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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (94 page)

BOOK: Musashi
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Musashi fue más rápido que la espada, e incluso más rápido fue el deslizamiento de la hoja destellante fuera de su propia vaina. Parecía como si ambos contendientes estuvieran demasiado cerca para que salieran indemnes, pero después de que danzara un momento la luz reflejada de las espadas, retrocedieron.

Transcurrieron varios minutos tensos. Los dos combatientes permanecían silenciosos e inmóviles, las espadas detenidas en el aire, cada punta dirigida hacia la otra pero separadas por una distancia de unos nueve pies. La nieve amontonada en las cejas de Denshichirō le caía sobre las pestañas. Para quitársela de encima, contorsionó la cara hasta que los músculos de la frente parecieron innumerables protuberancias en movimiento. Sus ojos saltones brillaban como las ventanas de un horno de fundición, y las exhalaciones de su respiración profunda y regular eran tan cálidas e impetuosas como las de un fuelle.

La desesperación había invadido su pensamiento, pues se daba cuenta de lo mala que era su posición. «¿Por qué sostengo la espada al nivel de los ojos cuando siempre lo hago por encima de la cabeza para el ataque?», se preguntó. No pensaba en el sentido ordinario de la palabra. Su misma sangre, que palpitaba audiblemente a través de sus venas, se lo decía. Pero todo su cuerpo, desde la cabeza a los dedos de los pies, estaba concentrado en un esfuerzo por presentar una imagen de ferocidad al enemigo.

Sabía que su habilidad en la posición a nivel de los ojos no era descollante, y eso le irritaba. Ansiaba alzar los codos y colocar la espada por encima de su cabeza, pero era demasiado arriesgado. Musashi estaba atento a la posibilidad de ese movimiento, esa fracción de segundo en la que sus brazos le ocultarían la visión.

Musashi también mantenía su espada al nivel de los ojos, con los codos relajados, flexible y capaz de moverse en cualquier dirección. Los brazos de Denshichirō, mantenidos en una postura desacostumbrada, estaban tensos y rígidos, y su espada insegura. La de Musashi permanecía absolutamente inmóvil.

La nieve empezaba a amontonarse sobre el delgado borde superior del arma.

Mientras vigilaba como un halcón a su contrario, para percibir el más ligero movimiento de éste, Musashi contó el número de veces que aspiraba y exhalaba. No sólo quería ganar, sino que debía ganar, y tenía una aguda conciencia de que volvía a encontrarse en la línea fronteriza que separaba la vida de la muerte. Veía a Denshichirō como una roca gigantesca, una presencia abrumadora. El nombre de Hachiman, el dios de la guerra, cruzó por su mente.

«Su técnica es mejor que la mía», se dijo Musashi sinceramente. Había experimentado la misma sensación de inferioridad en el castillo de Koyagyū, cuando le rodearon los cuatro espadachines más diestros de la escuela Yagyū. Siempre ocurría lo mismo cuando se enfrentaba a espadachines de las escuelas ortodoxas, pues su propia técnica carecía de forma o razón, no era, en realidad, más que un método basado en el lema «actúa o muere». Mientras miraba fijamente a Denshichirō, comprendía que el estilo que Kempō había creado y a cuyo desarrollo dedicó su vida entera era sencillo y complejo al mismo tiempo, estaba bien ordenado, era sistemático y no podía ser superado sólo por medio de la fuerza bruta o el espíritu.

Musashi ponía sumo cuidado en no hacer ningún movimiento innecesario. Su táctica primitiva se negaba a entrar en juego, y le sorprendía comprobar hasta qué punto sus brazos se rebelaban, negándose a extenderse. Lo mejor que podía hacer era mantener una postura conservadora, defensiva, y esperar. Sus ojos enrojecieron mientras escrutaban en busca de una oportunidad, y rogó a Hachiman que le diera la victoria.

La creciente excitación hizo que se le acelerase el corazón. De haber sido un hombre ordinario, podría haberse visto arrastrado a un torbellino de confusión y habría sucumbido. Sin embargo, se mantuvo firme, sacudiéndose de encima la sensación de insuficiencia, como si no fuese más que nieve en su manga. Su capacidad para dominar esa nueva sensación regocijante era el resultado de haber sobrevivido ya a varios roces con la muerte. Ahora su espíritu estaba despierto del todo, como si le hubieran quitado un velo que tenía ante sus ojos.

El silencio era absoluto. La nieve se acumulaba sobre el cabello de Musashi y los hombros de Denshichirō.

Musashi ya no veía una gran roca delante de él. Él mismo ya no existía como una persona individual. Había olvidado la voluntad de ganar. Veía la blancura de la nieve que caía entre él y su adversario, y el espíritu de la nieve era tan ligero como el suyo propio. Ahora el espacio parecía una extensión de su propio cuerpo. Se había convertido en el universo, o bien había sucedido al revés. Estaba allí y al mismo tiempo no estaba.

Los pies de Denshichirō avanzaron un poco hacia adelante. En la punta de su espada, su fuerza de voluntad se expresó en un temblor que era el comienzo de un movimiento.

Dos vidas expiraron bajo dos golpes de una sola espada. Primero, Musashi atacó hacia atrás, y la cabeza de Ōtaguro Hyōsuke, o un trozo de ella, pasó volando por el lado de Musashi como una gran cereza carmesí, mientras el cuerpo se tambaleaba sin vida hacia Denshichirō. El segundo grito horrendo, el grito de ataque de Denshichirō, quedó bruscamente interrumpido y su eco se diluyó en el espacio que les rodeaba. Musashi saltó a tal altura que pareció haberse impulsado desde el nivel del pecho de su adversario. El cuerpo robusto de Denshichirō retrocedió vacilante y cayó levantando una rociada de nieve.

Con su cuerpo penosamente doblado y el rostro enterrado en la nieve, el moribundo gritó:

—¡Espera! ¡Espera!

Musashi ya no estaba allí.

—¿Habéis oído eso?

—¡Es Denshichirō!

—¡Ha sido herido!

Las formas oscuras de Genzaemon y los discípulos de la escuela Yoshioka atravesaron corriendo el patio como una ola.

—¡Mirad! ¡Ha matado a Hyōsuke!

—¡Denshichirō!

—¡Denshichirō!

Pero sabían que era inútil llamarle, era inútil pensar en darle tratamiento médico. Hyōsuke tenía la cabeza cortada lateralmente, desde la oreja derecha hasta la mitad de la boca. Denshichirō había recibido un tajo desde la parte superior de la cabeza hasta el carrillo derecho. Y todo en cuestión de segundos.

—Por eso..., por eso te lo advertí —farfulló Genzaemon—. Por eso te dije que no le tomaras a la ligera. ¡Oh, Denshichirō, Denshichirō! —El anciano abrazó el cuerpo de su sobrino, tratando en vano de consolarle.

Genzaemon aferraba el cadáver de su sobrino, pero le airaba ver pulular a los demás en la nieve enrojecida por la sangre.

—¿Qué le ha ocurrido a Musashi? —preguntó a gritos.

Algunos ya habían empezado a buscarle, pero no veían rastro de él.

—No está aquí —le respondió uno. En su voz anidaban el temor y la confusión.

—Ha de estar en alguna parte cerca de aquí —replicó enfurecido Genzaemon—. No tiene alas. Si no consigo vengarme, jamás podré levantar de nuevo la cabeza como miembro de la familia Yoshioka. ¡Buscadle!

Un hombre emitió un grito ahogado y señaló. Los otros retrocedieron un paso y miraron en la dirección indicada.

—Es Musashi.

—¿Musashi?

Mientras miraban la figura distante, el silencio llenó el aire. No era la serenidad que reina en un lugar de culto, sino un silencio siniestro, diabólico, como si oídos, ojos y cerebros hubieran dejado de funcionar.

Fuera quien fuese el hombre que habían visto, no se trataba de Musashi, pues éste se hallaba en pie bajo los aleros del edificio más cercano. Con la mirada fija en los hombres de Yoshioka y la espalda apretada contra la pared, fue avanzando hasta que llegó al ángulo sudoeste del Sanjūsangendō. Subió a la terraza y se arrastró, lenta y silenciosamente, hasta el centro. Se preguntó si le atacarían. Cuando vio que no hacían movimiento alguno en su dirección, prosiguió su camino sigilosamente hasta el lado norte del edificio y, de un salto, desapareció en la oscuridad.

Los elegantes

—¡Ningún noble impúdico va a pasarme por delante! Si cree que puede librarse de mí enviándome una hoja de papel en blanco, tendré que cambiar unas palabras con él. Y traeré a Yoshino conmigo, aunque sólo sea para dar satisfacción a mi orgullo.

Dicen que no es necesario ser joven para disfrutar haciendo travesuras. Cuando Haiya Shōyū estaba bebido, no había nada que le retuviera.

—¡Llévame a su habitación! —ordenó a Sumigiku, apoyando una mano en el hombro de la muchacha para levantarse.

Kōetsu le pidió en vano que no perdiera la compostura.

—¡No! Voy a ver a Yoshino... ¡En pie, portaestandartes! ¡Vuestro general entra en acción! ¡Los que tengan redaños, que me sigan!

Una característica peculiar de los ebrios es que, aunque parecen estar en peligro constante de caer o sufrir algún percance peor, si se les deja solos normalmente resultan ilesos. De todos modos, si nadie tomara medidas para protegerles, éste sería un mundo realmente vacío de sentimientos. Con todos sus años de experiencia a cuestas, Shōyū era capaz de trazar una tenue línea entre divertirse y entretener a los demás. Cuando le creían lo bastante bebido para que resultara fácil manejarle, se mostraba tan difícil como era posible, tambaleándose y dando traspiés hasta que alguien acudía a rescatarle, en cuyo momento se producía un encuentro de espíritus en el límite en que la borrachera provoca una reacción comprensiva.

—Te caerás —gritó Sumigiku, corriendo a sostenerle.

—No seas tonta. ¡Puede que las piernas me flaqueen un poco, pero tengo el espíritu firme!

Parecía malhumorado.

—Intenta caminar solo.

La muchacha le soltó y él se desplomó de inmediato.

—Supongo que estoy un poco cansado. Alguien tendrá que llevarme.

Durante el recorrido hasta la sala ocupada por el señor Kangan, Shōyū, que parecía no enterarse de nada pero era perfectamente consciente de todo, se tambaleó, se desvió, tembló como jalea y, en general, mantuvo en vilo a sus acompañantes desde un extremo del largo pasillo al otro.

Estaba en juego que los «nobles insolentes y sosos», como él los llamaba, monopolizaran o no a Yoshino Dayū. Los grandes mercaderes, que eran tan sólo plebeyos ricos, no sentían temor ni admiración hacia los cortesanos del emperador. Cierto que eran celosos del rango hasta extremos pasmosos, pero eso contaba poco porque no tenían dinero. Si uno esparcía a su alrededor suficiente oro para que estuvieran contentos, participaba en sus elegantes pasatiempos, no escatimaba la deferencia hacia su categoría y les permitía mantener su orgullo, podía manipularlos como marionetas. Nadie sabía esto mejor que Shōyū.

La luz danzó alegremente en la shoji de la antesala del señor Karasumaru mientras Shōyū trataba de abrirla con torpes movimientos.

Bruscamente, abrieron la puerta deslizante desde el exterior.

—¡Vaya, pero si es Shōyū! —exclamó Takuan Sōhō.

Shōyū abrió unos ojos como platos, primero a causa de la sorpresa y luego complacido.

—Buen sacerdote —farfulló—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Estás aquí desde el principio?

—Y tú, buen señor, ¿estás aquí desde el principio? —le imitó Takuan. Rodeó el cuello de Shōyū con un brazo y los dos hombres bebidos se abrazaron como una pareja de amantes, juntando las mejillas.

—¿Estás bien, viejo bergante?

—Sí, viejo farsante, ¿y tú?

—He esperado mucho verte.

—Y yo a ti.

Antes de que se hubiera agotado la sensiblera sarta de saludos, los dos se daban palmadas en la cabeza y cada uno le lamía la nariz al otro.

El señor Karasumaru, que observaba la escena en la antesala, volvió la cabeza hacia el señor Konoe Nobutada, sentado delante de él, y le dijo con una sonrisa sardónica:

—¡Ja! Tal como esperaba. Ha llegado el ruidoso.

Karasumaru Mitsuhiro era todavía joven, quizá no pasaba de los treinta. Aunque no hubiera vestido su atuendo impecable, habría tenido un aire aristocrático, pues era apuesto, de tez clara, con cejas espesas, labios carmesíes y ojos de expresión inteligente. Daba la impresión de ser un hombre muy gentil, pero bajo la superficie refinada acechaba un temperamento fuerte, alimentado por el resentimiento acumulado contra la clase militar. A menudo decía: «¿Por qué en esta época en que sólo se considera a los guerreros como seres humanos plenos he tenido que nacer noble?».

En su opinión, la clase guerrera debería ocuparse de los asuntos militares y nada más, y todo joven cortesano al que no ofendiera el actual estado de cosas era un necio. La usurpación del poder absoluto por parte de los guerreros trastocaba el antiguo principio de que sólo debería gobernar la corte imperial con la ayuda de los militares. Los samurais ya no hacían el menor intento de mantener la armonía con la nobleza, sino que lo dirigían todo y trataban a los miembros de la corte como si fueran adornos. No sólo los ornados tocados que se permitía llevar a los cortesanos carecían de sentido, sino que las decisiones que se les permitía tomar podrían haber sido tomadas por muñecos.

El señor Karasumaru consideraba que era un grave error por parte de los dioses haber hecho un noble de un hombre como él, y, aunque estaba al servicio del emperador, sólo veía dos caminos abiertos ante él: vivir en constante desdicha o estar siempre de juerga. La elección juiciosa era apoyar la cabeza en las rodillas de una mujer bella, admirar la pálida luz de la luna, contemplar los cerezos en flor cuando era la temporada y morir con una taza de sake en la mano.

En su carrera había pasado de ministro imperial de finanzas a viceministro auxiliar de la Derecha y consejero imperial. Era un alto funcionario en la impotente burocracia del emperador, pero pasaba mucho tiempo en el barrio autorizado, cuya atmósfera ayudaba a olvidar los insultos que debía soportar cuando se ocupaba de asuntos más prácticos. Entre sus compañeros habituales figuraban varios jóvenes nobles descontentos, todos ellos pobres en comparación con los dirigentes militares, pero de alguna manera capaces de reunir el dinero necesario para sus excursiones nocturnas a la Ōgiya, el único lugar, según confesaban, donde tenían la libertad de sentirse humanos.

Aquella noche había invitado a acompañarle a un hombre de otra clase, el taciturno y cortés Konoe Nobutada, que contaba unos diez años más que él. También Nobutada tenía porte aristocrático y una expresión grave en los ojos. De rostro carnoso y espesas cejas, unas marcas de viruelas estropeaban un poco su cutis atezado, pero la modestia de su carácter hacía que la imperfección pareciera de algún modo apropiada. En lugares como la Ōgiya, alguien que no le conociera jamás habría supuesto que era uno de los nobles de más alto rango de Kyoto, el cabeza de la familia entre cuyos miembros eran elegidos los regentes imperiales.

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