y le dijo:
—Perdóname por hablar tanto de nosotros mismos. Sólo quería hacerte saber que somos hombres de buena voluntad, aun cuando nuestro sake no sea de primera calidad ni la comida muy abundante. Queremos que pasado mañana luches con denuedo. Si eres derrotado, no te preocupes, pues nosotros nos ocuparemos de enterrar tus restos.
Musashi aceptó la taza y replicó:
—Me honra hallarme entre vosotros. Es mejor que beber el sake más exquisito en la mansión más elegante. Sólo espero tener tanta suerte como vosotros habéis tenido.
—¡No esperes semejante cosa! Tendrás que aprender a hacer protecciones de paja para las patas de los caballos.
Un sonido de tierra al deslizarse interrumpió sus risas. Todos miraron hacia el terraplén, donde vieron, semejante a un murciélago, la figura de un hombre agazapado.
—¿Quién anda ahí? —gritó Kagashirō, levantándose en el acto.
Otro de los hombres se puso en pie, al tiempo que desenvainaba su espada, y ambos subieron al terraplén y escudriñaron a través de la niebla.
Kagashirō les llamó, riendo.
—Parece ser que era uno de los seguidores de Kojirō. Probablemente cree que somos los ayudantes de Musashi y tenemos una sesión de estrategia secreta. Se ha escabullido antes de que pudiésemos verle bien.
—Comprendo que los seguidores de Kojirō hagan tal cosa —observó uno de los hombres.
El ambiente seguía siendo alegre, pero Musashi decidió no quedarse más tiempo. Lo último que quería era hacer algo que más tarde pudiera causar daño a aquellos hombres. Les agradeció expresivamente su amabilidad y abandonó la reunión, caminando con despreocupación en la oscuridad.
Por lo menos parecía despreocupado.
La fría cólera de Nagaoka por haber permitido que Musashi abandonara su casa recayó sobre varias personas, pero esperó hasta la mañana del duodécimo día para enviar a unos hombres en su busca.
Cuando los hombres le informaron de que no habían podido encontrar a Musashi ni tenían idea de dónde estaba, Sado enarcó sus blancas cejas en un gesto de inquietud.