Musashi (98 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—Sólo si te comes la mandarina. Si no comes nada, vas a morirte.

—Luego lo haré. Ésta cómetela tú.

—No, eso no puedo hacerlo. —Tragó saliva, imaginando la mirada colérica del dios—. Bueno, de acuerdo, los dos nos comeremos una.

Ella se volvió y empezó a quitar las blancas y filamentosas fibras de los gajos con sus dedos delicados.

—¿Dónde está Takuan? —le preguntó distraídamente.

—Me han dicho que ha ido al Daitokuji.

—¿Es cierto que vio a Musashi anteanoche?

—¿Te has enterado de eso?

—Sí. Me pregunto si le diría a Musashi que estoy aquí.

—Supongo que sí.

—Takuan dijo que invitaría a Musashi a venir aquí uno de estos días. ¿Te ha dicho algo de eso?

—No.

—Quizá se ha olvidado.

—¿Quieres que se lo pregunte?

—Sí, hazlo, por favor —replicó ella, sonriendo por primera vez—. Pero no le preguntes delante de mí.

—¿Por qué no?

—Takuan es terrible. Dice una y otra vez que padezco la «enfermedad de Musashi».

—Si Musashi viniera, te pondrías bien en seguida, ¿no es cierto?

—¡Incluso tú tienes que decir cosas así! —exclamó la muchacha, pero parecía realmente contenta.

—¿Está ahí Jōtarō? —preguntó desde el exterior uno de los samurais de Mitsuhiro.

—Aquí estoy.

—Takuan quiere verte. Ven conmigo.

—Ve a ver qué desea —le instó Otsū—. Y no te olvides de lo que hemos hablado. Pregúntale, ¿quieres?

Sus pálidas mejillas adquirieron una leve tonalidad rosada mientras tiraba del edredón hasta cubrirse la mitad del rostro.

Takuan estaba en la sala, hablando con el señor Mitsuhiro. Jōtarō abrió de golpe la puerta deslizante y preguntó:

—¿Querías verme?

—Sí, entra.

Mitsuhiro miró al muchacho con una sonrisa indulgente, sin hacer caso de su falta de modales.

Jōtarō tomó asiento y se dirigió a Takuan.

—Un sacerdote como tú se ha presentado aquí hace un rato. Dijo que era del Nansōji. ¿Voy a buscarle?

—No te preocupes. Eso ya lo sé. Se ha quejado de que eres un chiquillo tremendo.

—¿Yo?

—¿Crees que está bien llevar a un huésped al establo y dejarle allí?

—Dijo que quería esperar en algún sitio donde no molestara a nadie.

Mitsuhiro se echó a reír hasta que le temblaron las rodillas, pero en seguida recobró la compostura y preguntó a Takuan:

—¿Vas a ir directamente a Tajima sin regresar a Izumi?

El sacerdote asintió.

—La carta es bastante inquietante y he pensado hacerlo así. No tengo que hacer ningún preparativo. Me marcho hoy mismo.

—¿Te vas? —inquirió Jōtarō.

—Sí, debo regresar a casa lo antes posible.

—¿Por qué?

—Acabo de enterarme de que mi madre se encuentra en estado crítico.

—¿También tú tienes madre?

El muchacho no podía dar crédito a sus oídos.

—Naturalmente.

—¿Cuándo vas a volver?

—Eso dependerá de la salud de mi madre.

—¿Y qué..., qué voy a hacer aquí sin ti? —rezongó Jōtarō—. ¿Significa eso que no te veremos más?

—Claro que no. Volveremos a vernos pronto. He dispuesto las cosas para que los dos os quedéis aquí, y cuento con que cuides de Otsū. Procura hacer que deje de cavilar para que mejore. No necesita tanto medicina como fortaleza.

—No soy lo bastante fuerte para darle eso. No se pondrá bien hasta que vea a Musashi.

—Es una paciente difícil, puedes estar seguro. No te envidio a una compañera de viaje como ella.

—Dime, Takuan, ¿dónde encontraste a Musashi?

—Pues...

Takuan miró al señor Mitsuhiro y se rió tímidamente.

—¿Cuándo va a venir? Dijiste que le traerías, y eso es lo único en lo que piensa Otsū desde entonces.

—¿Musashi? —dijo de manera despreocupada el señor Mitsuhiro—. ¿No es el rōnin que estaba con nosotros en la Ōgiya?

Sin responderle, Takuan se dirigió a Jōtarō:

—No he olvidado lo que le dije a Otsū. Cuando regresaba del Daitokuji, pasé por casa de Kōetsu para ver si Musashi estaba allí. Kōetsu no le ha visto y cree que debe de estar todavía en la Ōgiya. Su madre estaba tan preocupada que escribió una carta a Yoshino Dayū pidiéndole que enviara a Musashi a casa en seguida.

—Ah —exclamó el señor Mitsuhiro, enarcando las cejas, medio sorprendido y medio envidioso—. ¿De modo que está todavía con Yoshino?

—Parece ser que Musashi no es más que un hombre como cualquier otro. Aunque parezcan diferentes cuando son jóvenes, siempre resulta que son iguales.

—Yoshino es una mujer extraña. ¿Qué ve en ese espadachín inculto?

—No pretendo comprenderla, como tampoco comprendo a Otsū. Claro que, en realidad, no comprendo a las mujeres en general. Todas me parecen un poco enfermas. En cuanto a Musashi, supongo que es hora de que llegue a la primavera de la vida. Ahora es cuando comienza su verdadero adiestramiento, y confiemos en que le entre en la cabeza que las mujeres son más peligrosas que las espadas. No obstante, nadie puede resolverle sus problemas, y no creo que pueda hacer más que dejarle solo.

Un poco incómodo por haber hablado así delante de Jōtarō, el monje se apresuró a dar las gracias y despedirse de su anfitrión, solicitándole por segunda vez que permitiera quedarse un poco más a Otsū y Jōtarō.

El antiguo dicho de que los viajes deben comenzarse por la mañana no significaba nada para Takuan. Estaba decidido a marcharse y así lo hizo, aunque el sol estaba ya muy entrado en el oeste y ya descendía el crepúsculo.

Jōtarō corrió a su lado, tirándole de la manga.

—Por favor, vuelve y dile una palabra a Otsū. Ha estado llorando de nuevo y no puedo hacer nada por animarla.

—¿Habéis hablado los dos de Musashi?

—Me pidió que te preguntara cuándo va a venir. Si él no viene, me temo que podría morirse.

—No tienes que preocuparte por esa posibilidad. Limítate a dejarla en paz.

—Dime, Takuan, ¿quién es Yoshino Dayū?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Has dicho que Musashi estaba con ella, ¿no es cierto?

—Humm, no tengo intención de volver y tratar de curar la dolencia de Otsū, pero quiero que le digas algo de mi parte.

—¿Qué es ello?

—Dile que se alimente como es debido.

—Ya se lo he dicho cien veces.

—¿De veras? Bueno, es lo mejor que se le puede decir. Ahora bien, si no te escuchara, podrías decirle toda la verdad.

—¿Qué verdad?

—Musashi está encaprichado de una cortesana llamada Yoshino y no ha salido del burdel desde hace dos noches y dos días. ¡Otsū es una necia si sigue amando a un hombre así!

—¡Eso no es cierto! —protestó Jōtarō—. ¡Es mi sensei, es un samurai! No es esa clase de hombre. Si le dijera tal cosa a Otsū, podría suicidarse. El único necio eres tú, Takuan. ¡Un viejo de lo más estúpido!

—¡Ja, ja, ja!

—No tienes ningún derecho a hablar mal de Musashi ni decir que Otsū es una necia.

—Eres un buen chico, Jōtarō —le dijo el sacerdote, dándole unas palmaditas en la cabeza.

Jōtarō se zafó de su mano.

—Estoy harto de ti, Takuan. Nunca volveré a pedirte ayuda. Yo mismo encontraré a Musashi y lo traeré al lado de Otsū.

—¿Sabes dónde está ese lugar?

—No, pero me enteraré.

—Sé insolente si lo deseas, pero no te será fácil encontrar la casa de Yoshino. ¿Quieres que te enseñe cómo ir ahí?

—No te molestes.

—No soy un enemigo de Otsū, Jōtarō, ni tampoco tengo nada contra Musashi ni mucho menos. Durante años he rezado para que los dos pudieran ser felices.

—Entonces ¿por qué siempre dices unas cosas tan mezquinas?

—¿Así te lo parece? Tal vez tengas razón, pero en estos momentos los dos son personas enfermas. Si a Musashi se le deja en paz, su enfermedad desaparecerá, pero Otsū necesita ayuda. Como soy un sacerdote, he intentado ayudarla. Debemos ser capaces de curar las enfermedades del corazón, de la misma manera que los doctores curan las del cuerpo. Desgraciadamente, no he podido hacer nada por ella, por lo que desisto de seguir intentándolo. Si no puede comprender que su amor es unilateral, aconsejarle que se alimente como es debido es lo mejor que puedo hacer.

—No te preocupes por ello. Otsū no va a pedir ayuda a un gran farsante como tú.

—Si no me crees, ve a la Ōgiya, de Yanagimachi, y mira con tus propios ojos lo que está haciendo Musashi. Luego vuelve y cuéntale a Otsū lo que has visto. Durante algún tiempo tendrá el corazón desgarrado, pero eso podría abrirle los ojos.

Jōtarō se tapó los oídos con los dedos.

—¡Cállate, viejo farsante con cabeza de bellota!

—Eres tú quien ha venido detrás de mí, ¿lo has olvidado?

Takuan prosiguió su camino y Jōtarō se quedó en medio de la calle, repitiendo un sonsonete muy irrespetuoso que los pilletes de la calle solían dirigir burlonamente a los sacerdotes mendicantes. Pero en cuanto perdió de vista a Takuan, la voz se le quebró, las lágrimas acudieron a sus ojos y lloró desconsoladamente. Cuando por fin recuperó la compostura, se enjugó los ojos y, como un cachorro extraviado que de improviso recuerda el camino de su casa, empezó a buscar la Ōgiya.

La primera persona que vio era una mujer. Con la cabeza cubierta por un velo, parecía un ama de casa ordinaria. Jōtarō corrió hacia ella y le preguntó:

—¿Por dónde se va a Yanagimachi?

—Ése es el barrio autorizado, ¿no?

—¿Qué es un barrio autorizado?

—¡Por los dioses!

—Bueno, dime, ¿qué hacen ahí?

—¡Pero..., pero...!

La mujer le miró indignada un momento antes de marcharse apresuradamente.

Impávido, Jōtarō siguió caminando a buen paso, preguntando a un transeúnte tras otro dónde estaba la Ōgiya.

El aroma del áloe

Las luces en las ventanas de las casas de placer ardían brillantemente, pero aún era demasiado temprano y pocos clientes deambulaban por las tres callejuelas principales del distrito.

En la Ōgiya, uno de los sirvientes más jóvenes miró casualmente hacia la entrada. Había algo extraño en los ojos que miraban a través de una rendija en la cortina, por debajo de la cual eran visibles unos pies calzados con sucias sandalias de paja y la punta de una espada de madera. El joven se sobresaltó un poco, pero antes de que pudiera abrir la boca, Jōtarō entró y le dijo lo que le había llevado allí.

—Miyamoto Musashi está en esta casa, ¿no es cierto? Es mi maestro. ¿Me harás el favor de decirle que Jōtarō está aquí? Podrías pedirle que salga.

La severidad del ceño fruncido sustituyó a la expresión de sorpresa del sirviente.

—¿Quién eres, pequeño mendigo? —le preguntó en tono áspero—. Aquí no hay nadie que responda a ese nombre. ¿Qué significa eso de asomar aquí tu sucia cara precisamente cuando está a punto de empezar el negocio? ¡Fuera! —Agarrando a Jōtarō por el cuello del kimono, le dio un fuerte empujón.

Encolerizado como un pez globo hinchado, Jōtarō gritó:

—¡Basta! He venido aquí para ver a mi maestro.

—No me importa por qué estás aquí, pequeño bribón. Ese Musashi ya nos ha causado muchos problemas. No está aquí.

—Si no está aquí, ¿por qué no te limitas a decir eso? ¡Quítame las manos de encima!

—Pareces un tipo furtivo. ¿Cómo sé que no eres un espía de la escuela Yoshioka?

—Eso no tiene nada que ver conmigo. ¿Cuándo se marchó Musashi? ¿Adonde ha ido?

—Primero me das órdenes y ahora me pides información. Deberías aprender a civilizar tu lengua. ¿Cómo voy a saber dónde está?

—Si no lo sabes, de acuerdo, ¡pero suéltame el cuello!

—Muy bien, te soltaré... ¡así! —Retorció fuertemente la oreja de Jōtarō, le hizo dar la vuelta y le arrojó hacia la puerta.

—¡Ay! —gritó Jōtarō. Agachándose, desenvainó su espada de madera y golpeó al sirviente en la boca, rompiéndole los dientes delanteros.

—¡Ahhhh! —El joven se llevó una mano a la boca ensangrentada y con la otra derribó a Jōtarō.

—¡Socorro! ¡Me mata! —gritó el chiquillo.

Hizo acopio de fuerzas, como el día que mató al perro en Koyagyū, y descargó la espada sobre el cráneo del sirviente. Brotó sangre de la nariz del joven y, con un sonido no más intenso que el suspiro de una lombriz de tierra, cayó al pie de un sauce.

Una prostituta que se mostraba tras una ventana enrejada en el lado contrario de la calle, alzó la cabeza y gritó hacia la siguiente ventana:

—¡Mira! ¿Has visto? ¡Ese chico con una espada de madera acaba de matar a un hombre de la Ōgiya! ¡Se escapa!

Al cabo de un instante la calle estaba llena de gente que iba de un lado a otro, y en el aire resonaban los gritos de gentes sedientas de sangre.

—¿Por dónde ha ido?

—¿Qué aspecto tenía?

La barahúnda cesó de la misma manera repentina con que se había iniciado, y cuando empezaron a llegar los juerguistas el incidente había dejado de ser tema de conversación. Las peleas eran frecuentes en el barrio, cuyos habitantes solucionaban o encubrían las más sangrientas con mucha rapidez, a fin de evitar las investigaciones de las fuerzas del orden.

Las principales callejas estaban iluminadas como si fuese de día, pero había caminos apartados y solares vacíos que estaban totalmente a oscuras. Jōtarō encontró un lugar donde esconderse y luego lo cambió por otro. Con no poca inocencia, pensó que podría escapar, pero lo cierto era que todo el barrio estaba rodeado por un muro de diez pies de altura, formado por troncos chamuscados cuyos extremos estaban muy afilados. Cuando el muchacho tropezó con este muro, avanzó a lo largo, palpándolo, pero no pudo encontrar una sola grieta grande, y no digamos una puerta. Al dar la vuelta para evitar una de las callejuelas, vio a una muchacha. Sus miradas se encontraron, y ella le llamó en voz baja y le hizo una seña con su mano blanca y delicada.

—¿Me llamas a mí? —le preguntó él precavidamente. En el rostro muy empolvado de la joven no veía ninguna intención aviesa, por lo que se aproximó un poco más—. ¿Qué quieres?

—¿No eres tú el chico que ha ido a la Ōgiya preguntando por Miyamoto Musashi? —inquirió ella en tono amable.

—Sí.

—Te llamas Jōtarō, ¿no es cierto?

—Aja.

—Ven conmigo. Te llevaré al lado de Musashi.

La muchacha le explicó que Yoshino Dayū, muy preocupada por el incidente con el criado, la había enviado en busca de Jōtarō para llevarle al lugar donde se ocultaba Musashi.

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