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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (153 page)

BOOK: Musashi
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Aquellas personas estaban hablando de los planes para el entierro con el sacerdote del templo. La víctima carecía de posesiones que la identificaran. Nadie sabía quién era, sólo que se trataba de un joven de la clase samurai. La sangre alrededor del profundo tajo que se extendía desde un hombro hasta la cintura estaba seca y negra.

—Le había visto antes, hace unos cuatro días, al anochecer —decía el dueño de la floristería, el cual siguió hablando con excitación hasta que notó que le tocaban el hombro.

Al volverse para ver quién era, Kojirō le dijo:

—Me han dicho que tienes en tu tienda el caballo de Kakubei. Prepáramelo, por favor.

—¿Te vas? —dijo mecánicamente el vendedor, haciendo una profunda reverencia antes de apresurarse hacia su tienda.

Dio unas palmadas en el cuello al caballo gris rodado mientras lo sacaba del establo.

—Vaya, es un caballo estupendo —observó Kojirō.

—Sí, en efecto, es un buen animal.

Una vez Kojirō estuvo montado, el dueño de la floristería le dijo sonriente:

—Hacéis buena pareja.

Kojirō sacó unas monedas de su bolsa y se las echó al hombre.

—Toma, para flores e incienso.

—¿Eh? ¿Para quién?

—Para ese muerto de ahí.

Cuando dejó atrás el portal del templo, Kojirō carraspeó y escupió, como para expulsar el sabor amargo que le había dejado la visión del cadáver. Pero le perseguía la sensación de que el joven cuya vida había segado con el Palo de Secar había echado a un lado las esteras de juncos y le seguía. «No hice nada por lo que pudiera odiarme», se dijo, y ese pensamiento le hizo sentirse mejor.

Mientras caballo y jinete avanzaban por la carretera de Takanawa bajo el sol ardiente, tanto los ciudadanos corrientes como los samurais se hacían a un lado para dejarle pasar. Todos se volvían y le miraban con admiración. Incluso en las calles de Edo, Kojirō tenía un aspecto impresionante, haciendo que la gente se preguntara quién era y de dónde venía.

Al llegar a la residencia de Hosokawa, dejó el caballo al cuidado de un sirviente y entró en la casa. Kakubei se apresuró a ir a su encuentro.

—Te doy las gracias por haber venido —le dijo—. Además es la hora apropiada —añadió, como si Kojirō le estuviera haciendo un gran favor personal—. Descansa un poco. Entretanto le diré a su señoría que estás aquí.

Antes de marcharse, pidió que proporcionaran al invitado agua fresca, té de cebada y una bandeja de tabaco.

Cuando llegó un servidor para acompañarle al campo de tiro al arco, Kojirō entregó su amado Palo de Secar y siguió al servidor llevando sólo la espada corta.

El señor Tadatoshi había resuelto disparar cien flechas al día durante los meses de verano. Siempre tenía a su lado a varios de sus servidores más íntimos, que contemplaban cada disparo conteniendo el aliento y eran útiles recogiendo las flechas.

—Dadme una toalla —pidió su señoría, apoyando el arco en el suelo.

Kakubei se arrodilló y le preguntó:

—¿Puedo molestarte, señor?

—¿Qué es ello?

—Sasaki Kojirō está aquí. Apreciaría que le vieras.

—¿Sasaki? Ah, sí.

Encajó una flecha en la cuerda, se colocó en posición y alzó el brazo que disparaba por encima de las cejas. Ni él ni los que le rodeaban miraron a Kojirō hasta que hubieron finalizado los cien disparos.

Tadatoshi suspiró y dijo:

—Agua. Traedme un poco de agua.

Un asistente sacó agua del pozo y la vertió en una gran tina de madera a los pies de Tadatoshi. Dejando que la parte superior de su kimono le colgara suelta, se enjugó el sudor del pecho y se lavó los pies. Sus hombres le ayudaron sosteniéndole las mangas, corriendo en busca de más agua y secándole la espalda. Sus maneras no eran formales, no había nada que sugiriese que se trataba de un daimyō y sus servidores.

Kojirō había supuesto que Tadatoshi, que era poeta y esteta, hijo del señor Sansai y nieto del señor Yūsai, sería un hombre de porte aristocrático, tan refinado en su conducta como los elegantes cortesanos de Kyoto, Pero mientras observaba la escena, la sorpresa que experimentaba no se reflejó en sus ojos.

Tadatoshi deslizó los pies todavía húmedos en las zōri y miró a Kakubei, el cual aguardaba a un lado. Con el aire de quien recuerda de súbito una promesa, le dijo:

—Bueno, Kakubei, vamos a ver a tu hombre.

Pidió que trajeran un escabel y lo pusieran a la sombra de una tienda, donde tomó asiento delante de un estandarte con su blasón, un círculo rodeado por ocho círculos más pequeños, que representaban el sol, la luna y siete planetas.

Kakubei hizo una seña a Kojirō y éste fue a ponerse de rodillas ante el señor Tadatoshi. Una vez completados los saludos formales, Tadatoshi invitó a Kojirō a sentarse en un escabel, significando así que era un invitado de honor.

—Con vuestro permiso —dijo Kojirō, levantándose para sentarse delante de Tadatoshi.

—Kakubei me ha hablado de ti. Creo que naciste en Iwakuni. ¿Es cierto?

—Así es, señor.

—El señor Kikkawa Hiroie de Iwakuni fue bien conocido como dirigente sabio y noble. ¿Fueron tus antepasados servidores suyos?

—No, nunca servimos a la Casa de Kikkawa. Me han dicho que descendemos de los Sasakis de la provincia de Ōmi. Tras la caída del último shōgun Ashikaga, mi padre se retiró al pueblo de mi madre.

Después de hacerle algunas preguntas más relativas a la familia y el linaje, el señor Tadatoshi le preguntó:

—¿Entrarás en servicio por primera vez?

—Todavía no sé si entraré en servicio.

—Según me ha dicho Kakubei, deseas servir a la Casa de Hosokawa. ¿Cuáles son tus razones?

—Creo que es una casa por la que estaría dispuesto a vivir y morir.

Esta respuesta pareció complacer a Tadatoshi.

—¿Y tu estilo de lucha?

—Lo llamo el estilo Ganryū.

—¿Ganryū?

—Es un estilo de mi invención.

—Presumiblemente tiene antecedentes.

—Estudié el estilo Tomita y me beneficié de las lecciones del señor Katayama Hisayasu de Hōki, el cual en su ancianidad se retiró a Iwakuni. También he dominado muchas técnicas propias. Solía practicar derribando golondrinas en vuelo.

—Comprendo. Supongo que el nombre Ganryū deriva del nombre de ese río cercano a su lugar natal.

—Sí, señor.

—Me gustaría ver una demostración. —Tadatoshi miró los rostros de los samurais que le rodeaban—. ¿A cuál de vosotros le gustaría luchar con este hombre?

Habían observado la entrevista en silencio, pensando que Kojirō era demasiado joven para haber adquirido la reputación que tenía. Ahora todos se miraron primero entre ellos y luego a Kojirō, cuyas mejillas enrojecidas proclamaban su disposición a enfrentarse a cualquiera que le retase.

—¿Qué te parece, Okatani?

—Sí, señor.

—Siempre estás diciendo que la lanza es superior a la espada. Ahora tienes la oportunidad de demostrarlo.

—Lo haré con mucho gusto, si Sasaki está dispuesto.

—Desde luego —se apresuró a responder Kojirō. En su tono, que era cortés pero extremadamente frío, había un atisbo de crueldad.

Los samurais que habían estado barriendo la arena en el campo de tiro al arco y retirado el equipo se reunieron detrás de su señor. Aunque estaban tan familiarizados con las armas como con los palillos para comer, habían adquirido su experiencia principalmente en el dōjō. La ocasión de presenciar, y mucho menos de tener, un encuentro verdadero sólo se presentaría en contadas ocasiones a lo largo de sus vidas. Todos estaban de acuerdo en que un combate entre dos hombres era un desafío mucho mayor que ir al campo de batalla, donde a veces era posible detenerse y recobrar el aliento mientras los camaradas de uno seguían luchando. En el combate individual, uno sólo podía confiar en sí mismo, sólo en su propia viveza y fuerza desde el principio al final. O vencía o perdía la vida o resultaba mutilado.

Contemplaron con semblantes solemnes a Okatani Gorōji. Incluso entre los soldados rasos de infantería había bastantes expertos con la lanza, y Gorōji era considerado en general como el mejor. No sólo había estado en combate, sino que había practicado con diligencia e ideado técnicas propias.

—Concédeme unos minutos —dijo Gorōji, haciendo sendas reverencias a Tadatoshi y Kojirō antes de retirarse para hacer sus preparativos. Le satisfacía que aquel día, como otros, llevara ropa interior limpia, siguiendo la tradición de los buenos samurais, que iniciaban cada jornada con una sonrisa y una incertidumbre: por la noche podrían estar muertos.

Tras tomar prestada una espada de madera de tres pies, Kojirō seleccionó el terreno para el encuentro. Su cuerpo parecía relajado y descubierto, tanto más cuanto que no se había alzado de un tirón su hakama plisado. Su aspecto era formidable, algo que incluso sus enemigos tendrían que admitir. El valor que se percibía en él hacía pensar en un águila, y su apuesto perfil era serenamente confiado.

En los ojos que empezaron a dirigirse hacia el dosel tras el cual Gorōji estaba ajustando sus ropas y su equipo anidaba la preocupación.

—¿Por qué tarda tanto? —preguntó alguien.

Gorōji estaba envolviendo calmosamente un paño húmedo alrededor de la punta de su lanza, un arma que había usado con una excelente eficacia en el campo de batalla. El asta medía nueve pies de longitud, y sólo la hoja ahusada, con ocho o nueve pulgadas, era el equivalente de una espada corta.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Kojirō—. Si te preocupa herirme, ahórrate la molestia. —Una vez más, aunque las palabras eran corteses, su implicación era arrogante—. No me importa que dejes la hoja desnuda.

Gorōji le dirigió una mirada penetrante.

—¿Estás seguro?

—Perfectamente.

Aunque ni el señor Tadatoshi ni sus hombres hablaron, sus miradas incisivas dijeron a Gorōji que siguiera adelante. Si el desconocido tenía la osadía de pedirlo, ¿por qué no traspasarle?

—En ese caso... —Gorōji quitó la envoltura y avanzó sosteniendo la lanza por la mitad del asta—. Lo haré con gusto, pero si uso una hoja desnuda, quiero que tú uses una espada real.

—Esta espada de madera es suficiente.

—No, no puedo acceder a eso.

—Ciertamente no esperarás de mí, un forastero, que tenga la audacia de emplear una espada real en presencia de su señoría...

—Pero...

Con un dejo de impaciencia, el señor Tadatoshi dijo:

—Adelante, Okatani. Nadie te considerará cobarde por acceder a la petición de este hombre. —Era evidente que la actitud de Kojirō le había afectado.

Los dos hombres, sus semblantes enrojecidos por la resolución, intercambiaron saludos con los ojos. Gorōji efectuó el primer movimiento, saltando al lado, pero Kojirō, como un pájaro pegado a un palo untado con liga, se deslizó bajo la lanza y golpeó directamente al pecho de su contrario. Falto de tiempo para arremeter, el lancero giró de costado e intentó alcanzar la nuca de Kojirō con la contera de su arma. Con un chasquido resonante, la lanza salió volando mientras la espada de Kojirō mordía las costillas de Gorōji, que había quedado expuesto por el impulso de la lanza ascendente. Gorōji se deslizó a un lado, luego dio un salto, pero el ataque continuó sin interrupción. Sin tiempo para recobrar el aliento, saltó de nuevo a un lado y luego lo hizo otras dos veces. Los primeros regates tuvieron éxito, pero era como un halcón peregrino que intentara tener a raya a un águila. Acosada por la rabiosa espada, el asta de la lanza se partió en dos. En el mismo momento, Gorōji emitió un grito. Era como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo.

El breve combate había terminado. Kojirō confiaba en enfrentarse a cuatro o cinco hombres, pero Tadatoshi dijo que ya había visto suficiente.

Aquella noche, cuando Kakubei regresó a casa, Kojirō le preguntó:

—¿Me excedí un poco? Quiero decir delante de su señoría.

—No, fue una magnífica actuación.

Kakubei se sentía bastante incómodo. Ahora que podía evaluar en su plena extensión la habilidad de Kojirō, se sentía como un hombre que hubiera mantenido un pajarillo contra su pecho y luego viera que crecía para convertirse en un águila.

—¿Ha dicho algo el señor Tadatoshi?

—Nada en particular.

—Vamos, hombre, debe de haber hecho algún comentario.

—Pues no. Se marchó del campo de tiro al arco sin decir palabra.

—Humm. —Kojirō parecía decepcionado, pero dijo—: Bueno, no importa. Me ha impresionado como un hombre más grande de lo que se cree en general, y he pensado que si alguna vez tuviera que servir a alguien, muy bien podría ser él. Pero, por supuesto, no puedo influir lo más mínimo en el resultado de los acontecimientos.

No reveló que había meditado a fondo en la situación. Después de los clanes de Date, Kuroda, Shimazu y Mōri, el de Hosokawa era el más prestigioso y seguro. Sin duda seguiría siéndolo mientras el señor Sansai estuviera al frente del feudo de Buzen, y más tarde o más temprano Edo y Osaka tendrían una colisión definitiva. No había manera de predecir el resultado. Un samurai que hubiera elegido al maestro inadecuado fácilmente podría verse reducido de nuevo a la condición de rōnin, toda su vida sacrificada por el estipendio de unos pocos meses.

Al día siguiente se supo que Gorōji había sobrevivido al encuentro, aunque la pelvis o el fémur izquierdo había quedado destrozado. Kojirō recibió la noticia con calma, diciéndose que aunque no le dieran una posición, había demostrado perfectamente sus cualidades.

Unos días después anunció de repente que iba a hacer una visita a Gorōji. Sin ofrecer ninguna explicación de tan súbita amabilidad, partió solo y a pie hacia la casa de Gorōji, que estaba cerca del puente de Tokiwa.

El inesperado visitante fue recibido con cordialidad por el herido.

—Un combate es un combate —le dijo Gorōji, con una sonrisa en los labios y los ojos húmedos—. Puedo deplorar mi falta de habilidad, pero desde luego no te guardo rencor. Me he alegrado de tu visita y te la agradezco.

Cuando Kojirō se hubo ido, Gorōji le dijo a un amigo que le acompañaba:

—He ahí un samurai al que puedo admirar. Creía que era un arrogante hijo de perra, pero resulta que es amistoso y cortés.

Ésa era precisamente la reacción que había esperado Kojirō. Formaba parte de su plan. Otros visitantes oirían que el mismo hombre derrotado le alababa. Hizo otras tres visitas a la casa de Gorōji, con un intervalo de dos o tres días entre una y otra. En una ocasión incluso encargó en el mercado de pescado que le enviaran un pez vivo, como regalo para acompañar sus deseos de un pronto y total restablecimiento.

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