Musashi (196 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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A bordo de la embarcación, Kojirō pidió a Tatsunosuke que le diera el halcón y extendió su brazo izquierdo. Tatsunosuke transfirió a Amayumi a su puño y se apartó respetuosamente.

El oleaje era rápido, el día perfecto, con el cielo claro, y el agua cristalina, pero la altura de las olas era excesiva. Cada vez que el agua salpicaba por encima de la borda, el halcón, con evidente ánimo de lucha, encrespaba las plumas.

Cuando habían recorrido aproximadamente la mitad de la distancia hasta la isla, Kojirō le quitó la cinta de la pata y lanzó el ave al aire, diciéndole:

—Vamos, regresa al castillo.

Como si se estuvieran dedicando a la caza acostumbrada, Amayumi atacó a un ave marina en vuelo, enviando abajo una lluvia de plumas blancas. Pero al no oír la llamada de su dueño, se lanzó sobre las islas y entonces remontó el vuelo y desapareció.

Tras liberar al halcón, Kojirō empezó a desprenderse de los amuletos de buena suerte budistas y shintoístas, así como de los escritos con que le habían abrumado sus seguidores, y fue echándolos por la borda uno tras otro, incluso la túnica interior de algodón con el amuleto en sánscrito bordado que le había regalado su tía.

—Ahora puedo relajarme —dijo en voz baja.

Enfrentado a una situación en la que se jugaba la vida, no quería que le molestaran recuerdos ni personalidades. El recordatorio de todas aquellas personas que estaban rezando por su victoria le resultaba una carga. Sus buenos deseos, por muy sinceros que fuesen, eran ahora más un obstáculo que una ayuda. Lo único que importaba en aquellos momentos era él mismo, su ser desnudo.

La brisa salobre le acariciaba el rostro. Guardaba silencio. Sus ojos estaban fijos en los verdes pinares de Funashima.

En Shimonoseki, Tarōzaemon pasó ante una hilera de barracas en la playa y entró en su establecimiento.

—¡Sasuke! —exclamó—. ¿No ha visto nadie a Sasuke?

Sasuke era uno de sus empleados más jóvenes, pero también uno de los más espabilados. Era muy apreciado como sirviente de la casa, pero también ayudaba en el negocio de vez en cuando.

—Buenos días —dijo el administrador de Tarōzaemon, abandonando su puesto en el despacho de contabilidad—. Sasuke ha estado aquí hasta hace unos momentos—. Se volvió a su ayudante y le ordenó—: Vete en busca de Sasuke, deprisa.

El administrador empezó a informar a su jefe de asuntos comerciales, pero éste le interrumpió, sacudiendo la cabeza como si le persiguiera un mosquito.

—Lo que quiero saber es si alguien ha venido preguntando por Musashi.

—A decir verdad, ya estuvo aquí alguien esta mañana.

—¿El mensajero de Nagaoka Sado? Eso ya lo sé. ¿Alguien más?

El administrador se restregó el mentón.

—Bueno, no lo he visto personalmente, pero me han dicho que un hombre de aspecto desaseado y mirada penetrante se presentó anoche. Llevaba un largo bastón de roble y pidió ver al «sensei Musashi». Tuvieron dificultades para librarse de él.

—Alguien habló más de la cuenta, a pesar de que les dije lo importante que era mantener en secreto la presencia de Musashi.

—Lo sé. También yo se lo dije con toda claridad, pero no hay nada que hacer con los jóvenes. El hecho de que Musashi esté aquí les hace sentirse importantes.

—¿Cómo te libraste del hombre?

—Sōbei le dijo que estaba equivocado, que Musashi nunca ha venido aquí. Al final se marchó, tanto si le creía como si no. Sōbei observó que había dos o tres personas esperándole fuera, entre ellas una mujer.

Sasuke llegó corriendo desde el embarcadero.

—¿Deseabas verme, señor?

—Sí, quería asegurarme de que estás preparado. Es muy importante, ¿sabes?

—Lo comprendo, señor. Estoy en pie desde antes del amanecer. Me he lavado con agua fría y me he puesto un taparrabos nuevo de algodón blanco.

—Muy bien. ¿Está el bote a punto, tal como te encargué anoche?

—Sí, la verdad es que me ha dado poco trabajo. Elegí el bote más rápido y limpio, lo rocié con sal para purificarlo y lo restregué por dentro y por fuera. Estoy preparado para ir adondequiera que se encuentre Musashi.

—¿Dónde está?

—En la orilla, con las demás embarcaciones.

Tras reflexionar un momento, Tarōzaemon dijo:

—Será mejor que nos pongamos en marcha. Demasiadas personas se percatarán de la partida de Musashi y él no desea verse rodeado de gente. Llévalo junto al gran pino, ése al que llaman Pino de Heike. Por allí apenas va nadie.

—Sí, señor.

El establecimiento, generalmente lleno de actividad, estaba casi vacío. Tarōzaemon, en un estado de fuerte nerviosismo, salió a la calle. Allí y en Moji, en la orilla contraria, la gente se había tomado el día libre: hombres que parecían samurais de los feudos vecinos, rōnin, sabios confucianos, herreros, armeros, artesanos de la laca, sacerdotes, ciudadanos de todas las clases y algunos agricultores de los campos circundantes. Había mujeres perfumadas, cubiertas con velos y tocadas con anchos sombreros de viaje, y esposas de pescadores con niños a la espalda o cogidos de la mano. Todos se movían en la misma dirección general, tratando en vano de aproximarse a la isla, aunque no había ningún lugar estratégico desde donde pudiera verse algo más pequeño que un árbol.

«Sé lo que se propone Musashi», pensó Tarōzaemon. Ser abordado por aquella muchedumbre de espectadores, para quienes la pelea no era más que un espectáculo, sería insoportable.

Al volver a su casa, la encontró limpia como los chorros del oro. En la habitación que daba a la playa, el reflejo del agua oscilaba en el techo.

—¿Dónde has estado, padre? —le preguntó Otsuru al entrar con la bandeja del té—. Te he estado buscando.

—En ninguna parte en particular —respondió él.

Alzó la taza y la miró pensativamente.

Otsuru había ido a pasar una temporada con su amado padre. Casualmente, cuando viajaba desde Sakai en el mismo barco con Musashi, descubrió que ambos tenían vínculos con Iori. Cuando Musashi acudió a presentar sus respetos a Tarōzaemon y agradecerle que cuidara del muchacho, el agente marítimo insistió en que Musashi se alojara en su casa y dio instrucciones a Otsuru para que le atendiera.

La noche anterior, mientras Musashi hablaba con su anfitrión, Otsuru había permanecido sentada en la habitación contigua, cosiendo el nuevo taparrabos y la faja abdominal cuyos deseos de ponérselos el día del combate él había manifestado. La muchacha ya le había preparado un nuevo kimono negro, del que se podían desprender en un instante los hilvanes que servían para mantener las mangas y la falda dobladas adecuadamente hasta el momento de su uso.

—¿Dónde está Musashi, Otsuru? ¿Le has servido el desayuno?

—Oh, sí, hace ya bastante rato. Luego cerró la puerta de su habitación.

—Supongo que se está preparando.

—No, todavía no.

—Pues ¿qué está haciendo?

—Al parecer, está pintando.

—¿Ahora?

—Sí.

—Humm. Estuvimos hablando de pintura y le pregunté si pintaría algo para mí. Supongo que debe de haberse dedicado a eso.

—Ha dicho que lo dejaría terminado antes de marcharse. También está haciendo una pintura para Sasuke.

—¿Sasuke? —repitió Tarōzaemon, incrédulo. Su nerviosismo aumentaba con rapidez—. ¿Es que no sabe que se está haciendo tarde? Tendrías que ver a toda esa gente que pulula por las calles.

—Por la expresión de su semblante, se diría que se ha olvidado del combate.

—En cualquier caso, éste no es momento de ponerse a pintar. Ve a decírselo así. Hazlo con cortesía, pero que quede bien claro que eso puede esperar hasta más tarde.

—¿Por qué yo? No podría...

—¿Y por qué no? —Su sospecha de que la muchacha estaba enamorada se confirmó. Padre e hija se comunicaron silenciosa pero perfectamente—. ¿Por qué lloras, bobalicona? —rezongó en tono bonachón. Entonces se levantó y fue a la habitación de Musashi.

Éste se hallaba arrodillado en silencio, como si meditara, el pincel, la caja de tinta y el recipiente para pinceles a su lado. Ya había terminado una de las pinturas: una garza debajo de un sauce. El papel que tenía delante aún estaba en blanco. Pensaba en el tema de su próxima composición, o, más exactamente, intentaba adoptar la actitud mental correcta, pues eso era necesario antes de que pudiera visualizar la pintura o conocer la técnica que emplearía.

Veía el papel blanco como el gran universo de la inexistencia. Una sola pincelada daría lugar a la existencia. Podía evocar el viento o la lluvia a voluntad, pero, al margen de lo que trazara, su corazón permanecería en la pintura para siempre. Si su corazón estaba corrompido, la pintura también lo estaría; si estaba lánguido, lo mismo le ocurriría a la pintura. Si intentaba alardear de su habilidad, no podría ocultarlo. Los cuerpos humanos se desvanecen, pero la tinta sigue existiendo. La imagen de su corazón seguiría alentando después de que él mismo hubiera desaparecido.

Se dio cuenta de que sus pensamientos le refrescaban. Estaba a punto de entrar en el mundo de la inexistencia, de dejar que su corazón hablara por sí mismo, independiente de su ego, libre del toque personal de su mano. Intentó vaciarse de todo, en espera de ese estado sublime en el que su corazón podría hablar al unísono con el universo, desprendido de su yo y sin estorbos de ninguna clase.

Los sonidos de la calle no llegaban a su habitación. El combate de hoy le parecía totalmente ajeno a él. Tan sólo era consciente de los trémulos movimientos del bambú en el jardín interior.

—¿Te molesto?

La shoji a sus espaldas se deslizó silenciosamente, y Tarōzaemon se asomó. Parecía erróneo, casi malvado, entrometerse, pero fortaleció su ánimo y le dijo:

—Siento molestarte cuando tanto pareces disfrutar de tu arte.

—Ah, entra, por favor.

—Es casi la hora de partir.

—Lo sé.

—Todo está dispuesto. Cuanto necesitas lo encontrarás en la habitación contigua.

—Eres muy amable.

—Por favor, no te preocupes por la pintura. Puedes terminarla cuando regreses de Funashima.

—Oh, esto no tiene nada de especial. Esta mañana me sentía muy despejado, y era un buen momento para pintar.

—Pero tienes que pensar en la hora.

—Sí, lo sé.

—Cuando quieras hacer tus preparativos, llámame. Te estaremos esperando.

—Muchísimas gracias. —Tarōzaemon se dispuso a marcharse, pero Musashi le preguntó—: ¿A qué hora sube la marea?

—En esta época, la marea está más baja entre las seis y las ocho de la mañana. Más o menos en estos momentos volverá a subir.

—Gracias —le dijo Musashi distraídamente, dirigiendo de nuevo su atención al papel en blanco.

Tarōzaemon cerró silenciosamente la shoji y regresó a la sala. Tenía la intención de sentarse y aguardar en silencio, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que los nervios se apoderasen de él. Se puso en pie y caminó a la terraza, desde donde se veía la corriente que se deslizaba a través del estrecho. El agua ya se adentraba en la playa.

—Padre.

—Dime.

—Es hora de que parta. He dejado sus sandalias en la entrada del jardín.

—Aún no está preparado.

—¿Todavía pinta?

—Sí.

—Creí que ibas a lograr que dejara de hacer eso y se preparase.

—Sabe la hora que es.

Una pequeña embarcación se detuvo en la playa cercana, y Tarōzaemon oyó que le llamaban por su nombre. Era Nuinosuke.

—¿Todavía no ha salido Musashi? —preguntó. Cuando Tarōzaemon le respondió negativamente, Nuinosuke se apresuró a decir—: Por favor, dile que se prepare y salga lo antes posible. Kojirō ya ha partido, así como el señor Hosokawa. Mi maestro saldrá de Kokura ahora mismo.

—Haré lo que pueda.

—¡Por favor! Quizá parezco una vieja gruñona, pero queremos asegurarnos de que no llegue tarde. Sería una vergüenza que hiciera algo indecoroso a estas alturas.

Se alejó remando apresuradamente, y el agente marítimo y su hija se quedaron, llenos de inquietud, en la terraza. Desde allí contaron los segundos, mirando de vez en cuando hacia la pequeña habitación del fondo, de la que no salía el menor sonido.

Pronto llegó una segunda embarcación con un mensajero procedente de Funashima, enviado para que apresurase a Musashi.

Musashi abrió los ojos cuando oyó el sonido de la shoji al deslizarse. Otsuru no tenía necesidad de anunciar su presencia. Cuando ella le habló sobre la embarcación de Funashima, él asintió y le sonrió afablemente.

—Ya veo —le dijo, y salió de la habitación.

Otsuru contempló el suelo donde él se había sentado. La hoja de papel estaba ahora llena de borrones de tinta. Al principio la tinta parecía una línea amorfa, pero ella pronto vio que se trataba de un paisaje de la variedad en «tinta rota». Aún estaba húmeda.

—Por favor, dale esta pintura a tu padre —le dijo Musashi, alzando la voz por encima de un chapoteo de agua—. Y la otra es para Sasuke.

—Gracias, no tendrías que haberlo hecho.

—Lamento no tener nada mejor que ofreceros, después de las molestias que os he causado, pero confío en que tu padre lo acepte como un recuerdo.

Otsuru replicó solícitamente:

—Regresa esta noche sin falta y siéntate junto al fuego con mi padre, como hiciste anoche.

Al oír el crujido de tela en la habitación contigua, Otsuru se sintió complacida. Por fin Musashi se estaba vistiendo. Entonces volvió a hacerse el silencio, y poco después le vio hablando con su padre. La conversación fue muy breve, tan sólo el intercambio de unas pocas palabras. Cuando pasó a la habitación contigua, la muchacha observó que el samurai había doblado pulcramente sus ropas viejas, dejándolas en una caja que estaba en el rincón. Una sensación de indescriptible soledad se apoderó de ella. Se inclinó y apoyó la mejilla en el kimono todavía cálido.

—¡Otsuru! —la llamó su padre—. ¿Qué estás haciendo? ¡Ya se marcha!

—Sí, padre.

Otsuru se pasó las yemas de los dedos por las mejillas y los párpados, y corrió a reunirse con él.

Musashi se encontraba ya en la puerta del jardín, que había elegido para evitar que le vieran. Padre, hija y otras cuatro o cinco personas de la casa y el negocio llegaron hasta la puerta y se detuvieron allí. Otsuru estaba demasiado sobreexcitada y era incapaz de articular palabra. Cuando Musashi la miró, ella le hizo una reverencia, como todos los demás.

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