Authors: Eiji Yoshikawa
—Vamos.
Ansiosos por entrar en combate, se amontonaron en sus botes y permanecieron dispuestos. Todos estaban armados con espadas, pero en el fondo de cada barca había una lanza.
—¡Llega Musashi!
El grito se oyó alrededor de Funashima sólo unos instantes después.
El rumor del oleaje, el sonido del viento entre los pinos y los bambúes armonizaban suavemente. Desde primeras horas de la mañana la islita había tenido un aspecto solitario, pese a la presencia de los oficiales. Una nube blanca que se elevaba desde la dirección de Nagato se deslizó ante el sol, oscureciendo las hojas de los árboles y los bambúes. La nube pasó y apareció de nuevo la luminosidad.
Era una isla muy pequeña. En el norte se alzaba una pequeña colina cubierta de pinos. Al sur el terreno era llano a una altura de aproximadamente la mitad de la colina, hasta que se precipitaba en los bajíos.
Habían instalado un dosel entre unos árboles, a considerable distancia de la orilla. Los oficiales y sus ayudantes aguardaban silenciosa y discretamente, pues no querían dar a Musashi la impresión de que intentaban realzar la dignidad del paladín local.
Ahora, dos horas después de la señalada, empezaron a exteriorizar su ansiedad y su enojo. En dos ocasiones habían enviado barcas rápidas para avisar a Musashi que se apresurase.
El vigía situado en un arrecife corrió hacia los oficiales y les dijo:
—¡Es él! ¡No hay ninguna duda!
—¿De veras ha venido? —preguntó Kakubei, levantándose sin darse cuenta, lo cual constituyó una grave falta de etiqueta.
Como testigo oficial, se esperaba de él que mantuviera una fría reserva. Sin embargo, su excitación era muy natural y los demás, que la compartían, se levantaron también.
Al darse cuenta de su metedura de pata, Kakubei se dominó e hizo un gesto a los demás para que se sentaran de nuevo. Era esencial que no demostraran en sus acciones o decisiones su preferencia personal por Ganryū. Kakubei miró hacia la zona de espera de Ganryū. Tatsunosuke había colgado de varios melocotoneros silvestres una cortina con el blasón de la genciana. Al lado de la cortina había un cubo de madera nuevo y un cazo con mango de bambú. Ganryū, impaciente tras la larga espera, había pedido agua para beber y ahora descansaba a la sombra de la cortina.
La posición de Nagaoka Sado estaba más allá de la de Ganryū, y ligeramente más alta. Iori estaba a su lado, y les rodeaban guardianes y servidores. Cuando el vigía llegó con la noticia, el rostro del muchacho, incluso sus labios, palidecieron. Sado estaba sentado a la manera formal, recto e inmóvil. Tenía el yelmo algo inclinado a la derecha, como si mirase la manga de su kimono. Llamó a Iori en voz baja.
—Sí, señor.
Iori se inclinó hasta tocar el suelo antes de alzar la vista al yelmo de Sado. Incapaz de dominar su excitación, temblaba de la cabeza a los pies.
—Iori —le dijo Sado, mirando fijamente al muchacho—. Observa todo lo que ocurre, no te pierdas un solo detalle. Piensa que Musashi va a jugarse la vida para enseñarte lo que estás a punto de ver.
Iori asintió. Su mirada, fija en el arrecife, era ardiente. La blanca espuma de las rompientes le deslumbraba. El arrecife estaba a unas doscientas varas de distancia, por lo que le sería imposible ver los pequeños movimientos y la respiración de los luchadores, pero lo que Sado quería enseñarle no eran los aspectos técnicos, sino el momento dramático en el que un samurai entabla una lucha a vida o muerte. Esto era lo que permanecería en su mente y le influiría a lo largo de su vida.
El oleaje de la hierba subía y bajaba. Verdes insectos saltaban de un lado a otro. Una mariposa pequeña y delicada se trasladó de una brizna de hierba a otra y luego desapareció de la vista.
—Está cerca de aquí —dijo Iori con voz entrecortada.
La embarcación de Musashi se aproximaba lentamente al arrecife. Eran casi las diez de la mañana.
Ganryū se puso en pie y bajó despacio el montículo entre las zonas de espera. Hizo una reverencia a los oficiales que estaban a derecha e izquierda y caminó sin apresurarse por la hierba hacia la orilla.
El lugar de acceso a la isla era una especie de cala donde el oleaje menguaba hasta reducirse a meras ondulaciones. Musashi veía el fondo a través del agua clara y azul.
—¿Dónde debo desembarcar? —preguntó Sasuke, el cual movía ahora la espadilla con mucha lentitud mientras escudriñaba la costa.
—Sigue recto —le dijo Musashi, al tiempo que se despojaba del chaquetón acolchado.
La proa avanzó poco a poco, pues Sasuke no se atrevía a remar con vigor. Sólo movía ligeramente los brazos, haciendo muy poca fuerza. Se oían en el aire los cantos de los ruiseñores.
—Sasuke.
—Sí, señor.
—Aquí el agua es bastante somera. No es necesario que te aproximes más, pues no quisiera que tu barca sufra daño alguno. Además, en seguida va a cambiar la marea.
Sasuke, en silencio, contempló un pino alto y delgado que se alzaba solitario. Debajo de él, el viento jugaba con un brillante manto rojo.
Sasuke empezó a señalar hacia allí, pero se dio cuenta de que Musashi ya había visto a su adversario. Sin desviar la mirada de Ganryū, Musashi se sacó del obi una toalla de manos de color rojizo, la dobló a lo largo en cuatro tramos y se ató con ella el cabello agitado por el viento. Entonces se colocó la espada corta en la parte delantera del obi. Desenvainó la espada larga, y la depositó en el fondo de la barca, cubriéndola con una estera de juncos. En la mano derecha blandía la espada de madera que había hecho con el remo roto.
—Ya está bien aquí —le dijo a Sasuke.
Delante de ellos había una extensión de casi doscientos pies de agua. Sasuke dio un par de largas remadas con la espadilla. La embarcación avanzó hasta embarrancar en un bajío, la quilla vibrando al alzarse.
En aquel momento, Musashi, con su hakama subido a ambos lados, saltó al agua, con tal ligereza que apenas produjo un chapoteo. Avanzó con rapidez hacia la orilla. Su espada de madera cortaba la espuma.
Cinco pasos. Diez pasos. Sasuke abandonó la espadilla y le contempló maravillado, olvidando dónde se hallaba y qué estaba haciendo allí.
Mientras Ganryū se alejaba del pino, su manto semejante a un gallardete rojo, la pulimentada vaina de su espada destelló al sol.
A Sasuke le recordó la cola de un zorro plateado. «¡Deprisa!», pensó, pero Ganryū ya se hallaba en la orilla. Sasuke, seguro de que Musashi estaba sentenciado, no pudo seguir mirando. Se tendió de bruces en la barca, presa de temblores, ocultándose el rostro, como si fuese él quien, de un momento a otro, pudiera ser partido por la mitad de un tajo.
—¡Musashi!
Ganryū se plantó con resolución en la arena, dispuesto a no ceder una pulgada.
Musashi se detuvo y permaneció inmóvil, expuesto al agua y el viento. Esbozó una sonrisa.
—Kojirō —dijo en voz baja.
Había una ferocidad sobrenatural en sus ojos, una fuerza que tiraba de un modo tan irresistible que amenazaba con atraer inexorablemente a Kojirō al riesgo y la destrucción. Las olas bañaban su espada de madera.
Los ojos de Ganryū parecían despedir fuego. La sed de sangre ardía en sus pupilas, como arco iris de llameante intensidad que trataban de aterrar y debilitar.
—¡Musashi!
No recibió respuesta.
—¡Musashi!
El mar retumbaba amenazador a lo lejos; el oleaje rompía y murmuraba a los pies de ambos hombres.
—Otra vez llegas tarde, ¿eh? ¿Es ésa tu estrategia? A mi modo de ver es una treta cobarde. Han pasado dos horas desde la hora señalada. He venido aquí a las ocho, como prometí. Te he estado esperando.
Musashi no le replicó.
—Ya hiciste esto en Ichijōji y, anteriormente, en el Rengeōin. Al parecer, tu método consiste en desconcertar a tu adversario haciéndole esperar a propósito. Ese truco no te llevará a ninguna parte con Ganryū. Ahora prepara tu espíritu y avanza valientemente, para que las generaciones futuras no se rían de ti. ¡Adelante y lucha, Musashi!
El extremo de la vaina se alzó detrás de él al desenvainar su gran espada Palo de Secar. Con la mano izquierda, desprendió la vaina del cinto y la arrojó al agua.
Musashi esperó el tiempo suficiente a que una ola rompiera en el arrecife y se retirase. Entonces dijo de repente, en voz baja:
—Has perdido, Kojirō.
—¿Qué? —Ganryū se estremeció hasta el tuétano.
—La pelea ha terminado. Digo que has sido derrotado.
—¿De qué me estás hablando?
—Si fueras a ganar, no habrías arrojado tu vaina. Así has lanzado tu futuro, tu vida.
—¡Palabras! ¡Tonterías!
—Es una lástima, Kojirō. ¿Estás preparado para caer? ¿Quieres que esto termine rápido?
—¡Ven..., ven aquí, bastardo!
—¡Hooo!
El grito de Musashi y el sonido del agua ascendieron al unísono en un crescendo.
Ganryū entró en el agua, con la espada alta por encima de la cabeza, y se enfrentó directamente a Musashi. Una línea de blanca espuma se deslizó sobre la superficie mientras Musashi corría hacia la orilla, por la izquierda de Ganryū. Éste le persiguió.
Los pies de Musashi abandonaron el agua y tocaron la arena casi en el mismo instante que la espada, que todo el cuerpo el Ganryū, se lanzaba hacia él como un pez volador. Cuando Musashi notó que Palo de Secar se le acercaba, su cuerpo estaba todavía en el final del movimiento que le había sacado del agua, inclinado ligeramente adelante.
Sujetó la espada de madera con ambas manos, extendida a la derecha por detrás de él y parcialmente oculta. Satisfecho de su posición, emitió un leve gruñido, un sonido casi imperceptible que el aire llevó al rostro de Ganryū. Palo de Secar parecía haber estado a punto de descargar un tajo hacia abajo, pero osciló un poco y se detuvo. A nueve pies de Musashi, Ganryū cambió de dirección saltando ágilmente a la derecha.
Los dos hombres se miraron fijamente. Musashi, a dos o tres pasos del agua, tenía el mar a su espalda. Enfrente estaba Ganryū, sujetando en alto la espada con ambas manos.
Se hallaban totalmente absortos en el combate letal, y ambos estaban libres de cualquier pensamiento consciente.
El escenario del combate era un vacío perfecto. Pero en los puestos de espera y más allá del sonido de las olas, eran innumerables las personas que retenían el aliento.
Por encima de Ganryū se cernían las plegarias y las esperanzas de quienes creían en él y querían que viviese; por encima de Musashi las plegarias y esperanzas de los otros.
De Sado e Iori, en la isla.
De Otsū, Osugi y Gonnosuke, en la playa de Shimonoseki.
De Akemi y Matahachi, en la colina de Kokura.
Todas sus plegarias se dirigían al cielo.
Abajo, esperanzas, plegarias y dioses no servían de ayuda, como tampoco la suerte. Había sólo un vacío, impersonal y perfectamente imparcial.
¿Es ese vacío, tan difícil de lograr por el ser viviente, la expresión perfecta de la mente que se ha elevado por encima del pensamiento y las ideas trascendentes?
Los dos hombres hablaron sin pronunciar palabra. Entonces llegó a cada uno, inconscientemente, la comprensión del poderío del otro. Los poros de sus cuerpos sobresalían como agujas dirigidas contra el adversario.
Músculos, carne, uñas, pelo, incluso las cejas, todos los elementos corporales que comparten la vida estaban unidos en una fuerza única contra el enemigo, defendiendo al organismo viviente del que formaban parte. Sólo la mente se fusionaba con el universo, clara y serena, como el reflejo de la luna en un estanque en medio de la violencia de un tifón. Alcanzar esa sublime inmovilidad es el logro supremo.
Pareció transcurrir una eternidad, pero en realidad el intervalo fue breve, el tiempo requerido para que las olas llegaran y retrocedieran una docena de veces.
Entonces un gran grito que procedía, más que de la garganta, de las profundidades del ser, destruyó aquel instante. Lo había proferido Ganryū, y le siguió de inmediato el grito de Musashi.
Los dos gritos, como olas airadas rompiendo en una orilla rocosa, enviaron sus espíritus hacia el cielo. La espada del desafiador, elevada tan alto que parecía amenazar al sol, veteó el aire como un arco iris.
Musashi adelantó su hombro izquierdo, movió el pie derecho atrás y varió la posición de la parte superior de su cuerpo, enfrentado a medias a su contrario. Su espada de madera, que sostenía con ambas manos, cortó el aire en el mismo momento en que la punta de Palo de Secar llegaba directamente debajo de su nariz.
La respiración de los dos combatientes se hizo más intensa que el sonido del oleaje. Ahora la espada de madera estaba extendida al nivel de los ojos, y Palo de Secar muy por encima de la cabeza de su portador. Ganryū había retrocedido unos diez pasos, donde tenía el mar a un lado. Aunque en su primer ataque no había podido herir a Musashi, se había colocado en una posición mucho mejor. De haber permanecido donde estaba, con el sol reflejándose desde el agua en sus ojos, pronto le habría fallado la vista y, acto seguido, su espíritu, y habría quedado a merced de Musashi.
Con renovada confianza, Ganryū empezó a avanzar poco a poco, ojo avizor, en busca de algún pequeño defecto en la defensa de Musashi y fortaleciendo su propio espíritu para llevar a cabo un movimiento decisivo.
Musashi hizo lo inesperado. En vez de proceder con lentitud y cautela, se dirigió temerariamente hacia Ganryū, la espada proyectada por delante de él, dispuesto a hundirla en los ojos de Ganryū. La desmaña de su movimiento hizo detenerse a Ganryū, el cual casi perdió de vista a Musashi.
La espada de madera se alzó recta en el aire. Impulsándose con todas las fuerzas de sus piernas, Musashi dio un gran salto y, doblando las piernas, redujo su estatura de seis pies a cuatro o quizá menos.
—¡Yaaaa!
La espada de Ganryū silbó en el espacio por encima de él. El golpe falló, pero la punta de Palo de Secar cortó la pequeña toalla enrollada que Musashi se había atado alrededor de la cabeza, haciéndola volar.
Ganryū se confundió, tomándola por la cabeza de su adversario, y en su rostro se esbozó brevemente una sonrisa. Al instante siguiente su cráneo se rompió como grava bajo el golpe de la espada de Musashi.
Mientras Ganryū yacía donde la arena se encontraba con la hierba, su semblante no expresaba la conciencia de una derrota. La sangre le brotaba de la boca, pero sus labios esbozaban una sonrisa de triunfo.