Authors: Eiji Yoshikawa
Después de que Matahachi saliera del baño, Akemi rodeó la tina con postigos contra la lluvia y tomó el suyo. Más tarde hablaron una vez más de la proposición de Umpei. Además de tener que quedarse en los terrenos del castillo, los trabajadores estaban sometidos a una fuerte vigilancia y sus familias eran prácticamente rehenes de los capataces de las zonas en las que vivían. Por otro lado, el trabajo era más fácil que en el exterior y la paga era por lo menos del doble.
Inclinado sobre una bandeja en la que había un plato de cuajada de soja fría guarnecida con una hoja fresca y fragante de albahaca, Matahachi dijo:
—No quiero convertirme en un prisionero sólo para ganar un poco más de dinero. No voy a vender sandías durante toda mi vida, pero espero que aguantes un poco más esta situación, Akemi.
—Humm —replicó ella entre bocados de gachas de arroz con té—. Preferiría que, por una sola vez, intentaras hacer algo realmente valioso, algo en lo que reparase la gente.
Aunque nunca decían ni hacían nada que pusiera en entredicho la idea generalizada de que era la esposa legal de Matahachi, ella no estaba dispuesta a casarse con un hombre tan irresoluto como él. Huir con Matahachi del mundo de juego en Sakaimachi había sido sólo un recurso: él era la percha desde donde ella se proponía una vez más, a la primera oportunidad, emprender el vuelo hacia el cielo abierto. Pero que Matahachi se marchara a trabajar al castillo no convenía a los propósitos de Akemi, la cual tenía la sensación de que quedarse sola sería peligroso. Temía, sobre todo, que Hamada pudiera encontrarla y obligarla a vivir de nuevo con él.
—Ah, se me olvidaba —le dijo Matahachi cuando terminaban su frugal comida.
Entonces le contó sus experiencias de la jornada, manipulando los detalles de una manera calculada para complacerla. Cuando terminó de hablar, ella había palidecido. Aspiró hondo y le preguntó:
—¿Has visto a Kojirō? ¿Le has dicho que vivo aquí? No lo habrás hecho, ¿verdad?
Matahachi le cogió la mano y se la puso sobre la rodilla.
—Claro que no. ¿Crees que haría saber a ese bastardo dónde estás? Es de esos hombres que jamás ceden. Vendría a por ti...
Se interrumpió con un sonido inarticulado y llevó a su mejilla la mano de la joven. El caqui verde que le cayó encima se rompió y salpicó la cara de Akemi con su pulpa blancuzca.
En el exterior, entre las sombras de un bosquecillo de bambúes iluminado por la luna, podía verse una silueta similar a la de Kojirō que se alejaba despacio en dirección a la ciudad.
—Sensei! —gritó Iori, que aún no era lo bastante alto para ver por encima de la alta hierba. Estaban en la planicie de Musashino, de la que se decía que abarcaba diez condados.
—Estoy aquí —respondió Musashi—. ¿Por qué tardas tanto?
—Supongo que hay un sendero, pero lo pierdo continuamente. ¿Todavía queda mucho?
—Hasta que encontremos un buen lugar para vivir.
—¿Vivir? ¿Vamos a quedarnos en estos alrededores?
—¿Por qué no?
Iori alzó la vista al cielo, pensó en su vastedad y en el vacío de la tierra que le rodeaba.
—No sé, me parece extraño.
—Piensa en cómo será en otoño. Cielos claros y hermosos, el rocío fresco en la hierba. ¿No te sientes más limpio sólo de pensar en ello?
—Puede que sí, pero no estoy en contra de vivir en la ciudad, como tú.
—No estoy en contra. En cierto sentido, es agradable estar entre la gente, pero ni siquiera con una piel tan gruesa como la mía podía soportar quedarme allí con todos aquellos carteles. Ya viste lo que decían.
Iori hizo una mueca.
—Sólo pensar en ello me da grima.
—¿Por qué te dejaste llevar por la ira?
—No pude evitarlo. Adondequiera que fuese, no había nadie que hablara bien de ti.
—Yo no podía hacer nada contra eso.
—Podrías haber liquidado a los hombres que esparcían los rumores. Podrías haber fijado tus propios carteles, desafiándoles.
—No tiene ningún sentido iniciar peleas que no puedes ganar.
—No habrías perdido con esa chusma, no puedo creerlo.
—Pues te equivocas. Habría perdido.
—¿Por qué?
—Por su mismo número. Si derrotara a diez, habría cien más. Si derrotara a cien, habría un millar. No hay ninguna posibilidad de ganar en esa clase de situación.
—Pero ¿significa eso que van a seguir riéndose de ti el resto de tu vida?
—Claro que no. Estoy tan decidido como el que más a tener un buen nombre. Es algo que debo a mis antepasados, y me propongo llegar a ser un hombre del que jamás se ría nadie. Por eso he venido aquí, para aprender.
—Podemos caminar cuanto queramos, pero no creo que vayamos a encontrar ninguna casa. ¿No deberíamos buscar un templo donde alojarnos?
—No es una mala idea, pero lo que realmente deseo encontrar es algún lugar con muchos árboles y construirnos una casa.
—Será otra vez como Hōtengahara, ¿no?
—No, esta vez no vamos a dedicarnos a la agricultura. Creo que tal vez practicaré la meditación Zen a diario. Tú puedes leer libros, y además te daré lecciones de esgrima.
Se habían internado en la planicie por la aldea de Kashiwagi, la entrada Kōshū en Edo, y habían bajado por la larga pendiente desde Jūnisho Gongen y seguido un estrecho sendero que amenazaba repetidamente con desaparecer entre las ondulantes hierbas veraniegas. Cuando por fin llegaron a un otero cubierto de pinos, Musashi realizó un rápido examen del terreno y declaró que aquel lugar estaba bien. Cualquier sitio podría servirle como hogar, y más aún: dondequiera que se encontrase era el universo.
Pidieron herramientas en préstamo y contrataron a un bracero de la granja más próxima. El método de Musashi para construir un edificio no era en absoluto refinado. De hecho, podría haber aprendido bastante observando cómo los pájaros construyen un nido. La vivienda, terminada unos días después, era una rareza, menos sólida que el retiro en la montaña de un ermitaño pero no tan tosca como para considerarla una barraca. Los postes eran troncos sin descortezar, y el resto una ruda alianza de tablas, corteza, cañas de bambú y miscanthus.
Musashi retrocedió unos pasos para examinar el resultado de sus esfuerzos y comentó, pensativo:
—Ésta debe de ser una casa como las que habitaba la gente en la época de los dioses.
El único detalle que restaba primitivismo a la construcción eran unas tiras de papel utilizadas con esmero para hacer pequeñas shoji.
En los días siguientes, el sonido de la voz de Iori, que se alzaba desde detrás de una persiana de juncos mientras recitaba sus lecciones, se imponía al ensordecedor zumbido de las cigarras. Su adiestramiento se había hecho muy estricto en todos los aspectos.
En el caso de Jōtarō, Musashi no había insistido en la disciplina, diciéndose que era mejor dejar que los chicos crecieran de una manera natural. Pero con el transcurso del tiempo había observado que los malos rasgos tendían a desarrollarse y los buenos a quedar reprimidos. De manera similar, había observado que los árboles y las plantas que deseaba cultivar no crecían, mientras que las malas hierbas y los matorrales florecían por muy a menudo que los arrancara.
Durante los cien años transcurridos desde la guerra de Ōnin, la nación había sido como una masa enmarañada de plantas de cáñamo crecidas en exceso. Entonces Nobunaga cortó las plantas, Hideyoshi las reunió en haces e Ieyasu roturó y allanó el terreno para levantar un nuevo mundo. Tal como lo veía Musashi, los guerreros que sólo daban un valor considerable a las prácticas marciales y cuya característica más visible era una ambición ilimitada ya no constituían el elemento dominante de la sociedad. La batalla de Sekigahara y sus consecuencias habían puesto fin a eso.
Musashi había llegado a creer que tanto si la nación seguía en manos de los Tokugawa como si volvía a los Toyotomi, la gente en general ya conocía la dirección general en la que querían avanzar: del caos hacia el orden, de la destrucción hacia la construcción.
En ocasiones había experimentado la sensación de haber nacido demasiado tarde. Apenas la gloria de Hideyoshi había llegado a las remotas zonas rurales e inflamado los corazones de jóvenes como Musashi cuando la posibilidad de seguir las huellas de Hideyoshi se evaporó.
Así pues, su propia experiencia le hizo tomar la decisión de dar una importancia esencial a la disciplina en la educación de Iori. Si iba a crear un samurai, debía serlo para el futuro, no para el pasado.
—Iori.
—Sí, señor. —El muchacho se arrodilló ante Musashi casi antes de haber pronunciado esas palabras.
—El sol casi se ha puesto. Es hora de que practiquemos. Trae las espadas.
—Sí, señor.
Cuando depositó las armas delante de Musashi, se arrodilló y solicitó formalmente una lección.
La espada de Musashi era larga y la de Iori corta, ambas de madera para prácticas. Maestro y discípulo se enfrentaron en tenso silencio, sosteniendo las espadas al nivel de los ojos. Una delgada franja de luz solar se cernía sobre el horizonte. El bosque de cedros detrás de la cabaña ya estaba sumido en la oscuridad, pero si uno miraba hacia el lugar donde chirriaban las cigarras, veía un gajo de luna a través de las ramas.
—Los ojos —dijo Musashi.
Iori abrió bien los ojos.
—Mis ojos. Míralos.
Iori se esforzaba al máximo, pero sus ojos parecían literalmente rebotar en los de Musashi. En vez de mirarle furibundo, la mirada de su contrario le derrotaba. Cuando lo intentaba de nuevo, experimentaba una sensación de vértigo. Empezó a sentir como si su cabeza no le perteneciera. Le temblaban las manos, los pies, todo su cuerpo.
—¡Mírame los ojos! —le ordenó Musashi con mucha severidad, pues la mirada de Iori había vuelto a extraviarse.
Entonces, concentrándose en los ojos de su maestro, olvidó la espada que tenía en la mano. La breve longitud de madera curvada pareció volverse tan pesada como una barra de acero.
—¡Los ojos! ¡Los ojos! —exclamó Musashi, avanzando ligeramente.
Iori dominó el impulso de retroceder, por lo que su maestro le había reñido infinidad de veces. Pero cuando trató de seguir el movimiento de su contrario y avanzar, sus pies parecieron estar clavados en el suelo. Incapaz de avanzar o retroceder, notó que aumentaba su temperatura corporal. «Pero ¿qué me ocurre?», se preguntó, y el pensamiento estalló dentro de él como fuegos de artificio.
Al percibir el estallido de energía mental, Musashi gritó:
—¡Ataca!
Al mismo tiempo bajó los hombros, se quedó atrás y regateó con la agilidad de un pez.
Ahogando un grito, Iori se lanzó adelante, giró en redondo... y vio a Musashi en pie donde él había estado.
Entonces empezó de nuevo la confrontación, igual que antes. Maestro y discípulo mantenían un silencio estricto.
No transcurrió mucho tiempo antes de que la hierba estuviera empapada de rocío, y la luna en forma de ceja se cerniera sobre los cedros. Cada vez que soplaba una ráfaga de viento, los insectos dejaban de zumbar por un momento. Había llegado el otoño, y las flores silvestres, aunque no eran espectaculares de día, ahora se mecían con elegancia, como la túnica sutil de una deidad bailarina.
—Basta —dijo Musashi, bajando su espada.
Cuando le entregaba el arma a Iori, oyó una voz procedente del bosque.
—¿Qué será eso? —inquirió Musashi.
—Probablemente se trata de un viajero perdido que solicita alojamiento para esta noche.
—Corre a ver.
Mientras Iori daba la vuelta a la cabaña y corría hacia el bosque, Musashi se sentó en la terraza de bambú y contempló la planicie. Los tallos de susuki eran altos, con los extremos vellosos. La luz que bañaba la hierba tenía una peculiar pátina otoñal.
Cuando Iori regresó, Musashi le preguntó:
—¿Un viajero?
—No, un huésped.
—¿Un huésped? ¿Aquí?
—Es Hōjō Shinzō. Ha atado su caballo y te está esperando en la parte trasera.
—La verdad es que esta casa no tiene parte delantera ni trasera, pero creo que sería mejor recibirle aquí.
Iori corrió al lado de la cañada y gritó:
—Ven aquí, por favor.
—Es un placer volver a verte —dijo Musashi al recién llegado. Sus ojos expresaban la satisfacción que sentía al ver a Shinzō totalmente restablecido. .
—Discúlpame por no haberme relacionado contigo durante tanto tiempo. Supongo que vives aquí para mantenerte alejado de la gente. Espero que me perdones por presentarme de una manera tan repentina.
Una vez intercambiados los saludos, Musashi invitó a Shinzō a reunirse con él en la terraza.
—¿Cómo me has encontrado? No he informado a nadie de mi paradero.
—Ha sido gracias a Zushino Kōsuke. Me dijo que habías terminado la estatuilla de Kannon que le prometiste y que enviaste a Iori para que te la entregara.
—Ja, ja. Supongo que Iori reveló el secreto, pero no importa. Todavía no soy lo bastante viejo para abandonar el mundo y retirarme. No obstante, pensé que si desaparecía de la ciudad durante un par de meses, cesarían los chismorreos maliciosos. Entonces habrá menos peligro de represalias contra Kōsuke y mis demás amigos.
Shinzō inclinó la cabeza.
—Te debo una disculpa...; yo he sido el causante de todas estas molestias.
—En realidad, no. Eso fue un incidente secundario. La verdadera raíz del asunto tiene que ver con la relación entre Kojirō y yo.
—¿Sabías que mató a Obata Yogorō?
—No.
—Cuando Yogorō supo lo que me había ocurrido, decidió vengarse personalmente. Pero no estaba a la altura de Kojirō.
—Se lo advertí. —La imagen del juvenil Yogorō en la entrada de la casa de su padre estaba todavía fresca en la mente de Musashi. Pensó en lo lamentable que era la pérdida de aquel muchacho.
—Comprendo lo que sentía —siguió diciendo Shinzō—. Todos los estudiantes se habían ido, su padre había muerto... Debió de pensar que era el único que podía hacerlo. En cualquier caso, parece ser que fue a la casa de Kojirō. Aun así, nadie les vio juntos y no existe ninguna prueba.
—Humm. Tal vez mi advertencia surtió el efecto contrario al pretendido, es posible que despertara su orgullo, creyéndose en el deber de luchar. Es una lástima.
—Lo es. Yogorō era el único que tenía lazos de sangre con el sensei. Tras su muerte, la Casa de Obata ha dejado de existir. No obstante, mi padre ha hablado del asunto con el señor Munenori, el cual se las ha ingeniado para llevar adelante los trámites de adopción. He de convertirme en el heredero y sucesor y llevar el nombre de Obata... Pero no estoy seguro de estar todavía maduro para ello. Me temo que podría terminar causando más oprobio a ese hombre. Al fin y al cabo, era el patrocinador más importante de la tradición militar Kōshū.