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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (96 page)

BOOK: Musashi
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—Parcela de morales o jardín de peonías, no es muy agradable estar aquí cuando nieva. ¿Acaso Yoshino quiere que nos resfriemos?

—Lo siento mucho. Sólo hay que andar un poco más.

En un ángulo del campo había una casita con tejado de paja, la cual, a juzgar por su aspecto, probablemente era una granja que había estado allí desde antes de que la zona fuese urbanizada. Detrás había un bosquecillo, y el patio estaba separado del jardín bien cuidado de la Ōgiya.

—Por aquí —dijeron las muchachas, llevándoles a una habitación con suelo de tierra cuyas paredes y postes estaban negros de hollín.

Rin'ya anunció su llegada y, desde el interior, Yoshino Dayū respondió:

—¡Bienvenidos! Entrad, por favor.

El fuego que ardía en el hogar lanzaba un suave resplandor rojizo sobre el papel de la shoji. El ambiente parecía muy alejado del de la ciudad. Los hombres miraron a su alrededor en la cocina y, al ver capas de paja para la lluvia que colgaban de una pared, se preguntaron qué clase de entretenimiento había planeado Yoshino para ellos. La puerta corredera se abrió y uno tras otro entraron en la habitación donde crepitaba el fuego.

El kimono de Yoshino era amarillo claro, con el obi de satén negro. Llevaba un mínimo de maquillaje y se había peinado de nuevo, con un estilo sencillo de ama de casa. Sus invitados la miraron con admiración.

—¡Qué extraordinario!

—¡Es encantadora!

Con aquel atuendo sin pretensiones, realzado por las paredes ennegrecidas, Yoshino estaba cien veces más hermosa que cuando vestía los trajes complicadamente bordados al estilo Momoyama que lucía en otras ocasiones. Los vistosos kimonos a los que los hombres estaban acostumbrados, el rojo de labios iridiscente, los biombos dorados y las palmatorias de plata eran necesarios para una mujer de su profesión. Pero Yoshino no tenía necesidad de accesorios para que destacara su belleza.

—Humm, esto es algo muy especial —comentó Shōyū.

El viejo de lengua acerba no era hombre que dispensara halagos a la ligera y parecía temporalmente domado.

Sin extender cojines, Yoshino les invitó a sentarse al lado del hogar.

—Vivo aquí, como podéis ver, y no puedo ofreceros gran cosa, pero por lo menos hay fuego. Supongo que estaréis de acuerdo en que el fuego es el festín más excelente que se puede dar en una noche de frío y nieve, tanto si el invitado es un príncipe como un pordiosero. Hay un buen suministro de leña, por lo que aun cuando nos pasemos la noche hablando, no tendré que usar las plantas de los tiestos como combustible. Por favor, poneos cómodos.

El noble, el mercader, el artista y el sacerdote se sentaron con las piernas cruzadas junto al hogar, y extendieron las manos por encima de las llamas. Kōetsu reflexionó en el gélido paseo desde la Ōgiya y la invitación a calentarse ante aquel fuego alimentado con madera de cerezo. Era en verdad como un festín, la auténtica esencia de la diversión.

—Ven tú también al lado del fuego —dijo Yoshino. Sonrió invitadoramente a Musashi y se movió un poco para hacerle sitio.

Musashi estaba impresionado al lado de tan ilustre compañía. Después de Toyotomi Hideyoshi y Tokugawa Ieyasu, ella era probablemente la persona más famosa de Japón. Por supuesto, estaba Okuni, célebre en el Kabuki, y la querida de Hideyoshi, Yodogimi, pero se consideraba a Yoshino con más clase que la primera y más ingenio, belleza y amabilidad que la segunda. Los hombres que frecuentaban a Yoshino eran conocidos como los «compradores», mientras que a ella la llamaban «la Tayū». Cualquier cortesana de primera clase recibía el nombre de Tayū, pero decir «la Tayū» era referirse a Yoshino y nadie más. Musashi había oído decir que tenía siete asistentas para bañarla y dos para cortarle las uñas.

Aquella noche, por primera vez en su vida, Musashi se encontró en compañía de damas pintadas y refinadas, y reaccionó con una rígida formalidad, debida en parte a que no podía evitar preguntarse qué encontraban los hombres tan extraordinario en Yoshino.

—Por favor, relájate —le dijo ella—. Siéntate aquí.

A la cuarta o quinta invitación, Musashi capituló. Sentándose a su lado, imitó a los demás y extendió las manos sobre el fuego.

Yoshino le miró la manga y vio una mancha roja. Mientras los demás conversaban, ella se sacó discretamente de la manga un trozo de papel y la limpió.

—Ah, gracias —dijo Musashi.

De haber permanecido en silencio, nadie se habría dado cuenta, pero en cuanto habló todos los ojos se fijaron en la mancha carmesí en el papel que sostenía Yoshino.

La sorpresa se reflejaba en los ojos de Mitsuhiro.

—Eso es sangre, ¿no es cierto?

Yoshino sonrió.

—No, claro que no. Es un pétalo de peonía roja.

El laúd roto

Los cuatro o cinco leños ardían silenciosamente, emitiendo un grato aroma e iluminando la pequeña habitación como si fuese de día. El humo tenue, que no producía escozor en los ojos, parecía pétalos de peonía blanca agitados por la brisa, salpicados de vez en cuando por chispas de un dorado violáceo y carmesíes. Cada vez que el fuego parecía empezar a extinguirse, Yoshino echaba largos trozos de leña que tenía en un cubo a su lado.

Los hombres estaban demasiado cautivados por la belleza de las llamas para preguntar por la leña, pero finalmente Mitsuhiro inquirió:

—¿Qué clase de madera estás usando? No es pino.

—No —replicó Yoshino—. Es madera de peonía.

La respuesta les sorprendió un poco, pues la peonía, con sus ramas delgadas y tupidas, no parecía precisamente apropiada como leña. Yoshino cogió una rama que sólo estaba algo chamuscada y se la tendió a Mitsuhiro.

Les dijo que las cepas de peonía que estaban en el jardín habían sido plantadas más de cien años atrás. A principios del invierno, los jardineros las podaban a fondo, cortando las partes superiores agujereadas por los gusanos. Los restos que quedaban tras la poda se usaban como leña. Aunque la cantidad era insuficiente, bastaba para Yoshino.

La cortesana observó que la peonía era la reina de las flores. Tal vez era natural que sus ramas marchitas tuvieran una calidad que no se encontraba en la madera ordinaria, del mismo modo que ciertos hombres tenían una valía de la que otros estaban faltos.

—¿Cuántos son los hombres cuyo mérito perdura después de que las flores se han marchitado y muerto? —inquirió y, con una sonrisa melancólica, respondió a su propia pregunta—. Los seres humanos florecemos sólo durante nuestra juventud, y luego nos convertimos en esqueletos secos e inodoros incluso antes de morir. —Poco después Yoshino añadió—: Siento no poder ofreceros más que el sake y el fuego, pero por lo menos hay leña, suficiente para que dure hasta la salida del sol.

—No tienes que disculparte. Ésta es una fiesta digna de un príncipe.

Shōyū, aunque estaba acostumbrado al lujo, era sincero en su alabanza.

—Hay una sola cosa que me gustaría que hicierais por mí —dijo Yoshino—. ¿Me haréis el favor de escribir un recordatorio de esta velada?

Mientras ella frotaba la piedra de tinta, las muchachas extendieron una alfombra de lana en la habitación contigua sobre la que depositaron varias hojas de papel de escritura chino. Hecho de bambú y morera, era un papel duro y absorbente, apropiado para las inscripciones caligráficas.

Mitsuhiro adoptó el papel de anfitrión, se volvió hacia Takuan y le dijo:

—Buen sacerdote, puesto que la dama lo solicita, ¿escribirás algo adecuado? ¿O tal vez deberíamos pedírselo primero a Kōetsu?

Kōetsu se movió en silencio sobre sus rodillas. Tomó el pincel, se quedó un momento pensativo y dibujó un pétalo de peonía.

Encima del dibujo, Takuan escribió:

¿Por qué debo aferrarme

a una vida tan alejada

de la belleza y la pasión?

Aunque hermosas, las peonías

se despojan de sus pétalos brillantes y mueren.

El poema de Takuan era de estilo japonés. Mitsuhiro prefirió escribir a la manera china, anotando unos versos de un poema de Tsai Wen:

Cuando estoy ocupado, la montaña me mira.

Cuando estoy ocioso, miro a la montaña,

aunque parece ser lo mismo, no lo es,

pues la ocupación es inferior al ocio.

Bajo el poema de Takuan, Yoshino escribió:

Incluso mientras florecen

un hálito de tristeza se cierne

sobre las flores.

¿Piensan acaso en el futuro,

cuando sus pétalos habrán desaparecido?

Shōyū y Musashi observaban en silencio, el último muy aliviado cuando nadie insistió en que también escribiera algo.

Regresaron al lado del hogar y charlaron un rato, hasta que Shōyū, al reparar en un biwa, una especie de laúd, junto al lugar de honor en la sala interior, le pidió a Yoshino que tocara para ellos. Los demás secundaron la sugerencia.

Sin el menor atisbo de timidez, Yoshino cogió el instrumento y se sentó en medio de la habitación interior tenuemente iluminada. Su porte no era el de un virtuoso orgulloso de sus habilidades, pero tampoco trató de ser más modesta de lo necesario. Los hombres despejaron sus mentes de pensamientos azarosos, a fin de atender mejor a la rendición que hacía Yoshino de una sección de los Cuentos de Heike. Los tonos suaves, dulces, cedieron el paso a un pasaje turbulento, seguido de unos acordes en staccato. El fuego menguó y la oscuridad invadió la habitación. Extasiados por la música, ninguno de los presentes se movió hasta que una minúscula explosión de chispas les hizo regresar a la tierra.

Cuando terminó de tocar, Yoshino sonrió levemente y dijo:

—Me temo que no lo hago muy bien.

Dejó el laúd en su sitio y regresó al fuego. Cuando los hombres se levantaron para marcharse, Musashi, contento al ver que se libraba de más aburrimiento, fue el primero en alcanzar la puerta. Yoshino se despidió de los demás uno tras otro, pero a él no le dijo nada. Cuando se disponía a salir, la cortesana le cogió discretamente de la manga.

—Pasa la noche aquí, Musashi. Por alguna razón..., no quiero que vuelvas a casa.

El rostro de una virgen importunada no habría enrojecido más. Trató de ocultarlo fingiendo que no oía, pero los demás se dieron cuenta de que estaba demasiado turbado para hablar.

Yoshino se volvió hacia Shōyū y le preguntó:

—No hay ningún impedimento para que se quede aquí, ¿verdad?

Musashi apartó la mano de Yoshino de su manga.

—No, me marcho con Kōetsu.

Se apresuró hacia la puerta, pero Kōetsu le detuvo.

—No seas así, Musashi. ¿Por qué no pasas aquí esta noche? Puedes volver a mi casa mañana. Al fin y al cabo, la dama ha sido tan amable de mostrar su preocupación por ti.

Dicho esto, y sin esperar la reacción del joven, fue a reunirse con los otros dos hombres.

La cautela de Musashi le advertía de que estaban tratando de embaucarle para que se quedara, a fin de reírse más tarde de él. No obstante, la seriedad que veía en los rostros de Yoshino y Kōetsu parecía contradecir que se tratara sólo de una broma.

Shōyū y Mitsuhiro, divertidísimos por su incomodidad, insistían en burlarse de él.

—Eres el hombre más afortunado del país —le dijo uno de ellos, y el otro se ofreció para quedarse en su lugar.

Las chanzas cesaron con la llegada de un hombre a quien Yoshino había encargado que echara un vistazo por el barrio. El enviado jadeaba y los dientes le castañateaban de miedo.

—Los demás caballeros pueden marcharse —dijo—, pero Musashi debería pensarlo dos veces. Ahora sólo está abierta la entrada principal, y a cada lado de ella, alrededor de la casa de té Amigasa y a lo largo de la calle, hay enjambres de samurais fuertemente armados, que deambulan en pequeños grupos. Son de la escuela Yoshioka. Los mercaderes temen que pueda ocurrir algo terrible, por lo que han cerrado sus tiendas temprano. Me han dicho que más allá del barrio, hacia el campo de equitación, hay por lo menos un centenar de hombres.

Los visitantes se quedaron impresionados, no sólo por el informe sino también por el hecho de que Yoshino hubiera tomado semejante precaución. Tan sólo Kōetsu tenía un atisbo de que podría haber ocurrido algún incidente.

Yoshino había supuesto que sucedía algo cuando vio la mancha de sangre en la manga de Musashi.

—Ahora que sabes lo que hay ahí afuera, Musashi, tal vez estés incluso más decidido a marcharte, sólo para demostrar que no tienes miedo —le dijo la cortesana—. Pero te ruego que no hagas nada temerario. Si tus enemigos piensan que eres un cobarde, siempre puedes demostrarles mañana que no lo eres. Esta noche has venido aquí para relajarte, y es lo propio de un hombre apurar el goce hasta satisfacer los deseos de su corazón. Los Yoshioka quieren matarte y, ciertamente, no es ninguna deshonra evitar tal cosa. Incluso muchos condenarían la pobreza de tu juicio si insistieras en dirigirte a su trampa.

—Está la cuestión de tu honor personal, por supuesto, pero te ruego que te detengas a considerar los trastornos que una refriega causaría a la gente del barrio. Las vidas de tus amigos también correrían peligro. En tales circunstancias, lo único prudente es que te quedes aquí.

Sin esperar su respuesta, Yoshino se volvió hacia los demás hombres y les dijo:

—Creo que vosotros podéis marcharos, siempre que tengáis cuidado por el camino.

Un par de horas después dieron las cuatro. El sonido distante de música y cantos se había desvanecido. Musashi, sentado en el umbral de la sala donde estaba el hogar, era un solitario prisionero en espera del alba. Yoshino permanecía al lado del fuego.

—¿No tienes frío ahí? —le preguntó—. Ven aquí y estarás caliente.

—No te preocupes por mí y vete a la cama. Cuando salga el sol, me iré.

Ya habían intercambiado las mismas palabras una serie de veces, pero sin ningún resultado.

A pesar de la falta de refinamiento de Musashi, Yoshino se sentía atraída por él. Aunque existía la opinión de que una mujer que pensaba en los hombres como tales, en lugar de verlos tan sólo como fuentes de ingresos, no estaba preparada para encontrar empleo en los barrios alegres, eso no era más que un cliché repetido por los patronos de los burdeles, hombres que sólo conocían a las prostitutas corrientes y no tenían ningún contacto con las grandes cortesanas. Las mujeres con la crianza y el adiestramiento de Yoshino eran muy capaces de enamorarse. Ella tan sólo tenía uno o dos años más que Musashi, pero sus respectivas experiencias del amor no podían ser más diferentes. Al verle sentado con tanta rigidez, reprimiendo sus emociones, evitando su rostro como si mirarla pudiera cegarle, ella se sentía de nuevo como una doncella protegida que experimenta los primeros tormentos del amor.

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