Authors: Eiji Yoshikawa
—Yo..., yo..., yo no le maté. No te equivoques en eso.
—Ya sé que no has sido tú, pero su familia y sus amigos ignoran que fue atacado y asesinado por jornaleros vulgares y corrientes. Y, por otro lado, ésa no es la clase de historia que honraría a Tenki. Detestaría tener que decirles la verdad. Así pues, aunque lo siento por ti, creo que tendrás que ser el culpable. Sería una ayuda que consintiera en que te mate.
Tensando las cuerdas que le ataban, Matahachi gritó:
—¡Suéltame! No quiero morir.
—Eso es muy natural, pero considéralo de otra manera. No has podido pagar el sake que has bebido, lo cual significa que eres incapaz de cuidar de ti mismo. En vez de morirte de hambre o llevar una existencia vergonzosa en este mundo cruel, ¿no sería mejor para ti que descansaras en la paz del otro mundo? Si lo que te preocupa es el dinero, yo tengo un poco y, con mucho gusto, lo enviaré a tus padres como regalo funerario. Si lo prefieres, puedo enviarlo al templo de tus antepasados como un donativo para que te tengan presente en el culto. Te aseguro que sería convenientemente entregado...
—Eso es una locura. No quiero ningún dinero. ¡Quiero vivir!... ¡Socorro!
—Te lo he explicado todo cuidadosamente. Tanto si estás de acuerdo como si no, me temo que tendrás que pasar por el asesino de mi maestro. Consiente, amigo mío, considéralo como una cita con el destino. —Cogió la empuñadura de su espada y retrocedió a fin de tener espacio para asestar el golpe.
—¡Espera, Gempachi! —gritó Kojirō.
Gempachi alzó la vista y preguntó:
—¿Quién está ahí?
—Sasaki Kojirō.
Gempachi repitió el nombre con lentitud y suspicacia. ¿Acaso otro falso Kojirō estaba a punto de caer sobre él desde el cielo? No obstante, la voz era demasiado humana para pertenecer a un fantasma. De un salto, se apartó del árbol y levantó su espada verticalmente.
—Eso es absurdo —dijo, riendo—. Parece como si últimamente todo el mundo se llamase Sasaki Kojirō. Aquí abajo hay otro, y está muy triste. ¡Ah! Empiezo a comprender. Eres uno de los amigos de este hombre, ¿no es cierto?
—No, soy Kojirō. Oye, Gempachi, estás dispuesto a cortarme en dos en cuanto baje de aquí, ¿no es cierto?
—Sí, trae a todos los falsos Kojirōs que quieras, que me ocuparé de cada uno de ellos.
—Eso es bastante justo. Si me matas, sabrás que era un impostor, pero si te despiertas muerto, puedes estar seguro de que soy el auténtico Kojirō. Ahora voy a bajar, y te advierto que si no me cortas por la mitad mientras lo hago, el Palo de Secar te hendirá como si fueras una caña de bambú.
—Espera. Creo recordar tu voz, y si tu espada es el famoso Palo de Secar, entonces debes ser Kojirō.
—¿Me crees ahora?
—Sí, pero ¿qué estás haciendo ahí arriba?
—Ya hablaremos de eso más tarde.
Kojirō pasó por encima de la cara vuelta hacia arriba de Gempachi y aterrizó detrás de él envuelto en una nube de pinaza. Su transformación asombró a Gempachi. El Kojirō que recordaba haber visto en la escuela de Jisai era un muchacho de piel oscura y desgarbado. Su único trabajo consistía en sacar agua del pozo y, de acuerdo con el amor de Jisai por la sencillez, siempre había llevado las prendas de vestir más simples.
Kojirō se sentó al pie del árbol e hizo un gesto a Gempachi para que le imitara. Entonces Gempachi le contó que Tenki había sido tomado por un espía de Osaka y lapidado a muerte, y cómo el certificado había llegado a manos de Matahachi. Aunque a Kojirō le divirtió mucho saber cómo había llegado a tener un tocayo, dijo que no ganaría nada matando a un hombre cuya fortaleza era tan escasa que se había hecho pasar por él. Había otras maneras de castigar a Matahachi. Si a Gempachi le preocupaba la familia o la reputación de Tenki, él iría personalmente a Kōzuke y haría lo necesario para que el maestro de Gempachi fuese reconocido como un guerrero valiente y honorable. No había necesidad de convertir a Matahachi en un chivo expiatorio.
—¿No estás de acuerdo, Gempachi? —concluyó Kojirō.
—Si lo planteas de ese modo, supongo que sí.
—Entonces queda convenido. Ahora tengo que marcharme, pero creo que deberías regresar a Kōzuke.
—Así lo haré. Iré directamente.
—A decir verdad, tengo bastante prisa. Estoy tratando de encontrar a una muchacha que me ha abandonado bruscamente.
—¿No te olvidas de algo?
—No, que yo sepa.
—¿Y el certificado?
—Ah, sí.
Gempachi metió la mano bajo el kimono de Matahachi y sacó el documento. Matahachi tuvo la sensación de que le quitaban un peso de encima. Ahora que parecía que no iba a perder la vida, se alegraba de verse libre de aquel certificado.
—Humm —dijo Gempachi—. Bien mirado, es posible que el incidente de esta noche haya sido dispuesto por los espíritus de Jisai y Tenki a fin de que pudiera recuperar el certificado y dártelo.
—No lo quiero —replicó Kojirō.
—¿Por qué? —le preguntó Gempachi, incrédulo.
—No lo necesito.
—No te comprendo.
—Un trozo de papel como ése no me sirve para nada.
—¡Pero qué dices! ¿Es que no sientes gratitud hacia tu maestro? Jisai tardó años en decidir si te daría el certificado, y no se decidió a hacerlo hasta que estuvo en su lecho de muerte. Le encargó a Tenki que te lo entregara, y mira lo que le ocurrió a Tenki. Deberías avergonzarte.
—Lo que Jisai hizo fue asunto suyo. Yo tengo ambiciones propias.
—Ésa no es manera de hablar.
—No me interpretes mal.
—¿Insultarías al hombre que te enseñó?
—Claro que no, pero no sólo he nacido con un talento mayor que el de Jisai, sino que intento llegar más lejos que él. Ser un espadachín desconocido en algún rincón rural no es precisamente lo que me propongo.
—¿Dices eso en serio?
—Desde luego. —Kojirō no sentía escrúpulo alguno al revelar sus ambiciones, por escandalosas que fueran desde el punto de vista ordinario—. Estoy agradecido a Jisai, pero tener un certificado de una pequeña escuela rural poco conocida sería más perjudicial que beneficioso. Itō Ittōsai aceptó el suyo, pero no continuó con el estilo de Chūjō, sino que creó un nuevo estilo. Yo me propongo hacer lo mismo. Me interesa el estilo Ganryū, no el estilo Chūjō. Uno de estos días, el nombre Ganryū será muy famoso. Así que ya ves, el documento no significa nada para mí. Llévatelo a Kōzuke y pide en el templo de allí que lo preserven junto con los registros de los nacimientos y las muertes.
En las palabras de Kojirō no había rastro de modestia ni humildad. Gempachi le miró con resentimiento.
—Te ruego que presentes mis respetos a la familia de Kusanagi —le dijo Kojirō cortésmente—. Uno de estos días iré al este y les visitaré. De eso puedes estar seguro. —Concluyó estas palabras de despedida con una ancha sonrisa.
A Gempachi, esta última exhibición de cortesía le parecía condescendencia. Pensó seriamente en recriminar a Kojirō su actitud ingrata y poco respetuosa hacia Jisai, pero tras considerarlo un momento pensó que sería una pérdida de tiempo. Se acercó a su fardo, guardó el certificado, se despidió secamente y partió.
Cuando le perdió de vista, Kojirō se echó a reír.
—Vaya, estaba enfadado, ¿eh? ¡Ja, ja, ja, ja! —Entonces se volvió a Matahachi—. Bien, ¿qué tienes que decir, despreciable impostor?
Naturalmente, Matahachi no tenía nada que decir.
—¡Respóndeme! Admites que has intentado hacerte pasar por mí, ¿no es cierto?
—Sí.
—Sé que te llamas Matahachi, pero ¿cuál es tu nombre completo?
—Hon'iden Matahachi.
—¿Eres un rōnin?
—Sí.
—Aprende una lección de mí, asno sin carácter. Me has visto devolver ese certificado, ¿no es cierto? Si un hombre no tiene suficiente orgullo para hacer una cosa así, nunca será capaz de hacer nada por sí mismo. ¡Pero mírate! Usas el nombre de otra persona, robas su certificado, vas por ahí viviendo de su reputación. ¿Podría haber algo más despreciable? Tal vez tu experiencia de esta noche te servirá de lección: un gato doméstico puede ponerse una piel de tigre, pero sigue siendo un gato doméstico.
—En el futuro tendré mucho cuidado.
—No voy a matarte, pero creo que voy a dejarte aquí atado para que te liberes tú mismo, si eres capaz de ello.
Obedeciendo a un impulso repentino, Kojirō desenvainó su daga y empezó a raspar la corteza por encima de la cabeza de Matahachi. Las virutas cayeron sobre el cuello de Matahachi.
—Necesito algo para escribir —gruñó Kojirō.
—En mi obi hay una caja con un pincel y piedra para tinta —dijo Matahachi servicialmente.
—¡Muy bien! Los tomaré prestados sólo un momento.
Kojirō mojó el pincel en la tinta y escribió en la parte del tronco de la que había eliminado la corteza. Entonces retrocedió y admiró su obra. La inscripción decía: «Este hombre es un impostor que, haciendo uso de mi nombre, ha viajado por el país cometiendo acciones deshonrosas. Le he capturado y dejado aquí para que sea ridiculizado por todo el mundo. Mi nombre y el de mi espada, que me pertenecen y no son de ningún otro hombre, son Sasaki Kojirō, Ganryū».
—Así está bien —dijo Kojirō, satisfecho.
En el negro bosque el viento gemía como la marea. Kojirō dejó de pensar en sus ambiciones futuras y volvió a su curso de acción inmediato. Los ojos le brillaban mientras corría a través del bosque como un leopardo.
Desde tiempos antiguos, la gente de las clases superiores había viajado en palanquines, pero sólo recientemente un tipo simplificado de ese vehículo había sido puesto a disposición de la gente normal y corriente. Era poco más que un cesto grande, de lados bajos, suspendido de una vara horizontal, y para no caer, el pasajero tenía que sujetarse con fuerza a unas correas colocadas delante y detrás. Los porteadores, que cantaban rítmicamente para mantener el paso, tendían a tratar a sus clientes como si fuesen cargamento. A quienes elegían esta forma de transporte se les aconsejaba que adaptaran su respiración al ritmo de los porteadores, sobre todo cuando éstos corrían.
Siete u ocho hombres acompañaban al palanquín que avanzaba con rapidez hacia el pinar de la avenida Gojō. Porteadores y acompañantes jadeaban como si estuvieran a punto de echar el corazón por la boca.
—Estamos en la avenida Gojō.
—¿No es esto Matsubara?
—Ya falta poco.
Aunque sus faroles tenían el penacho usado por las cortesanas en el barrio licencioso de Osaka, el ocupante no era ninguna dama de la noche.
—¡Denshichirō! —gritó uno de los servidores que iban delante—. Ya casi estamos en la avenida Shijō.
Denshichirō no le oyó. Estaba dormido y su cabeza se bamboleaba como la de un tigre de papel. Entonces el cesto dio un bandazo y uno de los porteadores extendió la mano para evitar que el pasajero cayese al suelo.
Denshichirō abrió sus grandes ojos.
—Tengo sed —dijo—. ¡Dadme un poco de sake!
Agradecidos por la oportunidad de descansar, los porteadores bajaron el palanquín al suelo y empezaron a secarse con toallas de mano el pegajoso sudor de sus caras y pechos hirsutos.
—No queda mucho sake —dijo un sirviente, ofreciendo el tubo de bambú a Denshichirō. Éste lo vació de un trago.
—Está frío —se quejó—. Me da dentera. —Pero la bebida le despertó lo suficiente para hacerle observar—: Todavía está oscuro. Debemos de haber hecho el viaje en muy poco tiempo.
—A tu hermano le habrá parecido largo tiempo. Está tan deseoso de verte que cada minuto debe de parecerle un año.
—Confío en que siga vivo.
—El doctor dijo que viviría, pero está inquieto y pierde sangre por la herida. Eso podría ser peligroso.
Denshichirō se llevó el tubo vacío a los labios y lo puso boca abajo.
—¡Musashi! —dijo con asco, y tiró el tubo al suelo—. ¡Vámonos! —gritó—. ¡De prisa!
Denshichirō, gran bebedor, muy pendenciero e irascible, era casi la antítesis perfecta de su hermano. Cuando Kempō aún vivía, algunos tuvieron la audacia de afirmar que el hijo estaba más capacitado que el padre. El mismo joven compartía esta opinión sobre su talento. En vida del padre ambos hermanos se ejercitaban juntos en el dōjō y se llevaban bastante bien, pero en cuanto Kempō murió, Denshichirō dejó de participar en las actividades de la escuela y llegó a decirle a Seijūrō que debía retirarse y dejarle a él encargado de cuanto concernía a la esgrima.
Desde su partida a Ise el año anterior, se rumoreaba que pasaba el tiempo ociosamente en la provincia de Yamato. Sólo después del desastre ocurrido en el Rendaiji se enviaron hombres en su busca, y Denshichirō, a pesar de su desagrado por Seijūrō, accedió a regresar en seguida.
Durante el precipitado regreso a Kyoto, los porteadores le habían transportado con tal rapidez que fue necesario sustituirlos tres o cuatro veces. No obstante, Denshichirō tuvo tiempo para detenerse en cada puesto de la carretera y comprar sake. Tal vez necesitaba el alcohol para sosegar sus nervios, pero desde luego se hallaba en un estado de agitación extrema.
Cuando estaban a punto de reanudar su camino, los ladridos de unos perros en el oscuro bosque llamaron su atención.
—¿Qué creéis que ocurre?
—No es más que una jauría de perros.
La ciudad estaba llena de perros extraviados, muchos de los cuales procedían de distritos lejanos, pues ya no había batallas que les procurasen un suministro de carne humana.
Denshichirō les gritó enfurecido que dejaran de holgazanear, pero uno de los estudiantes le dijo:
—Espera..., hay algo extraño en lo que está ocurriendo ahí.
—Vamos a ver de qué se trata —dijo Denshichirō, el cual se puso entonces a la cabeza del grupo.
Después de que Kojirō se marchara, los perros habían vuelto. Los tres o cuatro círculos de canes alrededor de Matahachi y el árbol al que estaba atado armaban un tremendo escándalo. Si los perros fuesen capaces de tener sentimientos superiores, podría haberse imaginado que se estaban vengando de la muerte de uno de sus congéneres. Sin embargo, es mucho más probable que simplemente estuvieran atormentando a una víctima cuya impotencia percibían. Todos ellos estaban tan hambrientos como lobos, tenían los vientres cóncavos, las espinas dorsales puntiagudas como cuchillos y los dientes tan afilados que parecían limados.
Matahachi los temía mucho más de lo que había temido a Kojirō y Gempachi. Incapaz de usar los brazos y las piernas, no tenía más armas que la cara y la voz.