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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (197 page)

BOOK: Musashi
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—Adiós —dijo Musashi. Cruzó la puerta baja de hierba trenzada, la cerró tras él y añadió—: Cuidaos.

Cuando los otros alzaron las cabezas, él ya se marchaba rápidamente.

Estuvieron contemplándole un buen rato mientras se alejaba, pero Musashi no volvió la cabeza.

—Supongo que ésa es la manera de ser de un samurai —musitó alguien—. Se marcha así, sin más ni más, nada de discursos ni despedidas solemnes, nada en absoluto.

Otsuru desapareció de inmediato. Al cabo de unos segundos, su padre entró en la casa.

El Pino de Heike se alzaba solitario a unas doscientas varas de la playa. Musashi se encaminó a él con la mente totalmente despejada. Había depositado todos sus pensamientos en la tinta negra de la pintura paisajística. Pintar le había hecho bien, y consideraba que su esfuerzo había sido un éxito.

Ahora navegaría hacia Funashima, Avanzaba con calma, como si aquél fuese un viaje más. No podía saber si regresaría vivo, pero había dejado de pensar en ello. Años atrás, a la edad de veintidós, cuando se aproximaba al pino de ancha copa en Ichijōji, estaba muy emocionado, ensombrecido por una sensación de tragedia inminente, y aferraba su espada solitaria con intensa determinación. Ahora no sentía nada.

No se trataba, ni mucho menos, de que su enemigo de hoy fuese menos temible que el centenar de hombres a los que se había enfrentado. Luchando solo, Kojirō era un adversario más formidable que cualquier ejército que la escuela Yoshioka pudiese haber organizado contra él. Musashi no abrigaba la menor duda de que aquélla iba a ser la pelea fundamental de su vida.

—¡Sensei!

—¡Musashi!

En la serena mente de Musashi se produjo una ligera conmoción al oír las voces y ver a las dos personas que corrían hacia él. Por un instante se sintió aturdido.

—¡Gonnosuke! —exclamó—. ¡Y la abuela! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

Los dos, mugrientos a causa del largo viaje, se arrodillaron en la arena ante él.

—Teníamos que venir —dijo Gonnosuke.

—Hemos venido a despedirte —dijo Osugi—. Y yo a pedirte disculpas.

—¿Disculpas? ¿A mí?

—Sí, por todo. Debo pedirte que me perdones.

Él la miró a los ojos con una expresión inquisitiva.

—¿Por qué dices eso, abuela? ¿Ha ocurrido algo?

Ella permanecía en pie, las manos juntas en un gesto de súplica.

—¿Qué puedo decir? He cometido tantas maldades que no puedo esperar tu perdón por todas ellas. Todo ha sido... un error horrible. Estaba cegada por el amor a mi hijo, pero ahora conozco la verdad. Por favor, perdóname.

Él se quedó un momento mirándola, y entonces se arrodilló y le cogió la mano. No se atrevió a alzar los ojos, por temor a que estuvieran humedecidos por las lágrimas. Ver a la anciana tan contrita le hacía sentirse culpable, pero también experimentaba gratitud. La mano de la anciana estaba trémula; incluso la suya le temblaba ligeramente.

Musashi sólo tardó un momento en recobrar su compostura.

—Te creo, abuela, y te agradezco que hayas venido. Ahora puedo enfrentarme a la muerte sin remordimientos, ir al combate con el espíritu libre y el corazón tranquilo.

—Entonces ¿me perdonarás?

—Claro que sí, siempre que tú me perdones por todas las dificultades que te he causado desde que era un chiquillo.

—Por supuesto, pero no sigamos hablando de mí. Hay otra persona que necesita tu ayuda. Alguien a quien consume la tristeza.

La anciana volvió la cabeza, invitándole a mirar.

Bajo el Pino de Heike, observándolo tímidamente, con el rostro pálido y humedecido por la emoción, estaba Otsū.

—¡Otsū! —exclamó.

En un instante estuvo ante ella, sin darse cuenta siquiera de que sus pies le habían transportado allí.

Gonnosuke y Osugi se quedaron inmóviles donde estaban, deseosos de esfumarse en el aire y dejar la orilla sólo para la pareja.

—Has venido, Otsū.

No existían palabras para salvar un abismo de años, para transmitir el caudal de sentimientos que rebosaba en el interior de Musashi.

—No tienes buen aspecto. ¿Estás enferma? —Musitó estas palabras como un verso aislado de un largo poema.

—Un poco.

Con los ojos bajos, ella se esforzaba por conservar su aplomo, por no perder el dominio de sí misma. Aquel momento, tal vez el último, no debía ser desperdiciado.

—¿Es sólo un resfriado? —inquirió él—. ¿O se trata de algo grave? ¿Qué te ocurre? ¿Dónde has estado en los últimos meses?

—El otoño pasado regresé al Shippōji.

—¿Volviste a casa?

—Sí. —Le miró fijamente, sus ojos límpidos como las profundidades del océano, esforzándose por reprimir las lágrimas—. Pero no existe un verdadero hogar para una huérfana como yo. Sólo el hogar que está dentro de mí.

—No hables así. Mira, incluso Osugi parece haberte abierto su corazón, y eso me alegra muchísimo. Tienes que recobrar la salud y aprender a ser feliz... para mí.

—Ahora soy feliz.

—¿Es cierto eso? Si es así, también yo soy feliz..., Otsū...

Se inclinó hacia ella. La joven permanecía erguida y rígida, consciente de la presencia de Osugi y Gonnosuke. Musashi, que se había olvidado de ellos, la rodeó con sus brazos y le acarició la mejilla con la suya.

—Estás tan delgada..., tan delgada. —Percibía emocionado la agitada respiración de la joven—. Te suplico que me perdones, Otsū. Quizá te parezca que no tengo corazón, pero no es cierto, no por lo que a ti respecta.

—Yo..., eso ya lo sé.

—¿Lo sabes? ¿De veras?

—Sí, pero te ruego que me digas una palabra, una sola palabra. Dime que soy tu mujer.

—Si te dijera lo que ya sabes, lo echaría a perder.

—Pero..., pero... —Ella sollozaba con todo su cuerpo, pero en un acceso de energía, le cogió la mano y exclamó—: ¡Dilo! ¡Di que soy tu mujer para toda esta vida!

Él asintió, lentamente, en silencio. Entonces separó uno tras otro los dedos delicados de la muchacha aferrados a su brazo y permaneció erguido.

—La esposa de un samurai no debe llorar y desconsolarse cuando él parte a la guerra. Ríe para mí, Otsū. Despídeme con una sonrisa. Puede que ésta sea la última partida de tu esposo.

Ambos sabían que había llegado el momento. Por un breve instante, él la miró sonriente. Entonces le dijo:

—Hasta luego.

—Sí, hasta luego.

Ella quería devolverle la sonrisa, pero sólo consiguió retener sus lágrimas.

—Adiós.

Musashi se volvió y caminó con firmes zancadas hasta la orilla. Una palabra de despedida afloró a los labios de Otsū, pero se negó a pronunciarla. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, irreprimibles, y ya no podía verle.

El fuerte viento salobre agitaba la cabellera de Musashi. Su kimono aleteaba briosamente.

—¡Sasuke! Acerca un poco más la barca.

Aunque llevaba esperando más de dos horas y sabía que Musashi estaba en la playa, Sasuke había desviado cuidadosamente la mirada. Ahora miró a Musashi y le dijo:

—En seguida, señor.

Con un fuerte y rápido movimiento, hundió el palo en el agua e impulsó la embarcación. Cuando tocó la orilla, Musashi saltó a la proa, y avanzaron mar adentro.

—¡Otsū! ¡Detente! —gritó Jōtarō.

Otsū corría hacia el agua. El muchacho corrió tras ella. Gonnosuke y Osugi, sobresaltados, intervinieron en la persecución.

—¡Detente, Otsū! ¿Qué haces?

—¡No seas necia!

Le dieron alcance simultáneamente y la retuvieron.

—No, no —protestó ella, sacudiendo la cabeza lentamente—. No me comprendéis.

—¿Qué..., qué intentas hacer?

—Dejadme que me siente —les dijo con voz serena.

Ellos la soltaron, y la joven caminó con dignidad hasta un lugar a pocas varas de distancia, donde se arrodilló en la arena, al parecer exhausta. Pero había recuperado su fuerza. Enderezó el cuello de su kimono, se alisó el cabello e hizo una reverencia en dirección a la barca de Musashi.

—Ve sin ningún pesar —susurró.

Osugi se arrodilló y también hizo una reverencia. Entonces la imitó Gonnosuke y luego Jōtarō. Tras haber efectuado el largo viaje desde Himeji, Jōtarō había perdido su oportunidad de hablar con Musashi, a pesar de su intenso anhelo de decirle una palabra de despedida. Su decepción fue suavizada por el conocimiento de que había cedido a Otsū el tiempo que él habría estado con Musashi.

El alma de la profundidad

Cuando la marea llegó a su altura máxima, el agua corría por el estrecho como un torrente en crecida al pasar por un angosto desfiladero. Tenían el viento de popa, y la embarcación avanzó con rapidez a través del oleaje. Sasuke parecía orgulloso. Deseaba que aquel día le alabaran por su habilidad en el remo con espadilla.

Musashi estaba sentado en medio de la embarcación, con las rodillas muy separadas.

—¿Se tarda mucho en llegar allí? —inquirió.

—Con esta marea no mucho, pero vamos retrasados.

—Humm.

—Ya hace rato que pasaron las ocho.

—Sí, lo sé. ¿A qué hora crees que llegaremos?

—Probablemente a las diez o poco después.

—Es una hora muy adecuada.

El cielo que Musashi contemplaba aquel día, el mismo cielo que miraba Ganryū, era de un azul profundo. La nieve que cubría las montañas de la sierra de Nagato parecía un gallardete blanco que flotara en un cielo sin nubes. Las casas de Mojigasaki y los repliegues y hendiduras del monte Kazashi eran claramente visibles. En las laderas de las montañas había multitudes que forzaban la vista, tratando de ver las islas lo mejor posible.

—¿Puedo usar esto, Sasuke?

—¿Qué es?

—Este remo roto en el fondo de la barca.

—No lo necesito. ¿Para qué lo quieres?

—Tiene más o menos el tamaño adecuado —respondió Musashi crípticamente.

Con una mano extendió hacia fuera el remo algo mojado y cerró un ojo para comprobar si estaba recto. Un borde de la pala estaba partido.

Se colocó el remo sobre una rodilla y, totalmente absorto, empezó a tallarlo con su espada corta. De vez en cuando Sasuke miraba atrás, hacia Shimonoseki, pero Musashi parecía haberse olvidado de quienes habían quedado atrás. ¿Era ésa la manera que tenía un samurai de encarar un combate a vida o muerte? A un ciudadano como Sasuke, le parecía algo frío e inhumano.

Musashi terminó la talla y sacudió las virutas de su hakama.

—¿Tienes algo con que cubrirme? —preguntó.

—¿Sientes frío?

—No, pero el agua me salpica.

—Debe de haber un chaquetón acolchado debajo del asiento.

Musashi cogió la prenda y se la puso sobre los hombros. Entonces sacó unas hojas de papel de su kimono y empezó a enrollarlas y retorcerlas una tras otra, formando una tira. Cuando había unido así más de veinte hojas, las unió por los extremos formando dos cordones, los cuales trenzó entonces para hacer un tasuki, el brazalete usado para atar las mangas detrás durante la lucha. Sasuke había oído decir que hacer tasuki de papel era un arte secreto que se transmitía de generación en generación, pero Musashi llevó a cabo el trenzado de tal manera que parecía algo muy sencillo. Sasuke observó con admiración la destreza de sus dedos y la elegancia con que se deslizó los tasuki sobre los brazos.

—¿Es eso Funashima? —preguntó Musashi, señalando.

—No, es Hikojima. Forma parte del grupo de islas Hahajima. Funashima está a unas mil varas al nordeste. Resulta fácil reconocerla porque es llana y parece un largo banco de arena. Entre Hikojima e Izaki está el estrecho de Ondo. Probablemente habrás oído hablar de él.

—Entonces ahí, al oeste, debe de estar Dairinoura, en la provincia de Buzen.

—Exactamente.

—Ahora lo recuerdo. Las ensenadas e islas de estos alrededores son los parajes donde Yoshitsune ganó la última batalla contra los Heike.

Sasuke se iba poniendo más nervioso a cada golpe de espadilla. Un sudor frío le perlaba la frente, el corazón le palpitaba. Hablar de cosas sin relación con el combate inminente le producía una sensación muy extraña. ¿Cómo podía un hombre dirigirse a la lucha con semejante tranquilidad?

Sería un combate a vida o muerte, eso era indudable. ¿Luego regresaría él a tierra firme llevando un pasajero o un cadáver cruelmente mutilado? Era imposible saberlo. Sasuke pensó que Musashi era como una nube blanca que flotase en el cielo.

La actitud de Musashi no se debía a ninguna pose, pues lo cierto era que no pensaba absolutamente en nada. En todo caso, estaba un tanto aburrido.

Miró por encima de la borda las agitadas aguas azules. Allí eran profundas, infinitamente profundas, y dotadas de lo que parecía ser la vida eterna. Pero el agua no tenía una forma fija, determinada. ¿No se debía al hecho de que el hombre poseía una forma fija y determinada su imposibilidad de tener una vida eterna? ¿No empieza la verdadera vida sólo cuando se ha perdido la forma tangible?

Desde el punto de vista de Musashi, la vida y la muerte eran similares a la espuma. Sintió que se le ponía la piel de gallina, no a causa de la frialdad del agua sino porque su cuerpo experimentaba una premonición. Aunque su mente se había elevado por encima de la vida y la muerte, su cuerpo y su mente no estaban en armonía. Cuando se olvidaba de cada poro de su cuerpo, así como de su mente, no quedaba dentro de su ser más que el agua y las nubes.

Estaban navegando ante la ensenada de Teshimachi, en Hikojima. Desde donde se hallaban no podían ver que había unos cuarenta samurais en la orilla, observándoles. Todos ellos eran seguidores de Ganryū, y la mayoría estaban al servicio de la Casa de Hosokawa. Violando las órdenes de Hosokawa, habían navegado a Funashima dos días antes. En la eventualidad de que Ganryū fuese derrotado, estaban dispuestos a vengarse.

Aquella mañana, cuando Nagaoka Sado, Iwama Kakubei y los hombres asignados para que montaran guardia llegaron a Funashima, descubrieron a aquel grupo de samurais, les reconvinieron severamente y les ordenaron retirarse a Hikojima. Pero como la mayoría de los oficiales simpatizaban con ellos, no les castigaron. Una vez hubieran abandonado Funashima, los oficiales no eran responsables de lo que hicieran.

—¿Estáis seguros de que es Musashi? —preguntó uno de ellos.

—Tiene que serlo.

—¿Va solo?

—Eso parece. Lleva un manto o algo parecido sobre los hombros.

—Probablemente lleva puesta una armadura ligera y quiere ocultarla.

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