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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (180 page)

BOOK: Musashi
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—No te apresures —dijo Yukimura—. Mi hijo y su esposa han preparado unos fideos. Es una humilde comida rural, pero deseo que la compartas con nosotros. Si tienes intención de hacer un alto en Kamuro, dispones de mucho tiempo.

Daisuke apareció en aquel momento para preguntar a su padre si podían servir la comida. Yukimura se levantó y precedió a su invitado por un corredor hasta la parte trasera de la casa.

Una vez sentados, Daisuke ofreció a Sado unos palillos, al tiempo que decía:

—Me temo que la comida no es demasiado buena, pero pruébala de todos modos.

Su esposa, que no estaba acostumbrada a tener desconocidos en casa, alzó con gesto tímido una taza de sake, que Sado rechazó cortésmente. Daisuke y su esposa se quedaron un momento más antes de excusarse.

—¿Qué es ese ruido que oigo? —preguntó Sado.

Parecía el sonido de un telar, aunque más fuerte y de una calidad ligeramente distinta.

—Ah, ¿eso? Es una rueda de madera para hacer cuerda. Lamento decirlo, pero he puesto a la familia y los criados a trabajar trenzando cuerda, la cual vendemos para ayudarnos en las finanzas. —Entonces añadió—: Todos estamos acostumbrados, pero supongo que puede ser irritante para quien no lo esté. Ordenaré que la paren.

—No te preocupes, pues no me molesta. Sentiría muchísimo impediros vuestro trabajo.

Cuando empezaron a comer, Sado pensó en el alimento, que a veces ofrece atisbos de la condición de un hombre, pero no descubrió nada revelador. Yukimura no se parecía en absoluto al joven samurai a quien conociera años antes, pero parecía haber envuelto en ambigüedad sus circunstancias actuales.

Sado pensó entonces en los sonidos que había oído: ruidos de cocina, gente que iba y venía y, en un par de ocasiones, el tintineo de monedas al ser contadas. Los daimyō desposeídos no estaban acostumbrados al trabajo físico, y más tarde o más temprano se les terminaban los tesoros que podían vender. Era concebible que el castillo de Osaka hubiera dejado de aportar fondos. Con todo, la idea de que Yukimura se hallaba en apuros económicos era extrañamente inquietante.

Sabía que su anfitrión podría haber tratado de ensamblar fragmentos de la conversación para hacerse una idea de cómo estaban las cosas en la Casa de Hosokawa, pero no había ninguna indicación de que así fuese. En sus recuerdos del encuentro destacaría que Yukimura no le había preguntado por su visita al monte Kōya. De haberlo hecho, Sado le habría respondido sin vacilar, pues no había nada misterioso en ello. Muchos años atrás, Hideyoshi envió a Hosokawa Yūsai al Seiganji, donde permaneció bastante tiempo. Al marcharse dejó allí libros, algunos escritos y efectos personales que se habían convertido en recuerdos importantes. Sado los había examinado, seleccionado y ordenado para que el templo los devolviera a Tadatoshi.

Nuinosuke, que no se había movido de la terraza, echó una mirada inquieta hacia el fondo de la casa. Lo menos que se podía decir de las relaciones entre Osaka y Edo es que eran tensas, mínimo. ¿Por qué corría Sado semejante riesgo? No imaginaba que existiera ningún peligro inmediato, pero había oído decir que el señor de la provincia de Kii, Asano Nagaakira, tenía instrucciones de vigilar estrictamente el monte Kudo. Si uno de los hombres de Asano informaba de que Sado había efectuado una visita secreta a Yukimura, el shogunado sospecharía de la casa de Hosokawa.

«Ahora es mi oportunidad», se dijo, mientras el viento soplaba de súbito entre las flores de forsitia y kerria del jardín. Se estaban formando con rapidez negros nubarrones y empezaba a lloviznar. Recorrió a toda prisa el pasillo y anunció:

—Empieza a llover, señor. Si hemos de irnos, creo que ahora es el momento.

Agradecido por la ocasión de escaparse, Sado se puso en pie de inmediato.

—Gracias, Nuinosuke. No nos demoremos ni un instante más.

Yukimura se abstuvo de instar a Sado para que se quedara a pasar la noche. Llamó a Daisuke y su esposa y les dijo:

—Dad a nuestros invitados unas capas de paja, y tú, Daisuke, acompáñales a Kamuro.

En el portal, tras agradecer la hospitalidad de Yukimura, Sado le dijo:

—Estoy seguro de que volveremos a vernos uno de estos días. Quizá sea otro día de lluvia, o tal vez sople un fuerte viento. Hasta entonces, te deseo que sigas bien.

Yukimura asintió sonriente. Sí, uno de aquellos días... Por un instante, cada hombre vio al otro en su mente, montado a caballo y empuñando una lanza. Pero de momento el anfitrión hacía reverencias entre pétalos de flor de albaricoquero caídos, y el invitado se alejaba con la capa de paja ya mojada por la lluvia.

—No lloverá mucho —dijo Daisuke, mientras andaban despacio por el camino—. En esta época del año, tenemos uno de estos aguaceros a diario.

No obstante, las nubes sobre el valle de Senjō y las cumbres de Kōya parecían amenazantes, y los caminantes apretaron el paso de una manera inconsciente.

Al entrar en Kamuro, vieron a un hombre que compartía el lomo de un caballo con unos haces de leña, y atado de tal manera que no podía moverse. Conducía el caballo un sacerdote de túnica blanca, el cual llamó a Daisuke por su nombre y corrió hacia él. Daisuke fingió no haberse enterado.

—Alguien te llama —dijo Sado, intercambiando miradas con Nuinosuke.

Daisuke, obligado a reparar en el sacerdote, le dijo:

—Ah, Rinshōbō. Perdona, no te había visto.

—Vengo directamente del paso de Kiimi —dijo el sacerdote en voz alta y excitada—. El hombre de Edo, el que nos pidieron que localizáramos... Le vi en Nara. Tuvimos que pelear de lo lindo, pero le hemos capturado vivo. Ahora, si le llevamos a Gessō y le obligamos a hablar, descubriremos...

—¿De qué me estás hablando? —le interrumpió Daisuke.

—El hombre en el caballo. Es un espía de Edo.

—¿No puedes callarte, estúpido? —dijo Daisuke entre dientes—. ¿Sabes quién es el hombre que me acompaña? Nagaoka Sado, de la Casa de Hosokawa. Pocas veces tenemos el privilegio de verle, y no permitiré que nos molestes con tu broma idiota.

Los ojos de Rinshōbō, al volverse hacia los dos viajeros, reflejaron su sorpresa, y apenas pudo contenerse antes de soltar abruptamente: «¿La Casa de Hosokawa?».

Sado y Nuinosuke intentaban parecer serenos e indiferentes, pero el viento sacudía sus capas pluviales, haciéndolas aletear como las alas de una grulla y dando al traste con sus esfuerzos.

—¿Por qué? —preguntó Rinshōbō en voz baja.

Daisuke le apartó un poco a un lado y le habló en susurros. Cuando regresó, Sado le dijo:

—¿Por qué no te vuelves ya? No quisiera crearte más inconvenientes.

Tras observar a los viajeros hasta que se perdieron de vista, Daisuke se dirigió al sacerdote.

—¿Cómo has podido ser tan estúpido? ¿No sabes abrir bastante los ojos antes de abrir la boca? Mi padre no estará complacido cuando se entere de esto.

—Sí, señor. Lo siento, no lo sabía.

A pesar de su túnica, el hombre no era un sacerdote, sino Toriumi Benzō, uno de los principales servidores de Yukimura.

El puerto

—¡Gonnosuke!... ¡Gonnosuke!... ¡Gonnosuke!

Iori parecía incapaz de detenerse. Llamó a su compañero una y otra vez, desesperado. Al encontrar algunas pertenencias de Gonnosuke en el suelo, se había convencido de que el otro estaba muerto.

Un día y una noche se habían deslizado ya, y durante ese tiempo el muchacho había caminado en un estado de aturdimiento, sin darse cuenta de su cansancio. Tenía manchadas de sangre las piernas, las manos y la cabeza, y su kimono estaba hecho jirones.

De vez en cuando le agarrotaba un espasmo, y entonces alzaba la vista al cielo y gritaba: «Estoy dispuesto», o miraba el suelo y maldecía.

De súbito sintió frío y se preguntó si se estaba volviendo loco. Se contempló en un charco y, al reconocer su propia imagen reflejada en el agua, se sintió aliviado. Pero estaba solo, sin nadie a quien dirigirse, sólo convencido a medias de que aún estaba vivo. Cuando recobró el sentido, en el fondo del barranco, no recordaba dónde había estado en los últimos días, ni se le ocurrió tratar de regresar al Kongōji o a Koyagyū.

Un objeto que brillaba con los colores del arco iris le llamó la atención. Era un faisán. Notó la fragancia de las glicinas silvestres en el aire y se sentó. Mientras trataba de recordar su situación, pensó en el sol, imaginó que el astro estaba en todas partes, más allá de las nubes, entre las cumbres, en los valles. Se puso de rodillas, juntó las manos, cerró los ojos y empezó a orar. Cuando abrió los ojos, unos minutos después, lo primero que vio fue un atisbo del océano, azul y nebuloso, entre dos montañas.

—Pequeño —le dijo una voz maternal—. ¿Estás bien?

—¿Eh? —Sobresaltado, Iori dirigió sus ojos hundidos hacia las dos mujeres, que le miraban con curiosidad.

—¿Qué crees que le ocurre, madre? —preguntó la más joven, mirando a Iori con repugnancia.

La mujer, con la perplejidad reflejada en su semblante, se acercó a Iori y, al ver sus ropas ensangrentadas, frunció el ceño.

—¿No te duelen esos cortes? —le preguntó. Iori sacudió la cabeza. La mujer se volvió hacia su hija y le dijo—: Parece entender lo que le digo.

Le preguntaron su nombre, su procedencia, de dónde era natural, qué estaba haciendo allí y a quién había estado rezando. Poco a poco, mientras el chiquillo miraba a su alrededor en busca de alguna respuesta, fue recuperando la memoria.

La repugnancia inicial de la hija, que se llamaba Otsuru, había cedido el paso a la compasión.

—Llevémosle a Sakai con nosotras —dijo a su madre—. Puede que nos sea útil en el almacén. Tiene la edad apropiada.

—Ésa podría ser una buena idea —replicó Osei, la madre—. Pero ¿querrá venir?

—Vendrá..., ¿no es cierto que vendrás con nosotras?

—Sí, sí —asintió Iori.

—Entonces en marcha, pero tendrás que llevar nuestro equipaje.

—Ah.

Iori respondió a las observaciones de las mujeres con meros gruñidos, pero por lo demás no dijo nada durante el trayecto montaña abajo, por un camino rural que les llevó a Kishiwada. Una vez se vio de nuevo entre la gente, se volvió comunicativo.

—¿Dónde vivís? —les preguntó.

—En Sakai.

—¿Está cerca de aquí?

—No, cerca de Osaka.

—¿Dónde está Osaka?

—Aquí subiremos a un barco que nos llevará a Sakai. Entonces lo sabrás.

—¿De veras? ¿Un barco?

Excitado por la perspectiva de navegar, habló por los codos durante varios minutos. Les contó que había embarcado en muchos transbordadores en el camino de Edo a Yamato, pero aunque el océano no estaba lejos de su pueblo natal en Shimōsa, nunca había navegado por el mar en un barco.

—Entonces estás contento, ¿eh? —le dijo Otsuru—. Pero no debes llamar a mi madre «tía». Cuando te dirijas a ella dile «señora».

—Ah.

—Y nunca debes responder «ah». Di «sí, señora».

—Sí, señora.

—Así está mejor. Bueno, si te quedas con nosotras y trabajas con ahínco, me encargaré de que te nombren dependiente del almacén.

—¿A qué se dedica tu familia?

—Mi padre es un agente naviero.

—¿Y eso qué es?

—Es un mercader. Tiene muchos barcos y todos navegan por la parte occidental de Japón.

—Ah, sólo es un mercader —dijo Iori desdeñosamente.

—¡«Sólo un mercader»! —exclamó la muchacha—. Pero ¿qué dices?

La madre se inclinaba a pasar por alto la rudeza de Iori, pero la hija estaba indignada. Entonces, tras algún titubeo, añadió:

—Supongo que los únicos mercaderes que ha visto son los vendedores de dulces o de ropa.

Impulsada por el profundo orgullo de los comerciantes de la región de Kansai, informó a Iori que su padre poseía tres almacenes, todos ellos grandes, en Sakai, y varias decenas de navíos. Le hizo saber que tenían sucursales en Shimonoseki, Marukame y Shikama, y que los servicios efectuados para la Casa de Hosokawa en Kokura eran de tal envergadura que los barcos de su padre tenían la categoría de naves oficiales.

—Y está autorizado a tener apellido y usar dos espadas, como un samurai —siguió diciendo—. Todo el mundo al oeste de Honshu y en Kyushu conoce el nombre de Kobayashi Tarōzaemon de Shimonoseki. En tiempos de guerra, daimyōs como Shimazu y Hosokawa nunca tienen suficientes barcos, así que mi padre es tan importante como un general.

—No tenía intención de hacerte enfadar —le dijo Iori.

Las dos mujeres se rieron.

—No estamos enfadadas —replicó Otsuru—. Pero ¿qué sabe del mundo un chiquillo como tú?

—Lo siento.

Al doblar una esquina les llegó el olor salobre del mar. Otsuru señaló un barco amarrado al embarcadero de Kishiwada. Tenía una capacidad de carga de quinientas fanegas y estaba cargado con productos hortícolas locales.

—En ese barco iremos a casa —dijo la muchacha orgullosamente.

El capitán del barco y un par de agentes de Kobayashi salieron de una casa de té en un muelle para recibirlas.

—¿Ha sido agradable la caminata? —les preguntó el capitán—. Lamento deciros que vamos muy cargados, por lo que no he podido reservaros mucho espacio. ¿Subimos a bordo?

Las precedió hasta la popa del barco, donde había un espacio resguardado con cortinas. Habían extendido una alfombra roja, y elegantes recipientes lacados de estilo Momoyama contenían alimentos y sake en abundancia. Iori tuvo la sensación de que entraba en una pequeña sala muy bien dispuesta en la mansión de un daimyō.

El barco llegó a Sakai por la noche, tras una travesía sin incidentes por la bahía de Osaka. Los viajeros se encaminaron directamente al establecimiento de Kobayashi, frente al muelle, donde fueron recibidos por el administrador, un hombre llamado Sahei, y un nutrido grupo de dependientes que se habían reunido en la espaciosa entrada.

Antes de internarse en la casa, Osei se volvió y dijo:

—Sahei, ¿quieres ocuparte del chico, por favor?

—¿Te refieres al sucio pillete que ha desembarcado?

—Sí. No parece faltarle el ingenio, así que podrás ponerle a trabajar... Y encárgate de vestirle. Es posible que tenga piojos. Vigila que se lave bien y dale un kimono nuevo. Luego puede acostarse.

Durante los días siguientes, Iori no vio a la señora de la casa ni a su hija. Una de esas cortinas cortas llamadas noren separaba la oficina de la vivienda, al fondo, y hacía las veces de tabique. Sin un permiso especial, nadie, ni siquiera Sahei, podía cruzarla.

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