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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (88 page)

BOOK: Musashi
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—¿Por qué no puedo elegir yo mismo?

—Vamos, vamos, siempre dices cosas tan impetuosas. ¿Qué edad crees que tienes? Ya no eres ningún chiquillo, ¿o lo has olvidado?

—Pero... bien, aunque seas mi madre, me estás pidiendo demasiado, y eso no es justo.

Sus desacuerdos solían ser así, empezaban con un violento choque de emociones, un pulso implacable entre dos antagonistas. La comprensión mutua quedaba arruinada antes de que hubiera tenido ocasión de crecer.

—¿No es justo? —dijo Osugi entre dientes—. ¿De quién crees que eres hijo? ¿De qué vientre crees que saliste?

—Hablar así no tiene ningún sentido. ¡Quiero casarme con Otsū! ¡Ella es la única mujer a la que amo! —Incapaz de soportar la hosca expresión de su madre, dirigió sus palabras al cielo.

—¿Dices eso en serio, hijo mío? —Osugi desenvainó su espada corta y dirigió la hoja a su garganta.

—¿Qué estás haciendo, madre?

—Ya es suficiente para mí. ¡No intentes impedírmelo! Sólo te pido que tengas la decencia de asestarme el golpe final.

—¡No me hagas esto! ¡Soy tu hijo! ¡No puedo cruzarme de brazos y permitir que hagas semejante cosa!

—De acuerdo. ¿Abandonarás a Otsū... ahora mismo?

—Si es eso lo que querías que hiciera, ¿para qué la has traído aquí? ¿Por qué me torturas haciéndola desfilar ante mis ojos? No te comprendo.

—Verás, me sería bastante fácil matarla, pero tú eres el ofendido. Como madre, pensé que debería dejar que fueras tú quien la castigara. Me pareció que deberías estarme agradecido por ello.

—¿Esperas de mí que mate a Otsū?

—¿No quieres hacerlo? ¡Si no quieres, dilo! ¡Pero decídete!

—Pero..., pero, madre...

—De modo que sigues sin poder prescindir de ella, ¿eh? Bien, si eso es lo que sientes, no eres mi hijo ni soy tu madre. Si no puedes cortarle la cabeza a esa desvergonzada, por lo menos córtame la mía. El golpe final, por favor.

Matahachi reflexionó en que los niños acostumbran a incomodar a sus padres, pero a veces ocurre todo lo contrario. Osugi no sólo le estaba intimidando con amenazas sino que le colocaba en la situación más difícil de su vida. Ver a su madre fuera de quicio le afectaba en lo más hondo.

—¡Basta, madre! ¡No lo hagas! De acuerdo, haré lo que deseas. ¡Me olvidaré de Otsū!

—¿Eso es todo?

—La castigaré. Te prometo que la castigaré con mis propias manos.

—¿La matarás?

—Pues... sí, la mataré.

Osugi vertió lágrimas de júbilo. Enfundó su espada y cogió la mano de su hijo.

—¡Bien por ti! Ahora hablas como el futuro jefe de la casa de Hon'iden. Tus antepasados estarán orgullosos de ti.

—¿Lo crees de veras?

—¡Ve y hazlo ahora mismo! Otsū está esperando ahí abajo, en Chirimazuka. ¡Date prisa!

—Humm.

—Escribiremos una carta para enviarla al Shippōji junto con su cabeza. Entonces todo el mundo en el pueblo sabrá que nuestra vergüenza ha sido reducida a la mitad, y cuando Musashi se entere de que ha muerto, su orgullo le obligará a venir a nuestro encuentro. ¡Qué glorioso!... ¡Apresúrate, Matahachi!

—Tú espera aquí, ¿de acuerdo?

—No. Te seguiré, pero no me dejaré ver. Si Otsū me ve, empezará a quejarse de que no he cumplido mi promesa, y eso sería embarazoso.

—No es más que una mujer indefensa —dijo Matahachi, levantándose lentamente—. No hay ningún problema para acabar con ella...; ¿por qué no esperas aquí? Te traeré su cabeza, no te preocupes por eso. No la dejaré escapar.

—Mira, nunca puedes ser lo bastante cuidadoso. Aunque sólo sea una mujer, en cuanto vea la hoja de tu espada se resistirá.

—Deja de preocuparte. No hay nada que temer.

Fortaleciendo su ánimo, Matahachi partió cuesta abajo, seguido por su madre, cuyo rostro reflejaba la inquietud que sentía.

—¡Recuerda que no debes bajar la guardia! —le dijo.

—¿Todavía me estás siguiendo? Creí que ibas a permanecer oculta.

—Chirimazuka está bastante más abajo.

—¡Ya lo sé, madre! Si insistes en ir, ve tu sola. Yo me quedaré aquí y te esperaré.

—¿Por qué vacilas?

—Es un ser humano. No me resulta fácil atacarla teniendo la sensación de que es como matar a un gatito inocente.

—Te comprendo. Por muy infiel que haya sido, era tu prometida. De acuerdo, si no quieres que mire, ve tú solo. Me quedaré aquí.

Matahachi se marchó en silencio.

Al principio Otsū había pensado en huir, pero si hacía tal cosa, toda la paciencia de que había hecho gala en los últimos veinte días no serviría de nada, y decidió aguantar un poco más. Para pasar el tiempo pensó en Musashi y luego en Jōtarō. Su amor por Musashi hacía que millones de estrellas destellaran en su corazón. Como si estuviera soñando, contó las muchas esperanzas que había puesto en el futuro y recordó las promesas que él le había hecho, tanto en el puerto de montaña de Nakayama como en el puente Hanada. Creía con todo su corazón que, por muchos años que pasaran, al final él no la abandonaría.

Entonces la imagen de Akemi apareció para atormentarla, ensombreciendo sus esperanzas y haciendo que se sintiera inquieta, pero sólo por un momento. Los temores que le inspiraba Akemi eran insignificantes en comparación con la ilimitada confianza que tenía en Musashi. Recordó también lo que le había dicho Takuan, que era digna de lástima, pero eso no tenía sentido. ¿Cómo podía el monje considerar bajo esa luz el júbilo que ella sentía y que se perpetuaba a sí mismo?

Incluso entonces, esperando en aquel lugar oscuro y solitario a una persona a la que no quería ver, su arrobado sueño en el futuro hacía que todo sufrimiento resultara soportable.

—¡Otsū!

—¿Quién... es?

—Hon'iden Matahachi.

—¿Matahachi? —dijo ella con un atisbo de sorpresa.

—¿Acaso has olvidado mi voz?

—No, ahora la reconozco. ¿Has visto a tu madre?

—Sí, me está esperando. No has cambiado nada. Tienes el mismo aspecto que en Mimasaka.

—¿Dónde estás? Está tan oscuro que no puedo verte.

—¿Puedo acercarme más? Llevo un rato aquí en pie, pues me avergüenza mucho mirarte a la cara. ¿En qué estabas pensando?

—Oh, en nada. Nada en particular.

—¿Pensabas en mí? No ha pasado un solo día sin que yo pensara en ti.

Mientras él se le acercaba lentamente, Otsū se sintió un tanto aprensiva.

—¿Te lo ha explicado todo tu madre, Matahachi?

—Humm.

—Puesto que ya lo sabes todo —dijo ella, con un alivio inmenso—, comprendes mis sentimientos, pero quisiera pedirte que consideres las cosas desde mi punto de vista. Olvidemos el pasado, que no debió haber sido así.

—Vamos, Otsū, no seas de esa manera. —Matahachi sacudió la cabeza. Aunque no tenía idea de lo que su madre le había dicho a Otsū, estaba bastante seguro de que no tenía más objetivo que engañarla—. Me duele que menciones el pasado, pues me resulta difícil mantener la cabeza levantada ante ti. Si fuese posible olvidar, los cielos saben que lo haría con gusto. Pero, por alguna razón, no puedo soportar la idea de abandonarte.

—Sé juicioso, Matahachi. No hay nada entre tu corazón y el mío. Estamos separados por un gran valle.

—Eso es cierto, y más de cinco años se han deslizado a través de ese valle.

—Exactamente. Esos años nunca volverán. No hay modo de recuperar los sentimientos que tuvimos en otro tiempo.

—¡Oh, no! ¡Claro que podemos recuperarlos!

—No, se han ido para siempre.

Él la miró con fijeza, sorprendido por la frialdad de su semblante y la determinación de su tono, y se preguntó si aquélla era la muchacha que, cuando se permitió revelar sus pasiones, fue como la luz del sol en primavera. Tuvo la sensación de que estaba restregando un objeto de niveo alabastro. ¿Dónde había ocultado ella aquella severidad en el pasado?

Recordó el porche del Shippōji y volvió a verla sentada allí con ojos límpidos y soñadores, a menudo durante medio día o más, silenciosa y con la mirada perdida, como si viera en las nubes a padres y hermanos.

Se acercó más a ella y, con la misma timidez con que podría haber deslizado la mano entre las espinas para coger un capullo blanco, susurró:

—Intentémoslo de nuevo, Otsū. Es imposible recuperar cinco años, pero empecemos de nuevo, ahora, solos los dos.

—¿Qué estás imaginando, Matahachi? —replicó ella desapasionadamente—. No me he referido a la cantidad de tiempo transcurrido, sino al abismo que separa nuestros corazones, nuestras vidas.

—Ya lo sé. Lo que quiero decir es que, empezando ahora mismo, volveré a conquistar tu amor. Quizá no debería decirlo, pero ¿no es el error que cometí uno del que casi cualquier joven podría ser culpable?

—Habla si te place, pero jamás podré volver a tomar en serio tu palabra.

—¡Pero sé que estuve equivocado, Otsū! Soy un hombre, pero aquí me tienes, pidiéndole disculpas a una mujer ;,No comprendes lo difícil que es esto para mí?

—¡Basta! Si eres un hombre, deberías actuar como tal.

—Pero no hay nada en el mundo más importante para mí. Si quieres, me pondré de rodillas y suplicaré tu perdón, te daré mi palabra solemne, te juraré lo que quieras.

—¡Me tiene sin cuidado lo que hagas!

—No te enfades, por favor. Mira, éste no es el mejor sitio para hablar. Vamos a alguna otra parte.

—No.

—No quiero que mi madre nos encuentre. Anda, vamos. No puedo matarte. ¡Me sería imposible hacerlo!

La cogió de la mano, pero ella la retiró bruscamente.

—¡No me toques! —gritó, airada—. ¡Preferiría morir antes que pasar mi vida contigo!

—¿No vas a venir conmigo?

—No, no, no.

—¿Es ésa tu última palabra?

—¡Sí!

—¿Significa eso que estás todavía enamorada de Musashi?

—Sí, le quiero. Le querré durante toda esta vida y en la otra.

Matahachi estaba temblando.

—No deberías decirme eso, Otsū.

—Tu madre ya lo sabe y me dijo que te lo diría, me prometió que podríamos discutirlo juntos y poner fin al pasado.

—Comprendo, y supongo que Musashi te ha ordenado que me busques y me lo digas. ¿Es eso lo que ha ocurrido?

—¡No, te equivocas! Musashi no tiene que decirme lo que debo hacer.

—También yo tengo orgullo, ¿sabes? Todos los hombres tienen orgullo. Si eso es lo que sientes por mí...

—¿Qué estás haciendo? —gritó ella.

—Soy tan hombre como Musashi, y aunque me cueste la vida impediré que seas suya. No lo permitiré, ¿me oyes? ¡No lo permitiré!

—¿Y quién eres tú para dar tu permiso?

—¡No consentiré que te cases con Musashi! Recuerda, Otsū, que no era Musashi con quien estabas prometida.

—No eres la persona más adecuada para sacar eso a relucir.

—¡Claro que lo soy! Te comprometiste como mi novia y, a menos que yo lo consienta, no puedes casarte con nadie.

—¡Eres un cobarde, Matahachi! Me das lástima. ¿Cómo puedes rebajarte hasta ese extremo? Hace mucho tiempo recibí cartas, una tuya y otra de una mujer llamada Okō, en las que rompíais nuestro compromiso.

—No sé nada de eso, yo no envié ninguna carta. Debió de hacerlo Okō por su propia iniciativa.

—Eso no es cierto. Una de las cartas estaba escrita de tu puño y letra, y decía que me olvidara de ti y buscara a otro con quien casarme.

—¿Dónde está esa carta? ¿Quieres enseñármela?

—Ya no la tengo. Cuando Takuan la leyó, se echó a reír y luego se sonó la nariz con ella y la tiró.

—En otras palabras, no tienes ninguna prueba, por lo que nadie va a creerte. En el pueblo todo el mundo sabe que eras mi prometida. Tengo todas las pruebas, mientras que tú no tienes ninguna. Piénsalo bien, Otsū: si te separas de todos los demás para estar con Musashi, nunca serás feliz. Parece ser que te irrita la existencia de Okō, pero te juro que ya no tengo absolutamente nada que ver con ella.

—Estás perdiendo el tiempo.

—¿No vas a escucharme aun cuando te pida disculpas?

—¿No acabas de jactarte de que eres un nombre? ¿Por qué no actúas como tal? Ninguna mujer entregará su corazón a un cobarde débil, desvergonzado y mentiroso. Las mujeres no admiran a los débiles.

—¡Ten cuidado con lo que dices!

—¡Suéltame! Vas a romperme la manga.

—¡Puta voluble!

—¡Basta!

—Si no me escuchas, no me importa lo que ocurra.

—¡Matahachi!

—¡Si te interesa vivir, jura que dejarás a Musashi!

Le soltó la manga para desenvainar la espada, y, una vez desnuda, la hoja pareció dominarle. Era como un hombre poseído, y sus ojos tenían un brillo salvaje.

Otsū lanzó un grito, no tanto porque el arma la asustara sino por la expresión de Matahachi.

—¡Perra! —gritó él mientras ella se daba la vuelta para huir. La espada descendió, rozando el nudo del obi de Otsū.

«No debo permitir que huya», se dijo Matahachi, y corrió tras ella, llamando por encima del hombro a su madre. Osugi bajó corriendo por la pendiente, preguntándose si su hijo habría desperdiciado la ocasión al tiempo que desenvainaba su espada.

—Está allí —dijo Matahachi—. ¡Atrápala, madre!

Pero pronto retrocedió corriendo y se detuvo poco antes de tropezar con la anciana. Con los ojos abiertos como platos, le preguntó:

—¿Adonde ha ido?

—¿No la has matado?

—No, se escapó.

—¡Idiota!

—Mira, está allá abajo. Ésa es ella. ¡Allí!

Otsū había corrido por un empinado terraplén y se había visto obligada a detenerse porque la manga de su kimono se había enganchado en una rama. Sabía que no debía de estar lejos de la cascada, porque el ruido del agua era muy fuerte. Cuando echó a correr de nuevo, sujetándose la manga desgarrada, Matahachi y Osugi ya estaban muy cerca de ella, y cuando Osugi gritó: «¡La tenemos atrapada!», Otsū oyó la voz inmediatamente detrás de ella.

En el fondo del barranco, la oscuridad rodeaba a Otsū como un muro.

—¡Mátala, Matahachi! Está ahí, tendida en el suelo.

Matahachi se entregó por completo a la espada. Saltó adelante, apuntó a la forma oscura y descargó la hoja salvajemente.

—¡Diablesa! —gritó.

Entre el crepitar de las ramas se oyó un grito de agonía.

—¡Toma esto y esto! —Matahachi golpeó tres, cuatro veces, una y otra vez hasta que pareció que la espada iba a partirse en dos. Estaba borracho de sangre, sus ojos escupían fuego.

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