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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (151 page)

BOOK: Musashi
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—Puede que eso sea cierto —replicó un partidario de la lucha con la espada—, pero la función del samurai no se limita al campo de batalla. La espada es su alma. Practicar ese arte es refinar y disciplinar tu espíritu. En el sentido más amplio, la espada es la base de todo el adiestramiento militar, sean cuales fueren sus inconvenientes en el combate. Si dominas el significado interno del Camino del Samurai, la disciplina puede aplicarse al uso de la lanza o incluso a las armas de fuego. Si conoces a fondo el manejo de la espada, no cometes errores estúpidos ni te dejas coger por sorpresa. La esgrima es un arte de aplicaciones universales.

Esta discusión podría haber seguido indefinidamente si Tadatoshi, que había estado escuchando sin ponerse al lado de unos u otros, no hubiera intervenido.

—Escucha, Mainosuke —dijo al que había hablado en defensa de la espada—. Lo que acabas de decir me parece habérselo oído decir a algún otro.

Matsushita Mainosuke se puso a la defensiva.

—No, señor. Ésa es mi opinión.

—Vamos, hombre, sé sincero.

—Bueno, a decir verdad, oí algo parecido recientemente, estando de visita en casa de Kakubei. Sasaki Kojirō decía lo mismo, pero coincidía tanto con mi propia idea... No intentaba engañar a nadie. Sencillamente, Sasaki lo expresaba mejor que yo.

—Eso me había parecido —dijo Tadatoshi, con una sonrisa de astucia.

La mención del nombre de Kojirō le había recordado que aún no había tomado una decisión sobre si aceptaría o no la recomendación de Kakubei.

Kakubei le había sugerido que, como Kojirō era aún bastante joven, podría ofrecerle el estipendio de aproximadamente un millar de fanegas. Pero el asunto no se limitaba al estipendio, ni mucho menos. Infinidad de veces, el padre de Tadatoshi le había dicho que, al contratar a un samurai, lo más importante era, primero, ejercer el buen juicio y, en segundo lugar, tratarle bien. Antes de aceptar un candidato, era imperativo valorar no sólo sus habilidades sino también su carácter. No importaba lo deseable que pudiera parecer un hombre: si no podía trabajar en equipo con los demás miembros de la Casa de Hosokawa, que habían hecho de ella lo que era hoy, sería prácticamente inútil.

El anciano Hosokawa le había explicado que un feudo era como un castillo construido con muchos sillares. Un sillar al que no se pudiera encajar cómodamente entre los demás debilitaría toda la estructura, aun cuando el sillar en sí fuese de admirable tamaño y calidad. Los daimyō de la nueva era abandonaban los sillares inadecuados en las montañas y los campos, pues había abundancia de ellos. El gran desafío consistía en encontrar una gran piedra que supusiera una contribución sobresaliente a tu propio muro. Si pensaba de esta manera, a Tadatoshi le parecía que la juventud de Kojirō era un punto a su favor. Aún se encontraba en los años de formación y, en consecuencia, era susceptible a cierto moldeamiento.

Tadatoshi recordó también al otro rōnin. Nagaoka Sado fue el primero que le habló de Musashi durante una de aquellas reuniones nocturnas. Aunque Sado había dejado que Musashi se le deslizara de entre los dedos, Tadatoshi no le había olvidado. Si la información de Sado era exacta, Musashi no sólo era mejor luchador que Kojirō, sino un hombre con unas cualidades suficientes para que fuese valioso en el gobierno.

Cuando comparaba a los dos hombres, tenía que admitir que la mayoría de los daimyō preferirían a Kojirō. Éste procedía de una buena familia y había estudiado a fondo el Arte de la Guerra. A pesar de su juventud, había desarrollado un formidable estilo propio y obtenido una fama considerable como luchador. Su «brillante» derrota de los hombres de la academia Obata en las orillas del río Sumida y luego en el dique del río Kanda le había dado ya bastante celebridad.

Desde hacía algún tiempo, no se tenía ninguna noticia de Musashi. La victoria en el Ichijōji le valió su reputación, pero habían transcurrido años desde entonces, y poco después corrieron rumores de que lo sucedido en realidad había sido exagerado, que Musashi era un buscador de fama que había forjado la lucha tal como se conocía, y que en realidad se limitó a efectuar un ataque relámpago y huir al monte Hiei. Cada vez que Musashi hacía algo digno de alabanza, seguía un torrente de rumores que denigraban su carácter y su capacidad. Se había llegado al punto en que incluso la mención de su nombre solía suscitar observaciones críticas. O bien la gente le ignoraba por completo. Como hijo de un guerrero sin fama que vivió en las montañas de Mimasaka, su linaje era insignificante. Aunque otros hombres de origen humilde (el más notable de ellos, Toyotomi Hideyoshi, natural de Nakamura, provincia de Owari) habían alcanzado la gloria en tiempos recientes, la gente, en general, tenía muy arraigada la conciencia de clase y no hacía mucho caso de un hombre con los antecedentes de Musashi.

Mientras reflexionaba en el asunto, Tadatoshi miró a su alrededor y preguntó:

—¿Alguno de vosotros conoce a un samurai llamado Miyamoto Musashi?

—¿Musashi? —replicó uno de ellos, sorprendido—. Sería imposible no haber oído hablar de él. La ciudad entera le conoce.

Era evidente que todos estaban familiarizados con aquel nombre.

—¿Y a qué se debe? —inquirió Tadatoshi, expectante.

—Hay carteles que hablan de él —dijo un joven con un leve aire de reticencia.

Otro de los hombres, llamado Mori, terció:

—Como la gente copiaba el texto de esos carteles, yo también lo hice. Aquí lo tengo. ¿Quieres que lo lea?

—Hazlo, por favor.

—Ah, aquí está —dijo Mori, desdoblando un arrugado trozo de papel—. «Mensaje para Miyamoto Musashi, que huyó con el rabo entre las piernas...»

Los jóvenes enarcaron las cejas y empezaron a sonreír, pero Tadatoshi mantuvo su seriedad.

—¿Eso es todo?

—No. —El muchacho leyó el texto restante y explicó—: Una banda que vive en el distrito de los carpinteros colocó estos carteles. La gente los encuentra divertidos porque se trata de unos rufianes callejeros que tiran de la nariz a un samurai.

Tadatoshi frunció ligeramente el ceño, comprendiendo que aquellas palabras que difamaban a Musashi exigían que revisara su propio juicio. Lo que le estaban diciendo distaba mucho de la imagen que se había formado de Musashi. Sin embargo, no estaba dispuesto a aceptarlo sin más.

—Humm —murmuró—. Me pregunto si Musashi es realmente esa clase de hombre.

—Yo diría que es un patán sin ningún valor —dijo Mori, cuya opinión compartían los demás—. O por lo menos es un cobarde. De lo contrario, ¿por qué habría permitido que su nombre fuese arrastrado por el fango?

Cuando los hombres se marcharon, Tadatoshi siguió sentado, diciéndose que había algo interesante en aquel hombre. No se dejaba influir por la opinión prevaleciente, y sentía curiosidad por conocer lo ocurrido de labios de Musashi.

A la mañana siguiente, tras escuchar una lectura de los clásicos chinos, salió de su gabinete y, desde la terraza, vio a Sado en el jardín.

—Buenos días, mi viejo amigo —le dijo.

Sado se volvió e hizo una cortés reverencia.

—¿Todavía estás vigilando? —le preguntó Tadatoshi.

La pregunta dejó perplejo a Sado, el cual se quedó mirándole.

—Quiero decir si todavía estás vigilando por si aparece Miyamoto Musashi.

—Sí, mi señor —dijo Sado, con los ojos bajos.

—Si le encuentras, tráelo aquí. Quiero ver cómo es.

Aquella misma jornada, poco después del mediodía, Kakubei se acercó a Tadatoshi en el campo de tiro al arco e insistió en su recomendación de Kojirō.

Mientras empuñaba su arco, el joven señor le dijo tranquilamente:

—Perdona, se me había olvidado. Tráele aquí cuando quieras. Me gustaría verle. Que se incorpore o no al servicio de la casa es otra cuestión, como bien sabes.

Insectos zumbadores

Sentado en una habitación trasera de la pequeña casa que Kakubei le había prestado, Kojirō examinaba su espada Palo de Secar. Tras el incidente con Hōjō Shinzō, había solicitado a Kakubei que presionara al artesano para que le devolviera el arma. Aquella misma mañana la había recibido.

Kojirō había predicho que no estaría pulimentada, pero lo cierto era que la hoja había sido trabajada con una atención y esmero que rebasaba sus más desorbitadas esperanzas. Del metal negro azulado, ondeante como la corriente de un arroyo profundo, surgía ahora un resplandor blanco, la luz de un pasado de siglos. De las manchas de herrumbre, que habían parecido llagas de leproso, no quedaba rastro. El ondulante motivo del temple entre el filo de la hoja y la línea de la arista, hasta entonces cubierta de manchas de sangre, tenía ahora la serena belleza de una luna brumosa flotando en el cielo.

«Es como si la viera por primera vez», se maravilló Kojirō. Incapaz de desviar la vista de la espada, no oyó al visitante que le llamaba desde la entrada de la casa:

—Kojirō..., ¿estás ahí?

Aquella parte de la colina había recibido el nombre de Tsukinomisaki debido a que era un magnífico lugar de observación de la luna naciente. Desde la sala, Kojirō veía la extensión de bahía desde Shiba hasta Shinagawa. Al otro lado de la bahía, unas nubes espumosas parecían estar al nivel de sus ojos. En aquel momento, la blancura de las colinas lejanas y el azul verdoso del agua parecían mezclarse con la hoja.

—¡Kojirō! ¿No hay nadie aquí? —Esta vez la voz procedía de la puerta lateral de hierba tejida.

El joven salió de su ensoñación y gritó:

—¿Quién es? —Devolvió la espada a su vaina—. Estoy al fondo. Si deseas verme, da la vuelta hasta la terraza.

—Ah, estás aquí —dijo Osugi, y dio la vuelta hasta el lugar indicado.

—Vaya, qué sorpresa —le dijo Kojirō cordialmente—. ¿Qué te trae aquí en un día tan caluroso?

—Es sólo un momento. Permíteme que me lave los pies.

Luego hablaremos.

—El pozo está allí, pero ten cuidado, porque es muy hondo. Eh, chico..., acompáñala y procura que no se caiga dentro.

El hombre al que había llamado «chico» era un miembro de baja categoría de la banda Hangawara, el cual había sido enviado para guiar a Osugi.

Tras lavarse el rostro sudoroso y los pies cubiertos de polvo, Osugi entró en la casa e intercambió unas palabras de salutación. Al reparar en la agradable brisa procedente de la bahía, entrecerró los ojos y comentó:

—La casa es bonita y fresca. ¿No temes volverte perezoso, alojado en un cómodo lugar como éste?

Kojirō se echó a reír.

—Yo no soy como Matahachi.

La mujer parpadeó, entristecida, pero dejó de lado la pulla.

—Perdona por no haberte traído un verdadero regalo —le dijo—. En cambio te daré un sutra que he copiado. —Le tendió el Sutra del gran amor de los padres y añadió—: Te ruego que lo leas cuando tengas tiempo.

Tras echar un rápido vistazo a la obra caligráfica, Kojirō se volvió al guía y le dijo:

—Ahora que lo recuerdo. ¿Has fijado los carteles que escribí?

—¿Los que piden que Musashi salga de su escondite?

—Sí, los mismos.

—Tardamos dos días enteros, pero hemos fijado uno en casi todos los cruces importantes.

—Mientras veníamos hacia aquí, he visto algunos —dijo Osugi—. Están colocados por doquier, y la gente los lee y chismorrea. Ha sido muy agradable para mí oír las cosas que dicen de Musashi.

—Si no responde al desafío, está acabado como samurai. Todo el país se reirá de él. Ésa sería una buena venganza para ti, abuela.

—Ni por asomo. Que se rían de él no va a afectarle, porque es un desvergonzado, y yo tampoco quedaré satisfecha. Quiero que sea castigado de una vez por todas.

—Ja, ja —se rió Kojirō, divertido por su tenacidad—. Eres cada vez más vieja, pero no por eso abandonas, ¿eh? Por cierto, ¿te ha ocurrido algo en particular?

La anciana se sentó en una postura más cómoda y le explicó que, después de alojarse durante más de dos años en casa de Hangawara, creía llegado el momento de ponerse en marcha. No era correcto que viviera indefinidamente de la hospitalidad de Yajibei. Además, estaba cansada de prodigar cuidados maternales a un puñado de patanes. Había visto una casita de agradable aspecto en alquiler, en las proximidades del embarcadero de Yoroi.

—¿Qué te parece? —le preguntó con el semblante muy serio—. No parece probable que encuentre pronto a Musashi y tengo la sensación de que Matahachi está en algún lugar de Edo. Creo que debería pedir que me envíen dinero de casa y quedarme aquí algún tiempo más. Pero viviendo sola, como te he dicho.

Puesto que Kojirō no tenía ninguna objeción que hacerle, en seguida se mostró de acuerdo con ella. Su propia relación con el grupo de Hangawara, por divertido y útil que hubiera sido al principio, era ahora un poco embarazosa. Desde luego, no era ninguna recomendación para un rōnin en busca de señor. Ya había decidido interrumpir las sesiones de prácticas.

Kojirō llamó a uno de los subordinados de Kakubei y le pidió que trajera una sandía de la huerta detrás de la casa. Charlaron mientras la cortaban y servían, pero no tardó en despedir a su invitada, evidenciando con su actitud que prefería estar solo antes de que se pusiera el sol.

Cuando la mujer y su guía se marcharon, Kojirō se dedicó a barrer las habitaciones y regar el jardín con agua del pozo. Los dondiego de día y las enredaderas de batata que crecían en la valla habían llegado a lo alto y descendido al suelo de nuevo, amenazando con atrapar la base de la pila de piedra. La brisa de la tarde agitaba las flores blancas.

De nuevo en sus aposentos, se tendió y preguntó ociosamente si su anfitrión estaría aquella noche de servicio en la casa de Hosokawa. La lámpara permanecía apagada, pues aunque estuviera encendida el viento probablemente habría extinguido su llama. La luz de la luna, que se alzaba más allá de la bahía, ya le iluminaba el rostro.

Al pie de la colina, un joven samurai estaba cruzando la valla del cementerio.

Kakubei dejó el caballo con el que iba y venía de la mansión de Hosokawa en una floristería al pie de la colina de Isarago.

Curiosamente, aquella noche no se veía señal del vendedor, el cual siempre acudía con presteza a hacerse cargo del animal. Al no verla en la tienda, Kakubei fue a la parte trasera y empezó a atar su caballo a un árbol. Lo estaba haciendo cuando el vendedor llegó corriendo desde detrás del templo.

Cogiendo las riendas de manos de Kakubei, le dijo jadeando:

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